La rifa

¿Cuánto dinero o posesiones son suficientes para que una persona se sienta feliz y realizada?

Para Enrique y Celia, la felicidad consistía en vivir en casa propia, tener los suficientes recursos para darse gusto con los pequeños caprichos culinarios, tener ropa de verano, otoño, e invierno, estar juntos la mayor parte del tiempo y salir de vacaciones una vez al año, haciendo turismo interno o externo, si el bolsillo lo permitía.

La ropa de verano la solían cambiar a menudo, pero al tener un vestidor de pocas piezas, el presupuesto nunca se disparaba por encima de lo reservado y, si eso pasaba, Celia, sacando afuera su faceta de mercader, intercambiaba los huevos de sus gallinas con la mujer del pescadero de la misma calle, por salmonetes, calamares o mejillones, con los que preparaba ricas paellas y, además, balanceaba el presupuesto. También le cambiaba higos, de una frondosa higuera que tenían en el patio, a la mujer del lechero de la esquina, por leche, mantequilla y queso fresco.

Cuando el presupuesto alcanzaba para pasar el mes y ahorrar algo para las vacaciones o posibles emergencias, Celia regalaba huevos, higos y albaricoques a los vecinos con los que la pareja jugaba al mus todas las noches y se llevaba muy bien.

Enrique acababa de jubilarse y empezaba a acostumbrarse a una vida muy casera, más tranquila y, para su gusto muy agradable, pues tenía mucho tiempo para arreglar el pequeño huerto, cuidar de las gallinas y, sobre todo, leer. A la lectura le dedicaba la mayor parte de la tarde, lo cual a Celia le encantaba, pues durante ese tiempo Enrique no se paseaba por la cocina, opinando sobre cualquier proceso del que hasta entonces había sido su imperio y metiendo baza en salsas y sopas.

El matrimonio no había podido tener hijos y cuando los sobrinos y sobrinas los visitaban, los hábitos se adaptaban a los visitantes pequeños o adolescentes. De pronto, la vivienda revivía y muñecas de trapo, aviones, camiones y ejemplares de “comics” ilustrados poblaban pasillos, sala y comedor. Muchos de ellos se quedaban distraídos después que sus dueños regresaban a sus casas y eran recogidos con mucho cariño y guardados en el baúl de los juguetes o en el escritorio del tío, hasta la próxima visita.

Enrique no era del pueblo y sus hermanos vivían en otra ciudad. Celia y sus tres hermanas habían nacido y establecido allí.

Las cuatro hermanas eran parecidas en cuanto a su belleza, admirada por todos los lugareños, y diferentes en su personalidad y forma de afrontar la vida.

Graciela, la mayor, parecía haber nacido para sufrir. Si no acontecía un evento negativo en su vida, lo buscaba.

Asunción, la segunda, tenía que soportar un marido revolucionario que más de una vez había ido a prisión, por corto tiempo, al defender con palabras destempladas o puñetazos sus preferencias políticas.

Luisa, la tercera, era la más hermosa de todas y estaba convencida, desde que tuvo uso de razón, de que merecía lo mejor. La mejor casa, los mejores vestidos, el mejor coche, las vacaciones más exóticas. Su marido Juanjo, vivía para complacerla.

Celia, la más pequeña y más juiciosa, se había convertido en el ángel guardián de las tres hermanas y sus familias, ayudándolas con los hijos, en sus obligaciones de amas de casa, en sus enfermedades y hasta en sus finanzas, porque Enrique, siempre había sido un proveedor constante.

Juanjo, quien era muy trabajador, en su deseo de consentir a Luisa, para él la princesa del pueblo, más de una vez había tenido que solicitar préstamos a los bancos y a los amigos. Los compromisos crecían y eran saldados a medias, por lo que pronto comenzaron a cerrarse las puertas a sus solicitudes de dinero.

Era tanta la necesidad de cubrir todos los caprichos de Luisa que desvió a su cuenta bancaria un ingreso de un pago de acreedores de la compañía donde trabajaba, con la seguridad de que podría devolverlo antes de la revisión, a fin de mes, de los libros de contabilidad de la empresa.

Por su parte, esperaba el pago de unos servicios prestados a otra compañía –trabajaba en dos lugares diferentes para sobrellevar el nivel de vida que le exigía su mujer–, pero fue advertido de que el pago se haría más adelante.

