Palimpsesto

Estando más cercano el momento de dejar la vida, como la entendemos los humanos, no me arrepiento de nada. A mis ochenta y cinco años, acabo de cerrar mi penúltima etapa acompañada del mejor hombre y abrazo la solitud para terminar de preparar mi partida en paz.

Con claridad puedo dividir mi vida en siete etapas: infancia, juventud, Raúl, Sebastián, Tancredo, Urbano y ahora, la solitud. Mis expectativas para esta última son desprendimiento y paz, acompañados de la mejor salud que a esta edad se pueda alcanzar.

Los períodos de la niñez y la juventud los guardo en cajita de oro y diamantes. Nada más puro, bello y feliz que ese regalo de mis padres y entorno. Ese tesoro mío y solo mío, lo guardo para visualizarlo durante el último suspiro.

La vida con mis tres primeros hombres fue variopinta, pero, nunca terminé rota, solamente zarandeada.

Cada vez que decidí terminar una relación, porque siempre fui yo quien lo hizo, me arrodillé ante el cenotafio del amor y pedí perdón por haber malinterpretado las señales.

No culpo a nadie por lo que no funcionó. En todo caso, solo yo soy responsable por acallar la advertencia de mi gemela interior, mucho más sabia que yo, cuando encendía una luz de aviso y me susurraba al oído ¿eso es lo que quieres?¿estás segura?

Cuando conocí a Raúl tenía dieciocho años, mucha energía y muchas ganas de entrar en el mundo de los adultos. Me fascinaban sus planes futuristas que nunca se dieron, porque él era un diseñador –no ejecutor–, de sueños tan maravillosos que, si yo hubiera tenido algunos años más, me habría dado cuenta de que no eran posibles. Él los vivía como si lo fueran y en nombre de esas elucubraciones se metió en situaciones y líos a los que me uní con gusto y de los que salimos traqueteados y, en ocasiones, maltratados.

Comenzamos la familia como si jugáramos a ser maduros. Viéndolo desde la actual perspectiva, nuestra casa era el duplicado –en pequeña escala– del museo de Dalí. Todas las habitaciones eran pequeñas y, en cada una,  mi imaginación había puesto su granito de arena: paredes con marcos de cuadros sin lienzo, muebles retro en los que se podía ver sentada una maniquí de plástico, menaje ecléctico –como me gustaba llamarlo cuando mi madre lo criticaba porque no podía encontrar una sola pieza igual a otra– y el cielo de la habitación al estilo de la bóveda del mejor museo de ciencias y tecnología, con estrellas y planetas moviéndose en los diferentes cambios de luces.

Fuimos muy felices por seis años, pero, yo había empezado a cambiar y Raúl no. Comencé a entender que la vida no es un juego y me propuse competir en ella. Mis objetivos eran cada vez más reales, aterrizados y posibles y emprendí el camino para lograrlos. Él siguió con sus elucubraciones y, por supuesto, con sus tropezones que cada vez me afectaban más. Yo seguía amándolo, pero veía que nuestras vidas iban en paralelo, en lugar de dirigirnos a un punto común.

En ese discurrir, él encontró una alma gemela que no vaciló en seguir sus pasos y acompañarlo en sus fantasías.

No faltó alguien “compasivo” que me advirtiera de la infidelidad y yo, que no veía futuro a nuestra unión, aproveché el affaire para plantear nuestra separación. La propuesta fue aceptada sin reparos, lo cual me dolió, porque yo había invertido mis sueños de adolescente y seis años de vida en un proyecto fallido.

Me tomó cuatro años más dedicarle tiempo al amor. En ese periodo había conocido otros hombres, pero no encontraba en ellos lo que buscaba, hasta que apareció Sebastián.

Sebastián, desde que nos conocimos, trató de complacerme en todo lo que entendía que podía hacerme feliz. Aunque era joven, su mente era de un adulto formado. Era muy práctico, lo opuesto de Raúl, y emprendía todos sus proyectos con mucha planificación y seriedad. De seriedad y responsabilidad estaba teñido todo lo que hacía, incluso nuestra relación.

