Un día de suerte

Está claro que poner el pie en el suelo al despertar, define el día que tienes por delante.

Después de una noche llena de sueños maravillosos, como nunca los había tenido, mis ojos quedaron sellados. Por un momento sentí pánico. ¿Tendría conjuntivitis? ¿Sería un inicio de cataratas?

Me levanté asustada y coloqué mi pie izquierdo en la alfombra. A ciegas, me dirigí al lavabo y me golpeé la frente en la puerta del armario que se había quedado abierto por la noche. Me detuve unos instantes para acordarme, de forma poco correcta, del familiar de quien hubiera olvidado cerrar. Luego me arrepentí, porque fui yo misma   la descuidada y mi pobre madre nada tenía que ver en ese asunto.

Tanteando, encontré la llave del agua. La abrí a toda potencia y con prisa me lavé la cara una y otra vez esperando que se hiciera el milagro de la vista. Y se hizo, justo a tiempo de poder ver cómo mi frente perdía armonía a causa de una protuberancia que, de momento, tenía un color indefinido.

Me apliqué un anticoagulante en gel y dejé el arreglo de la cara para más tarde.

Me apetecía comer fruta y me dirigí a la cocina, ya casi olvidado el incidente del golpe.

Los plátanos estaban tan maduros que se deshacían en la mano y a mí me gusta la fruta verde. Busqué las manzanas dentro del refrigerador y, o sorpresa, no había. ¿Fui yo que me comí la última, o hay alguien más con gustos similares?

Bien, si no era fruta podría ser una papilla de avena. Ay! Se me olvidó comprar leche ayer. ¿La hago solo con agua? Ni tan masoquista me sentía.

Me pareció que la vida me estaba mandando un mensaje: en la cafetería de la esquina puedes desayunar mejor y, además, te lo servirán.

Acabé mi arreglo personal tapando mi cachito con un poco de maquillaje y, de un humor indefinido, salí de casa.

¡Oh Dios!, ¿dónde están las llaves de mi vehículo? ¡Calma, Elisa! Piensa, piensa. Recordé que se había roto la anilla de las llaves y, momentáneamente, las había guardado junto con las de la casa. ¿Y las de la casa? Entré en pánico, tampoco las tenía.

Tendría que llamar a mi hermana para que me trajera las llaves de emergencia que ella, conociéndome bien, insistió en guardarme. Llegó en diez minutos, todavía en pijama –mi hermana me ama–. Abrió la puerta de mi casa, esperó que yo encontrara el llavero y la volvió a cerrar, metiendo el suyo, con rapidez, en su bolso.

Llegué a la cafetería tan y tan estresada que decidí recompensarme por todos mis sinsabores con un bocadillo de tortilla, grande, cuatro churros y una taza de chocolate.

Me sentí como una reina hasta que la desabrida que vive en la parte posterior de mi cortex cerebral comenzó a comadrear con mis células nerviosas lo mucho y poco saludable que había desayunado hoy. Los remordimientos no tardaron en aparecer, pero decidí no hacerles mucho caso, pues, yo estaba contenta.

Antes de llegar a la oficina tenía que pasar a encuadernar un estudio que debía entregar a unos clientes que preferían leerlo sobre el papel, en lugar de recibirlo por la red.

Tarareando una canción –todavía sentía el efecto del chocolate–, me puse a ojear distintos objetos del centro de copiado, mientras esperaba que terminaran el trabajo, porque la persona que me estaba atendiendo era del tipo flemático y se tomaba su tiempo para realizarlo. Empecé a ponerme nerviosa.

Al fin, me llamaron para entregarme el producto terminado. Soy minuciosamente responsable con mis entregas. Saqué el informe encuadernado y me puse a ojear que todo estuviera correcto.

¡Oh, oh, oh! ¡Dios mío! Lo habían encuadernado al revés. El lomo que debía estar en el margen izquierdo, estaba en el derecho. Y solo faltaba media hora para la cita con mi cliente.

Perdí los estribos, empecé a gritar y a llorar, explicando que probablemente iba a perder un cliente al no poder entregar a tiempo mi primer trabajo para su compañía.

