La lección

Todos los días, cuando mi papá regresaba del trabajo, se aseguraba de tener en el bolsillo algunas monedas para obsequiarme. Ahora no recuerdo cuándo empezó esa costumbre; probablemente a él también lo habituaron así, pero parecería ser que desde que me dieron la libertad de andar sola por la calle, disfruté de ese pequeño premio que se me otorgaba después de haber afirmado con la mano sobre el corazón que me había portado bien en la escuela.

Estuviera donde estuviera, haciendo lo que fuera, aun el juego más divertido y con los mejores amigos, me aseguraba de estar en casa a la hora de llegar mi recompensa. No me perdía esa rutina por nada del mundo.

El pueblo donde vivíamos era pequeño y todos los habitantes se conocían. Si una tenía sed después de jugar alocadamente y estaba lejos de su casa, podía llamar a cualquier puerta y pedir un vaso de agua, que casi siempre venía acompañado de una galleta o una madalena. Las madalenas eran hechas en casa y sabían a cielo. Si nos tocaba el premio mayor –roscos de Santa Teresa–, nos sentíamos los niños más felices del mundo, excepto si eran los de la Tía Fausta a la que un día le tuve que decir que no me diera roscos porque siempre estaban rancios. No me los volvió a ofrecer nunca, ni madalenas tampoco.

Todos los niños teníamos nuestros vecinos preferidos. La mujer más querida en el lugar era la Tía Capitana, pero no porque fuera agradable o hermosa.  Era una mujer casi anciana, vestida siempre de negro y con un pañuelo en la cabeza. Poco amante de los niños, tenía una pequeña tienda, precisamente, de chucherías que hacían las delicias de los pequeños y medianos. Y hacia allá me dirigía todos los días con las monedas que me había regalado mi padre por haber hecho bien mi trabajo del día.

Era muy poco lo que podía comprar con los centavos que recibía. Una barra de regaliz, o dos peladillas, o un chicle. Nunca una caja de regaliz, o de peladillas o de chicle. Pero era feliz con esa muestra que trataba de variar todos los días. Lo que más me gustaba era el regaliz, aunque mi mamá me había dicho millones de veces que no comiera tanto regaliz que daba lombrices.

Desde mi casa, tenía que subir una cuesta para llegar al centro del pueblo, donde estaba la tienda de la Tía Capitana. Bordeaba un muro que pertenecía al patio trasero de la iglesia, donde había habido un cementerio; no sé si de relacionados con la iglesia o de gente del pueblo, ya que en este momento no estaba en uso.

Lo más curioso del muro, muy deteriorado por el tiempo y en el que no se había invertido para repararlo, era que se podían apreciar huesos humanos. Tibias, cráneos y otros más pequeños que despertaban nuestra imaginación porque no sabíamos exactamente a qué parte del cuerpo pertenecían. Si pasábamos al atardecer, muchas veces se nos erizaban los pelos de los brazos temiendo que en cualquier momento se levantaran los esqueletos y nos llevaran a su tumba. Nos habían dicho que por las noches, de los huesos de los muertos salían unas luces, y una noche, tres niños y dos niñas nos escapamos de nuestras casas para ver el acontecimiento. Subimos  con todos los músculos tensos y los corazones a mil y bajamos decaídos sin haber visto ni siquiera la luz de una luciérnaga. Me estaban esperando mis padres muy enfadados y aquel día fui a la cama sin cenar.

La tarde que no he podido olvidar nunca y que recordarla todavía me hace sentir un qué se yo en el pecho, iba con mis centavos a comprar en casa de la Tía Capitana. Ese día tocaba una barrita de regaliz. Llegué a la tienda, abrí la puerta acompañada de un tintineo de campanitas que sonaban al empujar y no había nadie dentro. Grité Capitanaaaa, y nadie me contestó, volví a gritar Capitanaaa, y tampoco. Entonces, el diablillo que llevaba dentro vio una oportunidad de oro y con la rapidez de un lince me apoderé de una caja de regaliz entera, que nunca habría podido comprar con los centavitos que me daba mi papá, los cuales, ni siquiera dejé en el mostrador.

Llegué a casa feliz y me disponía a abrir la caja para comérmela hasta donde mi estómago diera, cuando entró mi mamá en mi habitación.

– ¿Y esa caja de regaliz?

Inmediatamente me sentí cogida en el cepo.

–La compré en casa de la Tía Capitana.

– ¿Y con qué dinero?

–Con el mío.

– ¡Mentira! Con el dinero que llevaste solo podías comprarte una barra. ¿Acaso la robaste? ¡Dime la verdad o te quedas sin jugar hasta el domingo! –Mi mamá estaba hecha un basilisco.

–La cogí, pero la iba a devolver mañana –contesté con un susto terrible.

–Mañana no, ahora mismo. Vas a la tienda y le dices a la Capitana lo que has hecho y le pides perdón.

Salí de casa y por el camino me puse a elaborar un plan para dejar la caja sin ser vista. Pero cuando estaba a punto de entrar en la tienda, vi que mi mamá iba detrás de mí para cerciorarse de que cumpliera las órdenes que me había dado. De forma que no me quedo más remedio que confesar mi fechoría y pedir perdón. Sentí tanta vergüenza que hasta el día de hoy esa lección no se ha podido borrar de mi mente ni de mi corazón. Nunca más lo volví a hacer. Y cambié la tienda de comprar las chuches para que el recuerdo dejara de maltratarme, aunque tenía que caminar mucho más y la misma no estaba tan bien surtida.

Hay eventos de la niñez que quedan grabados en nuestro cerebro con hierro candente, a veces para bien y a veces para hundirnos. En mi caso, la lección de la reprimenda por el pequeño hurto hizo que entendiera lo importante que es respetar lo ajeno y la firmeza de mis padres ante las cosas mal hechas. Seguramente para mi madre fue doloroso tener que admitir que su hija había hurtado algo, pero era importante preservar mi futuro de posibles malos hábitos. Los padres no pueden, de ninguna manera, ser laxos a la hora de defender los valores de la familia y la sociedad.

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