Rara avis

A Papito Mueses no se le conocen extravagancias sexuales, es decir, que las  haya confesado o exhibido delante de alguien. Pero es público el hecho de que ha cedido derechos a terceros, acontecimiento que le proporcionó en su tiempo el apodo de “El Venao” y que sigue soportando sin que le quite el sueño ya que la situación le proporciona un sustento privilegiado en francos franceses.

Vecino de un adorable pueblecito turístico, conoció y sigue conociendo visitantes extranjeros a los que presta servicios de guía, jandimán o de vendedor de artesanías, según sople el viento y el mar de sus finanzas presente marejada o marejadilla.

Hace algunos años, cuando la economía familiar de los Mueses estaba de capa caída, se acercó a uno de los porteros de un proyecto turístico, ofreciendo sus servicios como jardinero para alguna de las casas cuyos dueños ocupaban una parte del año y el resto del tiempo las alquilaban. Este trabajo de un día a la semana, se complementaba con las otras actividades dedicadas al turismo y garantizaba una entrada que, aunque no era muy grande, no dependía de los barcos que atracaban en el puerto, de la cantidad de pasajeros o del poder adquisitivo de los mismos.

En ese empleo fue que conoció al viudo míster Fabrice Leclerc – don Fabrí Leclé para Papito–sesentón jubilado, calvo, de clase media y con ganas de aprovechar los posos del fondo en tierras donde no era conocido y no tenía que guardar las apariencias. Contrató a Papito para arreglar el jardín.

Fabrice, oriundo de Calais, hablaba el español con un acento francés marcado que se iba transformando en la medida que transcurría los cuatro meses de vacaciones y como consecuencia de adoptar  el argot de la gente del pueblo, para un mejor entendimiento con sus subalternos.

La relación entre Fabrice y Papito fue evolucionando en la forma y en el fondo. De no entender lo que se decían el uno al otro, pasó a poder entablar conversaciones de panita a pana; de tener jardinero, pasó a mandadero, guardaespaldas y maipiolo. De pronto, habían encontrado una relación internacional incondicional y provechosa para ambos. El francés se empapó de la filosofía criolla y el criollo visualizó y aprovechó las ventajas que representaba esa conexión con Europa.

Míster Leclerc disfrutaba sus vacaciones en todos los sentidos. Por un tiempo se olvidaba de las comidas que se preparaba el mismo, cambiando la sopa de cebolla por el sancocho, el coq au vin por el chivo liniero, la quenelle por el quipe y la croque monsieur por el sándwich de aguacate. Permutaba el burdeos por la fría –bien ceniza– el coñac por el ron de mallita y el champán por el mabí seibano al que le añadía algún líquido espirituoso.

Papito tenía muchos contactos femeninos a los que llamaba amigas, que cada sábado, religiosamente, presentaba a Fabrice. Las llevaba hasta la casa con su moto cobrándoles un módico pasaje, ayudaba en la preparación del barbiquiu de mariscos –los cuales proveía a un precio que a Fabrice le parecía irrisorio y en el que Papito se ganaba el cincuenta por ciento–, servía los tragos y desaparecía discretamente para volver a recoger a la princesa de turno, cuando era requerido por el celular.

A Fabrice le gustaban las mujeres de color. Sobre todo las de grandes posaderas que en principio llamaba bonnes fesses y que a Papito le tomó un tiempo conocer su significado, porque siempre trataba de simular que entendía al míster perfectamente y no quería preguntar. Pero el proceso de la selección se fue mejorando porque Papito reconocía, por la propina que recibía, cuando Fabrice estaba contento con la amiga de turno.

Cuando faltaban dos semanas para regresar a Calais, Fabrice abordó a Papito con una solicitud bastante común: conseguir una mujer que él pudiera llevar a su ciudad para que se encargara de la casa, la comida y –tuvo que ser honesto con Papito para estar seguro de que entendiera sus necesidades– de resolver algunos de sus ya escasos calentones.

