En caída libre

Elohim pasó mucho tiempo preparando su proyecto magno, después que se dio cuenta del poder que tenía y el poco uso que le daba. Lo podía visualizar con claridad y conocía de antemano los resultados, pero se había dicho a si mismo que no iba a darlo por terminado hasta que no lo considerara perfecto. Llevaría a cabo miles de pruebas, hasta asegurarse de que todo estaba listo para empezar a funcionar.

Eran infinitos los detalles de la articulación de cada fase y su naturaleza perfeccionista no le permitía darla por concluida si ocurría el menor fallo. Volvía a comenzar una y otra vez, hasta estar completamente satisfecho.

Como si de una gran obra de teatro se tratara, examinó en su esencia cada una de las escenas y, al final, antes de entregar la gran obra a la joya de su creación: el ser humano, llevaría a cabo un ensayo general con todas las partes juntas. No quería fallarle.

El esfuerzo era infinito, pero cada paso adelantado hacía feliz a Elohim.

El día que debía comprobar la fase “Luz”, estaba entusiasmado y nervioso.

Apretó el botón y una claridad cegadora se hizo. Pensó que, con este paso, las posibilidades de éxito futuro se habían multiplicado.

Había considerado también que, para que la Luz pudiera ser apreciada en todo su esplendor, debía existir la oscuridad. Y la hizo. Blanco y negro, ningún otro matiz.

Exaltado, no se conformó con el bicolor e inventó una tonalidad que fuera tan hermosa que quien la viera, jamás pudiera olvidarla.

El azul más sorprendente salió de su boca en forma de aire.

Resultó ser muy pesado soplar azul para llenar el espacio y Elohim tuvo que descansar entre soplido y soplido. Cuando retomaba la tarea, el azul no era exactamente igual al tono anterior, aunque era cada vez más hermoso. Ante la imposibilidad de conseguir el mismo color, se puso a mirar su obra desde lejos y comprobó que distintos colores de azul podrían servir para diferenciar e intensificar las próximas fases.

Pensó en un espejo que pudiera reflejar ese espacio tan hermoso y se le ocurrió crear el mar. Fue apoteósico.

En el tiempo de luz, los diferentes tonos de azul se reflejaban en el agua.

Elohim quiso probar con el movimiento e inventó diferentes humores para el cielo: triste, lleno de alegría, violento, rabioso, juguetón, tranquilo y, el mar, su aliado, le hacía coro y añadía unos pasos relacionados, como si de una representación de ballet se tratara: ondulaciones suaves, crestas adornadas con espuma, violentos oleajes. Se quedó mucho tiempo embelesado disfrutando su propia creación.

Incansable, siguió adornando lo que llamaría mundo. Entre cielo y mar, colocó tierra de diferentes composiciones y colores, porque, su idea era echar semillas heterogéneas encima para que dieran frutos diferentes.

Esperó y esperó hasta que vio aparecer unas tímidas cabecitas verdes que se abrían paso por entre la tierra y las piedras. Fueron creciendo y día a día ofrecían un aspecto diferente. Algunas largas, delgadas, elegantes, solitarias. Otras redondeadas y familiares salían acompañadas de hermanas y amigas. De otras nacieron flores y de otras frutos.

Elohim pensó, necesito un sol que les de alimento y color y una luna y muchas estrellas que las alumbren en la oscuridad, o irán entristeciendo hasta morir.

Dicho y hecho. La vida de las plantas estaría asegurada por un astro inmenso que permitiera el desarrollo de estos nuevos elementos de la creación. Dividió el trabajo de sostener la vida entre el sol, quien daría luz y calor y la luna y las estrellas que invitarían a un gozoso descanso, tan solo con observarlas. Y vio que toda la diversidad de plantas estaba feliz y agradecida por el maravilloso regalo y se multiplicaban y exhibían con orgullo sus olores, frutos y belleza .

El paso previo a su última y admirable creación, era una prueba para poder pulir el ser humano, por si pudiera salir con alguna imperfección, cosa muy poco probable.

Elohim dio vida a unos seres que respiraban, caminaban, saltaban, se arrastraban, nadaban y sentían. Los puso sobre la tierra y dentro del mar y los ríos.

A algunos les dio fuerza y fiereza, a otros les dio astucia, a otros les permitió volar y trasladarse a diferentes lugares, a otros serenidad y tranquilidad. Pero, el atributo más importante fue el poder de amar, reproducirse, formar familias, y aceptar la diversidad de sus vidas. Hasta ahí llegaban sus cerebros y sus corazones. El verdadero portento de su proyecto lo reservó para insertarlo dentro de su última concepción.

