Godspel: palabra de Dios

Me gusta la pluralidad.

Mi sueño dorado es vivir diferentes culturas, para entender mejor a todos los seres humanos que tenemos la dicha de poblar el planeta Tierra y llenarme de conocimientos enriquecedores que, de otra forma, sería difícil de conseguir.

Los pueblos, depositarios de miles de años de historia y tradiciones, exhiben unos procederes que, muchas veces, chocan con los de los viajeros visitantes.

Incluso dentro de los continentes, las culturas y subculturas hacen que el vestuario, la música, el lenguaje, los intereses, etc., sean característicos y diferentes.

De ahí la riqueza que posee la Tierra, de la que solo podemos disfrutar un mínimo porcentaje.

Cuando voy a los lugares, acostumbro a introducirme en ellos con la mejor intención, sin expectativas. Si en algún momento he ido a un sitio con ellas, he salido defraudada, porque en el pensamiento se puede vivir cualquier experiencia improbable, influida por la socialización y el entorno en el que nos hayamos desarrollado y no parecerse en nada a lo que vamos a encontrar.

Toma un tiempo entender los ¿qué? ¿por qué? ¿para qué? Y cuanta otra inquietud pueda aparecer ante las nuevas formas de vivir o hacer las cosas.

He conocido muchos lugares de Texas, todos con mucha influencia mejicana, sobre todo en el sur. Los tejanos suelen ser gente amistosa, sencilla, acogedora, amable, patriota y religiosa.

Tiendas, restaurantes, bares, hoteles y hasta hospitales, están permeados de servidores mejicanos o de ascendencia mejicana, cuya atención es impecable y enriquecedora. Siempre dispuestos a ayudar, cambian del inglés al español tan pronto perciben que este último es el lenguaje del visitante. Es difícil practicar el inglés en esos sitios.

Por otro lado, es fácil reconocer los tejanos norteamericanos –como yo los llamo– blancos y de color. Menos expresivos y comunicativos los blancos y más parlanchines y ruidosos los afroamericanos, pero educados, e igualmente sencillos y amables.

Nunca falta un good morning en los ascensores, o una actitud de ayuda y cooperación si consideran que es necesaria. Claro está, siempre hay honrosas o deshonrosas excepciones.

Yo había conocido la música Gospel en películas u oído en canciones y la había encasillado en música evangélica interpretada por coros de etnia negra, aunque luego he sabido que es comúnmente cantada por intérpretes cristianos del sur de los Estados Unidos, independientemente de su etnia. Habiendo surgido en el siglo dieciocho, se hizo famosa en los Estados Unidos en la década del 1930, pero sigue siendo parte de las celebraciones religiosas de muchas iglesias.

Confirmé en varias ocasiones la religiosidad de la gente de Texas. Un Praise the Lord clamado por un organizador de taxis a la salida del aeropuerto; un letrero de Praise Jesus digital en la pantalla del automóvil; un Bless the Lord en un cubículo de información sobre servicios, o un bless you al recibir una propina, probablemente no esperada. Pero, a veces, lo mucho es demasiado.

Para los viajes dentro de la ciudad de Houston, usamos el servicio de Uber.

Clarisse se llamaba la conductora y tenía una evaluación excelente. No era el primer servicio que contratábamos y la experiencia con los anteriores había sido muy buena.

La esperamos en la puerta del hotel y, aunque la pantalla del teléfono decía que había llegado, no la veíamos en la entrada. Nos fijamos en la descripción del vehículo y mirando a derecha e izquierda, lo vimos parado al cruzar la calle.

Como no se movía, decidimos acercarnos nosotros.

Abrimos la puerta del vehículo y una música a todo volumen nos esperaba.

Good morning –dijimos sin entrar.

–¡Good morning! –espetó Clarisse con cajas destempladas.

–¿Clarisse? –preguntamos.

–¡Good morning! –volvió a decir con una actitud y un tono acusador.

Nos dimos cuenta que no nos había oido saludar, por lo alto de la música y lo prudente de nuestro saludo.

Entramos y nos sentamos a disgusto.

Gritando confirmamos el lugar donde queríamos llegar y al no oirnos bien, bajó ligeramente el volumen de la música.

Habríamos abandonado inmedatamente del vehículo, si no hubiera sido porque teníamos prisa para llegar a nuestra reunión a una hora determinada.

El trayecto duró unos treinta minutos, durante los cuales la música gospel, en alto volumen, nos acompañó en todo momento.

Y lo peor no fue lo alto de la música, sino que cada ¡Hallelujah! del coro iba acompañado con las manos alzadas de la chófer en señal de alabanza a Dios, mientras el volante se manejaba solo. Cada Yes, my love, and you´re alive too, de la canción, era brincado en el asiento del conductor y acompañado por palmas y gritos. Los bailes y movimientos de alegría no cesaron ni en la despedida. No existíamos para ella, tal era su arrebato.

Clarisse era, seguramente, una de las mejores cristianas de su iglesia, jaleando y gritando aclamaciones a Dios. Como conductora prudente, no había pasado la prueba.

Lo que pudo haber sido un trayecto agradable dedicado a mirar por las ventanas los diferentes lugares por donde íbamos pasando, se convirtió en media hora de ganas de abalanzarnos hacia el volante, por miedo de que anduviéramos en medio de la circulación en piloto automático.

No dejamos propina.

–Hoy Clarisse no se tomó la píldora para la bipolaridad –comentamos.

–Las evaluaciones que vimos las debieron hacer sus padres, hermanos y conocidos –añadimos.

Seguimos nuestro camino a pie y, al poco rato, el episodio se había convertido en un chiste, para nosotros.

Ya tenemos nombre para el “desacato”: Clarissada.

La bombonera

Las residencias de ancianos contienen diferentes ejemplares de la raza humana que por una razón u otra el cauce de la vida los depositó en ese receptáculo: ancianitas muy dulces, o con muy mal genio, rebeldes, resignadas, quedadas en mejores tiempos, y ancianos taciturnos, otros que viven diariamente sus batallitas del pasado, o enredados en momentos felices, afanosos por servir para algo y otros deseando, en vano, recuperar sus mejores tiempos.