Papito le dijo que no había problema, que él conocía mujeres que seguramente querrían aceptar el empleo en Europa. Preguntó cuál sería el sueldo y multiplicó la cifra por cincuenta. Fabrice añadió información sobre las condiciones del trabajo, los días de fiesta, vacaciones, etc., aunque nadie le había preguntado. Papito se interesó por la posibilidad de que la empleada pudiera venir al país de asueto para visitar a su familia y Fabrice le dijo que no habría problema con eso, ya que aunque no la traería con él  en sus viajes, podría venir a pasar un mes en otro momento del año.

A los dos días Papito ya tenía una respuesta. Sí, había una mujer que estaba interesada. Fabrice quiso conocerla antes de irse y al ser del agrado del francés por sus atributos físicos y conocimientos del hogar,  concretaron la transacción. Papito nunca le dijo que ella era su mujer y madre de sus hijos.

No sabemos de qué forma Papito convenció a Yarelis para que se fuera con don Fabrí, pero lo hizo. Previendo que en algún momento sus dos hijos de cuatro y seis años podrían estar disfrutando de una situación privilegiada en Francia, fueron con ellos a visitar futuro patrón y, en principio, no le gustó al francés la idea de que los niños se quedaran solos, pero Papito y Yarelis lo convencieron de que estarían muy bien atendidos con la abuela y verían a la madre cuando ella viniera de vacaciones. Dicho y hecho, a los seis meses Yarelis tenía su pasaporte con visa, la carta de trabajo y su pasaje en Air France.

A partir de ahí, la economía de Papito mejoró sustancialmente, ya que Yarelis mandaba una buena parte de su sueldo para el mantenimiento de sus hijos. Años más tarde, cuando los niños se fueron a vivir a Francia con su mamá y Fabrice, Yarelis siguió mandando parte del sueldo a su marido –podría ser que le estuviera agradecida por el cambio de vida–, ya con el conocimiento del patrón. En la actualidad, cuando viene de vacaciones vuelve al hogar en el que tiene su sitio reservado. Y no es que Papito practique la abstinencia sexual en su ausencia, sino que, para él, Yarelis sigue siendo una buena mujer, su mujer y cuando está en casa, las otras se retiran.

El amor del negrito

“La noche busca pareja, la fiesta ya va a empezar, si tú no bailas conmigo, prefiero no bailar. La luna con el romero, la aurora con el pinar, el viento con la marea y el trigo con la enramá. La lluvia con el naranjo, la niebla con el cristal, la albahaca tiene un tomillo que la espera en el rosal. Yo he visto un cielo estrellado bailando sobre la mar, y he visto un sol desgreñado con una nube bailar. Bailaba la mariposa con un granito de sal; la acacia con el ingenio, la yerba y el matorral, la yuca con el jengibre en un pilón de majar se almidonaban de besos apretados en un vals y hasta la flor de azucena ya tiene con quien bailar. Si tú no bailas conmigo, la noche se queda en vilo. Si tú no bailas conmigo, prefiero no bailar”.

La letra de esta canción de Juan Luis Guerra –como otras muchas de este gran compositor y poeta de los sentimientos populares– despierta en mí una emoción que se expande a través de mi pecho y se sale por los poros, aun sin pedir permiso. Y cuando la oigo, tengo que reprimirme para no coger el teléfono, o decir  a viva voz a mi compañero de vida: si tú no bailas conmigo, prefiero no bailar.

Pero, ¿Cómo se llega a poder decir esta frase con un convencimiento total? ¿Cómo tener  la certeza de que bailar con otro sería una sesión de pisotones, tropezones y prisa por terminar el baile? Primero, en el momento de enamorarnos, deberíamos ser lo suficientemente maduros como para entender que una cosa es pasión y otra cosa amor. Pero claro, la juventud y la pasión son dos apisonadoras que pasan por encima de la razón y el análisis –que de otra forma las uniones serían sin color y sin vida y el amor nonato antes de comenzar la experiencia. Por tanto, con la pasión por montera se necesita mucha suerte en la elección y muchos años de convivencia con altos y bajos, como consecuencia de haber implantado en la vida el método de prueba y error y haber fallado más veces de las que se sabe contar.

