Libre que te quiero libre

Libre te quiero (Agustín García Calvo)

Libre te quiero, como arroyo que brinca de peña en peña. Pero no mía.

Grande te quiero, como monte preñado de primavera. Pero no mía.

Buena te quiero, como pan que no sabe su masa buena. Pero no mía.

Alta te quiero, como flor de azahares sobre la tierra. Pero no mía.

Pero no mía, ni de Dios ni de nadie, ni tuya siquiera.

 

¿Cuándo llegará el día en que todos los hombres quieran a sus mujeres libres, incondicionalmente libres?

No llegará. No llegará hasta que en nuestra sociedad no se modifiquen los estereotipos de género  que ahora imperan y cambien los roles del hombre y la mujer.

La violencia contra las mujeres, se basa en un orden social –conducta primitiva– que tiene su fundamento en el dominio de unos individuos sobre otros.

El hecho de estar viviendo dentro de un modelo en el que las relaciones de pareja son del tipo patriarcal más tradicional –control económico, ser cabeza de familia, proveedor de las finanzas, líder, tener la iniciativa sexual, etc., por parte del hombre y, tener que estar habitualmente en la cocina, hacer la compra de la casa, ocuparse de la ropa, interesarse por la moda, ser fuente de soporte emocional, ocuparse de los niños y atender la casa, por parte de la mujer– produce enfrentamientos entre hombres y mujeres cuando uno de los dos se sale de su papel;  y si han sido víctimas pasivas de la violencia doméstica, o víctimas presenciales de peleas y maltratos en el hogar, los enfrentamientos pueden ser peligrosos y hasta fatales –principalmente para la mujer–, tal como leemos y vemos en los medios de comunicación diariamente.

En nuestra sociedad, hay una fuerte tendencia a considerar que la mujer debe sacrificarse por el hombre y por toda su familia, soportar injusticias y atropellos del varón y doblegarse ante sus deseos. El amor romántico con el que nos amamantan nuestras madres y la sociedad, contribuye a favorecer la sumisión en las mujeres, disfrazándola de altruismo y entrega.

El sistema político patriarcal, por un lado necesita mantener la sumisión de la mujer porque es un pilar para el sostén del sistema, y por otro estimula que se disculpe la violencia intradoméstica, minimizando los actos violentos. Tiene que darse el caso de un feminicidio o de un incremento peligroso de los mismos para que se preste atención al problema.

Y, ¿Cómo se presta atención? Se ponen paños tibios mandando a la cárcel al asesino, u obligando a hacer terapia al maltratador que no ha llegado al crimen. Se condena la violencia doméstica en discursos, escritos, carteles y pancartas, pero no se va al origen de la violencia doméstica para remediar el problema a través de la educación de los individuos.

Es adecuado tener en la casa y en las escuelas una educación que nos ayude a cambiar los roles de género, de forma que enriquezcan al hombre y a la mujer; lo suficientemente laxos como para poder ser intercambiados o abandonados por uno y otra, sin que se derrumbe el cimiento del comportamiento que ha sido su base desde la niñez. Una educación que enseñe a conocer y regular las emociones y a desarrollar formas no violentas para resolver los conflictos. Una educación que acerque cada vez más al hombre y la mujer en vez de hacer separaciones, a veces, infranqueables.

Cuando enseñemos a nuestros hijos varones a querer que su mujer sea libre y a nuestras hijas a entender la diferencia entre amor o cariño y sumisión y entrega ciega, tendremos una sociedad en la que los géneros convivirán en paz, se complementarán y crecerán juntos.

Quiero un mundo sin el horror de la violencia de género.