El síndrome de la caverna

–Los periódicos y noticieros de la televisión son exagerados –le decía Mercedes a Rosita–. Recuerdo el miedo que nos metieron con lo del Ébola que hasta nos dio diarrea a muchos y al final, ni un solo caso aquí.

–Imagínate, ¡eso es en China que está en el fin del mundo! –reforzó Rosita.

–Es que hay gente miedosa. Ayer me encontré a Libia en la calle, iba a darle un abrazo y me dijo: de lejitos, mi amiga que me estoy cuidando del Covid.

–Si, Libia es muy ñoña.

–Nos vemos mañana en la “Welcome Party” de Monín?

–Yo no puedo ir, me falta preparar muchas cosas para el viaje.

–¿Se van a ver a los muchachos en Italia?

–Si, claro. Salimos el martes y pasaremos un mes con ellos y luego seguiremos viaje por el centro de Europa.

–Nosotros también iremos a Nueva York, pero en mayo.

–Bien, amiga. Disfruten mucho y saludas a Monín de mi parte.

–Y tú, dales un beso a tus muchachos de la mía.

Dos meses más tarde Mercedes recibe una llamada por wasap de Rosita.

–¡Mi amiga, saluditos desde Portofino! ¿Cómo estás? Cuéntame de tu vida.

–¡Oh, Rosita! Pensaba que habías regresado hace tiempo –contestó Mercedes.

–¡Muchacha! Aquí estamos todos encerrados en la cueva. En Italia el virus está dando con fuerza. Está muriendo mucha gente y nos hemos metido en miedo. Los aeropuertos están cerrados. No se cuándo será posible regresar. ¿Me hablas desde Nueva York?

–Nada de eso. Desde la isla y también trancada. Los aeropuertos norteamericanos están cerrados. Además, Nueva York se está quedando vacía con tanto muerto. No dan abasto ni con los féretros.

–¿Y cómo está la pandemia por la isla?

–Aunque aseguran las autoridades que estamos mejor que en otros países, estamos mal. ¿Recuerdas que hablamos de la fiesta de bienvenida para Monín? Resulta que ella no lo sabía, pero vino con Covid de su viaje y se lo pegó a algunas de las personas que asistieron. Ella estuvo en cuidados intensivos por quince días y, al final murió, la pobre. Esos contagios se multiplicaron. Yo me salvé, por suerte. Pero estuve un mes muerta de miedo, pensando que cualquier día me iban a salir los síntomas del virus. No he vuelto a salir de casa desde entonces, aunque me he hecho cuatro pruebas y todas han salido negativas. Conozco mucha gente que se ha librado porque Tatica nos protege.

Las diligencias que se pueden hacer por teléfono o internet, las hago. Si no, mando al chófer a hacer las compras. He despedido al servicio y les he prohibido que me visiten mis hijos y sobrinos; nos hablamos por Zoom. Me hago el PCR cada quince días, porque, cualquier precaución es poca.

–Estoy deseando que abran los aeropuertos para volver. El apartamento en el que estamos es de casita de muñecas. No hay intimidad. Vivimos juntos todo el día. No estamos acostumbrados a eso –contestó Rosita.

–Bueno, mija, te entiendo. Aunque no hay mucha diferencia de un país a otro, tu casa es tu casa.

–A ver si nos juntamos cuando regrese. ¡Ciao!

–Avísame cuando llegues, bay.

Un año más tarde las dos amigas no se habían visto.

Rosita recibe una llamada de Mercedes.

–¡Amiga! ¿Ya se puso la vacuna?

–Si. Las dos dosis. Pero todavía no hace un mes de la segunda y sigo con los mismos cuidados de siempre –afirmó Rosita.

–Yo también. Todavía no he vuelto a contratar al servicio. Me las arreglo con el robot para sacar el polvo de los pisos y Franc me ayuda con la loza. El chófer me busca la comida que encargamos a los restaurantes y hace la compra en el súper.

–Yo he salido a dar alguna vuelta con el carro para retomar la vida de siempre, pero, salir a la calle es como salir a la jungla. No sé si soy yo, o es que el tránsito está mucho peor que hace un año. Los motoristas se han multiplicado y también su velocidad. Todo el mundo va a la suya, sin tener el cuenta a los demás. En las plazas comerciales, la gente actúa como si no pasara nada. Se le pegan a una con la mascarilla debajo de la nariz. Es un sufrimiento. El día que fui, me faltaba la respiración y pensé que me iba a desmayar. En los bancos, las filas son kilométricas. He decidido que no saldré hasta que todo esté normalizado.

–Algo parecido nos pasa a Franc y a mí. El otro día fuimos a la terraza de un restaurant y nos pasamos el tiempo observando a las otras personas y a los camareros. Su descuido en el festinado “alejamiento social” nos asustó. Al final, dejamos toda la comida encima de la mesa y nos fuimos a casa. ¡Dios mío qué estrés, las piernas me temblaban! Yo pensaba que la pandemia influiría en las personas para hacernos más cuidadosas, más solidarias y más educadas, pero veo que ha sido todo lo contrario. Hemos decidido que esperaremos a salir y hacer vida normal, hasta que se vea la luz al final del túnel.

Rosita, Mercedes y muchas personas más, pueden verse perjudicadas por el Síndrome de la Caverna, otra de las muchas afecciones sicológicas que nos ha “regalado” la pandemia del Covid19. Los siquiatras Alan Teo de la Scientific American y Mathew Patkinson, lo definen como “miedo de volver a la vida de antes, aún habiendo sido vacunado”.

El encierro por largo tiempo, también puede ser la causa de Agorafobia, trastorno de ansiedad que involucra miedo a las multitudes y espacios exteriores.

El aislamiento social al que que nos hemos visto obligados durante tanto tiempo, debido al riesgo de contagio, ha hecho que muchas personas sientan miedo de retomar su vida anterior, a pesar de estar doblemente vacunadas y, posiblemente, en un ambiente de menos riesgo.

Los especialistas afirman que salir a la calle después de un año encerrados, no será una transición fácil, porque la pandemia ha creado miedo y ansiedad, debido al riesgo de contagio y muerte. Los mensajes recibidos frecuentemente sobre calamidades, estadísticas negativas y casos magnificados o inventados, incrementan la desinformación y la alarma.

El doctor Alan Teo, atribuye el síndrome de la caverna a tres factores: hábito, percepción de riesgo y conexiones sociales.

Algunas personas se aíslan porque siguen teniendo pánico a la enfermedad y otras, se resisten a abandonar lo que, para ellas, son los beneficios que encontraron al estar aisladas y en soledad: seguridad, control, comodidad, nadie que juzgue su actuación o su físico y estar en un medio que acoge, entre otros.

Las redes sociales suplen contactos digitales con los que muchas personas se sienten satisfechas. Esto hace más difícil la vuelta al contacto físico y visual que tan importantes son para la salud emocional. No nos daremos cuenta de sus efectos negativos hasta que ya no sintamos la necesidad de contacto físico y defendamos que vivir solos es la fórmula mágica.

Investigadores especialistas en la materia nos advierten que tendremos que convivir por muchos meses más, o quizás años, con el virus y sus mutaciones, lo que hará que cada vez más personas sean propensas a sufrir el SDC.

Es importante establecer que una cosa es tener “pereza” de salir a la calle, o salir con temor a enfrentar todas sus complicaciones y otra, sufrir manifestaciones de pánico o convertir el trastorno síquico en síntomas orgánicos y funcionales, es decir, somatizar por más de seis meses.

En el segundo caso, buscar ayuda profesional cuando nos sintamos atrapados e inmovilizados por el miedo a abandonar nuestro refugio, es una decisión sabia.

Esclavitud actual

Dicen los historiadores que la esclavitud se abolió en el siglo dieciocho, pero no es verdad. Los esclavistas siguen empeñados en que no se abandone esta terrible práctica. Y como los tiempos han cambiado, también han cambiado las técnicas utilizadas por estas personas con cerebro orientado al marketing y a la producción de recursos.

En lo que toca a las mujeres, se han desarrollado innumerables instrumentos que envueltos en papel celofán, o cubiertos con chocolate, nos obligan a querer tenerlos y usarlos, aunque en el intento nos dejemos la piel.

Enumeraré y describiré unos cuantos –que no tendría espacio suficiente para explicarlos todos.

Zapatos de tacón alto (estiletes): llámense así, unos artefactos que las mujeres debemos ponernos siempre que queramos vernos fabulosas, sexis y con unos centímetros más de estatura y que al cabo de un rato causan dolor en los pies, al cabo de un tiempo dolor en las rodillas y al cabo de unos años implantes de rótula.  Ahora bien, si se llaman “Manolos”, “Louboutines”, “Jimmy Choos” o “Pradas”, además de los daños expuestos anteriormente, se produce un daño en el bolsillo difícilmente reparable con el salario común de una persona de clase media.

Zapatos de plataforma: es una variable del instrumento de tortura anterior, más nefasto todavía que producen retorcijones de pies, tendinitis y aterrizajes de esos que cayendo de espaldas una se rompe la nariz. Suelen agregar muchos centímetros a la altura con la que venimos de fábrica las mujeres, y también cambian nuestra manera de caminar de manera negativa. Entonces, hay que sopesar qué es más importante, si la moda, la altura o la salud y la gracia y soltura al caminar.

Ropa apretada: sensacional atuendo para las jovencitas que entienden que exhibiendo las maravillas de las que la vida las ha dotado, son más femeninas, más deseables o más conquistadoras. En realidad, este utensilio de tortura no se ha dejado de usar nunca, ya que, en muchos casos, si la moda crea tendencia de ropa cómoda, ancha y fresca, al momento confabulan los vendedores de fajas y corsés, gimnasios y centros de estética para convencernos de que con ropa cómoda valemos la mitad, porque no podemos exhibir la mercancía, y el refrán de “el buen paño en el arca se vende” ya está pasado de moda. Ahora se vende más lo que se publicita.

Pelo “tratado”: más del veinte por ciento de la población mundial es de origen africano y algunos países salen premiados con el setenta por ciento de la población. Eso significa que posiblemente estas personas tienen el pelo muy rizado, lo cual y en general, significa un problema estético para los poseedores en ese país gratificado. En la actualidad, todo tiene arreglo y así se han inventado “tratamientos alisadores” cada vez más sofisticados y caros. Perder  tres y cuatro horas en la peluquería, aguantando pomadas, jalones, secadores, planchas y una disminución notable de la cantidad de pelo y de la cuenta bancaria, no es nada comparado con la satisfacción de llevar el pelo lacio, “chino”, “bueno”.

Tintes: no me refiero a los que se dan las mujeres jóvenes para estar a la moda o cambiar el estilo cuando quieren divertirse o tienen que pasar página. Me refiero al que nos damos las mujeres de cierta edad y que los peluqueros complican cada vez más para que se vean “naturales” (mechas, rayitos, color en la raíz y diferente en las puntas, etc.) ¿Cuándo diremos no a las sustancias que perjudican nuestro cuero cabelludo y que cada vez hay que aplicar con mayor frecuencia? Yo no tengo el valor. La sociedad no quiere ver mujeres de pelo blanco y ¿quién no quiere ser acogido, reconocido y aprobado por la sociedad? Solamente mujeres con una altísima autoestima y seguridad se muestran con sus canas –chapeau para Fabiola Medina, guapa entre las guapas y mejor profesional.