La fase final tomó un tiempo considerable de revisión del diseño y de análisis de cuanto había sido ya creado.

Ajustó el reloj del día y la noche. Agregó unos cuantos tonos a los colores primarios ya creados. Completó algunos trucos que serían deleite de sus seres vivos, como el arcoíris, el rocío, los sonidos del viento y las olas, la lluvia, la nieve, las estrellas fugaces y los olores de las flores y frutos que, en principio, todos eran iguales y pensó que una variedad de olores haría más agradable el universo.

Llegó el gran día. Elohim estaba cansado y nervioso. El esfuerzo había sido gigantesco y, aunque estaba muy seguro de lo que iba a hacer, sentía un cosquilleo interior parecido al miedo. Para darse ánimo, se rodeó de sus animales preferidos, los perros, los caballos y algunas tórtolas, quienes, anticipando lo que iba a ocurrir, también estaban inquietos.

Al resto de los animales, se les permitió ver el nacimiento del linaje humano un poco más alejados.

En el centro de un círculo se podía apreciar dos bultos tendidos, arropados con hojas y flores.

Elohim se acercó a ellos, se agachó y colocando su regia mano sobre uno de ellos sopló con la misma fuerza con la que había creado las nubes del cielo.

Casi podía oírse el latir de todos los corazones de los animales presentes, cuando la figura, apartándose con suavidad las hojas y flores de la cara, se sentó con decisión, miró a Elohim con agradecimiento al tiempo que pronunciaba ¡Padre!. Después, miró a los animales con ternura y les sonrió.

Padre Elohim le tendió la mano y la levantó. Era exactamente lo que había imaginado que iba a ser: una hermosa y fuerte mujer que desde su primera respiración exhalaba bondad, ternura y decisión. Estaba seguro de que reproduciría sus cualidades cuando diera vida.

Se dirigió a la segunda figura acostada e hizo la misma ceremonia que dio vida a la mujer. Otro cuerpo fuerte, dispuesto, seguro, que miraba sereno a todo lo que le rodeaba, cobró vida. Se levantó, agachó su cabeza en signo de veneración y con agradecimiento y voz fuerte exclamó: ¡Padre! Durante un tiempo estuvo contemplando lo que le rodeaba y su cara mostraba admiración y gozo por lo que veía.

Padre Elohim sonrió satisfecho. Se acercó a ambos y formó un círculo con las manos ceñidas.

–Eva, Adán, amados hijos de mi esencia, bienvenidos a un mundo que ha sido creado para vuestro deleite y que yo os entrego para su tutela y desarrollo. Poseedores de todo, os hago responsables de su vida.

De ahora en adelante, solo necesitáis cultivar y hacer crecer todo lo que lleváis adentro que es bueno. Multiplicaos.

Luego señaló a todos los animales.

–Estos otros hijos míos, han sido puestos para vuestra compañía, vuestro servicio y algunos, para vuestra alimentación. Tratadlos con bondad y obtendréis de ellos lealtad y solicitud.

Dirigiendo su mirada al cielo y todo lo que rodeaba la escena, Elohim sonrió satisfecho.

–Eva, Adán, todo lo que os rodea es vuestro. Cuidad la tierra, trabajadla con esmero, no la alteréis y recogeréis los mejores frutos. Amad a mis animales.

Padre Elohim se retiró a descansar muy satisfecho de su obra, sin dejar de observar la evolución de su proyecto estrella. Había puesto dentro de cada persona, animal y cosa creada, la esencia de la perfección, lo necesario para seguirse desarrollando.

Nunca pudo descansar tranquilo. Muy pronto comenzaron los problemas entre la pareja y sus descendientes.

Inventaron juegos de poder; dejaron que la envidia se instalara; pusieron el dinero por delante del amor; se les fue muriendo la consideración por los demás; cambiaron el nosotros por el yo y la rabia y el odio sustituyeron a la serenidad y afecto.

Siempre amparados bajo el lema de la ciencia y del desarrollo, maltrataron a la tierra forzándola a producir lo que no podía, alteraron sus semillas y frutos y la envenenaron en nombre del progreso. Invadieron el espacio contaminándolo. Experimentaron con la naturaleza humana para obtener cambios que la volviera “perfecta”, hermosa, sin enfermedades y, a poder ser, sin muerte. Se acercaron, alejándose y, para eso, crearon un universo virtual perverso.