En la residencia que conozco, las edades de sus huéspedes oscilan entre los ciento cuatro y los cincuenta y nueve años y su estado sicológico y fisiológico, en muchos casos, no tiene que ver con su edad cronológica. Hay un anciano de noventa y cinco años que se jacta de haber practicado artes marciales en su juventud y que cada vez que lo visito guarda en su bolsillo una tapa de refresco para doblarla entre el dedo meñique y el anular. Su fuerza está bien, en comparación con su memoria. Cuando llego y tengo que enchufar el aparato de dar masajes, siempre recurro a él haciéndome la torpe. El hecho de desenredar el cordón y conectar el artefacto lo hace feliz; quiero imaginar que está pensando que le da un servicio a un ser querido de su familia.

A los ancianos, no les gusta compartir el motivo por el que están en la residencia; en la mayoría de los casos porque hacerlo sería acusar a la carne de su carne de abandono, de desidia, o de haber perdido la batalla de los recursos económicos. Son muy raras las excepciones en las que el anciano va a la residencia por su propia decisión, ya que, aunque afirmen que así ha sido, escondida hay una historia triste de la que se hace abstracción.

Cuando llegué a dar servicio, más de compañía que técnico, lo hice para dar soporte a unas ancianas que no hablaban castellano y estaban aisladas del resto por esa razón. Sin embargo, no era el idioma lo que las mantenía más apartadas, era un incipiente Alzhéimer que a pasos agigantados iba haciendo su nefasta labor y que se las llevó casi el mismo día no sé dónde. Se llamaban Carmen, las dos, y cuando regresé a la semana siguiente, sus compañeros me dijeron que las “Cármenes” se habían ido juntas, como juntas habían estado en su paso por la residencia. Mientras compartíamos, cuando oían su idioma materno, sonreían con placidez y me devolvían el regalo con un maratónico apretón de manos. Los ancianos, como los niños y los perros, sienten un desborde de endorfinas cuando se les acaricia, se les abraza o se les besa. El hecho de que alguien se interese por ellos, por su vida, por su salud y sus actividades, da un calorcito a su corazón que se refleja en su cara.

Don Ángel y doña Rosita, llegaron juntos a la residencia y me dio mucha alegría ver que, al menos, uno tenía al otro; pero duró muy poco mi fiesta interior porque la ancianita no se pudo adaptar al entorno y costumbres y murió dos meses más tarde de haber ingresado. La depresión pudo más. Días antes del fallecimiento, don Ángel pasaba el día entero en la capilla pidiéndole a Dios y todos los santos (me imagino) que su amada saliera de su pena y volviera a ser ella. No sé cómo se habrá sentido con la indiferencia de lo alto ante sus súplicas diarias, pero ahora dice tener ciento cuatro años, cuando a su llegada afirmaba ser de noventa y cuatro.

Irene fue una gran cantante lírica que todavía conserva la voz en alguna proporción, porque ejercita diariamente las cuerdas vocales. Tiene una habitación privada a la que solamente invita a personas muy estimadas o a las que reconoce el gusto por su arte. Tiene ochenta y cinco años pero afirma tener setenta y cinco. No se mezcla con el resto de sus compañeros. Cuando la exhortamos a participar en los ejercicios y los masajes, con mucha educación pone una excusa y declina la invitación. Le gusta salir a pasear por la calle y llegar hasta el frutero para comprar fruta fresca, pero tuvo que ser auxiliada por un policía al sufrir una caída doble y ya no se atreve a darse el gusto de creerse una mujer autosuficiente.

Don Alejandro, de setenta y cinco años tiene una pierna amputada y sueña con tener una compañera. Su plan es ponerse una prótesis y volver a vivir en su finquita con la que sea su mujer, porque, según él, todavía puede hacer la labor (no me atreví a preguntarle cuál).

Doña Grace, además de unos ojos verde esmeralda, tiene las manos más hermosas del mundo, suaves, tersas y con unas uñas extremadamente cuidadas que hacen que las mías se avergüencen con la comparación. Su trato es delicado con los demás. Es una pena que su caminar sea cada vez más pesado y su sueño más asiduo.

Y así podría ir describiendo a mis bombones, mis viejos amigos, orgullosos del ayer y resignados con el hoy, la mayoría. Condescendientes algunos, cascarrabias otros, “chismosillos” en general, pero seres humanos desvalidos y amparados por otros seres humanos que tienen el corazón lleno de amor.

Me alegra mucho que mi amiga Margarita me llevara a “animar a los catalanes”, porque me he quedado con ellos y con todos los chicuelos, como les digo cuando me despido de ellos ese día especial de la semana.

El Profesor Pellejero

A principios de la década del sesenta, había muchas familias españolas con ciertas posibilidades económicas y visión de futuro, que vivían en pueblos y querían para sus vástagos una educación mejor que la que podían conseguir en el lugar y que, generalmente, se limitaba a la educación primaria.

La solución era enviar a los hijos a internados en la capital de la provincia los cuales, en su mayoría, eran administrados por sacerdotes o frailes para los chicos y por monjas para las chicas.

En esos internados, de diferentes categorías sociales que se reconocían exteriormente por los perifollos que llevaban los uniformes escolares (sombrero, chalina, nada), se daba la mayor importancia a la formación religiosa, y aunque de ninguna forma se descuidaba la educación formal, esta estaba permeada de mística y con grandes lagunas en cuanto a detalles “peligrosos” relacionados con el sexo, la libertad de pensamiento y de expresión y el conocimiento de personajes cuya rebeldía podría influir en el carácter de los estudiantes y llevarlos a ser adultos con ideas que no serían bien vistas en el estatus quo, entre otras menudencias que producían anemia intelectual y emocional en niños y adolescentes.

Yo me formé en uno de esos colegios y tengo que reconocer que aunque pusieron mucho empeño en que fuera una oveja más, lo lograron a medias. Tuvo que ser genético, porque no fui educada para ser contestataria ni crecí en ese ambiente, y sin embargo, heme aquí defendiendo mis ideas, protestando ante los engaños e injusticias y llamando al pan, pan y al vino, vino. Claro, el tiempo ha suavizado mis formas en la medida que me han mermado las fuerzas al luchar contra la corriente, pero todavía me puedo mirar en el espejo.

Varias veces me quedé sin medalla de honor porque, para tenerla, había que tener buenas notas en las materias de la educación formal y en conducta. En esta última parte fallé muchas veces ante mi insistencia en no pasar por el aro. Por las mañanas dábamos clase y por las tardes hacíamos tareas y estudiábamos. Estas dos últimas actividades que debían durar cuatro horas, yo las terminaba en dos. ¿Y entonces? Me dedicaba a dibujar, o a hacer poesías o salir cincuenta veces del aula para ensayar las últimas piruetas gimnásticas que yo misma había inventado, o a distraer con bolitas de papel escritas a mis compañeras. Cuando me pillaban, me mandaban para atrás, en la última fila y sor Angustias, que olía feísimo, se sentaba a mi lado para asegurarse de mi inmovilidad.

Pero sobreviví bastante entera y con criterio propio y terminé el bachillerato. Los exámenes del último curso, había que tomarlos en un Instituto. El sistema de educación español, aún fuera de los colegios religiosos, estaba salpicado de profesores y catedráticos poco progresistas, machistas y homófobos, algunos de ellos más temidos que el hombre del saco.

Algunos de mis puntos de vista sobre la historia de España, me hicieron perder el “sobresaliente” para quedarme en “notable”. Lo que no hice nunca, y eso confirma mi inteligencia, fue expresar mis dudas en cuanto a los dogmas de fe; faltaría más. En matemáticas tampoco me fue tan bien porque el profesor Pellejero me llevó al límite cuando al ver que más de la mitad de los alumnos que estaban en el salón de exámenes éramos mujeres, dijo en voz alta y con menosprecio:

– ¡Virgen Santa, cuánta mujer! Más os valdría estar en casa zurciendo calcetines.

Se me revolvió el estómago –Profesor, las mujeres que estamos aquí, contesté en voz alta, queremos acabar el bachillerato para seguir estudiando; lo de zurcir calcetines, ya veremos. Estamos esperando las preguntas.

Se puso rojo de la rabia y comenzó a repartir el examen. Mandó al monitor a que se instalara a mi lado con la intención de agarrarme si pretendía copiar de alguien o sacar una chuleta. Las matemáticas no eran mi punto más fuerte, pero ese día, la adrenalina me aclaró el cerebro y contesté todas las preguntas lo mejor que pude. Cuando fui a entregar el examen, Pellejero me dijo en voz baja: voy a corregir con mucho cuidado su examen, señorita. A lo que contesté,  –muchas gracias profesor Pellejero, yo también revisaré los resultados–. Si hubiera tenido que seguir en el internado, después de este incidente, habría pasado a la categoría de “peligrosa”. Por suerte, ese año fue el último.

Salí del aula con las piernas temblorosas y con una idea fija en la cabeza: estudiar y estudiar para que cuando recogiera los títulos de graduación, pudiera dedicárselos al profesor que un día me motivara a demostrar que las mujeres sí queríamos, sí podíamos y era nuestro privilegio.

Pepito Grillo o´clock

Después de haber repasado todas mis bendiciones del día, visibles en forma de salud, familia, amigos, casa y otros bienes materiales e inmateriales  – estos últimos los más valiosos–, me dispuse a dormir las siete horas recomendadas para un buen funcionamiento y retraso de la decadencia en esta dimensión. Pero Morfeo no atendía a mis llamadas y decidí entretener a la joven de la azotea revisando pendientes.

La cena de esta noche había sido exótica, con sabores y formas orientales que permanecen por tiempo en los sentidos. El rollo de anguila me vino a la mente. ¿Por qué siempre que voy a ese restaurante lo pido y dejo de saborear otros platillos que mis acompañantes de experiencia dicen que son deliciosos?

Tengo la costumbre –a veces buena y a veces mala–,  de analizar comportamientos,  situaciones y cosas, y en eso estaba enredada cuando me acordé de mi mamá, peleando con una anguila recién pescada en el rio Ebro –ahora ya no aparecen debido a embalses e infraestructura fluvial que impiden o dificultan su proceso de reproducción .

Todavía sentí desagrado al recordar vívidamente un animal parecido a una serpiente, de color gris oscuro y con panza clara, dando coletazos en el fregadero y que trataba de escaparse de las manos de mi madre, optimizadas con un cuchillo afilado que no era muy certero debido al fuerte movimiento del pescado, luchando por su vida. Al final, la anguila perdía la batalla y entre estertores, sus movimientos iban disminuyendo hasta quedar inerte, rodeada de su propia sangre. Entonces, mi madre procedía a su preparación para la comida. Siempre descartaba la cabeza; frotaba la piel de la anguila con sal gorda y vinagre, hasta que notaba que ya no estaba resbaladiza; la lavaba bien y empezaba a cortarla en rodajas para sazonarla y dejarla un rato sumergida en la salsa antes de guisarla. Siempre me resistí a comer ese plato. Olía muy bien y todo el mundo lo alababa mucho, pero yo no podía olvidar el asesinato que acababa de ocurrir en la cocina de mi casa.

Otras muertes violentas vividas por mí en mi primera niñez, fueron las de pollos y gallinas a manos de mi tía Carmen –en su casa pasaba mis largas vacaciones de verano.

La  tía Carmen, catalana, mujer emprendedora, práctica y fuerte, había desarrollado una especie de cadena alimentaria vertical: había sembrado maíz, y frutales con los que alimentaba a las gallinas y pollos, que a su vez, daban huevos y servían para ser preparados en la comida del domingo, por lo que tenía que averiguárselas,  ella sola, para alimentar al pollo, atraparlo, matarlo, guisarlo y servirlo a la mesa “rostit o farcit”. Todavía recreo en mi cerebro el olor a los canelones que precedían al rostizado.

Se ponía un delantal que le llegaba hasta el cuello, se cercioraba de que el cuchillo estuviera bien afilado pasándolo varias veces de lado y lado por una piedra de afilar, y procedía a agarrar el pollo atrapándolo entre el costado izquierdo y el brazo de ese mismo lado. Con la mano de ese brazo que tenía libre –que solía ser el izquierdo porque ella era derecha, aunque no de derechas –, le agarraba la cabeza y se la echaba hacia atrás, dejando a la vista un pescuezo curvado y expuesto a la muerte. Sin pensarlo dos veces, con el afilado cuchillo, manejado con eficacia por la mano derecha, le rebanaba el cuello. El pobre animal seguía moviéndose convulsamente hasta que exangüe, se rendía. Para terminar lo que ahora llamaríamos tortura, un cazo con agua hirviendo estaba esperando su turno para facilitar el desplumado del ave. Este acto sanguinario me horrorizaba y al mismo tiempo, con los párpados a media asta, lo miraba cada vez que ocurría.