Botox e implantes de ácido hialurónico: las últimas técnicas de rejuvenecimiento utilizadas desde los treinta hasta la muerte por algunas mujeres que no quieren envejecer –yo tampoco quiero, pero quiero menos ser esclava–. En principio solo supone unos pinchacitos, y un desembolso pecuniario, pero, ¡Todo sea por la belleza!  El problema surge cuando se convierte en adicción, cuando hay que repetir el procedimiento cada seis meses, cuando al encontrar a una amiga en la fila de un banco tienes que mirarla dos veces para asegurarte de que es ella, y aún así no la saludas por si acaso no es; ojos asustados, cara de manzanita redonda, con unos pómulos que nunca antes tuvo, sonrisa tímida, si acaso puede, y otras yerbas aromáticas.

Y así cientos de herramientas de tortura que nosotras mismas hemos ayudado a desarrollar y mejorar en detrimento de nuestra salud, comodidad y paz, convirtiéndonos en esclavistas de nosotras mismas; digo yo, que por mi edad y experiencia cada día entiendo más que lo importante es ser y estar.

De todas formas, nada en contra de las mujeres que se someten. Cada quien hace con su vida y su cuerpo lo que le da la gana. Pero, ¿No sería hermoso que la sociedad aceptara a las personas como son, en la medida que se desarrollan en cuerpo y alma?

El amor del negrito

“La noche busca pareja, la fiesta ya va a empezar, si tú no bailas conmigo, prefiero no bailar. La luna con el romero, la aurora con el pinar, el viento con la marea y el trigo con la enramá. La lluvia con el naranjo, la niebla con el cristal, la albahaca tiene un tomillo que la espera en el rosal. Yo he visto un cielo estrellado bailando sobre la mar, y he visto un sol desgreñado con una nube bailar. Bailaba la mariposa con un granito de sal; la acacia con el ingenio, la yerba y el matorral, la yuca con el jengibre en un pilón de majar se almidonaban de besos apretados en un vals y hasta la flor de azucena ya tiene con quien bailar. Si tú no bailas conmigo, la noche se queda en vilo. Si tú no bailas conmigo, prefiero no bailar”.

La letra de esta canción de Juan Luis Guerra –como otras muchas de este gran compositor y poeta de los sentimientos populares– despierta en mí una emoción que se expande a través de mi pecho y se sale por los poros, aun sin pedir permiso. Y cuando la oigo, tengo que reprimirme para no coger el teléfono, o decir  a viva voz a mi compañero de vida: si tú no bailas conmigo, prefiero no bailar.

Pero, ¿Cómo se llega a poder decir esta frase con un convencimiento total? ¿Cómo tener  la certeza de que bailar con otro sería una sesión de pisotones, tropezones y prisa por terminar el baile? Primero, en el momento de enamorarnos, deberíamos ser lo suficientemente maduros como para entender que una cosa es pasión y otra cosa amor. Pero claro, la juventud y la pasión son dos apisonadoras que pasan por encima de la razón y el análisis –que de otra forma las uniones serían sin color y sin vida y el amor nonato antes de comenzar la experiencia. Por tanto, con la pasión por montera se necesita mucha suerte en la elección y muchos años de convivencia con altos y bajos, como consecuencia de haber implantado en la vida el método de prueba y error y haber fallado más veces de las que se sabe contar.

No digo que no haya que  integrar en el cuerpo y el alma las teorías y enseñanzas de los sabios en la materia, pero no sería esto en lo que más confiaría para aseverar que quiero compartir la vida con mi pareja. Se trata de irse, los dos,  desprendiendo capa por capa, hasta llegar a la esencia de cada uno como ser humano y, completamente desnudos, entenderse, darse soporte, darse aliento, reír y llorar juntos ante los triunfos y los tropezones de la vida.

En el camino se sufre. Las ideas románticas que se han venido fabricando en toda la historia de la humanidad se van diluyendo en el transcurrir de la convivencia porque no son reales y porque no hay una receta universal del amor que sirva para todas las personas;  y mientras lo hacen, la desilusión, la frustración y la confusión toman asiento y convocan a la rabia, la apatía, la indiferencia y la búsqueda de algo inexistente. Si en un momento determinado no encontramos el camino para llegar al grial, si hemos tomado uno o varios caminos equivocados, probablemente abandonaremos la búsqueda o seguiremos buscando eternamente.

Aun siendo transparente para el compañero, con el riesgo que esto supone, no hay nada predecible, ya que ambas personas evolucionan o involucionan y van cambiando. Por eso, la comunicación debe convertirse en habitual. Es adecuado que conozcamos el camino que vamos pisando y si hay una mina en el mismo, se nos advierta.

Ojalá fuéramos expertos en comunicación, ya que de eso depende en gran medida nuestra felicidad. Saber escoger el tema, momento, las palabras, la entonación y la postura corporal no es fácil, pero cuando con el tiempo se va conociendo al interlocutor, se va afinando el instrumento.

En el día de San Valentín, en el que se ha dado al amor un tinte de banalidad y comercio, si tiene pareja y usted entiende que vale la pena, vuelva a escogerla con diferente visión y baile solamente con ella para optar por uno de los primeros puestos en el concurso del baile de la vida.

