El lugar donde fuiste feliz

Por fin me he decidido a hacer el viaje. He aguantado mis deseos de volver a Fuentes del Moncayo durante cuarenta años. Ahora, mi billete ya tiene fecha.

¿Por qué he tardado tanto tiempo en dar el paso? Era cuestión de proponerme tomar un par de semanas de vacaciones y desentenderme de todo lo que me impedía volar hasta allí.

Por alguna razón que desconozco, pero que podría tener que ver con el enunciado, muchas veces acertado, “al lugar donde fuiste feliz no debieras volver”, he retrasado el momento de visitar el pueblo de mi infancia.

Por otro lado, tener paciencia para recibir gratificaciones, ha sido una de las consignas que más me ha ayudado a no decaer ante las dificultades. Nunca he necesitado resultados inmediatos a mis esfuerzos, así que, revivir mi infancia y adolescencia era un premio que me daría cuando estuviese lista. Como las mejores comidas, todo requiere un tiempo adecuado para que adquiera el sabor buscado.

No importa por qué haya sido. La realidad es que, aunque no he estado corporalmente, he recurrido a mi cerebro para dar vida a las experiencias del pasado, dándoles el giro deseado en el momento que las reproduzco.

Cuando el insomnio se aposenta en mi cama, en lugar de incomodarme con él y echarlo a golpe de pastillas, aprovecho para revivir un tiempo pasado en el que fui feliz sin proponérmelo. Todo era natural, todo fluía. No había que planificar ni controlar. La vida se encargaba de todo y te lo servía en bandeja. Era un regalo difícil de rechazar.

Empiezo volviendo a habitar una de las casas que me acogieron y de la que guardo los mejores recuerdos. La de mis abuelos paternos.

El olor, aquel olor.

La verja de la entrada está recubierta de jazmines que en las noches de verano inundan con su aroma no solo la casa, sino la calle y el pueblo.

En vez de subir las escaleras para acceder a la parte de la vivienda, atravieso lo que es el estacionamiento de la carreta en la que se llevan los aperos al campo y vuelve cargada de fruta y vegetales .Me dirijo al patio posterior.

El terreno, de no más de cuarenta metros cuadrados, es descendente y termina en un riachuelo que solo lleva agua abundante cuando llueve. Por el cercado corretean gallinas y conejos que en algún momento formarán parte de nuestro alimento, pese a las protestas mía y de mis primos que se hospedan en la misma casa cuando yo llego de vacaciones.

Veo al fondo una gran sonrisa enmarcada dentro de una cara llena de pecas y coronada por unos rizos rojos que, con la luz del sol, fulguran. Me cubro las orejas con las manos para evadir el tirón que me espera a modo de saludo, por parte de un chiquillo de piel blanca como la nieve, alto y flaco.

Mi primo Simonín, el primero de los primos en llegar, me está aguardando con la caña de pescar. Sabía que yo venía y se preparó para recibirme a su manera. Repetiremos la escena del año pasado, en la que no pescamos nada, porque el arroyo ya no tiene peces. Terminaremos remangándonos los pantalones para meternos en el agua y tratar de encontrar entre las piedras algún que otro cangrejo o camarón enano y después, si capturamos algo, subiremos la escalera de tres en tres peldaños hasta llegar a la cocina y obligar a la yaya a añadir un guiso diferente al que tenía planeado. Igual que hacemos cuando llueve y salimos a coger caracoles, solo que lo que pescamos se puede comer inmediatamente y los caracoles hay que ponerlos a curar.

Sentíamos mucha pena cuando nos enterábamos de que, para comer una rica caldereta de patatas y caracoles, los pobres bichos tenían que ayunar durante todo un mes. Al principio, cuando la yaya no nos veía, les metíamos briznas de yerba por entre la rejilla de la jaula que los contenía, pero no las comían porque se habían metido dentro de su caparazón y, sabiendo el final que les esperaba, cubrían la entrada de su casa de concha con una pantalla casi transparente que ellos mismos fabricaban con su baba.