Defraudado, Padre Elohim no deja de pensar en los cambios negativos insertados en su obra maestra.

–No vamos bien. Ese no es el comportamiento que esperaba de los seres humanos, quizás deba cancelar el proyecto Universo y diseñar uno nuevo. Comenzaré a elegir cuál animal podría estar al mando de la nueva creación –dice para sus adentros.

Un día de suerte

Está claro que poner el pie en el suelo al despertar, define el día que tienes por delante.

Después de una noche llena de sueños maravillosos, como nunca los había tenido, mis ojos quedaron sellados. Por un momento sentí pánico. ¿Tendría conjuntivitis? ¿Sería un inicio de cataratas?

Me levanté asustada y coloqué mi pie izquierdo en la alfombra. A ciegas, me dirigí al lavabo y me golpeé la frente en la puerta del armario que se había quedado abierto por la noche. Me detuve unos instantes para acordarme, de forma poco correcta, del familiar de quien hubiera olvidado cerrar. Luego me arrepentí, porque fui yo misma   la descuidada y mi pobre madre nada tenía que ver en ese asunto.

Tanteando, encontré la llave del agua. La abrí a toda potencia y con prisa me lavé la cara una y otra vez esperando que se hiciera el milagro de la vista. Y se hizo, justo a tiempo de poder ver cómo mi frente perdía armonía a causa de una protuberancia que, de momento, tenía un color indefinido.

Me apliqué un anticoagulante en gel y dejé el arreglo de la cara para más tarde.

Me apetecía comer fruta y me dirigí a la cocina, ya casi olvidado el incidente del golpe.

Los plátanos estaban tan maduros que se deshacían en la mano y a mí me gusta la fruta verde. Busqué las manzanas dentro del refrigerador y, o sorpresa, no había. ¿Fui yo que me comí la última, o hay alguien más con gustos similares?

Bien, si no era fruta podría ser una papilla de avena. Ay! Se me olvidó comprar leche ayer. ¿La hago solo con agua? Ni tan masoquista me sentía.

Me pareció que la vida me estaba mandando un mensaje: en la cafetería de la esquina puedes desayunar mejor y, además, te lo servirán.

Acabé mi arreglo personal tapando mi cachito con un poco de maquillaje y, de un humor indefinido, salí de casa.

¡Oh Dios!, ¿dónde están las llaves de mi vehículo? ¡Calma, Elisa! Piensa, piensa. Recordé que se había roto la anilla de las llaves y, momentáneamente, las había guardado junto con las de la casa. ¿Y las de la casa? Entré en pánico, tampoco las tenía.

Tendría que llamar a mi hermana para que me trajera las llaves de emergencia que ella, conociéndome bien, insistió en guardarme. Llegó en diez minutos, todavía en pijama –mi hermana me ama–. Abrió la puerta de mi casa, esperó que yo encontrara el llavero y la volvió a cerrar, metiendo el suyo, con rapidez, en su bolso.

Llegué a la cafetería tan y tan estresada que decidí recompensarme por todos mis sinsabores con un bocadillo de tortilla, grande, cuatro churros y una taza de chocolate.

Me sentí como una reina hasta que la desabrida que vive en la parte posterior de mi cortex cerebral comenzó a comadrear con mis células nerviosas lo mucho y poco saludable que había desayunado hoy. Los remordimientos no tardaron en aparecer, pero decidí no hacerles mucho caso, pues, yo estaba contenta.

Antes de llegar a la oficina tenía que pasar a encuadernar un estudio que debía entregar a unos clientes que preferían leerlo sobre el papel, en lugar de recibirlo por la red.

Tarareando una canción –todavía sentía el efecto del chocolate–, me puse a ojear distintos objetos del centro de copiado, mientras esperaba que terminaran el trabajo, porque la persona que me estaba atendiendo era del tipo flemático y se tomaba su tiempo para realizarlo. Empecé a ponerme nerviosa.

Al fin, me llamaron para entregarme el producto terminado. Soy minuciosamente responsable con mis entregas. Saqué el informe encuadernado y me puse a ojear que todo estuviera correcto.

¡Oh, oh, oh! ¡Dios mío! Lo habían encuadernado al revés. El lomo que debía estar en el margen izquierdo, estaba en el derecho. Y solo faltaba media hora para la cita con mi cliente.

Perdí los estribos, empecé a gritar y a llorar, explicando que probablemente iba a perder un cliente al no poder entregar a tiempo mi primer trabajo para su compañía.

El supervisor del establecimiento vino corriendo y me ofreció sacar copia, a colores, por cuenta del centro. Tomó el informe que tenía ciento cincuenta páginas, lo repartió entre cuatro empleados y él mismo se encargó de la encuadernación.

Ya pasaba diez minutos de la hora de la reunión cuando salí de la papelería. Conducía como perturbada y pasé un semáforo cuando la luz amarilla estaba cayendo. Un policía me esperaba del otro lado. Empezó, con mucha educación, una perorata sobre las reglas del tránsito y los peligros que entrañaba que los conductores se las saltaran. No discutí con él. Me disculpé y le rogué que se diera prisa poniéndome la multa.

Llegué a la oficina del cliente pensando que nuestra relación sería de “hola y adiós”. La secretaria me pidió perdón, porque su jefe la había llamado hacía media hora para decir que no podría llegar a tiempo y que cancelara la reunión. Ella no había podido localizar mi número telefónico.

Me miró preguntándose qué me pasaba cuando llena de alegría le dije: ¡maravilloso!

Hicimos una nueva cita. ¡El cliente estaba salvado!

Me sentía como si hubiera empujado un tractor con todo y remolque cuando llegué a la oficina. Fui directa al lavabo y me arreglé lo mejor que pude. Al menos, el chichón de la frente había desaparecido.

Cuando consulté mi agenda recordé que había quedado con Fabricio para cenar en La Marisquería que era mi restaurante favorito. La excusa era revisar una posible asociación para concursar juntos en un proyecto importante, pero, la verdad era que yo estaba asfixiada por ese hombre que había sido mi crush desde los quince y seguía siéndolo a los treinta.

Con todas las peripecias del día, al mirarme al espejo, sentí que debía hacer algo por mi imagen, así que, salí a comprar una blusa y una falda nuevas.

A la hora de la cita, estaba resplandeciente y puntual en el restaurante. Fabricio llegó preciso, también y comenzamos pidiendo unos cócteles mientras repasábamos el futuro proyecto y la posibilidad de hacerlo juntos. Nos tomó un buen rato y sin darme cuenta me había tomado tres bebidas alcohólicas, cuando yo solo acostumbro a tomar media cerveza o una copa de vino. Al poco rato, me puse demasiado contenta. Se me soltó la lengua y me atreví a compartir algunas teorías locas sobre la inmortalidad del cangrejo.

De los cócteles pasamos a la cena con vino y, después de una botella, vino otra.

Cuando acabamos la cena insistí en compartir la cuenta, haciendo una exaltación, en voz alta, a la igualdad de género. Fabricio accedió, creo que para que yo dejara de hacer mi discurso ante el camarero y el resto de los asistentes.

Nos levantamos y comencé a dar traspiés. Mi cabeza daba vueltas y no lograba fijar mi vista en los escalones del restaurante.  Parece que mi estado preocupó a Fabricio, quien me llevó del brazo y me sugirió montar en su coche y dejar el mío aparcado, para irlo a recoger al día siguiente.

Yo casi no podía pensar, pero sí lo suficiente como para traer a mi imaginación una de las muchas fantasías que había tenido con Fabricio.

Nos montamos y a los diez minutos de estar en el camino, me di cuenta que algo no andaba bien. No era yo. La cabeza comenzó a darme vueltas y mi estómago empezó a protestar con vehemencia. Me horroricé al darme cuenta de lo que venía después. No me dio tiempo a abrir la ventanilla. El vómito salió disparado cambiando totalmente mi aspecto, el del coche y el de Fabricio que se puso amarillo del asco.

No quiero ni recordar ese momento de vergüenza infinita –habría preferido morirme–, a pesar de que mi acompañante trató de quitarle importancia al incidente.

Llegamos a mi casa. Bajé del coche después de haberme disculpado mil veces y ofrecido pagar la limpieza profunda del vehículo.

Para rematar, al tomar el corto camino de césped para llegar a mi puerta, no me di cuenta que un perro callejero se había aliviado justo en medio. Entré en casa estampando, en la alfombra de la entrada, unas huellas aterradoras.

No, no iba a llorar.

Me quité la ropa y los zapatos y los arrojé al cubo de la basura, junto con el felpudo.

Mañana sería otro día y tendría muy en cuenta lo del pie con el que te levantas.