Mortus est si non risolla

A mi teléfono celular le programé un tono alegre pero suave, porque pienso que los tonos de los teléfonos se parecen a sus dueños. En mi monomanía de observar a los demás y llegar a conclusiones, pienso que se podría aplicar el refrán de “dime cómo suena tu celular y te diré quién eres”.

Pero claro, el tono del mío es tan etéreo que si no llevo el celular “puesto encima” no lo oigo. Así que, si ando con alguna prenda de vestir con bolsillo, allí anida mi celular para poder atender a sus suspiros cuando alguien me llama.

Dentro de la casa es mandatorio llevarlo de un lado a otro y claro, entrar con él  al baño es más que necesario para no tener que salir corriendo, interrumpiendo cualquier trabajo importante, si el aparato suena de pronto.

Un día claro de septiembre, había terminado el trabajo antes mencionado y presioné el artefacto de soltar el agua –cadena le llamamos algunos, como reminiscencia de tiempos pasados cuando el tanque de agua del inodoro estaba colgado arriba del mismo y uno estiraba una cadenita  para vaciarlo– y procedí a poner mi pantalón en su sitio. ¡Oh, sorpresa!  El celular se deslizó suavemente del bolsillo y se zambulló en el agua limpia, por suerte. Con una rapidez de lengua de sapo  –de 15 a 50 centímetros por segundo, y puede extender la lengua hasta unos ocho centímetros de longitud, lo cual es un 180% de la longitud original de la lengua, salvé a mi celular de morir ahogado.

No piensen que no les pasará a ustedes. Tienen muchas posibilidades de que se les caiga el celular en la taza del inodoro, porque según un artículo publicado al final del 2012 por Mashable, un 19% de los celulares, es decir, uno de cada cinco, acaban yendo a parar ahí. Muchas personas piensan que es el fin y proceden a comprarse otro.

¿Qué NO tenemos que hacer si nos pasa?
En primer lugar, no hemos de intentar secarlo con un secador de cabellos –blower –, porque el aire caliente puede dañar los circuitos internos del teléfono, que son muy delicados.

 ¿Qué podemos hacer?

Si el celular se moja con agua salada de la playa, lo primero que hay que hacer es volverlo a mojar, pero con agua dulce, para evitar que la sal del mar dañe los circuitos electrónicos.

Una vez bien lavado con agua dulce, hay que intentar  desmontar la mayor cantidad de piezas –son pocas las que se pueden sacar–, por ejemplo la tarjeta SIM; si se puede la batería también y la tarjeta de memoria, si la tiene.

Estas piezas hay que secarlas con un paño de algodón o un poco de papel higiénico –que estará bien a mano.

Lo que quede, que será casi todo el teléfono, hay que secarlo por fuera con un paño de algodón. Luego se entierra dentro de un recipiente lleno de arroz seco. El arroz absorbe la humedad del teléfono y lo seca interior y exteriormente.

Déjenlo de 14 a 48 horas dentro del recipiente. El arroz hará su trabajo y para ello, necesita algo más de tiempo que para convertirse en paella.

Si el celular no ha pasado mucho tiempo mojado, las posibilidades de recuperarlo son muy altas.

Piense que lo primero que podría morir es la batería, así que, puede ser que haya que cambiarla, pero el resto del celular volverá a funcionar.

Y recuerden que, para que el celular no caiga en la taza del inodoro, lo mejor es que no entre al baño. Eso sí, pueden verse en situaciones bien ridículas por querer salir deprisa para atender una llamada.

El que espera, desespera

Ahora que tengo un amigo que se siente ansioso porque está esperando los resultados de unas pruebas médicas, reconozco esa sensación, ya que la he sentido muchas veces cuando yo misma he tenido que pasar por ese trance.

Con el asunto de la medicina preventiva, con la que estoy cien por cien de acuerdo, los mortales que podemos hacerlo, cada cierto tiempo, pasamos por un pequeño purgatorio en clínicas y hospitales haciéndonos analítica de todo tipo y pruebas para comprobar el estado de los diferentes aparatos y órganos de nuestro cuerpo.

Una va a la clínica creyendo que está en buen estado y se somete a reconocimientos y experimentos que espera salgan perfectos. Otra cosa es lo que sucede. Siempre aparece algo con lo que no contábamos y, sobre todo, después de cierta edad. Pero, es bueno saberlo a tiempo y aunque con miedo, se repite periódicamente la experiencia.

El proceso de comprobar el grado de salud del individuo es bien interesante y cada persona lo afronta de manera diferente. Yo por ejemplo, he aprendido después de haber pasado por muchos enfados y rabietas, que cuando una va al médico, sabe cuándo va pero no cuando regresa. No importa que una tenga cita, o que el médico reciba a los pacientes por orden de llegada. El paciente se llama así porque desarrolla la paciencia en estas lides. Pues bien, yo he acrecentado esta virtud en base a pequeños trucos que me permiten que el tiempo pase sin darme tanta cuenta.