El abuelo Leo está dormitando con la boca abierta en el banco de la cocina. No se despierta hasta que el olor de la comida penetra por su nariz y avisa a su estómago que ha llegado el momento de volver a la vida. Simonín y yo nos miramos al tiempo que observamos el bastón que está apoyado en el brazo del banco. Con el mismo pensamiento, nos guiñamos el ojo y nos acercamos lentamente para no despertarlo. Yo cojo el bastón y se lo paso a mi primo que lo esconde detrás de la puerta. Nos metemos muy apretados debajo del asiento donde el abuelo está y esperamos que despierte, para oír, muertos de la risa, la sarta de pestes y quejas que nos dedica. Cuando la yaya le devuelve el bastón, amaga con darnos bastonazos, pero, el pobre, tiene medio cuerpo paralizado y aunque quiera, que no quiere, no nos podría alcanzar. Lo besamos rápidamente para no darle tiempo a darnos un coscorrón y subimos al palomar.

Lo llamamos palomar, no porque mis abuelos críen palomas, sino que, algunas palomas vagabundas han decidido resguardarse en la fresquera.

La fresquera es un ventanuco que, por su ubicación, siempre está frío y en invierno prácticamente a nivel de congelación. Ahí, mi yaya coloca en bandejas los orejones de melocotón y de albaricoque que, al cabo de un tiempo, se convierten en delicias deshidratadas que nos sirven de merienda, junto con un pan con nata y azúcar. Ahora, las palomas no solo picotean la fruta, sino que manchan todo con sus excrementos. Mala cosa cuando una paloma se enamora de tu tejado, tu balcón o tu fresquera. Nuestra misión era espantarlas, pero esas aves son persistentes cuando ocupan tu casa: vuelven y vuelven.

Al cabo de dos días, llegan el resto de los primos: Tato, Elisa, Josita y Pili. A partir de ahí se forman dos equipos: el femenino, mayoritario, y el de los chicos, más agresivo y malintencionado.

La yaya siempre a favor de las chicas, y los chicos sin protector, por la discapacidad motora del yayo.

Yo preferiría estar en el equipo de los primos, mucho más divertido que el de las primas, pero, también me gusta tener el mando de mi sección que me otorgan mis dos años de diferencia de edad con mis primas. Yo les enseño todo lo que una niña de diez años, criada en la ciudad, puede conocer y ellas me llenan la memoria de cuentos, leyendas y canciones que han oído de sus padres y abuelos.

Los primos, además de estar siempre revoloteando alrededor nuestro, se dedican a molestar a las gallinas y los conejos, tirándoles piedras desde el balcón. Tato, chicarrón que no tiene idea de la fuerza y la puntería que sus nueve años le proveen, de una pedrada, acaba de matar un conejo. Subimos rápidamente a avisar del acontecimiento a la yaya y ella, con la paciencia del santo Job, baja las escaleras, le da par de pescozones a Tato y cambia el plato del día que era de costillas de cordero y patatas fritas, a conejo guisado con acelgas. Todos estamos muy enfadados con Tato que asegura que en ningún momento pensó en matar al conejo.

Mañana iremos al campo de los abuelos a coger cerezas y peras. Otro día montaremos caballos. Al siguiente haremos pajaritas de maíz con azúcar. El miércoles iremos a la piscina del pueblo, donde coquetearé con Juanito, dos años mayor que yo, de quien estoy enamorada y a él le caigo muy bien. Desde que llego al pueblo se acerca por casa y siempre quiere andar con nosotros. A mis primas les gusta, a mis primos no.

Y el verano se pasará en un abrir y cerrar de ojos.

He vuelto. Mi calle está toda cambiada. Ni siquiera se llega a ella por el mismo camino que tomábamos cuando bajábamos del autobús que nos dejaba en la parada del pueblo.

Donde estaba la casa familiar, grande, fresca y amada, ahora hay un edificio de cuatro pisos. Y ya no huele a jazmín, sino a comidas diversas. Los acogedores colores siena que en la tarde reflejaban el sol, han sido sustituidos por blancos y grises anodinos.

Voy a casa de Elisa y ahí están mis cuatro primos esperándome. Josita murió hace diez años. Son toda la familia que queda en Fuentes del Moncayo. Nos abrazamos. Elisa y Pili lloran desbordadas de emoción. Simón, como ahora le dice todo el mundo, ha cambiado el color rojo de su pelo que me fascinaba, por un rubio desvaído que peina de lado, con mucha seriedad y completamente liso. Vuelve a estirarme las orejas, esta vez con mucha dulzura. Tato me coge por la cintura y me levanta en vilo. Me siento muy amada.

En los pueblos se sabe todo y Juanito no resistió la tentación de venir a verme. Le acompañaba su mujer. Calvo, gordo, con una conversación torpe y pobre, pero con la llaneza que tienen las gentes del campo, contó delante de todo el mundo lo enamorado que estaba de mí a los doce años y lo mucho que deseó que yo regresara al pueblo. No me pudo esperar.

Todo esta cambiado. Nada se parece a las reproducciones nocturnas de escenas y convivencias que durante cuarenta años he estado disfrutando. Pero, todavía el pueblo es mi lugar favorito de vacaciones y mi familia me demuestra que hay afectos que permanecen eternamente.

Al lugar donde fuiste feliz, si puedes volver, pero, sin expectativas.

En pie

Hoy cumplo cuatro años sin tomar una sola gota de alcohol.

Eso no quiere decir que no me haga falta. El camino es largo, pero, he aprendido que nada puede instalarse en mi vida si yo no quiero.

Todavía paso con rapidez por delante de los bares y las terrazas donde están compartiendo amenamente hombres y mujeres, para no caer en la tentación de echar por la borda la tarea de recuperación de todos estos años.

Todavía se me va la vista y el alma detrás de un camarero que se acerca a una mesa llevando una cerveza fría.

Todavía me sueño abriendo una botella de vodka y sirviéndola en un vaso con hielo y repitiendo y repitiendo hasta acabarla.

Al final del día, me arremeten las ganas de beber. Pero, he decidido no volver a ser nunca más el borracho que cierra los bares, el esperpento humano que veía cuando me miraba en el espejo y que daba repulsión y pena a todo el mundo. No quiero volver a tener que beberme una cerveza con el desayuno para quitarme la resaca. No quiero revivir a la fiera.

Cuando la tentación está por atraparme, miro mi tatuaje y me devuelve a la realidad poniendo frente a mí situaciones pasadas que no quiero olvidar, para no volver a vivirlas.

Aprendí a tomar desde muy pequeño por desconocimiento o descuido de mis abuelos y padres. Que una lonja de pan con vino y azúcar, que un postre de peras al vino, que un sorbito de champán en las navidades…hermosos e inocentes hábitos tradicionales que se convierten en un peligro para las personas que, como yo, somos presa fácil del alcohol e incapaces de limitar la cantidad a consumir.

Mi padre bebía mucho, pero nunca lo vi llegar a las situaciones a las que yo he llegado. Sabíamos que estaba borracho cuando venía de la calle y se metía en la habitación de huéspedes a dormir. Posiblemente pensaba que podría ser desagradable y peligroso, para mi madre, convivir con él en ese estado. Así prevenía posibles problemas.

Yo no fui capaz de saber cuándo parar, o resguardar de mi vicio a mis seres queridos.

Cuando cumplí los quince, él me invitaba a acompañarlo a ver los partidos de futbol y nunca faltaban las cervezas frías en la nevera. Íbamos vaciando una tras otra hasta que yo caía dormido en el sofá y él continuaba viendo el juego sin mayores problemas. Solo en esos momentos disfrutaba yo de su tiempo, porque él trabajaba hasta muy tarde y no se presentaban muchas otras ocasiones.

Murió cuando yo cumplí los dieciocho y su muerte me afectó mucho. Asociaba sus recuerdos a los únicos ratos de camaradería que compartimos y, asaltado por la nostalgia, abría la puerta de la nevera y cogía una cerveza “en honor a su recuerdo”. Esa fue mi excusa y se fue convirtiendo en una costumbre que iba en aumento de ocasiones y número de botellas.

Cuando empezaba a tomar, me sentía energizado, hablaba más, aunque escuchaba menos. Perdía mi timidez y me resultaba más fácil relacionarme con las mujeres. Todas estas sensaciones me gustaban e hicieron que fuera habituándome poco a poco a la bebida.

Alterné la cerveza con brebajes más fuertes que consumía en los bares y en casa.

Mi madre temía que terminara alcohólico y me advertía del peligro para mi salud y para las relaciones familiares. Mi defensa frente a ella era la ansiedad que me producía mi trabajo. Yo mismo me la creía y me perdonaba la falta de voluntad para decirle no, a mi creciente necesidad de alcohol.

En la medida que aumentaba mi dependencia, disminuía mi seguridad y me metí en un círculo vicioso: me sentía inseguro, me tomaba un trago para darme ánimo.

Lo peor eran los cambios de humor que ni yo ni los demás entendíamos, la agresividad que salía a borbotones produciendo una explosión emocional y los comportamientos vergonzantes que tanto hicieron sufrir a mi madre y a mi novia.

En muchas ocasiones, ante las advertencias de mi madre quien, desesperada, expresaba premoniciones acerca de mi futuro si seguía bebiendo tanto, le levantaba la voz y le contestaba furioso con argumentos que trataban de culparla a ella y a la familia por mi situación actual. Yo sabía que era injusto y que le hacía daño, pero nunca fui capaz de pedirle perdón y tardé mucho tiempo en hacerme responsable de mi situación.

A mi novia que una tarde me amenazó con dejarme solo en un bar al que habíamos ido a tomar una cerveza y yo ya llevaba cinco, la agarré por los hombros zarandeándola y gritándole que en mi vida mandaba yo y no iba a permitir que ella la manejara. No era la primera vez que tenía que aguantar mi enfurecimiento por cosas banales.

Me dejó entonces y para siempre. A mis llamadas telefónicas pidiéndole que volviéramos a nuestra relación, me contestaba que, aunque me quería, su amor por ella misma era más grande y no estaba dispuesta a ser maltratada o perder la vida en uno de mis arrebatos. Yo no entendía los augurios de mis dos mujeres y los consideraba exageraciones .

Haber perdido mi pareja y mi soledad emocional empeoró mi problema, hasta el punto de arriesgarme a perder mi trabajo que exigía concentración y serenidad. Estaba tan cerca de la desintegración que presentí mi final. Avergonzado, traté de curarme solo, porque mi orgullo no me permitía pedir ayuda. No funcionó.

Mi madre solo almacenaba un par de cervezas en la nevera que reponía semanalmente, pero no sabía de todo el alcohol que tenía guardado en casa, en los sitios más inverosímiles para que ella no lo encontrara. Me deshice de todas las botellas; isopropílico, enjuague bucal y extracto de vainilla incluidos.

No volví a juntarme con mis compañeros de bebida, a pesar de recibir llamadas invitándome a sus tertulias en las que siempre terminábamos hablando disparates y dejando restos de nuestra digestión por todos los lados. Nuestra degradación era exponencial.

No pedí ayuda. Sin nadie que me informara del proceso para salir del vicio ni me acompañara, entraba en abstinencia sin tener en cuenta el “mono” que aparecía después de ocho horas y se hacía fuerte al día siguiente. Comencé a imitar a mi padre encerrándome en la misma habitación que él lo hacía.

Fallé muchas veces.

La ansiedad me hacía sentir como un animal acorralado y muchas veces pensé en quitarme la vida. No lo hice por amor a mi madre, a la que veía sufrir y dirigirse a mí con sus ojos enrojecidos.

Temía no poder seguir adelante sin alcohol y al mismo tiempo me veía morir joven si seguía así. Pedí vacaciones en mi trabajo y tomé mi recuperación como el proyecto de vida.

Busqué ayuda en Alcohólicos Unidos y, por fin, comencé a ver la luz al final del túnel.

Se que soy el único responsable de mi comportamiento, de mi salud y de mi vida. He dejado de culpar a mi familia y al ambiente en el que me muevo, por mi vicio.  He aceptado mi debilidad y, al mismo tiempo, declarado mi fortaleza para curarme.

No ha sido ni es fácil, pero, una vez sobrepasado el momento de la tentación, me felicito por haber ganado la pelea.

Cada vez falta menos, aunque no se cuánto.

Cuando esté listo lo sabré y comenzaré una vida digna y llena del amor que puedo dar y creo merecer. Se que puedo.