Hoy puede ser un gran día y mañana también.

-Puede que Vázquez exagerase-dijo-, pero de todas maneras, a mí me ha salido la hoja roja en el librillo de papel de fumar, eso es. Había en sus pupilas estremecidas un trasfondo de complacencia. Añadió con un hilo de voz: quedan cinco hojas.

(La Hoja Roja de Miguel Delibes, 1920-2010)

La metáfora de Miguel Delibes que compara el ya abandonado “librillo” de papel para liar cigarros con la vida humana, me parece muy adecuada. Cuando se llega a la hoja roja, se está recibiendo la señal de que el tiempo que queda es limitado. Lo cual no quiere decir que a partir de ahí las personas debamos ponernos a rumiar cuándo y cómo sucederá lo inevitable, sino todo lo contrario. Ese es el momento de enriquecer lo que nos queda de vida haciendo lo que no hicimos o reforzando nuestra realidad, si estamos satisfechos con la misma.

Probablemente cuando llega la hoja roja es tiempo de jubilarnos. Hace mucho que la jubilación dejó de ser el final de nuestra vida. Afortunadamente si durante nuestra vida productiva hemos pensado en la jubilación, esta no será sino un premio al esfuerzo laboral de los años.

Sin embargo, mientras que la jubilación es positiva para unos,  para otros significa la pérdida del rol funcional y por ende, la incertidumbre de no saber en qué ocupar el tiempo, situación que, en algunos casos, puede producir problemas psicológicos.

Las investigaciones coinciden en que el nivel de estudios condiciona la forma en que se vive esta etapa: a mayor nivel educativo, menor ansiedad y depresión. El nivel educativo se convierte en un factor protector y también lo hacen el ocio, la socialización y la práctica de algún deporte o ejercicio.

McGoldrik y Cooper (1985) determinaron en sus investigaciones que la jubilación no tiene efectos negativos sobre la salud. Pero, no es así para todas las personas. Dedicamos nuestra vida a trabajar y el trabajo está valorado socialmente;  luego, cuando se deja de trabajar puede venir una infravaloración, ya sea propia, ya sea de la sociedad en la que se desenvuelve el individuo. Además de la educación hay dos factores que influyen positiva o negativamente en el grado de adaptación a la jubilación: la salud, y la posición económica del individuo. Mientras mejores sean ambas, más probabilidades hay de que el nuevo estado no sea traumático. En cuanto a la autoestima,  en la jubilación la persona toma conciencia de su edad  y esta entrada oficial en la vejez  puede influir de forma negativa en el nivel de autoestima, sobre todo si está fundamentada en el trabajo y los logros laborales o financieros.

Pensar sobre el envejecimiento desde una óptica no fatalista, sino preventiva, asumiendo que las potencialidades de las personas requieren de circunstancias adecuadas que favorezcan el desarrollo personal y la calidad de vida en la que tengan lugar proyectos y deseos, es la forma más adecuada de irse adentrado en esa etapa inevitable.

Ante todo lo anterior, es importante tener en cuenta que el equilibrio es una característica clave para la jubilación. Y para que haya equilibrio en la vida de una persona, esta debe preocuparse por tener armonía entre: actividades, trabajo voluntario, cursos de educación para adultos, hacer ejercicio y otros.

A continuación lo que podría ser una calificación de los jubilados que no pretende ser exclusiva.

  • Los continuadores mantienen el contacto con sus habilidades y actividades del pasado, pero las modifican para adecuarlas a la jubilación, a través de trabajo voluntario o trabajo a tiempo parcial en su campo de actividad anterior.
  • Los aventureros inician nuevas actividades o aprenden nuevas habilidades no relacionadas con su trabajo anterior, como aprender a tocar el piano o trabajar en algo totalmente nuevo.
  • Los buscadores aprenden por ensayo y error, en su búsqueda por algo adecuado; todavía no han hallado su identidad ahora que están jubilados.
  • Los despreocupados disfrutan del tiempo sin obligaciones y les agrada dejarse llevar por la corriente en lo que a su cronograma diario se refiere.
  • Los espectadores involucrados mantienen un interés en el campo de trabajo anterior pero asumen roles diferentes, por ejemplo un miembro de un grupo de presión que se transforma en un fanático de las noticias.
  • Los retraídos se deprimen, se apartan de la vida y se dan por vencidos en la búsqueda de un nuevo camino.

