De pronto, lo entiendes

Empiezas a darte cuenta que te estás poniendo “madura” cuando:

–          Empiezan a llamarte señor o señora, en lugar de joven.

–          En las tiendas te muestran ropa que tú asocias a “señora mayor” y te da rabia.

–          Pones la excusa “es para mi hija que tiene la misma talla que yo”, cuando te pruebas una ropa que consideras para jovencitas o es atrevida.

–          No permites que las empleadas de las tiendas de moda entren al probador a “ver cómo te queda”.

–          Tu hijo, cuando te pones un bikini, te dice: mamá, ya pasó tu cuarto de hora.

–          Eres de las últimas en ser escogidas para jugar un partido de algo.

–          Tu lugar para el baile de la comparsa está en la última fila.

–          Te excusas para no asistir a fiestas o reuniones nocturnas que sabes que terminarán tarde “porque” al día siguiente tienes que trabajar.

–          Los viajes en avión te dejan una resaca y tardas cuatro o cinco días en ser tú.

–          Te dan cargos importantes en asociaciones y clubes.

–          Tus dientes han perdido la blancura a causa de tomar café muchas veces al día, por mucho tiempo.

–          Sueles revisar tus finanzas y empiezas a preocuparte por el futuro.

–          Compras mascarillas tensoras.

–          Piensas que va siendo tiempo de recortar tu melena.

–          Usas pijamas dos tallas más grandes porque son cómodos.

–         Tienes que poner el despertador a la hora de ir a recoger, de madrugada, a tus hijos adolescentes.

–          Te gusta ver vídeos de películas sentada en tu sofá, en lugar de ir al cine.

–          En tu empresa te preguntan cómo te visualizas dentro de diez años y tú te extrañas –porque no has caído todavía.

–          Organizas encuentros con amigos en los que la música es suave, se come sano y se beben vinos de calidad.

–          Tu compañero solo te dice que te queda bien la ropa si le preguntas.

–          Se te descompone el termostato.

–          El médico te recomienda incluir una colonoscopía en tus pruebas anuales de prevención de salud.

–          Te preguntas si lo que estás haciendo en la vida quieres seguir haciéndolo hasta que esta termine.

–          Modificas el  Paretto  –80% zapatos de tacón, 20% zapatos bajos, al 20% zapatos de tacón, 80% zapatos bajos.

Empiezas a entender que te estás poniendo “pasado meridiano” cuando:

–          Tu nieta te pregunta ¿Iaia: ya no estás usando cremas para las arrugas?

–          Te ceden los asientos en los metros y autobuses – por suerte para la autoestima, esa costumbre está desapareciendo. ..

–          Las resacas de los viajes internacionales aumentan su duración.

–          Las gripes tardan mucho en dejarte.

–          Eres mucho más comprensiva y permisiva contigo y con los demás.

–          Has aumentado de talla y sigues pesando lo mismo que antes.

–          Vas de tiendas y no estás segura de que lo que has comprado es lo que querías.

–          Sales a los “mall” y vuelves sin comprar nada.

–          Lo piensas dos veces antes de aceptar una excursión larga en autobús.

–          Solamente puedes correr veinte minutos en lugar de los cuarenta que corrías hace nada.

–          Empiezas a ir mucho a la funeraria a despedir familiares y amigos que murieron “jovencitos”.

–          Cambias los deportes por el bridge.

–          Asistes a charlas sobre el Alzheimer, la incontinencia urinaria y ejercitar el cerebro.

–          Forma parte de tu ritual hacer un sudoku o un kakuro diarios.

–          Te apetece dormir siestas de vez en cuando.

–          Encuentras viejos conocidos y te piropean con un “muchacha, qué bien te ves, tú si te conservas”

–          Usas gran parte de la noche para repasar tu vida y la de los demás.

–          La raya del nacimiento del cabello te saca la lengua cada dos semanas.

–          Eres esclava de las plantillas para poder vivir con la fascitis plantar.

–          Tu cara no resiste una ojeada a contraluz.

–          No aceptas fotos en primer plano.

–          Entiendes mejor a tu madre en sus últimos días.