No digo que no haya que  integrar en el cuerpo y el alma las teorías y enseñanzas de los sabios en la materia, pero no sería esto en lo que más confiaría para aseverar que quiero compartir la vida con mi pareja. Se trata de irse, los dos,  desprendiendo capa por capa, hasta llegar a la esencia de cada uno como ser humano y, completamente desnudos, entenderse, darse soporte, darse aliento, reír y llorar juntos ante los triunfos y los tropezones de la vida.

En el camino se sufre. Las ideas románticas que se han venido fabricando en toda la historia de la humanidad se van diluyendo en el transcurrir de la convivencia porque no son reales y porque no hay una receta universal del amor que sirva para todas las personas;  y mientras lo hacen, la desilusión, la frustración y la confusión toman asiento y convocan a la rabia, la apatía, la indiferencia y la búsqueda de algo inexistente. Si en un momento determinado no encontramos el camino para llegar al grial, si hemos tomado uno o varios caminos equivocados, probablemente abandonaremos la búsqueda o seguiremos buscando eternamente.

Aun siendo transparente para el compañero, con el riesgo que esto supone, no hay nada predecible, ya que ambas personas evolucionan o involucionan y van cambiando. Por eso, la comunicación debe convertirse en habitual. Es adecuado que conozcamos el camino que vamos pisando y si hay una mina en el mismo, se nos advierta.

Ojalá fuéramos expertos en comunicación, ya que de eso depende en gran medida nuestra felicidad. Saber escoger el tema, momento, las palabras, la entonación y la postura corporal no es fácil, pero cuando con el tiempo se va conociendo al interlocutor, se va afinando el instrumento.

En el día de San Valentín, en el que se ha dado al amor un tinte de banalidad y comercio, si tiene pareja y usted entiende que vale la pena, vuelva a escogerla con diferente visión y baile solamente con ella para optar por uno de los primeros puestos en el concurso del baile de la vida.

Evergrín López Pérez

En realidad, se llama oficialmente Epifanio pero en algún momento asumió que su vida debía ser exactamente eso, un conservarse siempre fresco, verde, actual, joven, y empezó a hacerse llamar Evergrín. Su mamá, quien lo llamaba Epi, fue la que más protestó con el cambio, ya que asumía que la culpaba de no haber escogido bien en el santoral. Cuantas veces trató de llamar su atención nombrándolo por el viejo nombre, Evergrín la ignoró. Al fin, el chico se salió con la suya y por siempre más lo llamó Ever.

Hasta los veintisiete, Evergrín siempre siguió la última moda: en el pensamiento, en los estudios, en la ropa, en la diversión, en los aspectos religiosos y en la comida. Así que se autoproclamó admirador de Jean Paul Sartre –muy de moda en aquella época–. Vestía de negro, andaba siempre por la calle con El Ser y la Nada debajo del brazo, sufría crisis existenciales y trató de encontrar a su Simone, cosa que no logró, ni entonces ni nunca. Pero parece que esta postura fue un desliz de adolescencia por indefinición de su personalidad, que al fin enmendó incorporándose a la movida.

En la treintena su tema de vida era la diversión. Asumió un enfoque menos intelectual y más marchoso. Por alguna razón, las chicas no se le acercaban motu proprio, así que probó con algo que había visto que daba mucho resultado: se compró un coche americano, ostentoso y grande como no los había en la comarca, se puso una gorra entre capitán de barco y francés decadente para tapar su incipiente calvicie y salió a recorrer los pueblos cercanos en busca de ligues fáciles y calientes.