También fui testigo en muchos inviernos, de la matanza del cerdo, cuya truculencia supera a las dos anteriormente explicadas y que no voy a describir para no herir sentimientos de personas sensibles.  Nunca pude comer “pellas” o morcillas de sangre cuando era pequeña,  después de haber visto cómo manaba del cuello del pobre animal.

Pero, aunque entiendo y comparto la ideología del vegano, la vida pasa y una se va desensibilizando. La razón se impone al corazón y se llega a la conclusión de que los animales están ahí para alimentarnos y una disfruta los platillos que la gastronomía hace cada vez más atractivos, sin acordarse de las historias de terror de cuando era chiquita. Al menos no cuando una se los está comiendo.

La verdad es que el insomnio no trae nada bueno. ¡Mira que revolverme la conciencia!

Rara avis

A Papito Mueses no se le conocen extravagancias sexuales, es decir, que las  haya confesado o exhibido delante de alguien. Pero es público el hecho de que ha cedido derechos a terceros, acontecimiento que le proporcionó en su tiempo el apodo de “El Venao” y que sigue soportando sin que le quite el sueño ya que la situación le proporciona un sustento privilegiado en francos franceses.

Vecino de un adorable pueblecito turístico, conoció y sigue conociendo visitantes extranjeros a los que presta servicios de guía, jandimán o de vendedor de artesanías, según sople el viento y el mar de sus finanzas presente marejada o marejadilla.

Hace algunos años, cuando la economía familiar de los Mueses estaba de capa caída, se acercó a uno de los porteros de un proyecto turístico, ofreciendo sus servicios como jardinero para alguna de las casas cuyos dueños ocupaban una parte del año y el resto del tiempo las alquilaban. Este trabajo de un día a la semana, se complementaba con las otras actividades dedicadas al turismo y garantizaba una entrada que, aunque no era muy grande, no dependía de los barcos que atracaban en el puerto, de la cantidad de pasajeros o del poder adquisitivo de los mismos.

En ese empleo fue que conoció al viudo míster Fabrice Leclerc – don Fabrí Leclé para Papito–sesentón jubilado, calvo, de clase media y con ganas de aprovechar los posos del fondo en tierras donde no era conocido y no tenía que guardar las apariencias. Contrató a Papito para arreglar el jardín.

Fabrice, oriundo de Calais, hablaba el español con un acento francés marcado que se iba transformando en la medida que transcurría los cuatro meses de vacaciones y como consecuencia de adoptar  el argot de la gente del pueblo, para un mejor entendimiento con sus subalternos.

La relación entre Fabrice y Papito fue evolucionando en la forma y en el fondo. De no entender lo que se decían el uno al otro, pasó a poder entablar conversaciones de panita a pana; de tener jardinero, pasó a mandadero, guardaespaldas y maipiolo. De pronto, habían encontrado una relación internacional incondicional y provechosa para ambos. El francés se empapó de la filosofía criolla y el criollo visualizó y aprovechó las ventajas que representaba esa conexión con Europa.

Míster Leclerc disfrutaba sus vacaciones en todos los sentidos. Por un tiempo se olvidaba de las comidas que se preparaba el mismo, cambiando la sopa de cebolla por el sancocho, el coq au vin por el chivo liniero, la quenelle por el quipe y la croque monsieur por el sándwich de aguacate. Permutaba el burdeos por la fría –bien ceniza– el coñac por el ron de mallita y el champán por el mabí seibano al que le añadía algún líquido espirituoso.

Papito tenía muchos contactos femeninos a los que llamaba amigas, que cada sábado, religiosamente, presentaba a Fabrice. Las llevaba hasta la casa con su moto cobrándoles un módico pasaje, ayudaba en la preparación del barbiquiu de mariscos –los cuales proveía a un precio que a Fabrice le parecía irrisorio y en el que Papito se ganaba el cincuenta por ciento–, servía los tragos y desaparecía discretamente para volver a recoger a la princesa de turno, cuando era requerido por el celular.

A Fabrice le gustaban las mujeres de color. Sobre todo las de grandes posaderas que en principio llamaba bonnes fesses y que a Papito le tomó un tiempo conocer su significado, porque siempre trataba de simular que entendía al míster perfectamente y no quería preguntar. Pero el proceso de la selección se fue mejorando porque Papito reconocía, por la propina que recibía, cuando Fabrice estaba contento con la amiga de turno.

Cuando faltaban dos semanas para regresar a Calais, Fabrice abordó a Papito con una solicitud bastante común: conseguir una mujer que él pudiera llevar a su ciudad para que se encargara de la casa, la comida y –tuvo que ser honesto con Papito para estar seguro de que entendiera sus necesidades– de resolver algunos de sus ya escasos calentones.

Papito le dijo que no había problema, que él conocía mujeres que seguramente querrían aceptar el empleo en Europa. Preguntó cuál sería el sueldo y multiplicó la cifra por cincuenta. Fabrice añadió información sobre las condiciones del trabajo, los días de fiesta, vacaciones, etc., aunque nadie le había preguntado. Papito se interesó por la posibilidad de que la empleada pudiera venir al país de asueto para visitar a su familia y Fabrice le dijo que no habría problema con eso, ya que aunque no la traería con él  en sus viajes, podría venir a pasar un mes en otro momento del año.

A los dos días Papito ya tenía una respuesta. Sí, había una mujer que estaba interesada. Fabrice quiso conocerla antes de irse y al ser del agrado del francés por sus atributos físicos y conocimientos del hogar,  concretaron la transacción. Papito nunca le dijo que ella era su mujer y madre de sus hijos.

No sabemos de qué forma Papito convenció a Yarelis para que se fuera con don Fabrí, pero lo hizo. Previendo que en algún momento sus dos hijos de cuatro y seis años podrían estar disfrutando de una situación privilegiada en Francia, fueron con ellos a visitar futuro patrón y, en principio, no le gustó al francés la idea de que los niños se quedaran solos, pero Papito y Yarelis lo convencieron de que estarían muy bien atendidos con la abuela y verían a la madre cuando ella viniera de vacaciones. Dicho y hecho, a los seis meses Yarelis tenía su pasaporte con visa, la carta de trabajo y su pasaje en Air France.