Antes de llegar a la hoja roja, es el momento adecuado para pensar qué tipo de jubilado nos gustaría ser y  trabajar para que ocurra lo que queremos para el último período de nuestra vida. Algunos ejercicios de reflexión interesantes para preparar nuestra jubilación pueden estar basados en:

  • De qué voy a jubilarme o de qué no quiero jubilarme.
  • Hacer una lista de lugares, actividades y personas que nos nutran y refuercen.
  • Hacer un nuevo Currículo basado en un análisis FODA: fortalezas, oportunidades, debilidades y amenazas y estableciendo los objetivos que se desearían alcanzar.
  • Reforzar y fomentar las relaciones sociales.
  • Involucrarse en aquellas actividades que además de suponer una vinculación social, activan y mantienen las capacidades intelectuales y emocionales.
  • Realización de actividades individuales o grupales.
  • Desarrollo del propio proyecto de vida.

La clave está en buscar cuáles son las motivaciones para seguir viviendo con intensidad. Cultivar las aficiones propias que se han dejado olvidadas, o a las que uno no ha podido dedicarse suficientemente con anterioridad.

El objetivo para prepararnos para la jubilación es mejorar nuestra calidad de vida, es decir, llegar a experimentar un sentimiento de bienestar psicofísico y socioeconómico en el que influyen tanto los factores personales o individuales (salud, independencia, satisfacción con la vida, autoestima) como los factores socio ambientales. Este proyecto de vida debe ser lo suficientemente flexible como para hacer cambios, si las circunstancias lo requieren.

Tendremos la vejez que preparemos durante nuestra vida. Si la base existencial es sólida nos sostendrá hasta el final, si por el contrario llegamos a la tercera edad con unos cimientos que tienen que ver más con lo exterior que con lo interior, poco a poco iremos quedando vacíos.

El Bacá

Los bacás hacen su trabajo, pero cobran caro.

El capitán López acababa de regresar de los Estados Unidos donde había participado en un curso para investigadores policiales. El gobierno norteamericano había proporcionado a seis países de Centro y Latinoamérica los medios necesarios para que enviaran representantes al evento. Se había especificado las características deseables  de los prospectos al entrenamiento y una parte de los requerimientos estaba relacionada con la actualización intelectual del individuo, un perfil psicológico sano y flexible y una educación de acuerdo a los tiempos actuales. Se preferían más teóricos que empíricos, que ya habría tiempo para una práctica basada en las reglas más modernas de la investigación. En el cuartel se había dicho con palabras llanas que el curso era para “académicos nuevecitos que no creyeran en magia ni brujería”

Fidelio López, quien era muy puntilloso con sus obligaciones, había decidido pasar por la oficina antes de ir a su casa porque se sentía muy agradecido por la oportunidad que le habían dado de tomar el curso, visitar lo que para él era el paraíso de la civilización y vivir por quince días en uno de los hoteles más conocidos por los criollos que viajaban al norte. Entró en el despacho de su jefe y saludó militarmente.

—A sus órdenes mi coronel.

—López ¿y qué carajo hace usted aquí? Lo hacía en gringolandia aprovechando el fin de semana.

—Decidí venir a pasarlo con la familia e incorporarme el lunes al trabajo.

— ¿Y cómo le fue?

—Muy bien mi coronel. Esa gente sí sabe. El curso es lo máximo en cuanto a enseñarle a uno a ser objetivo y a no dejarse influenciar por todas las creencias que tenemos en nuestros pueblos en desarrollo.

— ¿Ajá? Bueno pues creo que usted le viene al departamento como anillo al dedo. Tenemos un caso en la frontera que no está fácil. El jueves apareció muerto un hombre en el Paraje del Diablo. Tenía la cara rasgada y el cuerpo mutilado y ya los aldeanos están diciendo que por San Juan está apareciendo un bacá.

—Pues el lunes amanezco en el paraje jefe.

—Allá se comunica con el comandante Martínez y con el médico de San Juan que fue al que le llevaron el cadáver. Ahora váyase a descansar Fidelio y me saluda a Blanquita.

—De su parte jefe. A sus órdenes.

El capitán López parecía dormitando durante el camino hacia la frontera. Los brincos de la jeepeta no le incomodaban, le servían para no entretenerse demasiado con cada pensamiento sobre el caso que sabía que en ese momento no podía ser otra cosa que subjetivo. Tiempo tendría de hacer análisis más profundos cuando hubiera recibido la información precisa. De vez en cuando abría los ojos y el paisaje le dolía en el corazón. Cuánta desolación: el suelo reseco y agrietado, las cabras rumiando lentamente las briznas que habían nacido por un milagro de la noche, como si no quisieran apresurar el momento de plenitud fisiológica; los niños apostados en los portales de las casas de madera con los ojos vacíos de curiosidad y los vientres llenos de lombrices, agarrando un pedazo de caña  con una mano y espantándose las moscas de la cara con la otra. Y el calor ¡ese insoportable calor! Sentía que su ropa se le pegaba al cuerpo. No hacía ni tres días que vivía como un rey y ahora había caído en la tierra de la miseria absoluta.