El timbrazo despertador final  te lo dan en las plazas comerciales, cuando las empresas que están vendiendo servicios funerarios te paran y te dicen que tienen una oferta muy interesante para ti.

¿De dónde vendrán?

En mis breves ratos de ocio en los días de servicio en la biblioteca, mientras estoy esperando ver aparecer las caritas sonrientes de las niñas internas en el Hogar Escuela que vienen a devolver libros y a coger otros prestados, voy ojeando algunos de los ejemplares archivados con títulos sugerentes, para, llegado el caso, poder recomendar a mis pequeñas lectoras algún material adecuado para su edad o su formación intelectual.

En uno de esos momentos, di con un libro cuyo autor es Luis Junceda, que se titula “150 famosos dichos del idioma castellano”. Empecé a leerlo con el fin de confirmar los que ya conocía, o de conocer nuevos y me encontré con la grata sorpresa de que no solo estaban los dichos, sino su origen y su derivación en el tiempo. Me gustó. Pienso que a pesar de ser un libro orientado a niños de entre cuarto y sexto grado, nos enseña mucho a los adultos que repetimos sin cesar u oímos en boca de otras personas dichos y refranes que no sabemos de donde provienen y si su uso es adecuado en la circunstancia en que se usan.

Comparto con ustedes algunos de los que pueden ser más conocidos en República Dominicana, ya que hay otros muchos que son muy locales –en España– y que no he oído decir nunca en este país.

Apaga y vámonos. Se supone que este dicho tuvo su origen en una apuesta irreverente entre dos clérigos aspirantes a una capellanía castrense. Sucedió hace siglos en el pueblo granadino de Pitres. Los curas apostaron sobre quién de los dos sería capaz de decir la misa en menos tiempo. Se dispusieron a hacerlo. Uno oyó al otro haciendo  trampa y comenzando la misa diciendo “Ite, Misa est” –fórmula litúrgica que precede a la bendición final–. El rezagado, vuelto hacia el monaguillo, exclamó decidido ¡Apaga y vámonos!

El pintoresco dicho ha quedado como expresión de asombro ante cualquier hecho absurdo y disparatado, y también como forma de decir que algo toca a su fin.

Mandar a la porra. En las antiguas ordenaciones militares, el tambor mayor del regimiento portaba un largo bastón, muy labrado y con puño de plata, al que se conocía con el nombre de Porra. Se hincaba en un lugar determinado del campamento y señalaba el punto al que debía retirarse todo soldado sancionado con arresto.” ¡Vaya usted a la porra!”, ordenaba el oficial. Y el soldado se trasladaba sin más al lugar donde estaba clavado el bastón. Y aun cuando después de un tiempo fue suprimida esta forma de arresto, la frase quedó incorporada para siempre en el lenguaje de la calle con la carga despectiva con que hoy se utiliza.

Poner los puntos sobre las ies. Cuando fueron introducidos los caracteres góticos en el siglo XVI, algunos copistas adoptaron la costumbre de poner una tilde sobre la i minúscula, para evitar que la presencia repetida de esta vocal pudiese ser confundida con la u. Pero tal innovación no fue del agrado de todos, por lo que para algunos, poner los puntos sobre las ies era una impertinencia ociosa propia de personas excesivamente meticulosas y maniáticas del esmero. En el tiempo, este concepto fue desplazado por el que actualmente tiene: ejecutar con todo detalle lo que hasta determinado momento se hacía de manera imprecisa.

Meterse en camisa de once varas. Durante la Edad Media, la ceremonia de adopción de un hijo revestía formalidades muy particulares. El adoptante debía meter al adoptado por la manga –muy amplia– de una camisa, y sacarle por el cuello de esta, tras lo cual le estampaba un beso en la frente. Entonces, como pasa hoy, algunas de las adopciones no daban buen resultado, por lo que basado en los términos del ceremonial, el recelo de las gentes acuñó el consejo que se daba a la persona que quería adoptar, de no meterse en camisa de once varas. El modismo ha quedado como exhortación a no mezclarse en cuestiones que nos sean ajenas.