A partir de ahí, la economía de Papito mejoró sustancialmente, ya que Yarelis mandaba una buena parte de su sueldo para el mantenimiento de sus hijos. Años más tarde, cuando los niños se fueron a vivir a Francia con su mamá y Fabrice, Yarelis siguió mandando parte del sueldo a su marido –podría ser que le estuviera agradecida por el cambio de vida–, ya con el conocimiento del patrón. En la actualidad, cuando viene de vacaciones vuelve al hogar en el que tiene su sitio reservado. Y no es que Papito practique la abstinencia sexual en su ausencia, sino que, para él, Yarelis sigue siendo una buena mujer, su mujer y cuando está en casa, las otras se retiran.

Las siete plagas

–Pero, ¿tú ta loca?

No fue una frase dicha en voz alta, fue un grito que llamó la atención de todos los que estábamos cerca.

Cuando una no tiene otra cosa que hacer que esperar a que toque tu turno de la mamografía, una intenta distraerse. Para ello hay diferentes estrategias, algunas de las cuales ya he compartido con ustedes. Esta vez, hice dos sudokus en mi aipad, leí el correo nuevo, contesté mensajes, presté atención a zapatos y zapatillas, entré a feibú, contribuí con un viejo recuerdo en la página “tú no eres de Canet si no…”, volví a hacer sudokus y así sucesivamente, sin lograr que se cumpliera mi deseo de ser llamada para la prueba. Por eso, cuando el grito de mi vecina me sacó de mi aburrimiento, giré la cabeza hacia donde ella estaba y vi que hablaba con alguien a través de un teléfono móvil.

La ciudadana era bien parecida. Indiecita. De pelo tratado y teñido de rubio, llevaba puesto un suéter corto que en vez de mostrar la piel de su abdomen, mostraba una faja. Como estábamos en una clínica, quise pensar que la llevaba “recetada”, aunque bien pudiera ser para contener volúmenes y acentuar curvas, con bastante buen resultado para gustos poco austeros. Calzaba unas plataformas de vértigo y tenía todas las uñas –de las manos y los pies– con unos dibujos que podrían competir con el MAM. Su teléfono móvil era inteligente y de marca vegetal. Digamos pues que “estaba en la papa”.

– ¡Te digo que ni loca venga pa cá! No gate tu cuartos en un pasaje pa encontrarte con un paí hecho una mierda,–dijo de un tirón, sin cortarse por decir en alto palabras vulgares, al tiempo que le comentaba a su compañero –e Rosita, que dique quiere venir a pasarse un mes en casa de mamá.

–Dile de la Chikun, –agregó el hombre.

– ¡Chacha!, aquí to el mundaso etá con la Chikun que dique lo tranmite un moquito, pero que no e verdá, si lo sabré yo, que son lo americano que etán hasiendo eperimento con nosotros, lo pobre negrito. Eso e dolor en to el cuerpo, que uno tiene que arratrarse y una piquiña que no se quita con na.

–Y dile que ahora, lo moquito, tranmiten otra vaina también.

–Rosita, eto ta jodio. ¿Y tú no ha oído del Ebola que di que viene pa ca? Esa e una enfermedá que disque se le caen a uno lo pedaso de carne, como la lepra.

–Y la delincuencia –añadió el compañero–, dile como ta la calle, lo ladrone difrasao de polisia…

–Y to lleno de haitiano cagándose por to lo lao y limpiándose el fuiche delante de to el mundo, que salió en el Feibú y yo lo vi. ¡Chacha, tú no te imagina! Esto e monte y cacata.

–Dile de Polín, que se dejó de Amarilis disque porque salió con sida.

–Ya tú oite. Pero eso no e na. La Ersira no se puede dar la diálisi porque ya gató to lo que da el seguro y el hijo suyo se bebió lo cuarto que ella tenía ahorrado y ahora no pueden pagar el tratamiento privado y ella no quiere ir a un hospital público. ¡Se va morir! Ya se le etán jinchando lo pie.

–¡Josefa Pérez! Llamó una enfermera con un expediente en la mano.

–¡Adió mija! Te llamo cuando salga, que me llamán pa la sono.

La ciudadana se fue hacia la puerta del consultorio moviéndose acompasadamente y seguida por su acompañante, mientras que los que quedamos esperando nuestro turno, estábamos hundidos en la angustia y la depresión. Me levanté, aun corriendo el riesgo de que me llamaran para el estudio, y salí a respirar aire caliente, mientras evocaba el amanecer en Jarabacoa,–técnica de limpieza de pensamiento. Hasta pude oír algunos pajaritos que me distrajeron de las siete plagas.

Eso sí, a la ciudadana, la sono debió salirle toda negra.

La lección

Todos los días, cuando mi papá regresaba del trabajo, se aseguraba de tener en el bolsillo algunas monedas para obsequiarme. Ahora no recuerdo cuándo empezó esa costumbre; probablemente a él también lo habituaron así, pero parecería ser que desde que me dieron la libertad de andar sola por la calle, disfruté de ese pequeño premio que se me otorgaba después de haber afirmado con la mano sobre el corazón que me había portado bien en la escuela.

Estuviera donde estuviera, haciendo lo que fuera, aun el juego más divertido y con los mejores amigos, me aseguraba de estar en casa a la hora de llegar mi recompensa. No me perdía esa rutina por nada del mundo.

El pueblo donde vivíamos era pequeño y todos los habitantes se conocían. Si una tenía sed después de jugar alocadamente y estaba lejos de su casa, podía llamar a cualquier puerta y pedir un vaso de agua, que casi siempre venía acompañado de una galleta o una madalena. Las madalenas eran hechas en casa y sabían a cielo. Si nos tocaba el premio mayor –roscos de Santa Teresa–, nos sentíamos los niños más felices del mundo, excepto si eran los de la Tía Fausta a la que un día le tuve que decir que no me diera roscos porque siempre estaban rancios. No me los volvió a ofrecer nunca, ni madalenas tampoco.