Llego al consultorio, me pongo presente con la enfermera o secretaria, pregunto cuántas personas están delante de mí y hago mis cálculos con el peor escenario para hacerme consciente de la hora a la que, con suerte, podría estar saliendo. Siempre le añado un cincuenta por ciento más de tiempo para poder sentirme feliz cuando salgo media hora antes de lo previsto.

Una vez insertado este aspecto en mi organizada mente, me ubico en un lugar con buena vista; no a la calle ni a un paisaje, sino donde pueda observar a mis congéneres en su deambular por los pasillos y los consultorios.

Una de mis distracciones favoritas  es poner mi cabeza de forma que mis ojos vean el piso solamente. Veo piernas o pantalones que terminan en zapatos, zapatillas de deporte, sandalias, etc., y entonces trato de imaginar cómo es el resto de lo que me falta por ver: si pertenecen a gente joven, mayores o viejos; personas simpáticas o antipáticas; dinámicas o apagadas; sanas o enfermas; con poder adquisitivo o si él. En principio, siempre pensaba que el tipo de atuendo debía estar  relacionado con el calzado. Me llevaba tremendas sorpresas. Hasta que fui cogiendo la clave y ahora puedo decir que resuelvo un setenta por ciento de los casos.

También observo a las personas que vienen acompañadas y trato de adivinar si los acompañantes son hijos, padres, amigos, familiares o relacionados. De la forma como se comportan los acompañantes, deduzco –según mis esquemas mentales y mis conocimientos de la mente humana– si el problema del paciente es importante o no, y si el paciente le importa al acompañante como para que este sienta empatía con él. A veces puedo comprobar mis hipótesis, a veces no y a veces me equivoco rotundamente. Pero siempre salgo con historias de seres humanos a las que trato de ponerles un final feliz.

Observo también, que cuando se recogen los resultados, aunque se entregan en sobres cerrados, las personas se sientan en el primer asiento libre –yo también lo hago– y abriendo el sobre se ponen a mirar el contenido, muchas veces sin entenderlo y sacando de adentro el masoquismo que a todos nos adorna  en mayor o menor grado, para empezar a pensar en lo peor. La espera de resultados, en definitiva, es un trago amargo.

En fin, tengo infinitas técnicas para pasar el rato, siempre relacionadas con entender a los demás. Pero no soy yo sola la que observa, los demás hacen lo mismo conmigo.

En una sala de espera para una sonografía pélvica, estaba yo siguiendo las recomendaciones de la enfermera y bebiendo vaso de agua tras vaso de agua, hasta poder sentir la sensación de la vejiga llena necesaria para una buena visión del interior del abdomen. De pronto, un hombre que me pareció de tierra adentro y que estaba sentado a mi lado me preguntó:

–Doña, ¿usted desayunó arenque?

Por un momento pensé que no era a mí que me lo estaba preguntando. Me cogió fuera de base.

– ¿Por qué? Le respondí.

–Es que –me dijo con toda su inocencia–, como la veo que no para de tomar agua…

Lo mejor de cada familia

Ella fue a nacer en una fría sala de hospital. Cuando vio la luz, su frente se quebró como el cristal porque entre los dedos a su padre como un pez se le escurrió. Hace un mes cumplió los veintiséis.

El nació de pie, le fueron a parir entre algodón. Su padre pensó que aquello era un castigo del señor. Le buscó un lugar para olvidarlo y siendo niño lo internó. Pronto cumplirá los treinta y tres.

En el comedor les sientan separados a comer. Si se miran bien, les corren mil hormigas por los pies. Ella le regala alguna flor y él le dibuja en un papel algo parecido a un corazón.

Hey, solo pienso en ti, juntos de la mano se les ve por el jardín, no puede haber nadie en este mundo tan feliz. Solo pienso en ti.  Víctor Manuel

La historia de Anita y Pedro –así los llamaré–no sé cuál es. Pero puedo imaginarme algo parecido a la historia que con una música que saca del corazón del que la escucha un arcoíris de emociones, canta Víctor Manuel. Ella con Síndrome de Down, él con cierto tipo de retraso mental, pero funcionales hasta el punto de estar en el metro de Barcelona, saber en qué estación tienen que bajar, por qué puerta y hacia dónde encontrar la salida. Se sentaron juntos y se cogieron de las manos. No se hablaron. De vez en cuando, con una ternura que se expandía a los que los estábamos observando, él le retiraba un mechón de cabello que le caía a Anita en la frente,  por encima de los lentes, y deslizaba el torso de su mano por la cara de la amada. Ella le regalaba una sonrisa inocente y amplia que lo decía todo.

Pedro y Anita no eran los únicos. Un total de diez personas con diferentes tipos de discapacidad, alternando entre ellos –a su manera– en un vagón del metro. Algunos de pie, porque no había asientos suficientes para todo el mundo. Uno de ellos le había cedido el asiento a una anciana que lo aceptó con una gran sonrisa y un “gracias guapo”.

