El juramento

Estoy esperando, sentado en la sala de casa que en cualquier momento venga la policía a apresarme. Sé que los casos como el mío son largamente estudiados para definir responsabilidades y temo que al final la conclusión no me favorecerá. Pero, eso lo presumía antes de que todo pasara y había aceptado las consecuencias.

Aunque muchas personas, al enterarse de la noticia, me entenderán y apoyarán, habrá otras muchas que se escandalizarán y hasta me negarán el saludo. Nadie que no haya pasado por mi situación puede entender lo que pasó ayer.

Ahora, nada me importa o altera. El sufrimiento ha sido mi día a día durante seis años y, por fin, aún sin ser feliz y sabiendo que no lo seré en lo que me reste de vida, puedo afirmar que estoy en paz y me siento orgulloso de mi valor al cumplir mi promesa.

Recuerdo como si fuera ayer y ya han pasado treinta años, cuando Teresa y yo nos conocimos. Fue una casualidad que el universo nos tenía preparada para que pudiéramos encontrarnos.

Mi amigo Manuel se había comprometido a llevar a bailar a cuatro chicas a la discoteca del pueblo de al lado. Ya tenía las entradas en la mano, cuando uno de los chicos del grupo con los que contaba para completar las parejas, le comunicó que no podría ir porque se acababa de romper el pie.  Se agarró a mí como tabla de salvación, para salvar el encuentro.

A mí, ni me gustaba bailar, ni me gustaba que me arreglaran las parejas. Estaba seguro que, de aceptar, me tocaría la chica más fea o menos interesante. Le costó mucho convencerme. Para cada una de las razones que yo le daba, él tenía una respuesta que la anulaba. Me dijo que si tenía que arrodillarse ante mí lo haría. Cedí y me preparé mentalmente para lo peor.

Nos juntamos a la hora acordada en la puerta de la discoteca y entramos todos juntos, todavía sin presentarnos. Eché una mirada a las cuatro chicas y había una que me gustó desde el primer momento, la que estaba al lado de Manuel. Pensé ¿cuál será la mía?

Una vez adentro del local, nos sentamos y pedimos las bebidas que estaban incluidas en el precio de la entrada. Empezamos a hablar todos hasta que sonó una canción muy de moda y, apresuradamente, se levantaron a bailar tres parejas del grupo. Entonces supe que la que sería mi pareja era, precisamente, la chica que me gustaba: Teresa.

No fue sólo su físico que me atrajo, su conversación era animada y desinhibida y me di cuenta que teníamos gustos comunes. Había química.

A partir de ese momento y durante dos años, no dejamos de vernos ni un solo día. En principio, asistíamos juntos a actividades culturales y musicales, dábamos largos paseos enredados en conversaciones nada comunes para gente de nuestra edad y compartíamos los frugales aperitivos a los que teníamos acceso con nuestro corto presupuesto.

Nos casamos a los dos años de conocernos y, con toda la ilusión que sólo es posible a los veinte años, emprendimos una vida juntos.

Procreamos dos hijos y una hija que siempre han sido nuestra motivación, orgullo y, en los últimos tiempos, nuestro soporte.

Pasando por todas las etapas que pasan los matrimonios, tuvimos momentos maravillosos y momentos insoportables. En una ocasión hasta nos planteamos separarnos para experimentar una vida independiente. Por suerte, antes de tomar la decisión, visitamos a una terapeuta matrimonial que nos ayudó a reflexionar y sopesar lo que ganaríamos y lo que perderíamos de llevar a cabo la separación. Nos propusimos hacer que nuestro proyecto de vida funcionara y lo logramos. No digo que, con fuegos artificiales, sino con momentos de felicidad mezclados con otros sentimientos que, al fin, comprendimos que formaban parte de nuestra peculiaridad y del resto de las personas.

Logramos escucharnos y comprendernos, aunque no estuviéramos de acuerdo. Nos reclamábamos nuestras necesidades y nos dimos permiso para ser.

Para celebrar que Teresa cumplía cuarenta y cinco años, habíamos organizado una fiesta mis hijos y yo, en la que le íbamos a dar una sorpresa regalándole un coche Mini que ella, en muchas ocasiones, había comentado que le gustaría tener.

Teresa estaba radiante de felicidad cuando vio a lo lejos un vehículo con un gran lazo en el techo, sabía que era para ella. Se levantó de su asiento y empezó a caminar hacia el mismo. Sin más, en un trecho corto y liso, sin obstáculos ni calzado incómodo, cayó al suelo. Corrimos a levantarla y estaba bien.

–No se que me ha pasado, de pronto he perdido la fuerza en las piernas –dijo mientras la asistíamos.

Esa fue la primera vez. A partir de ahí, Comenzaron los tropezones y las caídas sin que nada aparente los causara.