Al cabo de un año de noviazgo, tomamos la decisión de casarnos. En la medida que transcurría el tiempo, me di cuenta que tenía ciertos rasgos misóginos que, en ningún momento tuvieron como objetivo mi persona. Mientras a mí me valoraba y respetaba, casi me idolatraba, yo veía que las mujeres, su madre incluida, no despertaban su admiración, sino su desprecio. Comentarios y hechos tendían a disminuirlas. 

De nuevo, yo fui creciendo y cambiando y él siguió el camino que habían seguido su padre y su abuelo, personas muy dignas, serias y misóginas. El esparcimiento familiar o con amigos, dedicarle tiempo al espíritu y la lectura, formarse para desarrollarse, no eran aspectos importantes para Sebastián y, por tanto, no los ponía en práctica.

La situación se fue complicando hasta que, juntos en la misma casa y durmiendo en cama matrimonial, hacíamos vidas alejadas. Decidimos darnos un tiempo separados, durante el cual los dos nos sentimos muy cómodos cada uno en su casa y en su ambiente, cosa que no auguraba que fuéramos a ser felices si nos juntábamos de nuevo. Lo dejamos correr. Nos divorciamos.

A partir de ahí, algo me quedó muy claro y es que nadie cambia a nadie, por mucho que lo intente. No valen reflexiones, explicaciones o exhortaciones, porque la puerta del cambio se abre desde adentro.

No tenía prisa por establecer una relación amorosa, ya me había vuelto algo escéptica. Salí con varios amigos cortando cualquier avance que me pudiera conducir a una tercera situación seria de pareja.

Un mal día, un ángel disfrazado de hombre: Tancredo, me ayudó a cambiar una rueda pinchada de mi coche, en medio de la carretera de la costa. Como agradecimiento le invité a almorzar en el próximo parador que encontramos.

Cupido me enredó con una muy mala jugada al taparle ojos y oídos a mi cerebro y darle alas a mi corazón. A partir de ese momento, Tancre y yo no nos abandonamos hasta que tres años más tarde, con el cerebro despejado y el corazón maltratado, decidí cortar por lo sano.

Tancre, además de hermoso, era extrovertido hasta el paroxismo. Mujeres, hombres y niños sucumbían a su encanto. Era un líder en su trabajo y tenía capacidad para resolver cualquier problema doméstico. Como diría mi abuela: una perita en dulce.

Al principio de nuestra relación –quiso casarse conmigo, pero yo fui alargando el compromiso–, vivía para mí como si no existiera nadie más en el mundo. Pero, hasta lo dulce cansa y poco a poco, nuestro quehacer se fue sosegando hasta que llegó la monotonía.

Tancre buscó refugio en la calle esforzándose en demostrarme que yo seguía siendo su único amor. Iniciamos un juego de yo te quiero con pasión y yo juego a que creas que te creo. A menudo buscaba coartadas y se aparecía en casa con regalos que, por poco oportunos, me alertaban de sus deslices. Lo peor fue que cada vez me importaba menos su comportamiento y comencé liderar esa carrera corta de cuidar mi bienestar emocional y prepararme para lo que se veía venir.

Le hice saber que lo iba a dejar y, buen actor, me hizo una demostración histriónica de su amor y su dolor por mi decisión. Me aseguró que lo estaba matando. No vacilé, pues de sobras conocía su capacidad de reconstruirse más y mejor.

Creí que había cerrado para siempre la ventanita del amor, hasta que Urbano apareció en mi vida.

Viudo desde hacía cuatro años, tampoco pensaba rehacer su vida amorosa hasta que el trabajo nos presentó, nos hizo conocernos y nos ofreció una oportunidad de crecer profesionalmente juntos y más tarde, propició la posibilidad de reconstruir nuestras vidas y formar una familia.

¿Qué puedo decir de Urbano? Que me amó desinteresadamente, me dejó ser, me dio apoyo en aspectos importantes para mí que otro hombre no habría sabido ver, trajo la paz a mi vida porque me enseñó a aceptar, a ceder, a ser paciente, a agradecer y a confiar.

Transparente como una caja de cristal y desprendido en su amor y sus posesiones, me lo ofreció todo y me ayudó a ser feliz. Y yo, lo amé como nunca había amado a nadie y agradezco a la vida que Urbano haya sido y estado.

Estoy satisfecha porque el manuscrito de mi vida, tantas veces escrito y reescrito, cerró con los mejores párrafos.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *