La muerte y el duelo (1 de 2)

LA MUERTE

A lo sonoro llega la muerte
como un zapato sin pie, como un traje sin hombre,
llega a golpear con un anillo sin piedra y sin dedo,
llega a gritar sin boca, sin lengua, sin garganta. Pablo Neruda

En nuestra sociedad, donde la felicidad significa poder, diversión, consumo, negación del sufrimiento y eterna juventud, nos cuenta mucho enfrentarnos al desamparo y el dolor de la muerte. Tan solo el pensar en ella nos produce un malestar que tratamos de evitar a toda costa. Nuestra cultura no considera la muerte como parte de la vida, no existe una psicología de la muerte sino una psicología de la vida, por lo que se nos hace difícil aceptar la muerte como algo inevitable.

La idea de inmortalidad y la creencia en el «más allá», aparecen de una forma u otra en prácticamente todas las sociedades y momentos históricos. El ser humano necesita creer en ello.  No existen evidencias concluyentes ni a favor ni en contra de esa otra vida, luego, son las personas influidas por la cultura y el contexto quienes toman la decisión de creer o no creer y en qué creer exactamente. La esperanza de vida en el entorno social determina la presencia de la muerte en la vida de los individuos y su relación con ella.

Morir es una parte integral de la vida, tan natural y predecible como haber nacido. Pero, mientras el nacimiento es una celebración, la muerte se ha convertido en algo de lo que no se habla y que la sociedad moderna prefiere ignorar. A lo mejor es porque la muerte nos recuerda nuestra vulnerabilidad humana, a pesar de  todos los avances de la ciencia.

Podemos ser capaces de retrasarla, pero no somos capaces de hacerla desaparecer; no podemos escapar a ella. La muerte le pasa a todo el mundo. No tiene que ver con género, estatus o posición social, todos tenemos que morir seamos ricos, pobres, buenos, malos, conocidos o ignorados por la sociedad. Es, posiblemente, esa inevitable e impredecible cualidad que hace a la muerte tan temida por tanta gente.

Algunos profesionales afirman que la forma en que se haya vivido la vida y el estado de la mente hasta el momento de la muerte, pueden, en cierto modo predecir cómo se va a vivir la muerte.

Normalmente asociamos la muerte a la vejez y eso hace que nos descuidemos en irnos preparando para la misma.

Los niños son protegidos de tal forma de la experiencia de la muerte que difícilmente entienden qué es o tienen una gran confusión acerca de la misma. No queremos que sufran y por eso les decimos que los seres queridos que han fallecido “están dormidos, están de viaje, están con papá Dios, vino un ángel y se los llevó al cielo”. De esta forma, desaprovechamos el mejor momento para iniciarlos en el conocimiento de ese fenómeno tan natural y cotidiano como es la muerte.

Cuando los padres y maestros quieran explicar la muerte de alguien cercano a un niño, deben ser coherentes y estar de acuerdo en la versión. La sinceridad y evitar el engaño son decisivos. Es importante permitirle al niño la expresión natural de sus emociones, sin estimularlas o reprimirlas, ayudando a interpretarlas y a expresarlas.

En situación extrema, como es la vista directa del cadáver (que en edades tempranas no conviene llevarla a cabo, pero que circunstancialmente puede darse como duelo directo), se recomienda como lo más natural y educativo seguir estas pautas:

  • Si el niño expresa su deseo de ver el cadáver, el proceso debe revestirse de naturalidad, desde la libertad de los padres y el niño. Dejarle elegir y respetar no sólo su palabra sino sus gestos, dándoles importancia. Puede llegar a ser una experiencia      intensa y, aunque inevitablemente triste, una tristeza reconfortante.
  • Deben acompañar al niño en este trance personas cercanas y queridas: los padres, preferiblemente, si están en condiciones de serenidad, de sosiego.
  • Es recomendable buscar un momento de tranquilidad, si es posible de soledad, ante el cadáver. Se puede pedir a los demás que nos dejen a solas con el niño y que no interrumpan durante unos minutos para evitar interferencias o contaminaciones, con escenas de llanto o situaciones parecidas.
  • Reconocer que el fallecido ya no nos puede mirar, no nos puede hablar, no respira, porque está como en el más profundo de los sueños, aunque no está durmiendo.
  • Despedir al familiar, ya quen aunque él no nos oiga, podemos decirle adiós nosotros. Que el niño exprese lo que quiera:      quejas, llanto, etc.

Si el niño llegara a despedirse, se habría conseguido la primera fase de aceptación de la realidad de la muerte.

El adolescente, a diferencia del niño, acepta la muerte, independientemente de haber o no tenido experiencias previas con la muerte de un familiar, un amigo o una mascota. La mayoría de los adolescentes comprende el concepto de que la muerte es permanente, universal e inevitable. No obstante, tienen un sentimiento de inmortalidad. El reconocimiento de su propia muerte amenaza sus objetivos de vida. Las actitudes negativas y desafiantes pueden cambiar de repente la personalidad de un adolescente que se enfrenta a la muerte por una enfermedad terminal. Puede sentir no sólo que ya no pertenece o no encaja con sus pares, sino que tampoco puede comunicarse con sus padres. El adolescente puede sentirse sólo en su lucha, temeroso, enojado o reacciona con negación, lo que le permite seguir su vida normal hasta cuando sea posible.

En la edad adulta temprana, el individuo tiene una gran vitalidad, fuerza y deseos de llevarse el mundo por delante. Son los años en los que se piensa en formar familia, en desarrollar una carrera y crecer, en sentido general. Por esa razón se ve la muerte de lejos, aunque no tanto como los adolescentes.

Ante las promesas de la vida, los adultos jóvenes reciben la noticia de su muerte, cuando se trata de una enfermedad grave, con rabia y frustración. Muchas veces estas personas no han tenido tiempo de desarrollar las relaciones íntimas ni de expresar su sexualidad y tienen pocas probabilidades de hacerlo porque se tienen limitaciones físicas o psicológicas. No  hacen planes de futuro, contrario a lo que están haciendo las otras personas de su generación; no se atreven a formar una familia porque saben que la dejarán pronto y no suelen sentirse compensados con un buen trabajo porque las empresas pueden discriminar a los enfermos. Esta situación les hace sentir que el mundo es injusto y a arremeten con ira contra las personas que los aman.

Para las personas de edad adulta intermedia, su propia muerte, cuando es anunciada a través de alguna prueba clínica, no es tan fuerte. En esta etapa de la vida se es consciente que en algún momento se tiene que morir; es decir que se ve la vida de una forma más realista. También se sufren las pérdidas de familiares y relacionados mayores, lo que, en cierta forma, los va preparando para la muerte. Pero no la aceptan con facilidad, ya que en ese momento el miedo a morirse es más fuerte que en cualquier otra etapa de la vida. Se piensa más en los años que quedan por vivir, en lugar de hacer girar la vida alrededor de los años que se han vivido y las experiencias que se han tenido. A esta edad se prefiere una muerte rápida más que una muerte larga y dolorosa.

Para los envejecientes, una etapa muy impactante es la pérdida de un ser querido. Después de un duelo comienza el proceso de revisión de la vida, donde se inicia la reflexión sobre el pasado y se rememoran acontecimientos para prepararse para la muerte.

Durante esta revisión los ancianos pueden sentirse angustiados, culpables, deprimidos o desesperados, pero una vez superado este momento, puede surgir la integridad y se descubre el sentido de la vida. Al parecer, no todas las personas mayores revisan su vida y las que lo hacen no siempre reestructuran el pasado de modo que aumente su integridad. No obstante, a medida que los adultos llegan a ser mayores, el declive físico y la pérdida de las capacidades hacen que aparezca la idea de la muerte y las personas empiezan a prepararse. Así, cuando la muerte se acerca, sus reacciones suelen ser variadas, dependiendo de las creencias religiosas o cultura.

No se puede decir que en esta etapa de la vida se le de la bienvenida a la muerte, sino que se siente menos angustia que cuando se es más joven al pensar en ella. En ocasiones la muerte está acompañada por el declive terminal que, para algunas personas, es insoportable y las puede conducir al suicidio. También las enfermedades largas y dolorosas son un problema importante para los adultos tardíos ya que consideran que son una carga para la familia o la sociedad y se sienten inútiles y dependientes. En general, los envejecientes sienten que ya no sirven para nada y que no hay razón para seguir viviendo. En esos momentos, aunque con miedo, desean fervientemente morir.

La educación actual no prepara para la muerte. Es necesaria incluir la muerte como contenido educativo. La educación durante la infancia es la más rica y creativa  y se debería comenzar a afrontar en esta etapa todos los temas de nuestra naturaleza: las relaciones entre la muerte, ciclos biológicos, educación ambiental y sexual. También el concepto de ciclo vital de edad que avanza y del envejecimiento para que comience a calar en los niños. Si no se aborda de forma adecuada este tema desde la infancia, no se está enseñando a vivir completamente.

A la hora de afrontar la muerte, el cómo se haga depende mucho de la personalidad del individuo y su forma de ver la vida. Según la psiquiatra Elisabeth Kubler-Ross, las personas que saben que tienen una enfermedad mortal pasan por cinco etapas: negación, rabia, regateo, depresión y aceptación. Sugiere que la esperanza persiste durante todas estas etapas.

Negación: Cuando las personas se enteran de que van a morir, su respuesta es la incredulidad –tiene que haber un error, quizás los test o el doctor se han equivocado–. La negación actúa como amortiguador del shock que produce el conocimiento. Después de la negación se va desarrollando una aceptación parcial de la situación.

Rabia: Después de la negación aparecen unos sentimientos de rabia, envidia y resentimiento. Las personas se preguntan ¿por qué yo? Su rabia, entonces, se dirige hacia la familia, los doctores, el hospital o cualquiera que tenga un contacto con la persona. Pueden tocarse también diferentes tópicos, algunos con sarcasmo, otros triviales y otros importantes. Se puede empezar a criticar cosas que nunca habían molestado antes. O se puede sentir rabia por asuntos no resueltos anteriormente, como problemas de pareja. La familia o relacionados pueden sentirse mal por este trato y empiezan a reaccionar de forma airada, lo cual empeora la situación.

Regateo: El regateo ayuda al paciente por breve tiempo. Suele hacer acuerdos con Dios, consigo mismo, con los doctores etc. Suele decir: seré bueno si me concedes la sanación, o no tener dolor, o unos meses o años más de vida. En definitiva, trata de evitar lo inevitable. Generalmente estas promesas o tratos con Dios, se mantienen en secreto.

