Esclavitud actual

Dicen los historiadores que la esclavitud se abolió en el siglo dieciocho, pero no es verdad. Los esclavistas siguen empeñados en que no se abandone esta terrible práctica. Y como los tiempos han cambiado, también han cambiado las técnicas utilizadas por estas personas con cerebro orientado al marketing y a la producción de recursos.

En lo que toca a las mujeres, se han desarrollado innumerables instrumentos que envueltos en papel celofán, o cubiertos con chocolate, nos obligan a querer tenerlos y usarlos, aunque en el intento nos dejemos la piel.

Enumeraré y describiré unos cuantos –que no tendría espacio suficiente para explicarlos todos.

Zapatos de tacón alto (estiletes): llámense así, unos artefactos que las mujeres debemos ponernos siempre que queramos vernos fabulosas, sexis y con unos centímetros más de estatura y que al cabo de un rato causan dolor en los pies, al cabo de un tiempo dolor en las rodillas y al cabo de unos años implantes de rótula.  Ahora bien, si se llaman “Manolos”, “Louboutines”, “Jimmy Choos” o “Pradas”, además de los daños expuestos anteriormente, se produce un daño en el bolsillo difícilmente reparable con el salario común de una persona de clase media.

Zapatos de plataforma: es una variable del instrumento de tortura anterior, más nefasto todavía que producen retorcijones de pies, tendinitis y aterrizajes de esos que cayendo de espaldas una se rompe la nariz. Suelen agregar muchos centímetros a la altura con la que venimos de fábrica las mujeres, y también cambian nuestra manera de caminar de manera negativa. Entonces, hay que sopesar qué es más importante, si la moda, la altura o la salud y la gracia y soltura al caminar.

Ropa apretada: sensacional atuendo para las jovencitas que entienden que exhibiendo las maravillas de las que la vida las ha dotado, son más femeninas, más deseables o más conquistadoras. En realidad, este utensilio de tortura no se ha dejado de usar nunca, ya que, en muchos casos, si la moda crea tendencia de ropa cómoda, ancha y fresca, al momento confabulan los vendedores de fajas y corsés, gimnasios y centros de estética para convencernos de que con ropa cómoda valemos la mitad, porque no podemos exhibir la mercancía, y el refrán de “el buen paño en el arca se vende” ya está pasado de moda. Ahora se vende más lo que se publicita.

Pelo “tratado”: más del veinte por ciento de la población mundial es de origen africano y algunos países salen premiados con el setenta por ciento de la población. Eso significa que posiblemente estas personas tienen el pelo muy rizado, lo cual y en general, significa un problema estético para los poseedores en ese país gratificado. En la actualidad, todo tiene arreglo y así se han inventado “tratamientos alisadores” cada vez más sofisticados y caros. Perder  tres y cuatro horas en la peluquería, aguantando pomadas, jalones, secadores, planchas y una disminución notable de la cantidad de pelo y de la cuenta bancaria, no es nada comparado con la satisfacción de llevar el pelo lacio, “chino”, “bueno”.

Tintes: no me refiero a los que se dan las mujeres jóvenes para estar a la moda o cambiar el estilo cuando quieren divertirse o tienen que pasar página. Me refiero al que nos damos las mujeres de cierta edad y que los peluqueros complican cada vez más para que se vean “naturales” (mechas, rayitos, color en la raíz y diferente en las puntas, etc.) ¿Cuándo diremos no a las sustancias que perjudican nuestro cuero cabelludo y que cada vez hay que aplicar con mayor frecuencia? Yo no tengo el valor. La sociedad no quiere ver mujeres de pelo blanco y ¿quién no quiere ser acogido, reconocido y aprobado por la sociedad? Solamente mujeres con una altísima autoestima y seguridad se muestran con sus canas –chapeau para Fabiola Medina, guapa entre las guapas y mejor profesional.

Botox e implantes de ácido hialurónico: las últimas técnicas de rejuvenecimiento utilizadas desde los treinta hasta la muerte por algunas mujeres que no quieren envejecer –yo tampoco quiero, pero quiero menos ser esclava–. En principio solo supone unos pinchacitos, y un desembolso pecuniario, pero, ¡Todo sea por la belleza!  El problema surge cuando se convierte en adicción, cuando hay que repetir el procedimiento cada seis meses, cuando al encontrar a una amiga en la fila de un banco tienes que mirarla dos veces para asegurarte de que es ella, y aún así no la saludas por si acaso no es; ojos asustados, cara de manzanita redonda, con unos pómulos que nunca antes tuvo, sonrisa tímida, si acaso puede, y otras yerbas aromáticas.

Y así cientos de herramientas de tortura que nosotras mismas hemos ayudado a desarrollar y mejorar en detrimento de nuestra salud, comodidad y paz, convirtiéndonos en esclavistas de nosotras mismas; digo yo, que por mi edad y experiencia cada día entiendo más que lo importante es ser y estar.

De todas formas, nada en contra de las mujeres que se someten. Cada quien hace con su vida y su cuerpo lo que le da la gana. Pero, ¿No sería hermoso que la sociedad aceptara a las personas como son, en la medida que se desarrollan en cuerpo y alma?