—Capitán, llegamos a Nayá.

— ¿Está lejos del paraje?

—Como a dos kilómetros, pero es el sitio más cercano donde pudimos encontrar una habitación decente para su hospedaje.

— ¿Cómo se llama la familia?

—Los Tejada.

—Pues coja para allá inmediatamente que necesito darme una ducha y empezar a hablar con la gente.

Los Tejada son la típica familia campesina del país, con medios suficientes como para cultivar las tierras y permitirse ciertos lujos dentro de su vida tales como cuarto de baño con agua corriente, cocina de gas, camioneta y habitaciones suficientes como para no vivir en promiscuidad. Por esa razón se les había solicitado albergar al capitán López, a lo que habían accedido con la amabilidad que es característica en la gente del pueblo y lo estaban esperando con curiosidad. Le habían preparado la habitación de Moncholito que estaba estudiando en la capital y le habían hecho mejoras introduciendo una mesa y una silla para que el oficial pudiera hacer sus informes en la privacidad de su habitación. El matrimonio se desvivió por complacer todos los deseos del oficial: la ducha, un cafecito y un descanso en la mecedora del portal.

Al terminar de darse el duchazo, como si hubiera sido planificado de la mejor manera, apareció el comandante del destacamento para ofrecerle sus servicios y ponerlo en contacto con las personas que hiciera falta.

—Mi capitán, cabo Martínez a sus órdenes.

—Descanse cabo. ¿Cuándo puedo ver a las personas que estuvieron más cerca del caso?

—Esta misma tarde mi capitán ¿Los traigo aquí o usted va al destacamento?

—Me gustaría hablar con usted ahora y por la tarde recibiré aquí al médico. Si hay alguna otra persona que pueda dar información sobre el asunto, la llevas al destacamento y mañana por la mañana estaré hablando con ella.

—A sus órdenes.

—Descríbame el caso Martínez. Según usted ¿que pasó en el Paraje del Diablo?

—El Javao iba a trabajar en el conuco cuando vio un bulto, justo a la salida del paraje, lejos de las últimas casas de los trabajadores del ingenio; era el cuerpo de un haitiano casi desnudo, con la cara desgarrada y las extremidades mutiladas. Vino corriendo al destacamento y con él me dirigí al lugar señalado; también avisamos al médico que llegó una hora más tarde. Yo, del caso pienso que fue una riña entre los trabajadores del ingenio; aparentemente Toulouse era un rebusero y alguien le pasó cuentas. Los rasguños de la cara pudieron ser hechos con la horquetilla y lo desmembraron a machetazos; después las alimañas se encargaron del resto. Pero…hay personas que dicen que han estado viendo un bacá por los alrededores. La Trudis reportó el otro día que le apareció muerta una vaca y al Guapo le amanecieron tres chivos desbarataos.

—También quiero hablar con esas personas para oír lo que tengan que decirme.

—Está bien mi capitán, pues esta tarde le mando al médico.

—Vaya con Dios Martínez.

El doctor Acosta  llegó a las cuatro de la tarde y confirmó la versión del cabo Martínez.

—Así, a simple vista tenemos un asesinato. Probablemente un ajuste de cuentas por alguna mujer o en un delirium con triculí. El haitiano murió a consecuencia de tajos de machete que le provocaron un desangramiento. Pero si realmente la autoridad tiene que llegar a una conclusión científica hay que exhumar el cadáver que hubo que enterrar porque aquí no teníamos donde guardarlo y hacerle la autopsia.

Cuando se fue el médico, el capitán López se retiró a su habitación para comenzar a redactar el documento del caso. Al rato, María de Tejada tocó la puerta con delicadeza y le avisó al capitán que la cena estaba lista y que Miguel, su esposo, lo esperaba para tomarse unas frías antes. El capitán López no quiso parecer mal educado y aceptó la invitación aunque sabía que eso suponía una larga conversación sobre mujeres, romo o el conuco.

—Qué buena está —exclamó el capitán para complacer al campesino—.

—Y que lo diga. Con este calor lo que mejor cae es una fría. Y dígame mi capitán ¿van a seguir investigando el caso del haitiano?