Todos los niños teníamos nuestros vecinos preferidos. La mujer más querida en el lugar era la Tía Capitana, pero no porque fuera agradable o hermosa.  Era una mujer casi anciana, vestida siempre de negro y con un pañuelo en la cabeza. Poco amante de los niños, tenía una pequeña tienda, precisamente, de chucherías que hacían las delicias de los pequeños y medianos. Y hacia allá me dirigía todos los días con las monedas que me había regalado mi padre por haber hecho bien mi trabajo del día.

Era muy poco lo que podía comprar con los centavos que recibía. Una barra de regaliz, o dos peladillas, o un chicle. Nunca una caja de regaliz, o de peladillas o de chicle. Pero era feliz con esa muestra que trataba de variar todos los días. Lo que más me gustaba era el regaliz, aunque mi mamá me había dicho millones de veces que no comiera tanto regaliz que daba lombrices.

Desde mi casa, tenía que subir una cuesta para llegar al centro del pueblo, donde estaba la tienda de la Tía Capitana. Bordeaba un muro que pertenecía al patio trasero de la iglesia, donde había habido un cementerio; no sé si de relacionados con la iglesia o de gente del pueblo, ya que en este momento no estaba en uso.

Lo más curioso del muro, muy deteriorado por el tiempo y en el que no se había invertido para repararlo, era que se podían apreciar huesos humanos. Tibias, cráneos y otros más pequeños que despertaban nuestra imaginación porque no sabíamos exactamente a qué parte del cuerpo pertenecían. Si pasábamos al atardecer, muchas veces se nos erizaban los pelos de los brazos temiendo que en cualquier momento se levantaran los esqueletos y nos llevaran a su tumba. Nos habían dicho que por las noches, de los huesos de los muertos salían unas luces, y una noche, tres niños y dos niñas nos escapamos de nuestras casas para ver el acontecimiento. Subimos  con todos los músculos tensos y los corazones a mil y bajamos decaídos sin haber visto ni siquiera la luz de una luciérnaga. Me estaban esperando mis padres muy enfadados y aquel día fui a la cama sin cenar.

La tarde que no he podido olvidar nunca y que recordarla todavía me hace sentir un qué se yo en el pecho, iba con mis centavos a comprar en casa de la Tía Capitana. Ese día tocaba una barrita de regaliz. Llegué a la tienda, abrí la puerta acompañada de un tintineo de campanitas que sonaban al empujar y no había nadie dentro. Grité Capitanaaaa, y nadie me contestó, volví a gritar Capitanaaa, y tampoco. Entonces, el diablillo que llevaba dentro vio una oportunidad de oro y con la rapidez de un lince me apoderé de una caja de regaliz entera, que nunca habría podido comprar con los centavitos que me daba mi papá, los cuales, ni siquiera dejé en el mostrador.

Llegué a casa feliz y me disponía a abrir la caja para comérmela hasta donde mi estómago diera, cuando entró mi mamá en mi habitación.

– ¿Y esa caja de regaliz?

Inmediatamente me sentí cogida en el cepo.

–La compré en casa de la Tía Capitana.

– ¿Y con qué dinero?

–Con el mío.

– ¡Mentira! Con el dinero que llevaste solo podías comprarte una barra. ¿Acaso la robaste? ¡Dime la verdad o te quedas sin jugar hasta el domingo! –Mi mamá estaba hecha un basilisco.

–La cogí, pero la iba a devolver mañana –contesté con un susto terrible.

–Mañana no, ahora mismo. Vas a la tienda y le dices a la Capitana lo que has hecho y le pides perdón.

Salí de casa y por el camino me puse a elaborar un plan para dejar la caja sin ser vista. Pero cuando estaba a punto de entrar en la tienda, vi que mi mamá iba detrás de mí para cerciorarse de que cumpliera las órdenes que me había dado. De forma que no me quedo más remedio que confesar mi fechoría y pedir perdón. Sentí tanta vergüenza que hasta el día de hoy esa lección no se ha podido borrar de mi mente ni de mi corazón. Nunca más lo volví a hacer. Y cambié la tienda de comprar las chuches para que el recuerdo dejara de maltratarme, aunque tenía que caminar mucho más y la misma no estaba tan bien surtida.

Hay eventos de la niñez que quedan grabados en nuestro cerebro con hierro candente, a veces para bien y a veces para hundirnos. En mi caso, la lección de la reprimenda por el pequeño hurto hizo que entendiera lo importante que es respetar lo ajeno y la firmeza de mis padres ante las cosas mal hechas. Seguramente para mi madre fue doloroso tener que admitir que su hija había hurtado algo, pero era importante preservar mi futuro de posibles malos hábitos. Los padres no pueden, de ninguna manera, ser laxos a la hora de defender los valores de la familia y la sociedad.

La tarde que vivimos en peligro

Después de pasar un largo rato sopesando si ir a la graduación con mi vehículo o llamar un taxi para regresar luego con mi esposo, decidí que era mejor lo segundo para no tener que coger lucha ni con el tránsito ni con el aparcamiento.

Como me constaba por experiencias anteriores que los chóferes de carrito público se la buscan para hacer la travesía mucho más rápida (con cierto grado de taquicardia, claro), entendía que tomando esa decisión, tendría más tiempo para acabar de ver el partido de fútbol, contestar mis wasaps, entrar en feibú y arreglarme (mascarilla incluida).

Llamé a un grupo de taxistas cercano a mi residencia para hacer la reserva de un taxi con aire acondicionado. Hice la salvedad, porque en una ocasión anterior, me mandaron un taxi con aire, pero en las ruedas. El que contestó mi llamada me hizo la observación de que era muy temprano para llamarlos. Ellos no reservaban, sino que las personas llamaban en el momento que lo necesitaban y ellos acudían inmediatamente. Eso ya era riesgoso. Podría pasar que cuando llamara no hubiera taxi. Pero a mí no me para un cierto grado de inseguridad y pensé que en caso de que fallara mi llamada, siempre podría ir con mi vehículo, ya que sería tarde para llamar a otra compañía de taxis más lejana.

Me arreglé cómo pocas veces lo hago: maquillaje, colorete, sombras en los ojos (con lo que pesa todo eso) y luego me enfundé dentro de un vestido ajustado, no demasiado para lo que está de moda hoy en día, pero para mí era casi una camisa de fuerza de las de antes (ahora los loqueros lo resolvemos de otra forma). Lo que hacemos a veces por las personas que amamos.