No dejar títere con cabeza. Los títeres, figuritas de pasta o madera, con poca solidez y manejadas con hilos, son en la actualidad un espectáculo para niños, pero en otras épocas las presentaciones se hacían también para recreo de los adultos, lo que explica que Don Quijote pudiera arremeter, como lo hizo según se narra en un célebre pasaje, contra el retablo de Maese Pedro, del que no dejó, en efecto, títere con cabeza. La expresión ha quedado en el lenguaje popular para ponderar el destrozo que, por rabia o por otros motivos, se hace de algo o de alguien, indiscriminadamente.

Ser una rémora. Rémora, es un pececillo acantoptericio que en la cabeza posee una especie de disco oval, cuyos bordes cartilaginosos le sirven para adherirse fuertemente a toda clase de objetos flotantes. De esta particularidad nació la creencia de que este pececillo era capaz de entorpecer el curso de las naves, e incluso paralizarlas en medio del océano. De esta leyenda se deriva la expresión ser una rémora, aplicada hoy a aquel o aquello que de alguna manera retarda, obstaculiza o complica el desarrollo normal de alguna cosa.

Yo clicheo, tu clicheas, el clichea

Unas declaraciones de una conocida presentadora de televisión, muy comentadas y criticadas en los medios de comunicación, me han dado la pauta para analizar un aspecto importante de la vida del ser humano.

A esa señora se le ha criticado que  confesara que “no está preparada para ser abuela” y “que la juventud es un estado fisiológico y real que termina” y que “la vejez humilla y destroza”.

No podemos criticar a una mujer que no esté preparada para ser abuela aunque tenga la edad para serlo, porque cada persona “madura” emocionalmente de forma distinta y porque, además, la persona es el resultado de su socialización y sus experiencias en el camino de la vida. En la mayoría de los casos cuando le ponen a una un nieto o nieta en los brazos y siente su tibia piel, oye sus “gorjeos” y recibe su sonrisa, el corazón entra en ese estado que a la mayoría de las mujeres, que no a todas, nos produce tanta felicidad que no entendemos cómo habíamos podido vivir hasta ese momento sin sentirla.

La juventud termina, no cabe duda, para algunos antes que para otros, porque no se trata solamente de una piel tersa, unas piernas ligeras y el deseo de comerse el mundo. Se trata también de una actitud frente a las personas y las circunstancias, en fin, frente a la vida.

Pero que la vejez humilla y destroza, es un concepto bastante compartido por nuestra sociedad     –no seamos hipócritas–. No podemos enfilar nuestros cañones contra la presentadora sin antes analizarnos nosotros mismos. Una cosa es lo que debería ser “una etapa linda e importante”  y otra es lo que en el fondo sentimos. No queremos ser viejos.

Pero no somos culpables, aunque sí a partir de ahora responsables, de pensar negativamente de la vejez. Lo que se percibe  y se conceptualiza sobre el envejecimiento del ser humano y la vejez en sí, nos viene de corrientes del pensamiento clásicas. Por ejemplo, Platón conceptualizaba la vejez como el equivalente a la pérdida, enfermedad y deterioro físico y mental. Mientras que Aristóteles veía la vejez como una etapa de oportunidad, sabiduría y conocimiento.

En nuestra cultura, la vejez se conceptualiza negativamente, porque la belleza, salud y rapidez son la base de los valores de nuestra época y, por naturaleza,  todas estas condiciones físicas declinan a lo largo del ciclo de la vida. Nada es igual a los quince, que a los treinta y que a los cincuenta.

Los clichés, o modelos fijos compartidos por nuestra sociedad, se utilizan para conceptualizar la vejez o la juventud –en el caso que nos ocupa–. Los clichés o estereotipos son aprendidos a través del proceso de socialización y una vez aprendidos influyen en la conducta del colectivo.