Depresión: Por una variedad de razones, la depresión aparece. Las pruebas y tratamientos pueden ser dolorosos y también puede haber hospitalización. Las personas con enfermedades terminales suelen perder los trabajos o no los pueden realizar con un desenvolvimiento normal.

Muchos se sienten culpables por los inconvenientes y la pena que le están causando a la familia. Lo peor de la situación  es pensar que van a perder a los que aman. Se debe permitir a estos enfermos expresar sus sentimientos si lo desean; de esta manera se les ayuda a aceptar la situación más fácilmente y se sienten muy agradecidos de quien se sienta a su lado y los escucha con paciencia.

Aceptación: Si los enfermos han tenido tiempo para superar las etapas anteriores, pueden llegar a la etapa en la que no están rabiosos o deprimidos por su futuro fallecimiento. En este punto, muchos pacientes están cansados de soportar su enfermedad y sienten que puede ser un consuelo morir. Esta aceptación trae consigo paz mental. Se puede desear estar solo más a menudo o limitarse a hacer gestos, sin hablar, cuando son acompañados. Aunque muchos pacientes luchan hasta el final, la mayoría  acaba sintiéndose cansada de hacerlo. Es el momento de la resignación y de rendirse.

Dado que la muerte es una realidad y que los seres humanos sentimos angustia existencial, Avery Weisman, estudiosa del fenómeno, recomienda responderse algunas preguntas al respecto.

  1. Si me enfrentara a una muerte cercana ¿Qué me importaría más?
  2. Si fuera muy viejo, ¿Cuáles serían los problemas más importantes para mí? ¿Cómo los resolvería?
  3. Si la muerte es inevitable ¿Qué circunstancias la harían aceptable?
  4. Si fuese muy viejo ¿Cómo viviría de la manera más efectiva y con el menor de los daños para mis ideales y principios?
  5. ¿Qué puedo hacer para prepararme para mi muerte o la de alguien muy cercano?
  6. ¿Qué condiciones o sucesos pueden hacerme sentir que estaría mejor muerto?
  7. En la ancianidad todos dependen de los demás ¿Con qué tipo de gente me gustaría tratar cuando llegue ese momento?

Probablemente nunca nos prepararemos suficientemente para el momento de la muerte, dada nuestra cultura. Pero podemos empezar a revertir esta cultura «anti muerte» siendo instrumentos de información, aceptación y preparación de vida para nuestros niños, ante un hecho inevitable, seguro.

Jaime Lamusique, alias Pichuete

En los  países como el nuestro, la personalidad de nuestra gente está llena de rasgos coloridos para adornar las situaciones; de creatividad para asociar cosas con cosas; de ingenio para cambiar nombres; de sabiduría para analizar asuntos complejos y de humor para aceptar las situaciones  más engorrosas y quedar como príncipes. Pero sobre todo, aceptamos a las personas como son, con sus manías, filias, fobias y distorsiones neurales.

Jaime Lamusique es un hombre en la cima de la vida –dice él–. El clásico cincuentón de ahora, más cerca de los sesenta que de los cincuenta; emprendedor semiretirado debido a nuevos intereses; con poder adquisitivo; que frecuenta el gimnasio diariamente y, a poder ser, dos veces al día. Cuidadoso de su musculatura, se mide los bíceps y los aductores y abductores dos veces por semana –no vaya a ser que se vaya poniendo blando–. En cualquier caso, puede diseñar una estrategia para revertir el proceso, que para eso están las máquinas, las proteínas y de ser necesario, las hormonas.

Cada vez que sale un nuevo atuendo deportivo, él es el primero en exhibirlo. Siempre sin mangas y de una talla menor a la suya para poder lucir la mercancía. Prefiere comprarlo por catálogo en el extranjero, porque de esa forma es menos probable que haya otro hombre en el gimnasio que lo lleve. De encontrarse con otro igual, correría a cambiarse el puesto por el de repuesto que lleva siempre en el bolso.

Nunca se le ve en la sección de ejercicios cardio, lo suyo son las pesas pesadas. Tanto, que solo de ver las máquinas en las que “trabaja” llenas hasta el tope de rosquillas de hierro, uno se pone a sudar.

Acompaña el final de sus series de ejercicios con un grito que no se sabe si es que se le monta el espíritu de Tarzán, o grita de dolor, o de alegría por haber terminado, o porque acaba de tener un orgasmo por lo bueno que se ve en el espejo. Los que estamos cerca, al principio, creíamos que acababa de sufrir un infarto, pero no, falsa alarma. Ahora ya estamos acostumbrados y lo más que hacemos es una mueca al compañero, que puede ser de desprecio, de envidia o de empatía ante tanta fuerza bruta y sus necesidades de dispersión en el universo. Por otro lado, si esa es la forma de aligerar su carga interna, allá él.

Pero la mejor exhibición de su personalidad de rara avis es su risa: estentórea, chillona y feminoide. Una risa que cuando uno mira hacia donde la oye, piensa que está sufriendo una alucinación al ver que un ser humano tan grande, musculoso –no puedo decir peludo porque se depila–, puede emitir sonidos tan femeninos, con perdón de las mujeres que me leen.

Po lo que describo, podrían estar pensando –subjetivamente– que Jaime Lamusique es solo carne que se ama, pero no. Aunque no le conozcamos sus actividades intelectuales, otra parte de su lenguaje no verbal nos hace inferir que el tipo es cultivado y hasta tecnológico.