Cuando faltaban diez minutos para la hora que yo había calculado que debía salir de casa en un taxi volador, llamé y de nuevo hice la solicitud de un vehículo con aire acondicionado. Se pasaron la llamada entre cuatro choferes voceando “quiere un vehículo en buenas condiciones” y al final, un quinto, me dijo que sí, que su carro tenía aire acondicionado.

Esperé ver aparecer el taxi detrás de la ventana, debajo del abanico de techo y con un abanico de “manola” al ritmo de “el farolito”. Llegó increíblemente puntual, pero mis ojos no daban crédito a lo que estaba viendo. El carro no tenía un centímetro sin una abolladura. Los tonos de azul eran tan variados que parecía que lo hubieran pintado así a propósito. Dos de las micas de los faroles estaban rotas. Tragué en seco. Piensa Carmen, todavía estás a tiempo de despedirlo con una propina e irte con tu vehículo. Pero no llegaré a tiempo, aún encontrando aparcamiento.

Decidí imponerme un acto de humildad. Si otros ciudadanos usan este carro, yo también puedo hacerlo. Y después de todo, lo importante es que tenga aire.

–Buenas tardes.

–Buenas tardes, doña. A dónde.

–Al Auditorio del Banco Central.

–Eso está en la Independencia, ¿no?

–En Gazcue. ¿Sabe dónde está el Banco Central?

–Ah, sí.

– ¿Cuánto es?

–Son trescientos.

–OK

Entré en el destartalado vehículo y verifiqué que sí tenía aire, aunque flojo, pero por lo menos se sentía un fresquito. Tuve que abrocharme el cinturón (es absolutamente recomendable hacerlo en estos vehículos) en el tercer asiento, con lo que, prácticamente, me iba a estrangular si no lo hubiera estirado hacia abajo con mi mano izquierda.

Tan pronto como arrancó, me di cuenta que no había tomado la decisión correcta (algunas veces me pasa). Todas las piezas del vehículo se movían haciendo un ruido semejante al que haría un xilófono desafinado y sin melodía, o una banda de percusión tocada por monos.

– ¿Usted está seguro de que llegaremos al sitio? Me parece que tiene alguna pieza suelta por debajo del carro.

–Hasta Constanza que usted quiera.

Parece increíble, pero estas palabras me tranquilizaron un poco. Ya solo me quedaba hacer abstracción del ruido con una técnica de visualización de mi hermoso Mediterráneo y su playa al atardecer (no me falla nunca).

Hasta estaba sintiendo esa brisita con olor a mar y el sonido suave y tranquilizador de las olas, cuando de pronto, el aire dejó de funcionar. Salí de golpe de mi ensoñación y parece que el conductor vio mi cara de contratiempo (mi sicóloga dice que solo hay que mirarme a la cara para saber que está pasando dentro de mí), porque me dijo  –Es la temperatura, que está muy alta–. No sabía si se refería a la de afuera, a la de adentro o a la del carro. No contesté. Volví a tragar en seco, a poner mi respiración en “low mode” para no impregnar mis mucosas de un tufillo entre grasa de mecánico, sudor y óxido y a implorar a la Vida que el trayecto se acortara y me fuera leve.

El conductor abrió la ventana, las ventanas, y mi cabello comenzó a flotar por los aires. Me alegré en ese momento de no llevar corbata para no verme convertida en el cliché de los clientes de la moto concho.

Después de adelantar de mala manera a los otros vehículos, de dar un giro a la izquierda pasando del carril de la derecha por delante de todos los conductores que iban a mil, de frenar casi incrustándonos en otra chatarra parecida a la nuestra y de andar a golpes de motor, visualicé mi lugar de destino. Empecé a respirar mejor. Volví a implorar a los hados que nadie me viera bajar de esa carroza que de pronto se había convertido en calabaza.

Cuando llegué al sitio, con disimulo me olí las manos y brazos a ver si me acompañaba el olor al viaje. No. Todo estaba bien. Me miré en la puerta de la entrada, me alisé el pelo y sacando pecho me fui a encontrar con el ser que ese día había logrado una de sus primeras metas el su corta vida: graduarse de bachiller.

Se acabaron mis penas en el momento que la vi radiante de alegría y me olvidé de este incidente que hoy he querido revivir, ya con mucha más tranquilidad y hasta con alguna carcajada entre párrafos, imaginándome mi cara y mis circunstancias.

La Moreneta

 

El día 27 de abril se celebra la fiesta de Nuestra Señora de Montserrat (Mare de Déu de Montserrat), popularmente llamada La Moreneta.

La Moreneta es la patrona de Catalunya y se venera en el monasterio de Montserrat, el cual se fundó a principios del siglo XI. Este lugar es un símbolo de Catalunya, punto de peregrinaje para los creyentes y de visita para los turistas.

Montserrat es un macizo rocoso que está situado a 50 km al noroeste de Barcelona, entre las comarcas de Anoia (famosa por su cava y vinos), del Bajo Llobregat y del Bages. Se le nombró Montserrat porque sus picos parece que hubieran sido serrados con una gran sierra. Su representación heráldica es de un grupo de montañas de oro sobre campo de gules, con una sierra de oro que la corta por encima.

La imagen es una talla románica del siglo XII (excepto la cara del Niño y las manos de la Virgen que se rehicieron en el siglo XIX), creada en madera de álamo. Representa a la Virgen con el Niño Jesús en su regazo. Mide 95 centímetros de altura. La Moreneta sostiene una esfera en su mano derecha que representa el universo. El Niño tiene una mano levantada bendiciendo y en la otra sostiene una piña.

La imagen es dorada, excepto la cara y las manos de la Virgen y el Niño que son de color negro. El ennegrecimiento, con el tiempo,  se debe al plomo usado en la pintura. En el siglo VI se le barnizó la cara de castaño y en el siglo XX, de negro. Se cree que la imagen actual fue creada para sustituir una anterior de características similares.

Comparto con ustedes una de las leyendas del origen de la Virgen de Montserrat.

A esta virgen morena se le llamó originalmente la Jerosolimitana, debido a la creencia de que procedía de Jerusalén. En el siglo VII, los cristianos de Barcelona se vieron obligados a esconderla para evitar perderla si eran derrotados por los invasores sarracenos.