Estas imágenes o clichés actúan directamente a través de opiniones y juicios, causando reacciones de las que uno no es consciente. Probablemente no sabemos que el concepto negativo que tenemos sobre la vejez influye y determina comportamientos “edaistas” muy discriminatorios. Según estudios de Perdue y Gurtman, llevados a cabo en el 1990, las personas, cuando se enfrentan a elementos asociados a la vejez, toman decisiones negativas perjudiciales  con más rapidez y facilidad que si se enfrentan a estímulos relativos a la juventud. Los estereotipos sobre la vejez desencadenan actitudes negativas, que a veces provocan desigualdades, incluso, sanitarias o sociales.

El cliché de que las personas mayores están deterioradas, son incapaces de aprender cosas nuevas, no se pueden cuidar a sí mismos y son desagradables y regañonas, es falso. No es adecuado generalizar. Los mayores pueden, o no, ser más vulnerables a las enfermedades dependiendo de su genética. Hemos visto en el medio envejecientes que gozan de una salud y una energía que querrían para sí jóvenes de treinta. Los mayores pueden seguir aprendiendo toda la vida y su personalidad no cambia, sino que se refuerza. Si era gruñón de joven, será más gruñón de viejo. Si era una persona tranquila, extrovertida y agradable, lo seguirá siendo. En cuanto a las condiciones psicológicas, la práctica y la experiencia que haya tenido esa persona en su vida, son más importantes que la edad.

Los estereotipos no solo influyen en la sociedad que los acoge y practica, sino en la persona mayor. Una vez aprendido e interiorizado que con la vejez llegan todo tipo de penalidades, esto queda en su memoria, causa estrés y la deja sin herramientas para combatirlo. Estas creencias acortan la vida. En estudios longitudinales, las personas que tenían estereotipos más positivos vivieron siete años más que aquellas que tenían imágenes negativas en torno a la vejez.

Quiero terminar con un hermoso y sabio poema de Jorge Luis Borges,  “Elogio de la sombra”, con la esperanza de que seremos cada vez más positivos ante esa etapa por la que todos los que seamos regalados con muchos años de vida, pasaremos.

La vejez (tal es el nombre que los otros le dan) puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto. Quedan el hombre y su alma.
Vivo entre formas luminosas y vagas que no son aún las tinieblas.
Buenos Aires, que antes se desgarraba en arrabales hacia la llanura incesante,
ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro, las borrosas calles del Once y las precarias casas viejas que aún llamamos el Sur.
Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas.
Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar; el tiempo ha sido mi Demócrito.
Esta penumbra es lenta y no duele; fluye por un manso declive y se parece a la eternidad.
Mis amigos no tienen cara, las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años,
las esquinas pueden ser otras, no hay letras en las páginas de los libros.
Todo esto debería atemorizarme, pero es una dulzura, un regreso.
De las generaciones de los textos que hay en la tierra, sólo habré leído unos pocos; los que sigo leyendo en la memoria, leyendo y transformando.
Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte, convergen los caminos que me han traído a mi secreto centro.
Esos caminos fueron ecos y pasos, mujeres, hombres, agonías, resurrecciones, días y noches, entresueños y sueños, cada ínfimo instante del ayer y de los ayeres del mundo, la firme espada del danés y la luna del persa, los actos de los muertos, el compartido amor, las palabras, Emerson y la nieve y tantas cosas.
Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro, a mi álgebra y mi clave, a mi espejo. Pronto sabré quién soy.

 

El código de barras

Martha me llamó con prisa, como siempre.

Me daba trabajo seguirla en el  teléfono cuando estaba en uno de sus ataques de prontitud. No solo porque entrelazaba palabras, sino porque mezclaba ideas y, como en algún tipo de literatura moderna, tenía que rebobinar mi cinta mental para retomar la circunstancia o el personaje que saltaba sin orden ni concierto. En ese momento acababa de levantarme y, sin haber tomado todavía una taza de café, su cháchara y mis pensamientos no hacían buena liga.

Pero algo quedó claro de la conversación y fue que no íbamos a encontrarnos a las diez en la cafetería de costumbre porque había conseguido una cita para arreglarse el código de barras.

Respiré con la barriga –como hago cuando necesito una ración extra de oxígeno– y me puse a preparar la cafetera. Cuando abro el pote del café, su olor siempre evoca los felices y poco usuales momentos en que mi hija está a mi lado esperando su ración. Por eso, huelo y huelo hasta que mi olfato y mi mente se confabulan para hacerme sentir que la tengo cerca. Me tomo mi tiempo para sentir ese momento de felicidad.