No se sabe para qué, dado el lugar en el que la exhibe y para el uso que está destinada –según Wikipedia  se utiliza como medio de almacenamiento de información para un dispositivo portátil, de forma que puede ser fácilmente extraída la data en un ordenador–, lleva colgada una tarjeta de memoria digital, o memory stick, o palito digital y folclóricamente  llamada “pichuete”, por nosotros los isleños.

Hay muchas teorías al respecto entre los socios del gimnasio. Las señoras que aparcan en la cafetería una vez terminada su clase de bailes latinos o Zumba, después de densas deliberaciones y consultas al respecto, llegaron a la conclusión de que Jaime Lamusique llevaba el pichuete colgado a modo de símbolo fálico y también concluyen que desafortunadamente, ya que es una memoria bastante chiquita. Aunque, ¡Cuidado! –dice Amantina– que algunos pichuetes engañan, porque en realidad tienen poco tamaño y una gran capacidad. Esa es la tendencia, pequeño pero poderoso.

Los hombres, que siempre afirman que el chisme es cosa de mujeres, también se preguntan por qué Jaime Pichuete lleva el pichuete colgado al cuello mientras hace ejercicios. Han llegado a conclusiones mucho menos subliminales que las de las mujeres, y casi juran que el motivo está relacionado con la seguridad que necesita para los datos que lleva colgando. Esto así por varias razones: a) lleva la contabilidad que por ninguna razón quiere que vea su mujer que siempre aprovecha sus salidas para registrar el ordenador y cuanto aparato puede contener información de su desenvolvimiento; b) lleva una portátil en el carro y a menudo usa la memoria para transferir o recibir información; c) tiene los datos y direcciones de todas sus amiguitas y quiere tenerlos cerca por si se presenta alguna emergencia, oportunidad o riesgo.

Estas hipótesis habría que probarlas –afirma Felipe Maître–, ya que pudiera dejar el artefacto en el carro mientras hace ejercicio. Pero por otro lado, existe la posibilidad de que se la roben, que se le caiga por alguna rendija o que alguien a quien transporte se la meta distraídamente en el bolsillo. Quizás no es mala idea, después de todo llevarlo colgado.

La comunidad vigoréxica no podía dejar las cosas así. Había que ir a la fuente. Pero, ¿Quién le pone el cascabel al gato? Nadie se ofreció, así que lo echaron a suerte. Todos los interesados en conocer las razones de Pichuete, debían meter la mano para sacar un papel en blanco o con una TTP que significaba: te toca preguntar. Los que no jugaran, tampoco sabrían la respuesta que se guardaría como un secreto entre los decididos. Veintinueve personas entre hombres y mujeres que asistían en el mismo horario que Jaime Pichuete metieron la mano. Veintiocho sacaron el papel en blanco y Gildita sacó la TTP. Ella quería echarse para atrás, pero el juego no tenía reversa. Era cuestión de honor grupal seguir adelante.

–Hola Jaime ¿Cómo tú ta?

– ¡Mejor, mejor y mejor, mi reina!

–Esto…que chula está tu camiseta.

– ¿No veldá?

Gildita decidió ir al grano porque no se le ocurría una aproximación empática al tema.

– ¿Y ese pichuete? ¿No se te moja con el sudor?

–Si se moja no importa.

–Pero, puedes perder la información.

– ¿Cuál información?

–La que llevas almacenada.

– ¿Y esto almacena? ¿Qué almacena?

–Datos.

– ¡Nooo men! Tengo una docena de diferentes colores y nunca han almacenado nada.

– ¿Y para qué los tienes si no le das uso?

– Es que yo soy loco por la moda y cuando vi a varios jóvenes que lo llevaban colgado al cuello, me dije: ¡eso ta jevi! Y me entraron unas ganas locas de comprar unos cuantos que hicieran juego con las camisetas del gym.

–Ya. Pues te favorece mucho y te ves como un adolescente– comentó sonriendo de lado Gildita–. Quizás para complementar debieras comprarte unos cuantos pares de Crocs que hicieran juego con el color.

–Buena idea, mi reina. Esta tarde pasaré por Blumól. Cuídate mi amor.

Post data: mala inferencia en párrafos anteriores por parte de la narradora testigo, pensar que podía haber algo dentro de esa cabecita loca.

 

 

7 historias de amor. Viernes: amor less

Cuando una se despierta a media noche, todas las noches del año, da tiempo a pensar en todo; a vivir una segunda vida más oscura o más clara, –dependiendo de lo copioso de la cena– e incluso a darle seguimiento a los pensamientos de la noche anterior, si es que no se disuelven en los sudores, los miedos o los dolores de cabeza.

Veo una ligera sombra en medio de la puerta. Tiene que ser la luz de la calle que se filtra por las persianas. ¿Y si se apareciera mi madre por ella? No sentiría miedo. Aprovecharía para preguntarle muchas cosas. Nada que ver con el más allá ni con descripciones sobre la fuga del alma hacia otras dimensiones, o simplemente a la nada. Cosas mucho más terrenales que se quedaron en el bolsillo del corazón, sin compartir. Piezas que faltan en el rompecabezas familiar: ¿Cómo te sentiste cuando te separaron de tus hermanos para ir a vivir con la tía Rosa? ¿Acaso tu corazón no se angustió el primer día y, quizás siempre, cuándo estabas triste y tenías ganas de abrazar a tu madre y no la tenías cerca? Es verdad que no te faltaron cuidados, pero no era eso lo que más necesitabas en ese momento. Habrías cambiado la carne y el queso por una sonrisa y un beso.