El supervisor del establecimiento vino corriendo y me ofreció sacar copia, a colores, por cuenta del centro. Tomó el informe que tenía ciento cincuenta páginas, lo repartió entre cuatro empleados y él mismo se encargó de la encuadernación.

Ya pasaba diez minutos de la hora de la reunión cuando salí de la papelería. Conducía como perturbada y pasé un semáforo cuando la luz amarilla estaba cayendo. Un policía me esperaba del otro lado. Empezó, con mucha educación, una perorata sobre las reglas del tránsito y los peligros que entrañaba que los conductores se las saltaran. No discutí con él. Me disculpé y le rogué que se diera prisa poniéndome la multa.

Llegué a la oficina del cliente pensando que nuestra relación sería de “hola y adiós”. La secretaria me pidió perdón, porque su jefe la había llamado hacía media hora para decir que no podría llegar a tiempo y que cancelara la reunión. Ella no había podido localizar mi número telefónico.

Me miró preguntándose qué me pasaba cuando llena de alegría le dije: ¡maravilloso!

Hicimos una nueva cita. ¡El cliente estaba salvado!

Me sentía como si hubiera empujado un tractor con todo y remolque cuando llegué a la oficina. Fui directa al lavabo y me arreglé lo mejor que pude. Al menos, el chichón de la frente había desaparecido.

Cuando consulté mi agenda recordé que había quedado con Fabricio para cenar en La Marisquería que era mi restaurante favorito. La excusa era revisar una posible asociación para concursar juntos en un proyecto importante, pero, la verdad era que yo estaba asfixiada por ese hombre que había sido mi crush desde los quince y seguía siéndolo a los treinta.

Con todas las peripecias del día, al mirarme al espejo, sentí que debía hacer algo por mi imagen, así que, salí a comprar una blusa y una falda nuevas.

A la hora de la cita, estaba resplandeciente y puntual en el restaurante. Fabricio llegó preciso, también y comenzamos pidiendo unos cócteles mientras repasábamos el futuro proyecto y la posibilidad de hacerlo juntos. Nos tomó un buen rato y sin darme cuenta me había tomado tres bebidas alcohólicas, cuando yo solo acostumbro a tomar media cerveza o una copa de vino. Al poco rato, me puse demasiado contenta. Se me soltó la lengua y me atreví a compartir algunas teorías locas sobre la inmortalidad del cangrejo.

De los cócteles pasamos a la cena con vino y, después de una botella, vino otra.

Cuando acabamos la cena insistí en compartir la cuenta, haciendo una exaltación, en voz alta, a la igualdad de género. Fabricio accedió, creo que para que yo dejara de hacer mi discurso ante el camarero y el resto de los asistentes.

Nos levantamos y comencé a dar traspiés. Mi cabeza daba vueltas y no lograba fijar mi vista en los escalones del restaurante.  Parece que mi estado preocupó a Fabricio, quien me llevó del brazo y me sugirió montar en su coche y dejar el mío aparcado, para irlo a recoger al día siguiente.

Yo casi no podía pensar, pero sí lo suficiente como para traer a mi imaginación una de las muchas fantasías que había tenido con Fabricio.

Nos montamos y a los diez minutos de estar en el camino, me di cuenta que algo no andaba bien. No era yo. La cabeza comenzó a darme vueltas y mi estómago empezó a protestar con vehemencia. Me horroricé al darme cuenta de lo que venía después. No me dio tiempo a abrir la ventanilla. El vómito salió disparado cambiando totalmente mi aspecto, el del coche y el de Fabricio que se puso amarillo del asco.

No quiero ni recordar ese momento de vergüenza infinita –habría preferido morirme–, a pesar de que mi acompañante trató de quitarle importancia al incidente.

Llegamos a mi casa. Bajé del coche después de haberme disculpado mil veces y ofrecido pagar la limpieza profunda del vehículo.

Para rematar, al tomar el corto camino de césped para llegar a mi puerta, no me di cuenta que un perro callejero se había aliviado justo en medio. Entré en casa estampando, en la alfombra de la entrada, unas huellas aterradoras.

No, no iba a llorar.

Me quité la ropa y los zapatos y los arrojé al cubo de la basura, junto con el felpudo.

Mañana sería otro día y tendría muy en cuenta lo del pie con el que te levantas.

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