Para ello, llevaron la estatua a una pequeña cueva en abril del año 718 (esta información quedó registrada en los archivos de Barcelona).

Con el tiempo, la gente de Barcelona se olvidó de la imagen. Había pasado casi 200 años cuando en el año 880 unos pastorcitos vieron unas luces y escucharon un cantar melodioso que salía de la montaña. Los pastores se lo informaron al sacerdote del pueblo, quien se lo dijo al obispo y ambos fueron testigos del canto y las luces en la cueva.

El obispo quiso llevarse la imagen a su ciudad, Manresa, y comenzó la procesión para trasladarla, pero no se pudo llegar al lugar porque la imagen se fue poniendo tan pesada que nadie la podía manejar (la Virgen de Montserrat había elegido su casa). El obispo, decidió dejarla en una ermita cercana del lugar donde había aparecido. Más tarde se construiría el monasterio.

Es grande la fe de gran parte del pueblo catalán en La Moreneta y el 27 de abril, tanto en Catalunya como internacionalmente, los catalanes creyentes celebran su día asistiendo a misa y cantando El Virolai, que no es otra cosa que alabanzas y una súplica musical de las bendiciones y los milagros de nuestra querida madre morena.

El código de barras

Martha me llamó con prisa, como siempre.

Me daba trabajo seguirla en el  teléfono cuando estaba en uno de sus ataques de prontitud. No solo porque entrelazaba palabras, sino porque mezclaba ideas y, como en algún tipo de literatura moderna, tenía que rebobinar mi cinta mental para retomar la circunstancia o el personaje que saltaba sin orden ni concierto. En ese momento acababa de levantarme y, sin haber tomado todavía una taza de café, su cháchara y mis pensamientos no hacían buena liga.

Pero algo quedó claro de la conversación y fue que no íbamos a encontrarnos a las diez en la cafetería de costumbre porque había conseguido una cita para arreglarse el código de barras.

Respiré con la barriga –como hago cuando necesito una ración extra de oxígeno– y me puse a preparar la cafetera. Cuando abro el pote del café, su olor siempre evoca los felices y poco usuales momentos en que mi hija está a mi lado esperando su ración. Por eso, huelo y huelo hasta que mi olfato y mi mente se confabulan para hacerme sentir que la tengo cerca. Me tomo mi tiempo para sentir ese momento de felicidad.

¿El código de barras? No sabía que Martha tenía un código de barras. ¿Para qué usaría ella el código de barras? ¿Para qué necesitaría un sistema de codificación de líneas y espacios de diferente grosor? Nunca me había hablado de que tuviera un producto con código de barras. ¿Se referiría a algo del teléfono móvil? ¿Habría, en algún momento, identificado alguna de sus pertenencias con ese símbolo? Que yo supiera su negocio era de servicios y en el mismo no había que identificar productos o llevar control de inventarios. No pude descifrar en ese momento lo que ella me había querido decir, pero pensé que el sábado nos íbamos a encontrar para  ir al cine y entonces me explicaría lo del código de barras.

Había olvidado completamente el anuncio telefónico de Martha cuando nos encontramos en la puerta del centro comercial que albergaba el cine al que íbamos. La vi venir de lejos y salí a su encuentro para abrazarla. De pronto me di cuenta que tenía algo raro en la cara. La miré con insistencia y ella se dio cuenta.

– ¿Qué te parece? Me preguntó.

– ¿Qué te has hecho en la cara?

–Te lo dije el otro día, me han arreglado el código de barras –y me señaló sus labios al tiempo que hacía con su boca un gesto como de querer tirar un beso.

Sí. Había desaparecido  las arruguitas alrededor de los labios que con la edad salen a todo ser humano y, con saña a las mujeres. Sus labios habían engordado y ya no se parecían a su dueña.

–Solamente me cobraron mil euros. Me habían llamado para ofrecerme el precio especial y no pude resistir la tentación. ¿Te gusta cómo me quedaron? –y volvió a hacer la o con los labios en un gesto de Lolita quinceañera.

–Te quedan bien –le dije sin mucho convencimiento; no quería ponerle una nota negativa a su alegría.

–Deberías hacértelo tú también. Si quieres te hago la cita para el lunes.

–No, gracias Martha. Tú sabes que esas cosas no van conmigo.

–Ni, conmigo tampoco –insistió–. Yo solamente me hago algunas cositas de vez en cuando. Ya sabes, hay tanta competencia…

Martha había recurrido a retocarse algunas cositas desde hacía tiempo. Pero sus años la acompañaban a todas partes y el conjunto de su persona tenía escrito su edad.

Yo he sobrevivido a consejos, alusiones, presiones ambientales y de “competencia”. No puedo asegurar que aguante lo que me queda de vida sin invertir en mi rejuvenecimiento –como llaman en los anuncios de las clínicas de belleza a este tipo de procedimientos. Eso va a depender de muchas cosas que en este momento no puedo prever, porque no tengo la suerte de tener una bolita adivinadora, y que pueden pasar. El asunto es que no puedo hacer juicios sobre las personas que se hacen esos “pequeños” retoques que las transforman, no en personas jóvenes y atractivas, sino en personas diferentes a lo que han sido hasta el momento mágico del cambio. No sería justo. ¿Qué se yo de sus necesidades? ¿Qué se yo del nivel de su autoestima? ¿Qué se yo de sus circunstancias?

Me siento agradecida de la vida por los años que me ha regalado; por las alegrías que han marcado mis arrugas alrededor de los ojos y en las comisuras de la boca; por las rayas en la frente formadas por mis preocupaciones y mis interrogantes; por unas manos de trabajo que han sentido otras pieles, que han lavado pañales, que han limpiado las miserias de seres muy queridos y que han disfrutado tocando la guitarra, pintando cuadros y braceando en el mar. Me siento agradecida de mi código de barras porque se ha instalado después de comer, besar y hablar mucho con otros seres humanos. Me siento agradecida por un cuerpo sano y una mente que, en medio del momento complicado y difícil que vivimos las generaciones que poblamos la Tierra, se ríe con gusto cuando lee anuncios como el que dice: Se más atractiva para los hombres. Disfruta tu femineidad. Ponte culo, respingón, brasileño, rellenito.