Y lo peor era las preguntas que de seguro te hacías a ti misma: ¿Por qué me separan? ¿Qué habré hecho mal?, ¿Soy mala?, ¿Por qué mis hermanos se quedan? Te explicaron muchas veces que tu madre viuda no podía con todos los hijos, que estaban pasando hambre, que la tía Rosa no tenía hijos y quería criarte como si fueras una hija, que tendrías una mejor vida. Pero tú no recordabas haber pasado un solo día sin comer. No recordabas algo mejor que la sopa de ajo con pan que se cenaba en tu casa casi todos los días, acompañada de risas y peleas, de juegos al escondite y de cuentos de terror. ¿Por qué alguien podía asegurar que estarías mejor en otra casa? ¿A qué mejor vida se referían los mayores?

Y nadie te pidió tu opinión. Tú fuiste la escogida, y ya. Tu hermana mayor no era elegible porque nació con Tourette. Tu hermano tampoco porque era varón, y tus otras hermanas demasiado pequeñas. Tú eras la mejor opción para lo que se necesitaba. Tan sencillamente, escudados en hacerte un bien, colocaron tu vida en un limbo rosa y perfumado, pero ajeno. Tu amor fue perdiendo el perfume y al cabo del tiempo, cuando lo necesitaste, ya habías olvidado cómo querer a las personas, tan cercanas como tu esposo e hijos y tan lejanas como el resto de tus congéneres. Alguien había decidido cambiar tu rumbo.

Me doy cuenta que nunca profundizamos en las cosas que podían habernos unido más y podían haberme servido de guía: ¿Cómo fue tu adolescencia y tu juventud? ¿Tuviste amigas y amigos? Nunca te oí contar nada de ellos, por lo que asumo que no tuviste, o si tuviste, pasaron de largo por tu memoria. Dejase en el camino la capacidad de compartir sentimientos, emociones, de vivir la vida.

¿Cuántos novios tuviste? Me consta que papá no fue el único, pero nunca se me ocurrió preguntarte si tuviste más y cómo fueron. No sé si tu juventud fue espolvoreada con las especias que le dan olor y sabor a esa edad. Ni siquiera me hablaste de tu boda, ese acontecimiento que la mayoría de las mujeres recordamos con gusto y que parece que tú no lo fijaste en la memoria, o no le dabas relevancia en tu vida o, sencillamente, no lo querías compartir conmigo. Parece como si hubieras querido borrar de tu vida tus años de niñez y adolescencia, lo que me lleva a preguntarte: ¿Te casaste por amor o para ser libre de una tutoría impuesta? Pero hago tarde la pregunta. Y me pregunto a mí misma ¿Por qué tuve tan poca curiosidad sobre tu vida? ¿Éramos tan lejanas como para no tener interés en esas respuestas?

Si hubieras compartido conmigo, si me hubieras dejado entrar en tu vida, habría podido entender mejor tu conducta en la que la responsabilidad, la rectitud, el trabajo y rabia fueron sus principales componentes. Pero tengo que darte el crédito porque, al final de tus días, los nietos hicieron un agujero profundo en tu alma y de ahí brotó un manantial de amor y caricias. No era un manantial común; tenía el color de tu interior, sí; a veces sus aguas eran amargas, sí, pero era algo nuevo que ablandaba tu existencia y enriquecía la nuestra.

Esos pensamientos a las tres de la mañana duelen, o por lo menos desazonan. Por eso, es mejor buscar en el dial otras conexiones que ayuden a dormir: ¡Qué suerte he tenido en la vida! Estoy desvelada pero viva; tengo salud; tengo un compañero que me entiende, me da soporte y vive a mi lado por su elección; tengo unos hijos que andan por la vida y por su cuenta, de la mejor manera que saben o pueden y que se han multiplicado para grandeza del universo y mi delicia; no me faltan recursos para comer o para vivir una vida digna; tengo amigos ante los que puedo ser como soy y no me quieren por lo que hago o tengo, sino por mí; me acoge una tierra pintada de sol y verde repleta de personas variopintas, cálidas y desprendidas que me enseñaron a vivir. Pero, debo administrar mis bendiciones. Mañana habrá otras nuevas, como Pitufa, mi perrita faldera que todas las mañanas me abraza cuando le abro la puerta para dejarla entrar. Sí, literalmente, me abraza. Es mi maestra de calidez.

Mañana tengo que comprar cebollitas y pepinillos para el aderezo.

Llamaré a la oculista para hacer cita.

Tendré que ir a la jardinería para reponer todas las matas de la entrada que están quemadas. ¿No sería mejor sembrar hierbas de olor que dicen que espantan a los insectos y además sirven para sazonar?

! Ah, pudiera aprovechar todo este rollo para escribir mañana!

 

La cabellera

Marina estaba merendando con prisa, tragaba más que masticaba porque sabía que sus amiguitos se iban a reunir delante del cuartel y de ahí se iban a la era a jugar a indios y soldados.