—Terminaremos en poco tiempo. Está claro que lo mataron en una pelea. Empezaremos a investigar a sus compañeros de trabajo y sus relacionados.

— ¿Cómo que claro? ¿Y quién lo dice?

—Bueno, eso es lo que parece.

—Pues mire, yo se lo digo porque ya he oído varias veces que se aparece por estos lugares un bacá que acaba con cuanto animal y persona encuentra. Toda mi vida le he tenido respeto a ese pájaro del demonio.

—Pero ¿usted ha visto a alguno?

—Sí. La última vez que se apareció estaba rondando mi casa. Moncholito tenía cinco años y a los bacás les gusta la carne tierna. Era una noche que hacía un calor especial, cuando respiraba los pulmones me pesaban y de vez en cuando pasaba una brisa helada que me daba teriquito; era una noche muy parecida a esta.

—Y ¿cómo era el bacá?

—El que yo vi, porque tienen formas diferentes, era un pájaro que en la oscuridad solo se le veían los ojos brillantes. Era grande y prieto y tenía un par de cachos como los del…ya sabe.

—Y ¿qué le hizo?

—Yo, me colgué el escapulario de la Virgen de la Altagracia y agarré un machete en una mano y un atado de rompezaragüey en otra y salí a encontrarlo, porque a esos pájaros hay que plantarles cara. Pues lo espanté bien espantao, pero al día siguiente en cada una de las otras casas del poblado faltaba una res o un ave. Se los comió enteritos y dejó un trabajo en casa del Pelao; desde entonces su mujer se comenzó a poner flaca y se murió a los tres años; era puro hueso.

—Dejen las cervezas ya y vengan a la mesa que si no, el pastelón se va a enfriar.

En su habitación el capitán López retomó el informe. Se sentía extrañamente cansado, —será por el calor—, pensó. — ¿O será que he comido algo que me ha caído mal?— El aire estaba caliente y tan espeso que se podía cortar. Se quitó la camisa y acercó la mesa a la ventana para recibir un poco de aire fresco. Sintió un olor repugnante y vio que venía de un ramillete de hierbas que habían puesto encima de la cómoda. No lo podía resistir y lo sacó por la ventana, al día siguiente lo recogería y lo pondría en su mismo sitio antes de que se dieran cuenta sus anfitriones.

Inmediatamente lanzó las ramas afuera le pareció ver una sombra que cruzaba por delante de la ventana con rapidez. —Será Miguel recogiendo algo de la camioneta— pensó —.

Estaba encima de la cama sudando copiosamente a pesar de la ventana abierta, de pronto, un ramalazo de aire gélido le dio de frente provocándole un dolor fuerte en el hombro. No podía respirar bien y se levantó para ir al cuarto de baño. Tenía que darse una ducha fría. El baño estaba fuera de la habitación y tenía que cruzar por la entrada de la casa para llegar al mismo. De pronto le vino a la mente la recomendación de Miguel de “plantar cara a los bacás” y pensó que fuera lo que fuera lo que había visto, la precaución no estaba de más. Tomó su pistola y la sobó. Caminó pesadamente por la habitación y al pasar por el frente de la puerta sintió una necesidad urgente de salir al porche y sin pensarlo dos veces la abrió con prisa y salió afuera. No había luz y no se sentía ningún sonido familiar, parecía que la casa, el campo, el pueblo, de repente, se habían vaciado de habitantes y de ruidos. Su corazón empezó a latir fuertemente y el sudor se le escurría por su espalda y por sus sienes. Cada vez se le hacía más difícil respirar y de repente sintió un dolor muy agudo en el pecho, como si una mano poderosa le oprimiera el corazón. Cayó al suelo y su vista se nubló. De pronto, unas sombras negras con ojos brillantes se fueron acercando y una de ellas se inclinó hacia él. Con la poca fuerza que le quedaba disparó cuatro veces.

Esa noche el doctor Acosta tuvo que certificar la muerte del capitán López y de Miguel Tejada. El primero sufrió un ataque al corazón y el segundo fue muerto por los disparos que hizo el capitán cuando iban a auxiliarle porque estaba caído enfrente de la casa.

Los vecinos no creyeron esa explicación; ellos sabían muy bien que don Miguel no le había cumplido al bacá y vino a cobrar su precio. El capitán López, simplemente estaba en el caso que no debía estar. A pesar de su formación, la genética le jugó una mala pasada.

Alas libres

Traza la niña toscos garrapatos,
de escritura remedo,
me los presenta y dice
con un mohín de inteligente gesto:

«¿Qué dice aquí, papá?»

