Gigantes, cabezudos y bestiario

Mi  amigo en Feibu, Jaume,  se ha dado a la tarea de poner fotografías de gigantes de distintos pueblos de la geografía catalana. Me etiqueta muy a menudo en estas fotos porque de alguna forma ha percibido que siento una gran atracción por ellos desde niña.

Recuerdo con mucho cariño la Festa Major (Fiesta Mayor) de Canet de Mar que se celebra por Sant Pere (San Pedro), el 29 de junio,  en la que no podía faltar el pasacalle de los gigantes Petrus i Carlota, muy serios y altivos ellos, que parecían dominar el pueblo desde su altura. De pequeña, los veía todavía más inmensos y majestuosos. Por la noche, ya en la cama y antes de dormirme, inventaba en mi cabeza historias mágicas en las que ellos eran los protagonistas. Casi siempre Carlota era perseguida por algún personaje malévolo y salvada por Petrus, su real esposo (cosas de los clichés con los que nos amamantan).Otra cosa eran los capgròssos (cabezudos) y el bestiario, que aparecían en mis pesadillas queriendo comerme y no pudiendo atraparme nunca.

Aunque los gigantes y cabezudos son una tradición popular en las celebraciones de muchas localidades de Europa occidental y América Latina, en Catalunya tienen una vigencia extraordinaria.  Hay pocos pueblos catalanes que no los tengan y los saquen a pasear, como parte de sus celebraciones, varias veces al año.

Los gigantes son unas figuras realizadas en diferentes materiales, dependiendo del tiempo en el que hayan sido confeccionados, con un armazón de madera que permite a la persona que los lleva, debajo de sus ropajes, hacerlos caminar y danzar en los actos en los que participan. Representan arquetipos populares o figuras históricas de relevancia local. Los primeros gigantes documentados en Barcelona datan del año 1424.

Aunque no se sabe a ciencia cierta su origen, están ligados a la mitología y creencias ancestrales. En 1929 tras haber sido convenientemente cristianizados, los gigantes y bestias festivas participaron en la procesión de Corpus de Barcelona, con la finalidad de transmitir la historia sagrada a la población. “El gigante representaba a Goliath o Sansón, la mula acompañaba a Balaam, los caballitos formaban parte del entremés de San Sebastián o el dragón iba con Santa Margarita. Algunos de aquellos primeros animales festivos como el fénix o el elefante, tuvieron una vida efímera en las procesiones, probablemente por la dificultad de encontrarles una identificación bíblica adecuada a los intereses de la Iglesia”

A mediados del siglo XVI aparecieron las gigantas, cuando ya estos personajes no eran bíblicos.

Felipe V, vencedor en la guerra de sucesión y el Decreto de Nueva Planta de 1716, permitieron la expropiación de la mayor parte de las figuras gigantescas y bestiario. La fiesta de Corpus perdió su color porque se prohibió la presencia de imaginería en sus procesiones y la mayoría de las figuras, patrimonio invaluable de Catalunya, se dañaron o fueron abandonadas en cualquier dependencia municipal. Después, poco a poco, las cofradías las fueron recuperando, restaurando o rehaciendo.

En el siglo XIX se produjo una recuperación tímida de los gigantes y el poco bestiario que sobrevivió fue conservado en pocas poblaciones. Los gigantes, varones, pasaron a representar al pueblo al cual pertenecían, siendo la imagen de su pasado. La gigantas, pasaron a ser íconos de moda tanto en su vestir como en su peinado –cambiaban de indumentaria cada año– y eran imitadas por las mujeres de las distintas poblaciones. Esta costumbre que se mantuvo hasta el 1920.

Durante la guerra civil española desaparecieron muchos gigantes, quemados dentro de las iglesias o destruidos directamente. Durante el franquismo, todos los gigantes se llamaban Isabel y Fernando. Se usó esta estrategia  para poder asegurar que siguiera la tradición gigantera. El folklore regional, aunque fue castigado, no lo fue tanto como lo fue la lengua catalana, que no fue permitida en escuelas, universidades ni actos protocolares. Como consecuencia de esta prohibición y acoso, muchos catalanes y catalanas descendientes de personas que habían vivido la guerra civil, o que no recibieron educación formal en catalán, tienen lagunas en su lengua y escriben con dificultad o no lo hacen en su idioma.

Una vez recuperada la democracia, los gigantes volvieron a tener sus nombres de reyes catalanes y también se inició la moda de crear gigantes que representaran personajes populares conocidos, como por ejemplo el arquitecto Gaudí.

Los gobiernos, familias, escuelas y asociaciones comunitarias deben convertirse en guardianes de las tradiciones culturales  de los pueblos, preservándolas, resaltándolas y celebrándolas, para que la repetición ahuyente el olvido y la transculturación. Así pues, tienen una gran responsabilidad encima: afirmar las raíces que refuerzan la identidad sus habitantes.

La noche de San Juan o el solsticio de verano

La palabra Solsticio viene del latín y significa “Sol quieto”. En este momento del año, el sol se sitúa sobre uno de los dos trópicos. El hemisferio Norte está más cerca del sol (solsticio de verano) y el Sur más lejos (solsticio de invierno). Esto ocurre entre el 21 y 22 de junio aproximadamente.

El solsticio de verano, llamado en la antigüedad “Puerta de los Hombres” se celebra desde hace 5000 años aproximadamente. Los antiguos griegos creían que el sol mermaba cada día porque penetraba en la dimensión del hombre iluminándolo internamente. Esta cultura entendía que el hombre solo puede llegar a la luz mediante la introspección, cruzando la puerta del inconsciente.

Más tarde, la mitología romana hablaba de las Puertas Solares como las dos caras de Jano, dios que simboliza la transición del pasado al futuro, o de la vida a la muerte y el renacimiento.

Muchas culturas han celebrado y siguen celebrando este fenómeno porque el sol es para todo el mundo principio de vida, existencia y continuidad.

Los celtas, a través de sus sacerdotes, los druidas, encendían hogueras buscando la bendición para las tierras, los frutos, los enamorados y fertilidad para las mujeres.

En México, los aztecas celebraban rituales para que la renovación de los fuegos ayudara a la tierra y a los hombres a respetar los ciclos y obtener salud y buenas cosechas.

En Perú, en la explanada de Sacsahuamán, cerca del Cuzco, se invoca al astro rey antes de su salida, a través de grandes fogatas.

En la India, el solsticio de verano es una puerta que conduce al interior y aseguran que algunos chamanes pueden leer el futuro en las llamas. Las cenizas de las hogueras que se hacen en el solsticio, se conservan todo un año.

En África del norte, también se hacen hogueras en lugares que consideran que necesitan purificación. Arrojando al fuego hierbas medicinales, ahúman utensilios, herramientas y objetos personales, para matar en ellos virus y malas energías Seguidamente saltan siete veces por encima de las brasas para purificarse. Es una tradición que viene de la cultura pre-islámica, ya que actualmente su calendario es lunar.

La tradición cristiana celebra la fiesta de San Juan el 24 de junio, adaptando así el culto pagano a las enseñanzas bíblicas. San Juan Bautista fue precursor de Jesús, anunciando una nueva fe basada en el poder del sol interior. Esta fiesta ve al sol como astro que permite la vida a los humanos y la naturaleza. Aunque también recrea la magia, es decir, cruzar una puerta para pasar de una realidad a otra, pudiendo dejar atrás todo lo viejo, a través de arrojar a las hogueras todo lo inútil, lo negativo, lo que nos lastra, para poder renovarnos.

En estos días suele recolectarse diversas plantas medicinales tales como el hipérico o hierba de San Juan, la Manzanilla, la Artemisa, la Milenrama, el Sauco, el Gordolobo, el Espliego, el Romero, el Tomillo y otras, cuyas propiedades medicinales aumentan por la especial radiación del sol en el solsticio y también por el rocío solsticial.

Esta antigua fiesta del solsticio de verano, se sigue celebrando en innumerables lugares del planeta y las costumbres son muy similares. Se encienden hogueras y en algunos sitios se complementan con baños al amanecer, como si fuera un ritual de bautismo, para limpiar las emociones, para después dar tres vueltas en sentido contrario a las manecillas del reloj, alrededor de la hoguera. Para terminar, se salta por encima de las brasas, entonando algún mantra u oración de transmutación. En la fogata, además de quemar enseres viejos, se queman intenciones escritas en un papel.

Catalunya no es una excepción y celebra la Revetlla de Sant Joan la noche del 23 de junio. Además de encender hogueras con muebles viejos y de seguir los rituales de baños (donde hay playa) y saltos de la hoguera, se tiran fuegos artificiales, se brinda con cava y se come la Coca de Sant Joan, una especie de torta de harina, huevos y azúcar, adornada con frutas confitadas.

Mucho más catalana es la tradición de encender la Flama del Canigó.

El Canigó es la Montaña encantada y símbolo de unidad e identidad, que nos trae un mensaje de paz y amor al pueblo catalán que ama su cultura, su lengua, sus costumbres y tradiciones.

Desde el año 1955, se transportan fajos de leña de toda Catalunya a la cumbre del Canigó para ser quemados durante toda la noche. El fuego puede verse desde la llanura y estas llamas se llevan a cualquier parte de Catalunya, incluso a otros lugares de Europa para encender hogueras de comunidades de catalanes. Desde el año 1964 hay una “Flama del Canigó” que continúa encendida y expuesta en el Castellet, en Perpignan.

Ayer, lunes 23 de junio, la flama del Canigó llegó al Parlamento autonómico catalán, como es tradición. Con ella se han encendido los quinqués que llevan la llama a todos los rincones de Catalunya. Núria de Gispert afirmó que «la flama del Canigó representa la fuerza de un pueblo en marcha, organizado, que quiere decidir su futuro colectivo, explicando a los niños que se han acercado al Parlament que es una luz que nos indica por dónde tenemos que ir»

El día de Sant Joan, es la Fiesta Nacional de los Países Catalanes.

 

La tarde que vivimos en peligro

Después de pasar un largo rato sopesando si ir a la graduación con mi vehículo o llamar un taxi para regresar luego con mi esposo, decidí que era mejor lo segundo para no tener que coger lucha ni con el tránsito ni con el aparcamiento.

Como me constaba por experiencias anteriores que los chóferes de carrito público se la buscan para hacer la travesía mucho más rápida (con cierto grado de taquicardia, claro), entendía que tomando esa decisión, tendría más tiempo para acabar de ver el partido de fútbol, contestar mis wasaps, entrar en feibú y arreglarme (mascarilla incluida).

Llamé a un grupo de taxistas cercano a mi residencia para hacer la reserva de un taxi con aire acondicionado. Hice la salvedad, porque en una ocasión anterior, me mandaron un taxi con aire, pero en las ruedas. El que contestó mi llamada me hizo la observación de que era muy temprano para llamarlos. Ellos no reservaban, sino que las personas llamaban en el momento que lo necesitaban y ellos acudían inmediatamente. Eso ya era riesgoso. Podría pasar que cuando llamara no hubiera taxi. Pero a mí no me para un cierto grado de inseguridad y pensé que en caso de que fallara mi llamada, siempre podría ir con mi vehículo, ya que sería tarde para llamar a otra compañía de taxis más lejana.

Me arreglé cómo pocas veces lo hago: maquillaje, colorete, sombras en los ojos (con lo que pesa todo eso) y luego me enfundé dentro de un vestido ajustado, no demasiado para lo que está de moda hoy en día, pero para mí era casi una camisa de fuerza de las de antes (ahora los loqueros lo resolvemos de otra forma). Lo que hacemos a veces por las personas que amamos.

Cuando faltaban diez minutos para la hora que yo había calculado que debía salir de casa en un taxi volador, llamé y de nuevo hice la solicitud de un vehículo con aire acondicionado. Se pasaron la llamada entre cuatro choferes voceando “quiere un vehículo en buenas condiciones” y al final, un quinto, me dijo que sí, que su carro tenía aire acondicionado.

Esperé ver aparecer el taxi detrás de la ventana, debajo del abanico de techo y con un abanico de “manola” al ritmo de “el farolito”. Llegó increíblemente puntual, pero mis ojos no daban crédito a lo que estaba viendo. El carro no tenía un centímetro sin una abolladura. Los tonos de azul eran tan variados que parecía que lo hubieran pintado así a propósito. Dos de las micas de los faroles estaban rotas. Tragué en seco. Piensa Carmen, todavía estás a tiempo de despedirlo con una propina e irte con tu vehículo. Pero no llegaré a tiempo, aún encontrando aparcamiento.

Decidí imponerme un acto de humildad. Si otros ciudadanos usan este carro, yo también puedo hacerlo. Y después de todo, lo importante es que tenga aire.

–Buenas tardes.

–Buenas tardes, doña. A dónde.

–Al Auditorio del Banco Central.

–Eso está en la Independencia, ¿no?

–En Gazcue. ¿Sabe dónde está el Banco Central?

–Ah, sí.

– ¿Cuánto es?

–Son trescientos.

–OK

Entré en el destartalado vehículo y verifiqué que sí tenía aire, aunque flojo, pero por lo menos se sentía un fresquito. Tuve que abrocharme el cinturón (es absolutamente recomendable hacerlo en estos vehículos) en el tercer asiento, con lo que, prácticamente, me iba a estrangular si no lo hubiera estirado hacia abajo con mi mano izquierda.

Tan pronto como arrancó, me di cuenta que no había tomado la decisión correcta (algunas veces me pasa). Todas las piezas del vehículo se movían haciendo un ruido semejante al que haría un xilófono desafinado y sin melodía, o una banda de percusión tocada por monos.

– ¿Usted está seguro de que llegaremos al sitio? Me parece que tiene alguna pieza suelta por debajo del carro.

–Hasta Constanza que usted quiera.

Parece increíble, pero estas palabras me tranquilizaron un poco. Ya solo me quedaba hacer abstracción del ruido con una técnica de visualización de mi hermoso Mediterráneo y su playa al atardecer (no me falla nunca).

Hasta estaba sintiendo esa brisita con olor a mar y el sonido suave y tranquilizador de las olas, cuando de pronto, el aire dejó de funcionar. Salí de golpe de mi ensoñación y parece que el conductor vio mi cara de contratiempo (mi sicóloga dice que solo hay que mirarme a la cara para saber que está pasando dentro de mí), porque me dijo  –Es la temperatura, que está muy alta–. No sabía si se refería a la de afuera, a la de adentro o a la del carro. No contesté. Volví a tragar en seco, a poner mi respiración en “low mode” para no impregnar mis mucosas de un tufillo entre grasa de mecánico, sudor y óxido y a implorar a la Vida que el trayecto se acortara y me fuera leve.

El conductor abrió la ventana, las ventanas, y mi cabello comenzó a flotar por los aires. Me alegré en ese momento de no llevar corbata para no verme convertida en el cliché de los clientes de la moto concho.

Después de adelantar de mala manera a los otros vehículos, de dar un giro a la izquierda pasando del carril de la derecha por delante de todos los conductores que iban a mil, de frenar casi incrustándonos en otra chatarra parecida a la nuestra y de andar a golpes de motor, visualicé mi lugar de destino. Empecé a respirar mejor. Volví a implorar a los hados que nadie me viera bajar de esa carroza que de pronto se había convertido en calabaza.

Cuando llegué al sitio, con disimulo me olí las manos y brazos a ver si me acompañaba el olor al viaje. No. Todo estaba bien. Me miré en la puerta de la entrada, me alisé el pelo y sacando pecho me fui a encontrar con el ser que ese día había logrado una de sus primeras metas el su corta vida: graduarse de bachiller.

Se acabaron mis penas en el momento que la vi radiante de alegría y me olvidé de este incidente que hoy he querido revivir, ya con mucha más tranquilidad y hasta con alguna carcajada entre párrafos, imaginándome mi cara y mis circunstancias.