Carta a los Reyes Magos

Santo Domingo, 5 de enero de 2015

Estimados Reyes Magos:

Después de 50 años sin escribirles la carta de  deseos para el día seis, de repente he sentido la necesidad de hacerlo, sobre todo ahora que estoy segura de que los Reyes, si una se porta bien, le dejan todo lo que una pide.

Quiero mucha salud, para seguir envejeciendo con autonomía. Sé que el plátano maduro no vuelve a verde, por tanto, tendré que acostumbrarme a una rebaja porcentual a través del tiempo, pero, queridos Reyes, que no sea muy frecuente y que la tasa sea baja.

Quiero una piña. Quiero más inteligencia emocional para estar todavía más unida con mi familia –siempre se puede mejorar este aspecto –. Que al conocernos cada vez mejor y  ser nuestros lazos más estrechos, aun sin mirarnos sepamos que estamos cerca, y sintamos el calor los unos de los otros. Que cada uno sea soporte de amor. Que nos sintamos seguros.

Quiero tener agua,  abono y resguardo para la plantita de la amistad. Quiero tener cada día más amigos, pero sobre todo, reforzar los vínculos que me unen a mis amigos actuales. Que cada vez esos árboles den más frutos.

Quiero tiempo para cultivar mi espíritu. Quiero mucha paz interior. Que sepa agradecer al Origen de la vida todos los favores que recibo día por día. Que sea mi deseo servir más que ser servida. Amar más que ser amada. Dar más que recibir. No quiero prestar atención a asuntos que no me dejen dormir o que me hagan sentir congoja y ansiedad. Que solo se me acelere el corazón con el amor. Que vea de lejos lo que es compatible con la armonía y que sea ciega a la competencia, a las comparaciones y las cosas materiales que endeudan los corazones a favor de los bolsillos.

Quiero kilos de diversión. Muchos ratos de alegría como consecuencia. Quiero dejar salir el niño que llevo dentro, sin sentirme avergonzada de hacerlo. Quiero reír por nada y por todo. Quiero dejar que el viento me despeine. Que la lluvia de la risa refresque mi espíritu.

Quiero saber más. Pero quiero ser selectiva con la información, para que solamente lo que realmente vale la pena entre y se quede a vivir conmigo. Quiero poder compartir mis conocimientos y absorber también lo que sea de interés de la gente menuda y los jóvenes, de forma que cada día los pueda entender mejor y pueda ser empática con ellos.

Por último, quiero dinero. El necesario. Que no me sobre ni me falte. Que la riqueza no sea mi objetivo. A estas alturas del juego, como Daniel Carbonell de las Heras, opino que “No hay mayor tesoro que el que guardas en tu corazón y no en el bolsillo triste de un pantalón”.

Mis tres mosqueteros

Hay tres personajes en mi vida –y asumo que en la vida de todas las mujeres adultas– que no deberían morirse nunca: el ginecólogo, la dentista y la peluquera. Todos ellos son testigos de la evolución de mi cuerpo y de mi alma a través del tiempo.

El ginecólogo me ha acompañado desde los quince años, en que tuve mi primera regla, hablándome de mi sistema reproductivo; un poco más tarde recomendándome mis primeros anticonceptivos –que para haber ocurrido en un país católico, apostólico y romano en los sesenta, era una osadía progresista y fuera de contexto ideológico– y explicándome, no obstante, los pros y los contras de las relaciones sexuales a temprana edad, cosa que mi madre no había hecho por aquello de que, para eso están los profesionales– y cuyos argumentos me convencieron para mantenerme virgen hasta la edad adecuada, que vino a ser la de mi matrimonio. Nunca me prohibió, solo me educó al respecto.

Con él nacieron mis hijos, con el pasé etapas de todo tipo hasta llegar a casi no necesitarlo sino para los chequeos preventivos. Ese hombre, con delicadeza, tranquilidad y buena práctica, ha hecho que el trago amargo de exponer mi naturaleza en la mesa de chequeos, haya sido menos duro. Con él me siento segura y a pesar de los cambios en mi cuerpo, nunca me ha recomendado cirugía estética. Sigue buscando soluciones naturales a mis evoluciones negativas y mi auto seguridad y autoestima se mantienen.

La dentista también es testigo de la transformación de mi boca al pasar de los años. Todo empieza con limpiezas periódicas, pequeñas caries, para seguir con un deterioro más severo al que hay que buscarle, si no solución, al menos paliar los estragos del tiempo –sobre todo desde que la humanidad vive mucho más de treinta años.

Los instrumentos del dentista me aterran, el ruido de los mismos me va enervando hasta acabar con mi energía. Pero ahí está ella, deteniendo el trabajo para que yo no llegue al límite, buscándole solución a mis arcadas y haciendo que esa visita bianual sea menos amenazante. ¿A qué otra persona le confiaría mi decadencia dental? A nadie. A nadie que no me dijera cada vez que mis encías están muy sanas y preciosas y que mi mordida es adecuada. No menciona los fallos, cosa que mi autoimagen le agradece, y cuando me quejo, afirma que mi boca está en mejores condiciones que la de otras muchas personas.

La peluquera es el tercer mosquetero de mi vida. Los secretos de mi cabello no los saben ni mis seres más queridos. Difundirlos con detalle sería admitir que, en ese aspecto voy, como mucho, como el cangrejo: de lado.

Pero ella echa mano de tintes, tratamientos y herramientas nacidos de la tecnología, la ciencia cosmética y la moda, para hacerme lucir como yo quiero. Salgo del salón agitando mi cabeza para sentir el movimiento de mi pelo, paso mi mano por el mismo y agradezco a la peluquera ese placer. Me transporto a mi niñez cuando usando telas y otros materiales me fabricaba una melena como las de las princesas o las hadas.