¿El código de barras? No sabía que Martha tenía un código de barras. ¿Para qué usaría ella el código de barras? ¿Para qué necesitaría un sistema de codificación de líneas y espacios de diferente grosor? Nunca me había hablado de que tuviera un producto con código de barras. ¿Se referiría a algo del teléfono móvil? ¿Habría, en algún momento, identificado alguna de sus pertenencias con ese símbolo? Que yo supiera su negocio era de servicios y en el mismo no había que identificar productos o llevar control de inventarios. No pude descifrar en ese momento lo que ella me había querido decir, pero pensé que el sábado nos íbamos a encontrar para  ir al cine y entonces me explicaría lo del código de barras.

Había olvidado completamente el anuncio telefónico de Martha cuando nos encontramos en la puerta del centro comercial que albergaba el cine al que íbamos. La vi venir de lejos y salí a su encuentro para abrazarla. De pronto me di cuenta que tenía algo raro en la cara. La miré con insistencia y ella se dio cuenta.

– ¿Qué te parece? Me preguntó.

– ¿Qué te has hecho en la cara?

–Te lo dije el otro día, me han arreglado el código de barras –y me señaló sus labios al tiempo que hacía con su boca un gesto como de querer tirar un beso.

Sí. Había desaparecido  las arruguitas alrededor de los labios que con la edad salen a todo ser humano y, con saña a las mujeres. Sus labios habían engordado y ya no se parecían a su dueña.

–Solamente me cobraron mil euros. Me habían llamado para ofrecerme el precio especial y no pude resistir la tentación. ¿Te gusta cómo me quedaron? –y volvió a hacer la o con los labios en un gesto de Lolita quinceañera.

–Te quedan bien –le dije sin mucho convencimiento; no quería ponerle una nota negativa a su alegría.

–Deberías hacértelo tú también. Si quieres te hago la cita para el lunes.

–No, gracias Martha. Tú sabes que esas cosas no van conmigo.

–Ni, conmigo tampoco –insistió–. Yo solamente me hago algunas cositas de vez en cuando. Ya sabes, hay tanta competencia…

Martha había recurrido a retocarse algunas cositas desde hacía tiempo. Pero sus años la acompañaban a todas partes y el conjunto de su persona tenía escrito su edad.

Yo he sobrevivido a consejos, alusiones, presiones ambientales y de “competencia”. No puedo asegurar que aguante lo que me queda de vida sin invertir en mi rejuvenecimiento –como llaman en los anuncios de las clínicas de belleza a este tipo de procedimientos. Eso va a depender de muchas cosas que en este momento no puedo prever, porque no tengo la suerte de tener una bolita adivinadora, y que pueden pasar. El asunto es que no puedo hacer juicios sobre las personas que se hacen esos “pequeños” retoques que las transforman, no en personas jóvenes y atractivas, sino en personas diferentes a lo que han sido hasta el momento mágico del cambio. No sería justo. ¿Qué se yo de sus necesidades? ¿Qué se yo del nivel de su autoestima? ¿Qué se yo de sus circunstancias?

Me siento agradecida de la vida por los años que me ha regalado; por las alegrías que han marcado mis arrugas alrededor de los ojos y en las comisuras de la boca; por las rayas en la frente formadas por mis preocupaciones y mis interrogantes; por unas manos de trabajo que han sentido otras pieles, que han lavado pañales, que han limpiado las miserias de seres muy queridos y que han disfrutado tocando la guitarra, pintando cuadros y braceando en el mar. Me siento agradecida de mi código de barras porque se ha instalado después de comer, besar y hablar mucho con otros seres humanos. Me siento agradecida por un cuerpo sano y una mente que, en medio del momento complicado y difícil que vivimos las generaciones que poblamos la Tierra, se ríe con gusto cuando lee anuncios como el que dice: Se más atractiva para los hombres. Disfruta tu femineidad. Ponte culo, respingón, brasileño, rellenito.