Tuvo que confesarle a Luisa, al tiempo que la hacía responsable por sus constantes caprichos y deseos, el problema por el que estaban a punto de pasar.

Luisa hizo lo que siempre hacía cuando algo no iba bien o necesitaba ayuda: llamó a Celia y le pidió que le prestara el dinero que Juanjo tenía que reponer, más un poco más que ella añadió para estar segura de que iban a salir del aprieto, más el importe de unas cosillas que necesitaba comprar. Le aseguró que se lo devolverían tan pronto Juanjo recibiera lo que le debían.

Enrique y Celia tenían unos ahorros que habían ido creciendo moderadamente por la frugalidad de sus vidas y, aunque a regañadientes por lo bien que conocía a Luisa, Enrique accedió a los ruegos de su mujer que no podía ni pensar que su hermana se viera envuelta en un escándalo de desfalco, como ella lo llamó.

Les dieron el dinero solicitado, sin hacerles firmar ningún papel de compromiso, porque en su esquema, ni por asomo cabía la posibilidad de engañar o ser engañados por sus hermanos.

Habían pasado dos meses y Enrique comenzaba a pensar que era tiempo de que sus cuñados le devolvieran el dinero que les habían prestado, pero no se lo comentó a Celia.

Pasó un mes más y fue la propia Celia la que sacó a relucir el tema.

–Cariño, ¿Juanjo no te ha llamado o dicho algo de la devolución del dinero que les prestamos?

–No. Y creo que ya es tiempo de que hables con tu hermana para ver cuándo lo tendremos de vuelta. Diles que lo necesitamos –añadió Enrique.

–¿Para qué les digo?

–Diles que vamos a cambiar el baño de la terraza que ya está muy viejo.

Al atardecer, cuando Enrique llegó de la biblioteca del pueblo, retomaron el tema.

–¿Hablaste con tu hermana?

–Si.

–¿Qué te dijo?

–Que mañana salían de vacaciones al Caribe y que cuando regresaran nos devolverían el dinero.

–¡Qué cojones! ¿Y no les dijiste que lo necesitábamos para arreglar el baño?

–Si, y ella me dijo que ese baño estaba muy bien, que no teníamos necesidad de cambiarlo.

Enrique montó en cólera y peleó con Celia, acusándola de floja y permisiva. Le echó en cara que siempre había estado pisada por sus hermanas y, sabiéndolo, consentía el abuso. Le aseguró que él no iba a permitir más atropellos de sus cuñados ni de nadie.

Esa noche durmieron separados por primera vez desde que se casaron y Celia amaneció con los ojos hinchados de llorar. Al día siguiente, al verla, Enrique le buscó la vuelta como él sabía hacerlo y Celia no tuvo inconveniente en bajar la barrera y aceptar las disculpas de su marido.

Ella le propuso ir de vacaciones a la casa de la hermana de Enrique, como una forma de reparar el agujero de la libreta de ahorros. A desgana, Enrique aceptó pensando que, mientras tanto, Luisa y Juanjo tomarían el sol en el Caribe.

Pasaron las vacaciones y el dinero no fue devuelto. Enrique y Carmen insistieron en su reclamo y aunque se reconocía la deuda, siempre recibieron excusas para posponer el pago.

Las relaciones familiares se fueron enfriando hasta tal punto que ni se visitaban ni se hablaban, aunque, como el pueblo era pequeño, sabían de la prosperidad de Juanjo y Luisa, quienes habían comprado un hotelito para turistas que estaba siempre lleno. También habían cambiado de casa y de automóvil.

Transcurrieron varios años sin que hubiera demostración alguna de buena voluntad para saldar la deuda, hasta que, un buen día, Luisa se presentó en la casa de su hermana.

Muy emperifollada, olorosa y llena de anillos y pulseras, abrazó a Celia y Enrique y les comunicó que había venido a devolverles el dinero que les habían prestado hacía diez años.

Les entregó un sobre que Enrique abrió para contar el contenido.

No solo no habían añadido ni un centavo por los intereses que habría podido generar el dinero en el banco, sino que faltaban unos pocos billetes para que la devolución del préstamo estuviera completa.

Enrique sintió rabia por la desconsideración y se lo hizo saber.

–Es que no nos acordábamos exactamente cuánto era el total del préstamo –exclamó Luisa alegremente y como disculpa–. Además, no te puedes quejar, es como si te hubiera tocado una rifa.

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