La suerte es que hay poetas que entienden el problema y no le dan importancia, como dice Pablo Milanés en su Canción de Amor que escucho como si a mí fuera dirigida:

Tu pelo ya sin color,

sin ese brillo supremo,

cuida y resguarda con celo,

lo que cubre con amor.

Poderoso caballero don dinero

Normalmente le pongo un filtro de color a la vida y con eso consigo seguir adelante y mantenerme funcional la mayor parte del tiempo. Si me llega por el periódico o la televisión una situación que me desagrada, o me choca –más pronto por el efecto de la cultura en la que fui socializada, por mi educación familiar o por experiencias pasadas–, en mi análisis racional del hecho, trato de ver la parte positiva, o la lección que puedo aprender y que me ayuda a vivir mejor.

Cuando veo que hay personas o familias que nadan en la abundancia de tal forma que resulta insultante para la gente común, puedo tomar el siguiente partido: “A quien Dios se lo da, San Pedro se lo bendiga” –refrán aprendido en República Dominicana, con todo y la tendencia filosófica que contiene–, porque hay personas que han trabajado con ahínco después de haber encontrado una forma original de ganarse la vida y han transmitido a las siguientes generaciones el amor al trabajo, la responsabilidad y el afrontar tiempos y circunstancias con valor y con creatividad. O bien, me pongo a analizar cómo han obtenido las fortunas y entonces caigo en la cuenta de que el trabajo –y no todos– puede proporcionar bienestar, comodidad y ciertos lujos, pero es muy difícil que de esta forma se amasen fortunas que crecen y crecen como si en la familia tuvieran una granja de gallinas de oro o un tío descendiente directo del rey Midas. Es decir, robo, estafa, usura, corrupción política, fraude fiscal, abuso, delito medioambiental, laxitud entre lo que es adecuado y no lo es, pocos escrúpulos, etc. , pueden haber sido la fuente que formó el riachuelo que alimentó el río que desemboca en un mar dorado, ubicado geográficamente en la caja fuerte de sus casas.

Ejemplos de los dos casos los hay –menos del primero que del segundo– y por eso, y para no caer en juicios de valor no me dedico a analizar a los poseedores de grandes riquezas. Sin embargo, y aunque no quiera darle mente al asunto, día a día y con crecimiento exponencial, veo en los medios de comunicación casos en los que una de las conductas ilegales que he expuesto anteriormente ha sido la causante de esas fortunas insultantes que me golpean la inteligencia, me aplastan la nariz y me dejan sin respiración. Y ya no puedo pedirle a San Pedro que las bendiga, ni mi estómago permite que las digiera, las pase por alto o les haga la reverencia.

Sin embargo, veo diariamente en República Dominicana, el culto que se rinde a esas personas “privilegiadas” que nadan en aguas doradas con ligero tufo a putrefacción; los parabienes con los que se las saluda, y el trato exclusivo en lugares públicos y privados que se les dispensa. Oigo y veo –y me gustaría rasgarme las vestiduras en ese momento–, cómo hay personas que las defienden de pensamiento, palabra y obra y no necesito imaginarme el por qué, porque lo conozco. Es cierto que este tipo de hijos predilectos los hay en todo el mundo y la tendencia es a crecer –hasta que se desborde el envase de la tolerancia–, pero también es cierto que la gente común los abuchea, les grita epítetos despectivos y les hace un claro social como si tuvieran alguna enfermedad contagiosa.

Aquí eso no pasa. Y es que se valora más el tener que el ser y por esa razón, cualquier circunstancia es buena para arrimarse a un árbol que, aunque esté podrido por dentro, puede dar buena sombra.

Lacayos los hay en todos los grupos sociales. Como muestra, la del mensajero que en un ascensor, correspondiéndole salir primero por estar cerca de la puerta, cede el paso a un caballero al que le tocaría salir al final por estar en el fondo, muy bien vestido con traje de Armani, zapatos de Aubercy París y portafolio de cuero de Rocco Barocco, diciéndole: “pase uté, lo dola alante”.

Libre que te quiero libre

Libre te quiero (Agustín García Calvo)

Libre te quiero, como arroyo que brinca de peña en peña. Pero no mía.

Grande te quiero, como monte preñado de primavera. Pero no mía.

Buena te quiero, como pan que no sabe su masa buena. Pero no mía.

Alta te quiero, como flor de azahares sobre la tierra. Pero no mía.

Pero no mía, ni de Dios ni de nadie, ni tuya siquiera.

 

¿Cuándo llegará el día en que todos los hombres quieran a sus mujeres libres, incondicionalmente libres?

No llegará. No llegará hasta que en nuestra sociedad no se modifiquen los estereotipos de género  que ahora imperan y cambien los roles del hombre y la mujer.

La violencia contra las mujeres, se basa en un orden social –conducta primitiva– que tiene su fundamento en el dominio de unos individuos sobre otros.

El hecho de estar viviendo dentro de un modelo en el que las relaciones de pareja son del tipo patriarcal más tradicional –control económico, ser cabeza de familia, proveedor de las finanzas, líder, tener la iniciativa sexual, etc., por parte del hombre y, tener que estar habitualmente en la cocina, hacer la compra de la casa, ocuparse de la ropa, interesarse por la moda, ser fuente de soporte emocional, ocuparse de los niños y atender la casa, por parte de la mujer– produce enfrentamientos entre hombres y mujeres cuando uno de los dos se sale de su papel;  y si han sido víctimas pasivas de la violencia doméstica, o víctimas presenciales de peleas y maltratos en el hogar, los enfrentamientos pueden ser peligrosos y hasta fatales –principalmente para la mujer–, tal como leemos y vemos en los medios de comunicación diariamente.