La bombonera

Las residencias de ancianos contienen diferentes ejemplares de la raza humana que por una razón u otra el cauce de la vida los depositó en ese receptáculo: ancianitas muy dulces, o con muy mal genio, rebeldes, resignadas, quedadas en mejores tiempos, y ancianos taciturnos, otros que viven diariamente sus batallitas del pasado, o enredados en momentos felices, afanosos por servir para algo y otros deseando, en vano, recuperar sus mejores tiempos.

En la residencia que conozco, las edades de sus huéspedes oscilan entre los ciento cuatro y los cincuenta y nueve años y su estado sicológico y fisiológico, en muchos casos, no tiene que ver con su edad cronológica. Hay un anciano de noventa y cinco años que se jacta de haber practicado artes marciales en su juventud y que cada vez que lo visito guarda en su bolsillo una tapa de refresco para doblarla entre el dedo meñique y el anular. Su fuerza está bien, en comparación con su memoria. Cuando llego y tengo que enchufar el aparato de dar masajes, siempre recurro a él haciéndome la torpe. El hecho de desenredar el cordón y conectar el artefacto lo hace feliz; quiero imaginar que está pensando que le da un servicio a un ser querido de su familia.

A los ancianos, no les gusta compartir el motivo por el que están en la residencia; en la mayoría de los casos porque hacerlo sería acusar a la carne de su carne de abandono, de desidia, o de haber perdido la batalla de los recursos económicos. Son muy raras las excepciones en las que el anciano va a la residencia por su propia decisión, ya que, aunque afirmen que así ha sido, escondida hay una historia triste de la que se hace abstracción.

Cuando llegué a dar servicio, más de compañía que técnico, lo hice para dar soporte a unas ancianas que no hablaban castellano y estaban aisladas del resto por esa razón. Sin embargo, no era el idioma lo que las mantenía más apartadas, era un incipiente Alzhéimer que a pasos agigantados iba haciendo su nefasta labor y que se las llevó casi el mismo día no sé dónde. Se llamaban Carmen, las dos, y cuando regresé a la semana siguiente, sus compañeros me dijeron que las “Cármenes” se habían ido juntas, como juntas habían estado en su paso por la residencia. Mientras compartíamos, cuando oían su idioma materno, sonreían con placidez y me devolvían el regalo con un maratónico apretón de manos. Los ancianos, como los niños y los perros, sienten un desborde de endorfinas cuando se les acaricia, se les abraza o se les besa. El hecho de que alguien se interese por ellos, por su vida, por su salud y sus actividades, da un calorcito a su corazón que se refleja en su cara.

Don Ángel y doña Rosita, llegaron juntos a la residencia y me dio mucha alegría ver que, al menos, uno tenía al otro; pero duró muy poco mi fiesta interior porque la ancianita no se pudo adaptar al entorno y costumbres y murió dos meses más tarde de haber ingresado. La depresión pudo más. Días antes del fallecimiento, don Ángel pasaba el día entero en la capilla pidiéndole a Dios y todos los santos (me imagino) que su amada saliera de su pena y volviera a ser ella. No sé cómo se habrá sentido con la indiferencia de lo alto ante sus súplicas diarias, pero ahora dice tener ciento cuatro años, cuando a su llegada afirmaba ser de noventa y cuatro.

Irene fue una gran cantante lírica que todavía conserva la voz en alguna proporción, porque ejercita diariamente las cuerdas vocales. Tiene una habitación privada a la que solamente invita a personas muy estimadas o a las que reconoce el gusto por su arte. Tiene ochenta y cinco años pero afirma tener setenta y cinco. No se mezcla con el resto de sus compañeros. Cuando la exhortamos a participar en los ejercicios y los masajes, con mucha educación pone una excusa y declina la invitación. Le gusta salir a pasear por la calle y llegar hasta el frutero para comprar fruta fresca, pero tuvo que ser auxiliada por un policía al sufrir una caída doble y ya no se atreve a darse el gusto de creerse una mujer autosuficiente.

Don Alejandro, de setenta y cinco años tiene una pierna amputada y sueña con tener una compañera. Su plan es ponerse una prótesis y volver a vivir en su finquita con la que sea su mujer, porque, según él, todavía puede hacer la labor (no me atreví a preguntarle cuál).

Doña Grace, además de unos ojos verde esmeralda, tiene las manos más hermosas del mundo, suaves, tersas y con unas uñas extremadamente cuidadas que hacen que las mías se avergüencen con la comparación. Su trato es delicado con los demás. Es una pena que su caminar sea cada vez más pesado y su sueño más asiduo.

Y así podría ir describiendo a mis bombones, mis viejos amigos, orgullosos del ayer y resignados con el hoy, la mayoría. Condescendientes algunos, cascarrabias otros, “chismosillos” en general, pero seres humanos desvalidos y amparados por otros seres humanos que tienen el corazón lleno de amor.

Me alegra mucho que mi amiga Margarita me llevara a “animar a los catalanes”, porque me he quedado con ellos y con todos los chicuelos, como les digo cuando me despido de ellos ese día especial de la semana.