Ni siquiera tenía hambre, pero su madre la obligaba a merendar después de salir de la escuela y esta era una condición indispensable para poder ir a jugar fuera de la casa.

Se puso a mirar por la ventana mientras engullía el pan con la odiada mermelada de tomate que hacía la abuela.

En la medida que veía llegar a los otros niños, empezaba a tragar en más volumen y con más prisa.

–Mamá me voy a jugar.

– ¿Terminaste?

–Sí.

– ¡No vuelvas tarde que tienes que hacer la tarea!

–No.

Los niños empezaron a repartirse los papeles en el juego del día.

Marina iba a ser la jefa de la tribu de los indios, como siempre. En esos juegos tan particulares pasaba al revés que en las películas, ganaban los indios y por eso ella siempre solía caer en el bando correcto.

Los indios de nuestra historia no cortaban cabelleras y, aunque siempre ganaban, dejaban a los soldados vivos; de no ser así, los del bando de los blancos no habrían querido jugar. Algo había que conceder.

Para elegir los equipos estaban los dos capitanes echando un ojo a los recursos con los que contaban aquel día; siempre había algunos niños que no podían ir por estar castigados o por estar enfermos. Aunque respecto al último punto, siempre se veían algunos mocos colgando dentro de los equipos participantes y más de una vez se le había pegado el sarampión al grupo porque era difícil dejar de ir a la reunión diaria por una tosecita de nada o por sentirse raro.

–Goyita y Miguel conmigo, imponía Marina.

–Pues Angelín y Pilar conmigo, decía Joselo.

–Pero es que yo no quiero ser soldado, protestaba Pilar.

– ¡Pues te aguantas! O no juegas.

Se imponía la ley del más fuerte y los que cortaban el bacalao eran Marina y Joselo, en ese orden.

Más de una vez Joselo se había rebelado porque le parecía demasiado que una chica mandara, pero a la hora de poner zancadillas, tirar piedras y usar las uñas y los dientes para pelear, Marina siempre llevaba ventaja y se había ganado el rango de capitana. Ella sabía persuadir por las buenas y, si era necesario, por las malas. Tenía una habilidad especial en dar a cada quien lo que necesitaba para sentirse importante, aunque siempre por debajo de ella. La mayoría se sometía a sus designios y los que no estaban de acuerdo formaban otras pandillas que, por cierto, eran muy aburridas porque siempre se les veía jugando al escondite o persiguiendo al galgo del tío Joaquín. Al final, terminaban volviendo al redil.

El pelo de Marina era castaño y rizado;  la peinaban con tirabuzones que nunca pasaban del marco de la cara; esto la hacía infeliz porque quería tener un pelo que cuando moviera la cabeza se desplazara de izquierda a derecha con la suavidad con la que lo hacía el de Goyita.

Esta debilidad de su persona hacía que se sintiera en inferioridad de condiciones con las otras niñas. por eso, en los juegos ella lucía un penacho de plumas de gallina y pavo, –recogidas constantemente en el corral del tío José, ya que en cada contienda se perdían unas cuantas– del que colgaban muchas cintas largas que ella solía mover como si fuera su cabellera. Mientras duraba el juego se olvidaba del asunto.

Terminaba la contienda casi siempre como ganador el equipo de los indios y algunas pocas veces empatados los dos equipos a través de acuerdos y tratados de paz; entonces todas las caritas rojas, mocosas y sucias volvían a sus casas felices. Los soldados, nunca fueron rencorosos por perder la mayoría de las batallas y persistentes volvían día tras día a la acción.

Pero cuando terminaba el juego empezaba el calvario de Goyita. Un calvario aceptado de mala gana pero necesario para seguir disfrutando de los privilegios de ser la mano derecha de la capitana de los indios.

– ¿Vienes?

–!Si! Pero me tengo que ir pronto porque mi madre…

–A tu madre no le importa que estés en mi casa, le gusta.

–Pero es que…

–¡Vamos!

Llegadas a la casa, Marina sacaba las muñecas y los trastos para jugar a cocinitas y Goyita siempre tenía la esperanza de que aquel día fueran a jugar solo a lo que le gustaba, pero en su interior sabía que eso solo era un prólogo.

Disfrutaba mucho de las muñecas de Marina que eran las únicas del pueblo que tenían pelo largo que se podía peinar; las de las otras niñas tenían el pelo pintado y necesariamente corto, ya que no podía pasar de la cabeza.

También las cacerolas, ollas, platos y cubiertos de juguete eran una gloria y la hacían sentir como una reina cuando tomaban un refresco al que llamaban te en las tacitas de loza, –privilegio nada común entre las niñas del pueblo.

Al poco rato Marina empezaba a recoger los trastos.

–Vamos a jugar a la peluquería.

–Es que me tengo que ir.

–Te irás después.

–Pero…

Marina preparaba una palangana con agua y sacaba unos peines no se sabe de donde. Empezaba a peinar a Goyita desde la raíz hasta la punta, cabello por cabello, una y mil veces. Cuando se sentía creativa le mojaba el pelo, se lo recogía en formas extrañas, le ponía pinzas, rolos y cintas. No se cansaba nunca, habría pasado así toda su existencia: estirando, tocando, retorciendo y acariciando. Cuando Goyita no aguantaba más se ponía a llorar y se negaba a seguir dejándose peinar.

–Pues vete a tu casa! Llorona!