Había una líder, con las extremidades superiores e inferiores afectadas por lo que pudo haber sido poliomielitis –aunque se podía trasladar por sí misma en silla de ruedas–, que hablaba en voz alta y que daba instrucciones al grupo cuando había que prepararse para bajar.

Otros, con sus movimientos continuos de oscilación hacia los lados y su mirada ausente, atendían con atención las instrucciones y las interacciones de los compañeros, como si tuvieran miedo de perderse parte  de las mismas.

El grupo no andaba solo, pero estaba empoderado para hacer la travesía por su cuenta. Momentos antes de llegar a la estación y después de haber oído las instrucciones de la líder del grupo que los preparaba para el fin del trayecto, aparecieron dos monitores que estaban en el vagón de al lado; posiblemente siguiendo los movimientos de todos, pero sin intervenir.  Se juntaron con el grupo y conversaban con los componentes sin que se pudiera notar ningún tratamiento especial, ni sobre protector.

Para protegerse los unos a los otros a la hora de bajar estaban ellos mismos, las personas con discapacidad. Los que tenían mejores posibilidades ejercían de soporte de los más desvalidos. Y así, con armonía y ciertos nervios por la aventura que estaban experimentando, se bajaron todos y como un rebaño de ovejitas se dirigieron unos al ascensor, acompañando a la líder, y otros a las escaleras automáticas para salir a la calle.

Ese día, y otros muchos me imagino, salieron a pasear las joyas de la sociedad. Gente diferente pero mejor; gente con sentimientos, con alegrías, tristezas, amor y desamor que percibe el respeto, el cariño y el soporte que podamos darles. Gente limpia. Gente inocente.

Ellos se sentían libres y funcionales al igual que el resto de los mortales. Alguien les había dado la oportunidad de prepararlos para valerse por sí mismos.

 

Un obsequio dulce, un dulce obsequio

No sé qué vería el guachimán en mí para hacerme su confidente en aquella tarde de invierno caribeño. Pudo ser mi edad, mi aspecto, mi cercanía, o simplemente su necesidad de compartir algo personal que era importante para él, aunque fuera algo insignificante o poco importante para el resto de los mortales, con una mujer que podría entender su caso, por ser mujer.

Llegó a mi acera por el paso de peatones y se colocó a mi lado.

–Doña, ¿a las mujeres les gusta que les hagan regalos sorpresa, no es así?

–Claro que sí. Eso es algo sumamente agradable para nosotras. Nos demuestra afecto, interés.

–Como que uno puede conquistar a una mujer si tiene atenciones con ella, ¿verdad?

–Seguro. Los regalos no son lo único, pero nos hacen sentir muy bien.

–Mire, he comprado estos guineos y se los voy a llevar a una mujer. ¿Usted cree que le gusten?

En principio me pareció raro o poco romántico ese tipo de regalo. Cuando iba a pronunciarme al respecto un poco despectivamente, aunque con delicadeza, recordé que una de las muchachas del servicio de casa, siempre traía guineos para obsequiar a mi mamá, a la que quería mucho. Era un regalo humilde envuelto en cariño y atención y mi mamá los agradecía mucho.

–Pues lo mejor es averiguar cuáles son sus gustos antes de comprarle cualquier detalle –vi que puso cara de no haber caído en la cuenta antes. No quería desmotivarlo–. Aunque, seguramente le gustarán. ¿Son para su esposa?

–Ay no, doña que yo no soy casao. Es una muchacha del barrio que le tengo echao el ojo. No la conozco mucho pero creo que ella también tiene algún interés en mí.

– ¿Y cómo sabe que está interesada en usted?

–Adió! Porque me mira y ayer me dijo: tú no trabajas durante todo el día, ¿no? Eso demuestra interés, o sea, que se ha fijado si entro o salgo. Y como me gusta, me he pasado todo el día pensando en que tengo que ir buscando la forma de que nos acerquemos.

–Pero, ¿usted sabe si ella es soltera, o tiene algún tipo de compromiso con otro hombre?

–No. Pero creo que no lo tiene por la forma como me mira y me sonríe y porque ayer me habló. Hoy le voy a dar los guineos y a ver con qué me sale.

–Bueno, pues que tenga suerte y se puedan conocer mejor.

–Adiós doña. Muchas gracias por su tiempo y sus consejos.

Me quedé pensando en el guachimán. Quizás el regalo no fuera el más adecuado, o quizás sí. Quizás su estrategia pudo haber sido mejor, o realmente fue la adecuada. No lo sé porque no conozco a su deseada. Pero puedo decir que mientras unos regalan rosas, o galletas en forma de corazón, o chocolates, o apartamentos, o todoterrenos, otros piensan que pueden ser exitosos regalando fruta y a lo mejor lo son. Me gustaría saber cómo recibió la “susodicha” el regalo y si este sirvió para los propósitos de mi confidente desconocido.