Evergrín siempre llevaba el coche lleno de chicas y chicos. La pareja de turno siempre exigía que le acompañaran algunos amigos porque, por alguna razón, no estaba muy segura de ese personaje de película americana que se rumoraba tomaba anfetaminas para que no se terminara la fiesta, no trabajaba, andaba con mucho dinero y no se sabía exactamente qué es lo que buscaba en la vida. Esta fórmula le funcionaba a veces –cuando no había nada mejor en el horizonte–, y a veces no.

Se le conocieron dos novias formales que, incluso, llegó a presentar a su mamá, pero estos períodos amorosos duraban solo algunos meses y luego, vuelta a la búsqueda del amor. El testimonio de una de las novias, amiga de quien cuenta la historia, dice que dejó a Evergrín porque era un ser de pensamientos infantiles, sin responsabilidades de ningún tipo, aguado, que vivía mirándose en el espejo, los cristales y las vitrinas y que dedicaba toda su energía a mantenerse joven. Nunca  hablaba de compromiso y siempre consultaba con su mamá cualquier decisión a tomar. A sus cuarenta tacos vivía en la casa materna y se hacía acompañar por ella para ir al médico, al sastre, a la iglesia y al cine. Esto último fue la gota que desbordó el vaso de Rossi –la entonces novia–. Andaban por la calle y se sentaban juntos Doris –la madre–, Ever y ella. Parecían un juego de vinajeras, decía.

Encontré por casualidad a Evergrín, afeitada la cabeza a la moda –imagino que como una forma de ocultar la calvicie total, si tengo en cuenta los años que han pasado desde que ya había perdido gran parte del pelo–, y me reconoció. Andaba vestido a la última: vaqueros Green Coast, chaqueta Esprit, zapatos Hackett, un fular Roberto Verino y una mochila Dustin. Hice una comparación entre él y yo y, definitivamente, salí perdiendo. Él que tendría unos ocho años más que yo, ahora parecía mi sobrino.

– ¡Rosser, tía! –me grito con alegría y me dio un abrazo.

– ¡Ever! tío –le contesté, aunque a estas alturas del juego no suelo utilizar ese leguaje tan juvenil–. No te estaba reconociendo, estás más joven que hace veinte años.

–Ven, te invito a algo.

Accedí más por curiosidad que por interés. Quería saber cuál  había sido la vida de ese personaje de mi juventud que forma parte de mi historia como medio de transporte de los domingos por la tarde. Confirmé que el tiempo no había pasado para él. Había cambiado su forma de hablar adoptando la jerga de los adolescentes.

Lo único nuevo de ese déjà  vu viviente era su actual ritual de belleza para disimular las arrugas de los años –que me recomendó fervientemente cuando nos despedíamos–,  y sus dedicadas sesiones de trabajo corporal –estaba practicando capoeira y asistiendo una vez por semana a una clase de swing. Por lo demás, había continuado su rutina de refugiarse en el seno materno y vivir de la fortuna que le había dejado su padre en forma de empresa  –por supuesto manejada por terceros. Haciendo honor a la leyenda de su personaje tenía una vida mágica con su Campanita siempre al lado.

Se levantó de la silla para irse y no era la misma persona que me abrazó cuando nos encontramos. Su andar era más lento y su espalda lucía ligeramente encorvada. Me preguntaba qué podía haber cambiado su ánimo en tan breve reunión y pensé que tal vez había sido la historia de mi vida que él había solicitado que le contara. Mi historia era la de cualquier hija de vecino, no había polvos mágicos que transformaran los malos momentos y los buenos no se debían a un toque de hada. ¿Le hice pensar en sí mismo? ¿Sintió de pronto la soledad? ¿Aprendió que había otras cosas que nunca se imaginó que pudiera tener la gente? No lo sé. Quizás el espejo del mostrador le reflejó su “rostro cargado de amaneceres sin retorno, sin viento, sin hadas, tan solo con los ojos pegados de legañas”. O sencillamente, por un momento –estoy segura–, olvidó su personaje.