En nuestra sociedad, hay una fuerte tendencia a considerar que la mujer debe sacrificarse por el hombre y por toda su familia, soportar injusticias y atropellos del varón y doblegarse ante sus deseos. El amor romántico con el que nos amamantan nuestras madres y la sociedad, contribuye a favorecer la sumisión en las mujeres, disfrazándola de altruismo y entrega.

El sistema político patriarcal, por un lado necesita mantener la sumisión de la mujer porque es un pilar para el sostén del sistema, y por otro estimula que se disculpe la violencia intradoméstica, minimizando los actos violentos. Tiene que darse el caso de un feminicidio o de un incremento peligroso de los mismos para que se preste atención al problema.

Y, ¿Cómo se presta atención? Se ponen paños tibios mandando a la cárcel al asesino, u obligando a hacer terapia al maltratador que no ha llegado al crimen. Se condena la violencia doméstica en discursos, escritos, carteles y pancartas, pero no se va al origen de la violencia doméstica para remediar el problema a través de la educación de los individuos.

Es adecuado tener en la casa y en las escuelas una educación que nos ayude a cambiar los roles de género, de forma que enriquezcan al hombre y a la mujer; lo suficientemente laxos como para poder ser intercambiados o abandonados por uno y otra, sin que se derrumbe el cimiento del comportamiento que ha sido su base desde la niñez. Una educación que enseñe a conocer y regular las emociones y a desarrollar formas no violentas para resolver los conflictos. Una educación que acerque cada vez más al hombre y la mujer en vez de hacer separaciones, a veces, infranqueables.

Cuando enseñemos a nuestros hijos varones a querer que su mujer sea libre y a nuestras hijas a entender la diferencia entre amor o cariño y sumisión y entrega ciega, tendremos una sociedad en la que los géneros convivirán en paz, se complementarán y crecerán juntos.

Quiero un mundo sin el horror de la violencia de género.

 

Elucubración digital

En ese sitio, todos convivimos y creemos conocernos profundamente.

Dentro de nuestro recinto nos sentimos cómodos porque andamos con una máscara que difícilmente permite ver lo que hay detrás, lo que hay adentro. En ese lugar, no nos la quitamos nunca. Jugamos a ser lo que no hemos sido ni seremos. Nosotros, esa gran familia, damos rienda suelta  a fantasías, emociones, mentiras, venganzas, curiosidad, machismo, prepotencia, timidez, baja autoestima  y cuanta debilidad o fortaleza pueda el ser humano poseer. Nos sentimos protegidos por la falta de contacto, por no vernos obligados a mirar a los ojos,  por abrazar y besar sin riesgo alguno, por no tener que agachar la cabeza al tener que  admitir fallos, por vivir nuestra  fantasía disfrazada de verdad.

En nuestro recinto sagrado, no se sabe que en algún momento hemos falsificado alguna firma o hemos estafado a alguien. Nuestra imagen es tan impoluta que los otros ciudadanos nos admiran y creen que no hay otra persona más honrada que nosotros.

En este nido confortable, no decimos que hemos maltratado a seres queridos física o sicológicamente, hasta hacerlos sentir escoria.

O nos presentamos tan almibarados con nuestra pareja que los otros tienen envidia de nuestra relación, cuando, en realidad, está tan resquebrajada que puede hacerse añicos en cualquier momento. U ofrecemos la versión «ahora que estoy solo o sola, estoy mejor», mostrando una alegría que, en realidad, está inmersa y casi ahogándose en un duelo por pérdida.

También hacemos alarde de nuestras riquezas, nuestros hobbies –que siempre suelen ser costosos–, nuestros planes de vida de apariencia glamorosa y perfecta, con lo cual, otros cívicos sienten que la suya no tiene aliciente ni futuro, careciendo de tantas cualidades y cosas que los demás sí poseen.

Publicamos fotografías mágicas en las que se nos ve viviendo cuentos de hadas. Llevamos puestos  uniformes de maratón, ciclismo, buceo, paracaidismo, rafting y cuanto deporte se nos ocurra, cuando, en realidad, sabemos que solo lo hicimos una vez y abandonamos a mitad del evento por miedo o por falta de recursos fisiológicos. O llevamos nuestras mejores galas, nuestros esmóquines o nuestras diademas confeccionadas con purpurina barata, pero que brillan a la luz de las risas.

Nos presentamos como baluartes de honradez, ética y moral y cargamos contra el gobierno de turno por su corrupción, su desidia, su falta de visión, su nepotismo, su clientelismo, mientras practicamos alegremente todo tipo de trampas para beneficiarnos económicamente o tener más poder. Y nos quedamos tranquilos en casa viviendo nuestra vida, permitiendo que ocurra lo que podríamos impedir si nos involucráramos. Nos tranquilizamos diciendo que uno solo no puede arreglar tanto embrollo, o le pedimos a Dios que lo haga y nos proteja. En Dios confiamos.

Otros nos montamos en el caballo Pobrecito y Pobrecita de Mí para recibir caricias emocionales que funcionan por unos instantes. Si nuestra vida está vacía –como si fuera una adición a una sustancia–, necesitamos recibir retroalimentación positiva constantemente. Buscamos halagos, bendiciones, aprobaciones, subidas de moral, aparente cariño y otras herramientas que funcionan hasta que de pronto, vemos que tenemos el mismo hueco en el corazón.