Goyita se marchaba liberada pero al mismo tiempo triste y con una gran angustia porque temía ser segregada del equipo de los indios en los próximos juegos. A ella no le gustaba hacer de soldado, ni jugar al escondite con el grupo de vecinos en rebeldía.

Llegaba a su casa y no tenía hambre. No sabía lo que le pasaba pero no estaba bien, su corazoncito no estaba feliz. Y así todos los días. Eso no podía seguir así; y mucho menos ahora que venía el invierno y a la mayoría de los chicos no se les permitía ir a jugar a la calle. La única distracción de las dos vecinitas sería jugar dentro de la casa a muñecas, señoras y peluquería. Goyita tenía que encontrar una solución.

De pronto apareció una idea clara. Para ponerla en práctica esperaría a mañana que su madre iba a ir de compras a la ciudad, para lo cual tenía que ir y volver en autobús y tardaría por lo menos cuatro horas.

Sabía que su mamá se iba a enfadar mucho, pero duraría poco el enfado y nunca sería igual al sufrimiento diario.

Al día siguiente en casa de Marina sonó el timbre y salió disparada porque sabía que era Goyita que venía a jugar. Cuando miró a su amiga no podía creer lo que veían sus ojos.

–¿Qué te ha pasado en el pelo? Exclamó Marina horrorizada.

–Nada, susurró Goyita con cierto aire de triunfo y los ojos llenos de alegría. Me lo he cortado.

Para Marina era como si Goyita hubiera sacrificado su propia melena. Ya no volvería a ver moverse el pelo negro y brillante en el aire. Ya no podría tocarlo o peinarlo. Ya no tendría dentro del bando una verdadera Sioux.

Después del sentimiento de dolor le invadió la rabia. Esa rabia que, a veces, la hacía dar patadas a las paredes, sacar la cabeza de las muñecas de su sitio, lanzar por la ventana los platitos de aluminio del juego de cocinita, pero no hizo nada. Solamente exclamó con voz vencida, como si en aquella ocasión hubieran ganado los soldados sin que se hubiera podido firmar un pacto.

– ¡Pues vete para tu casa!

7 historias de amor. Jueves: amor al cuadrado

Se veía muy varonil en su féretro. Llevaba el traje azul con camisa blanca y la corbata roja. Así, a primera vista, podría parecer un poco fuera de tono, pero Marcelino siempre le había dicho a su mujer que no quería ser velado ni enterrado de luto. Tal como llevó su vida, quería verse después de muerto. Ella habría preferido cremarlo, para no tener que ir al cementerio, cosa que odiaba, pero a él le daba miedo el fuego y siempre le advirtió que quería reposar al lado de sus padres. Así pues, lo puso en manos de la funeraria y les pasó todos los requerimientos acordados con el vivo, ahora difunto.

El maquillaje de su cara y manos era muy natural, se veía saludable y joven ya que, por arte de magia, se habían borrado todas sus arrugas. Además de la paz que suele verse reflejada en la cara de los muertos, en la funeraria habían logrado para él una semi-sonrisa que, por cierto, era lo único en lo que no se parecía. En su vida no había habido nada “semi”; o era completo o no era. Los grises nunca formaron parte de la paleta de Marcelino, por eso había hombres y mujeres que lo admiraban incondicionalmente o lo odiaban a muerte.

Y así fue también en el amor. Aunque siempre estuvo casado con la misma mujer, entregó su corazón y su cuerpo por completo a otras muchas. Cuando esto ocurría, sencillamente se daba de baja en los deberes matrimoniales como si se fuera de viaje por el tiempo que durara el idilio nuevo, que nunca fue muy largo. Pero por alguna razón él y su mujer sabían que los viajes en un momento u otro terminan y que el viajero, si tiene un puerto seguro, siempre regresa a él. Por eso, Marcelino murió en los conocidos y cálidos  brazos de Luisa que siempre lo aceptaron como era. Muy diferente la historia de las otras mujeres de su vida que habían tratado de cambiarlo y que quizás por eso, lo habían perdido.

Días antes de la pronosticada muerte de Marcelino, Luisa, quien a veces conectaba su imaginación y desconectaba su corazón, se había planteado qué haría si las ex amantes de su marido, –en una ciudad tan pequeña todo se sabe y todo el mundo se conoce– aparecieran en la funeraria para darle el último adiós. La primera vez que lo pensó, disfrutó escenificando en su cabeza una expulsión de las intrusas acompañada de un discurso de moralidad en especie de escena de tragedia lorquiana, con gritos y lágrimas –La escopeta! Tráiganme la escopeta! – . Esto le causó mucha excitación, como si de verdad estuviera pasando en ese momento y ella fuera la protagonista. Después se impuso la razón –Si no había sido una mujer de comportamiento dramático, ¿por qué iba a serlo ahora? En ese mismo instante tomó la decisión de dejar entrar en la capilla funeraria a cuanta mujer hubiera tenido relación con su esposo y aceptar sus condolencias, si se atrevían a dárselas. Solamente se permitiría recibirlas con la mejor de las sonrisas y el mejor de los aspectos,  hasta donde su edad y su sufrimiento se lo permitieran. Y hasta podría darles, con tranquilidad, cualquier explicación que le requirieran sobre su enfermedad y muerte. Posiblemente lo que más odiaría sería tener que estrechar esas manos, recibir esos abrazos o hasta tener contacto con esas mejillas que en su momento le habían dado color a las de su esposo. Pero eso sería solo en esa ocasión y a partir de ahí la pesadilla habría terminado y se volvería a reencontrar consigo misma.