Fue al médico casi obligada y después de varias visitas, pruebas y estudios especializados, Teresa dio positiva a la esclerosis lateral amiotrófica. Este resultado cayó sobre nosotros como una losa que, a partir de conocerlo, nos oprimía e incapacitaba para la felicidad.

Aún sabiendo que era una enfermedad que no tenía cura, pienso que Teresa, por mucho tiempo, tenía la ilusión de que podría vencerla. Se fue desilusionando en la medida que perdía el control de algunos músculos.

Cuando nos quedábamos solos, ella no quería tocar el tema delante de los chicos para que no se entristecieran, yo insistía en conocer sus pensamientos y asegurarme que la actitud positiva que presentaba delante de todo el mundo, no era fingida. Así, fui entendiendo su miedo al dolor, pero, sobre todo, a perder todas sus facultades, a ser una carga para los demás, a ser un trozo de carne que tiene que someterse a la voluntad de un dios, o de la naturaleza para dejar de existir. Le horrorizaba visualizarse tendida en una cama, sin poder moverse o hablar, pero escuchando todos los comentarios compasivos de quienes la visitaran. Nunca se quejó de sus propios dolores o frustraciones ante su desgracia.

En una de esas conversaciones, cada vez más tristes por la dificultad que empezaba a tener para hablar, sentada sobre la silla de ruedas que le permitía moverse por la casa, me cogió las manos y las apretó con fuerza.

–¿Cuánto me quieres?– preguntó.

–Mucho, tú lo sabes, como el primer día.

–¿No te arrepientes de haberte casado conmigo?

–No. En lo absoluto. Todo nuestro tiempo juntos han sido un regalo de la vida para mí.

–¿Harías cualquier cosa por mí?

–Si. Todo. Te adoro.

–Entonces, tengo que pedirte un acto de amor.

–Dime.

–Llegará un momento en el que no querré seguir viviendo. Necesitaré que me ayudes a librarme de estas cadenas que me atan ahora a una silla de ruedas y en poco tiempo a una cama.

–¿Qué me estás pidiendo?– dije sintiendo escalofríos, porque sabía la respuesta.

–Te estoy pidiendo que me libres del sufrimiento físico y sicológico que ahora estoy sufriendo y que se multiplicará en poco tiempo. Tú y yo sabemos cuál es el final de esto. Yo solo quiero adelantarlo. Te pido que me ayudes a irme con dignidad.

Las lágrimas corrían por sus mejillas y por las mías. Me arrodillé para abrazarla y, aunque horrorizado, sentí que era lo mínimo que podía hacer por una persona que me había dado tantos momentos felices en la vida.

–Si, lo haré, pero dame tiempo.

–Júrame que cuando yo te de la señal de que he llegado al final de mi resistencia, me ayudarás.

–Te lo juro– le dije temblando y abrazado a ella, deseando que fuera la propia naturaleza la que se la llevara, sin que yo tuviera que intervenir.

Cuando después de algunos meses dejó de hablar y su respiración comenzó a ser dificultosa, tuvimos que ingresarla en el hospital ante su incapacidad de llevar a cabo ciertas funciones corporales.  Me di cuenta de que el momento en el que ella me pediría ayuda para morir, no tardaría en llegar.

Me había estado informando de otros casos de eutanasia que se habían expuesto con lujo de detalles en las redes. La mayoría habían ocurrido en países en los que la eutanasia estaba permitida, cosa que no pasaba en el mío.

Supe que la muerte asistida podía ser indolora si se usaban dosis de los mismos medicamentos sedativos que se administran a los pacientes de ELA, en cantidades superiores a las normales y compartí con Teresa mis propósitos para cumplir con su deseo. Aprobó mi método con su mirada.

Era un día claro y soleado de primavera y al despertarme supe que era el último de Teresa conmigo. Llegué a la clínica y la enfermera me dijo que la paciente había pasado una terrible noche, pero que estaba estable.

Entré en la habitación con la mejor de mis sonrisas. Era un regalo que tenía que hacerle a ella para devolverle las mil y una que ella me había mostrado en mis momentos de dificultad. Ella me sonrió también y me miró intensamente. Le apreté las manos que ya no podían devolver el calor de mi apretón. Intentó decir algo, pero no pudo. Volvió la cabeza hacia el lado que estaban los aparatos y vías que la mantenían tranquila y sin dolores y luego me miró anunciando el momento y suplicando que cumpliera con mi juramento.

Me acerqué, abrí completamente el paso de la vía que contenía los sedantes y me acosté en su cama estrechando su cuerpo con fuerza y diciéndole al oído cuánto la quería y lo feliz que me había hecho. Le pedí perdón y la despedí.

Me miró con dulzura por última vez, cerró los ojos y se fue.

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