También somos dados a tener especialidades, música, religión, pintura, manualidades, cocina, psicología y todología, las cuales manifestamos en nuestros escritos, fotografías o carteles copiados de otros autores a los que no damos el crédito. Pero, qué bien nos sentimos en este papel intelectual o de conocedores.

Compartimos historias conmovedoras de personas y animales para que con un “like” queden borrados todos nuestros pecados, nuestra apatía y nuestra falta de interés por la sociedad de abajo y de encima.

A estas alturas del escrito, ya está claro que en el país Facebook convivimos todo tipo de animales racionales e irracionales, quienes compartimos  alegrías, tristezas, patologías, bondad, visiones iluminadas, santidad, creatividad y mala leche, y que damos seguimiento a nuestros conciudadanos imaginando vidas cuyos insumos son sus publicaciones y nuestra imaginación.

No creo que ninguno de los trajes que he cortado te sirva porque no es para ti. Y si por casualidad quieres hacerle algún arreglo al tuyo, hazlo. Yo estoy buscando un buen sastre que me ayude a dar con el modelo que mejor me ayude a vivir dentro, pero sobre todo, fuera de Feibulandia.

Gigantes, cabezudos y bestiario

Mi  amigo en Feibu, Jaume,  se ha dado a la tarea de poner fotografías de gigantes de distintos pueblos de la geografía catalana. Me etiqueta muy a menudo en estas fotos porque de alguna forma ha percibido que siento una gran atracción por ellos desde niña.

Recuerdo con mucho cariño la Festa Major (Fiesta Mayor) de Canet de Mar que se celebra por Sant Pere (San Pedro), el 29 de junio,  en la que no podía faltar el pasacalle de los gigantes Petrus i Carlota, muy serios y altivos ellos, que parecían dominar el pueblo desde su altura. De pequeña, los veía todavía más inmensos y majestuosos. Por la noche, ya en la cama y antes de dormirme, inventaba en mi cabeza historias mágicas en las que ellos eran los protagonistas. Casi siempre Carlota era perseguida por algún personaje malévolo y salvada por Petrus, su real esposo (cosas de los clichés con los que nos amamantan).Otra cosa eran los capgròssos (cabezudos) y el bestiario, que aparecían en mis pesadillas queriendo comerme y no pudiendo atraparme nunca.

Aunque los gigantes y cabezudos son una tradición popular en las celebraciones de muchas localidades de Europa occidental y América Latina, en Catalunya tienen una vigencia extraordinaria.  Hay pocos pueblos catalanes que no los tengan y los saquen a pasear, como parte de sus celebraciones, varias veces al año.

Los gigantes son unas figuras realizadas en diferentes materiales, dependiendo del tiempo en el que hayan sido confeccionados, con un armazón de madera que permite a la persona que los lleva, debajo de sus ropajes, hacerlos caminar y danzar en los actos en los que participan. Representan arquetipos populares o figuras históricas de relevancia local. Los primeros gigantes documentados en Barcelona datan del año 1424.

Aunque no se sabe a ciencia cierta su origen, están ligados a la mitología y creencias ancestrales. En 1929 tras haber sido convenientemente cristianizados, los gigantes y bestias festivas participaron en la procesión de Corpus de Barcelona, con la finalidad de transmitir la historia sagrada a la población. “El gigante representaba a Goliath o Sansón, la mula acompañaba a Balaam, los caballitos formaban parte del entremés de San Sebastián o el dragón iba con Santa Margarita. Algunos de aquellos primeros animales festivos como el fénix o el elefante, tuvieron una vida efímera en las procesiones, probablemente por la dificultad de encontrarles una identificación bíblica adecuada a los intereses de la Iglesia”

A mediados del siglo XVI aparecieron las gigantas, cuando ya estos personajes no eran bíblicos.

Felipe V, vencedor en la guerra de sucesión y el Decreto de Nueva Planta de 1716, permitieron la expropiación de la mayor parte de las figuras gigantescas y bestiario. La fiesta de Corpus perdió su color porque se prohibió la presencia de imaginería en sus procesiones y la mayoría de las figuras, patrimonio invaluable de Catalunya, se dañaron o fueron abandonadas en cualquier dependencia municipal. Después, poco a poco, las cofradías las fueron recuperando, restaurando o rehaciendo.

En el siglo XIX se produjo una recuperación tímida de los gigantes y el poco bestiario que sobrevivió fue conservado en pocas poblaciones. Los gigantes, varones, pasaron a representar al pueblo al cual pertenecían, siendo la imagen de su pasado. La gigantas, pasaron a ser íconos de moda tanto en su vestir como en su peinado –cambiaban de indumentaria cada año– y eran imitadas por las mujeres de las distintas poblaciones. Esta costumbre que se mantuvo hasta el 1920.

Durante la guerra civil española desaparecieron muchos gigantes, quemados dentro de las iglesias o destruidos directamente. Durante el franquismo, todos los gigantes se llamaban Isabel y Fernando. Se usó esta estrategia  para poder asegurar que siguiera la tradición gigantera. El folklore regional, aunque fue castigado, no lo fue tanto como lo fue la lengua catalana, que no fue permitida en escuelas, universidades ni actos protocolares. Como consecuencia de esta prohibición y acoso, muchos catalanes y catalanas descendientes de personas que habían vivido la guerra civil, o que no recibieron educación formal en catalán, tienen lagunas en su lengua y escriben con dificultad o no lo hacen en su idioma.

Una vez recuperada la democracia, los gigantes volvieron a tener sus nombres de reyes catalanes y también se inició la moda de crear gigantes que representaran personajes populares conocidos, como por ejemplo el arquitecto Gaudí.

Los gobiernos, familias, escuelas y asociaciones comunitarias deben convertirse en guardianes de las tradiciones culturales  de los pueblos, preservándolas, resaltándolas y celebrándolas, para que la repetición ahuyente el olvido y la transculturación. Así pues, tienen una gran responsabilidad encima: afirmar las raíces que refuerzan la identidad sus habitantes.

La noche de San Juan o el solsticio de verano

La palabra Solsticio viene del latín y significa “Sol quieto”. En este momento del año, el sol se sitúa sobre uno de los dos trópicos. El hemisferio Norte está más cerca del sol (solsticio de verano) y el Sur más lejos (solsticio de invierno). Esto ocurre entre el 21 y 22 de junio aproximadamente.

El solsticio de verano, llamado en la antigüedad “Puerta de los Hombres” se celebra desde hace 5000 años aproximadamente. Los antiguos griegos creían que el sol mermaba cada día porque penetraba en la dimensión del hombre iluminándolo internamente. Esta cultura entendía que el hombre solo puede llegar a la luz mediante la introspección, cruzando la puerta del inconsciente.

Más tarde, la mitología romana hablaba de las Puertas Solares como las dos caras de Jano, dios que simboliza la transición del pasado al futuro, o de la vida a la muerte y el renacimiento.

Muchas culturas han celebrado y siguen celebrando este fenómeno porque el sol es para todo el mundo principio de vida, existencia y continuidad.

Los celtas, a través de sus sacerdotes, los druidas, encendían hogueras buscando la bendición para las tierras, los frutos, los enamorados y fertilidad para las mujeres.

En México, los aztecas celebraban rituales para que la renovación de los fuegos ayudara a la tierra y a los hombres a respetar los ciclos y obtener salud y buenas cosechas.

En Perú, en la explanada de Sacsahuamán, cerca del Cuzco, se invoca al astro rey antes de su salida, a través de grandes fogatas.

En la India, el solsticio de verano es una puerta que conduce al interior y aseguran que algunos chamanes pueden leer el futuro en las llamas. Las cenizas de las hogueras que se hacen en el solsticio, se conservan todo un año.

En África del norte, también se hacen hogueras en lugares que consideran que necesitan purificación. Arrojando al fuego hierbas medicinales, ahúman utensilios, herramientas y objetos personales, para matar en ellos virus y malas energías Seguidamente saltan siete veces por encima de las brasas para purificarse. Es una tradición que viene de la cultura pre-islámica, ya que actualmente su calendario es lunar.

La tradición cristiana celebra la fiesta de San Juan el 24 de junio, adaptando así el culto pagano a las enseñanzas bíblicas. San Juan Bautista fue precursor de Jesús, anunciando una nueva fe basada en el poder del sol interior. Esta fiesta ve al sol como astro que permite la vida a los humanos y la naturaleza. Aunque también recrea la magia, es decir, cruzar una puerta para pasar de una realidad a otra, pudiendo dejar atrás todo lo viejo, a través de arrojar a las hogueras todo lo inútil, lo negativo, lo que nos lastra, para poder renovarnos.

En estos días suele recolectarse diversas plantas medicinales tales como el hipérico o hierba de San Juan, la Manzanilla, la Artemisa, la Milenrama, el Sauco, el Gordolobo, el Espliego, el Romero, el Tomillo y otras, cuyas propiedades medicinales aumentan por la especial radiación del sol en el solsticio y también por el rocío solsticial.

Esta antigua fiesta del solsticio de verano, se sigue celebrando en innumerables lugares del planeta y las costumbres son muy similares. Se encienden hogueras y en algunos sitios se complementan con baños al amanecer, como si fuera un ritual de bautismo, para limpiar las emociones, para después dar tres vueltas en sentido contrario a las manecillas del reloj, alrededor de la hoguera. Para terminar, se salta por encima de las brasas, entonando algún mantra u oración de transmutación. En la fogata, además de quemar enseres viejos, se queman intenciones escritas en un papel.

Catalunya no es una excepción y celebra la Revetlla de Sant Joan la noche del 23 de junio. Además de encender hogueras con muebles viejos y de seguir los rituales de baños (donde hay playa) y saltos de la hoguera, se tiran fuegos artificiales, se brinda con cava y se come la Coca de Sant Joan, una especie de torta de harina, huevos y azúcar, adornada con frutas confitadas.

Mucho más catalana es la tradición de encender la Flama del Canigó.

El Canigó es la Montaña encantada y símbolo de unidad e identidad, que nos trae un mensaje de paz y amor al pueblo catalán que ama su cultura, su lengua, sus costumbres y tradiciones.

Desde el año 1955, se transportan fajos de leña de toda Catalunya a la cumbre del Canigó para ser quemados durante toda la noche. El fuego puede verse desde la llanura y estas llamas se llevan a cualquier parte de Catalunya, incluso a otros lugares de Europa para encender hogueras de comunidades de catalanes. Desde el año 1964 hay una “Flama del Canigó” que continúa encendida y expuesta en el Castellet, en Perpignan.

Ayer, lunes 23 de junio, la flama del Canigó llegó al Parlamento autonómico catalán, como es tradición. Con ella se han encendido los quinqués que llevan la llama a todos los rincones de Catalunya. Núria de Gispert afirmó que «la flama del Canigó representa la fuerza de un pueblo en marcha, organizado, que quiere decidir su futuro colectivo, explicando a los niños que se han acercado al Parlament que es una luz que nos indica por dónde tenemos que ir»

El día de Sant Joan, es la Fiesta Nacional de los Países Catalanes.