Media hora antes de la misa, las amantes fueron llegando por orden cronológico. Olga fue la primera “otra mujer” conocida en la vida de Marcelino y la primera en desfilar por la capilla. Alta, delgada, iba de riguroso luto y fue directamente hasta el féretro. Su relación con Marcelino había comenzado con un mecenazgo desinteresado por parte del hombre y había terminado en la cama por culpa de unas instrucciones de búsqueda y archivo en la estantería más alta de la oficina de él.

Paulina llegó después. Bajita, gordita, pelo teñido de rojo burgundy . Se acercó a Luisa y la embistió con un abrazo y un beso mojado en sudor. Personaje adecuado para manejar un negocio de “picalonga”, en realidad se dedicó toda su vida a la cosmética: en su salón se hacían los mejores desrizados de pelo y se daban tratamientos contra la celulitis –que  ella nunca se aplicó–. Era un personaje difícil de encajar en la vida de Marcelino, pero el roce insistente de su pierna entre las piernas de él durante una manicura hizo el milagro.

La última en llegar fue Damaris. Entró tímidamente, sonriendo a todas las personas que encontraba a su paso. Dirigió una mirada a Luisa acompañada de la misma sonrisa, pero al ver que no era correspondida la desvió rápidamente hacia el féretro. Allí estaba él, su único y verdadero amor. No había logrado olvidarlo a pesar de que habían pasado diez años de su relación amorosa con el difunto. Dudó un momento si pasar adelante o quedarse sentada en un banco acompañada de sus pensamientos. Se decidió por acercarse al ataúd y se colocó al lado de las otras dos mujeres. Su historia con Marcelino comenzó cuando coincidieron en un viaje en avión en el que a Damaris le tocó un upgrade de clase turista a clase negocios. Se le desabrochó un botón de la blusa y parte de su seno quedó a la vista de Marcelino que, de una vez, sintió que la sonrisa que se había sentado al lado no podía ser otra que la de su alma gemela.

De pronto, Luisa se sintió traviesa y le dieron ganas de formar parte del elenco del drama-sainete que podían representar, si ella se acercaba al terceto que estaba formado frente a Marcelino. Como si se conocieran de siempre y con una complicidad difícil de entender Luisa comenzó a susurrar en voz baja.

–Querido, aquí estamos todas– y miró con picardía a las otras tres mujeres.

Animada por la apertura de Luisa, Olga comentó:

–Todavía se ve bien, se nota que la vida y nosotras lo hemos tratado bien hasta el último momento. Gracias a ti, querido, he conseguido lo que tengo hasta ahora. Me hiciste sentir hermosa, inteligente y atractiva. Me enseñaste a amar y le he sacado provecho al máximo. Mi esposo y yo te lo agradecemos Marcelino; descansa en paz.

Las cuatro asintieron con un movimiento de cabeza. Damaris hasta se santiguó.

Paulina sintió que podía sincerarse.

–Mírate aquí, buen sinvergüenza. Y pensar que me hiciste creer que te casarías conmigo si yo quedaba embarazada. Y mucho que trabajamos para eso. Buen sucio! ¿Y cómo iba a quedar embarazada si te habías hecho la vasectomía? Pero no te apures, te van a dar lo tuyo allá abajo.

De nuevo asintieron las cuatro y dirigieron sus miradas a Damaris esperando que ella también dirigiera unas palabras. Damaris pidió permiso con la mirada a Luisa y esta se lo concedió.

–Amor, adonde quiera que estés te mando muchos besitos y espero que hayas sido bien acogido. Nunca he podido olvidar las dos tardes semanales, sin faltar una, durante los treinta y seis meses que duró la relación. En algún momento llegué a creer que eso, necesariamente, nos haría terminar juntos para siempre, pero a pesar de que te lo di todo, nunca conseguí que te casaras conmigo. No he conocido ningún otro hombre como tú. Cuando alguno se me acerca hago comparaciones y ahí termina todo. Perdóneme Luisa pero cuando el amor llega así de esa manera uno no tiene la culpa.

–Yegua vieja de la sabana– murmuró Paulina y Olga hizo una mueca desdeñosa.

De nuevo las tres volvieron la mirada, esta vez, a Luisa.

–Bueno Marcelino, delante de ti debo dar las gracias a estas tres mujeres, en representación de todas las que no conocemos que han compartido la obligación. Ellas hicieron posible mis vacaciones, y cuando se llega del viaje todo parece diferente. Los bríos se renuevan, la ilusión florece de con más colores y además, siempre venías con nuevas técnicas que debo agradecer a mis compañeras aquí presentes. Me dejas con ganas de seguir viviendo y empezar otra historia, quién sabe si con nuevos personajes. Gracias amor. Me hacía ilusión dispersar tus cenizas desde el Pico Duarte, pero en sustitución haré una ceremonia simbólica en el mismo lugar, sustituyéndolas por granos de café, a la cual todas ustedes están invitadas– sentenció mirándolas sonriente a las tres.

Terminada la catarsis, liberadas un noventa y nueve por ciento de su angustia, cada una se abrazó con la otra y al momento comenzó la misa.