Miro unas líneas que parecen versos.
«¿Aquí?» «Si, aquí; lo he escrito yo; ¿qué dice?
porque yo no sé leerlo…»
«¡Aquí no dice nada!», le contesté al momento.

«¿Nada?», y se queda un rato pensativa
-o así me lo parece, por lo menos,
pues ¿está en los demás o está en nosotros
eso a que damos en llamar talento?-.

Luego, reflexionando, me decía:
¿Hice bien revelándole el secreto?
-no el suyo ni el de aquellas toscas líneas,
el mío, por supuesto-.

¿Sé yo si alguna musa misteriosa,
un subterráneo genio,
un espíritu errante que a la espera
para encarnar está de humano cuerpo,
no le dictó esas líneas
de enigmáticos versos?

¿Sé yo si son la gráfica envoltura
de un idioma de siglos venideros?
¿Sé yo si dicen algo?
¿He vivido yo acaso de ellas dentro?

No dicen más los árboles, las nubes,
los pájaros, los ríos, los luceros…
¡No dicen más y nos lo dicen todo!
¿Quién sabe de secretos?

Tengo que agradecer a Miguel de Unamuno (1864-1936) que con esta hermosa poesía (Incidente Doméstico, la titula él) y que por ella misma ya lo explica todo, me haya proporcionado la base para esta reflexión psicológica que puede ser de interés para los padres que desean la felicidad de sus hijos, entre los que me incluyo en mi etapa de abuela.

Los niños desarrollan sus destrezas en sus primeros seis años de vida y la creatividad es una de ellas. Esta, puede quedarse agazapada o puede desarrollarse al máximo. Después de los diez años, al empezar el desarrollo del pensamiento lógico y formal, se va perdiendo el potencial en términos creativos.

Para entender qué tan importante es la creatividad, basta decir que fomentándola se puede lograr que el niño produzca ideas y soluciones nuevas para sus problemas, mejore su autoestima, tenga mayor sensibilidad con el entorno, flexibilidad, originalidad, independencia, inclinación hacia la exploración de situaciones y cosas y otras muchas características que lo preparan mejor para su vida de adulto.

Como padres o tutores y con el fin de fomentar la creatividad, deberíamos empezar conociendo cuáles son sus intereses,  ya que tendrán mayor motivación en desarrollar algo que les guste. Es vital dejar al niño hacer y prestarle atención a lo que hace, aunque no lo entendamos, aunque nos parezca exagerado o no vaya en la línea de nuestros conocimientos o formación, ya que de esta forma el niño va trazando su camino en base a sus propias soluciones. En la mayoría de los casos, a los adultos nos da miedo salir del estatus quo y no les permitimos a nuestros niños que lo hagan. En el hogar y en las escuelas, aunque puede haber hermosas excepciones,  suele enseñarse de palabra y todavía más, de obra, lo que ya está establecido por nuestra cultura y castigar con desaprobación o por otros métodos igual de perjudiciales al niño que se sale “del guión”. Y ni hablar de motivarlo a que se cuestione por qué las cosas se deben hacer así, o se debe pensar en esa forma.

Podemos tener grandes y agradables sorpresas si nos metemos en el mundo de nuestros hijos en el momento de los juegos o de la creatividad. Podemos mostrarles nuestra forma de hacer las cosas, de la que de seguro ya han tomado buena nota, pero motivarles a que ellos lo hagan diferente o busquen otras soluciones. Hay que dejar que exploren, que toquen, que miren, que inventen y permitirles que se equivoquen sin burlarse o desalentar su espontaneidad.

Para aumentar su creatividad, además de no inhibirles cuando muestran deseos de expresarse, poner a nuestros hijos en contacto con el arte es abonar en su cuenta de vida; pero al hacerlo es importante proponer actividades artísticas que sean adecuadas al “momento” del niño (edad, entorno, intereses, habilidades, etc.); proporcionarle materiales nuevos, vistosos, diferentes y con los que no se pueda hacer daño. No ayuda corregirle los trabajos, en todo caso, podemos preguntarles de qué otra forma podrían estarse haciendo los mismos. Expresar orgullo por los resultados y exhibir el producto de la creatividad de los niños en la casa o en cualquier otro lugar, le permite al niño entender que su trabajo es importante y que él mismo es aprobado. Los niños a los que se ha motivado a ser creativos se sienten realizados e integrados cuando ven los resultados de su “talento especial”.

La imaginación es más grande que el conocimiento. Si lo dijo Einstein, debe ser.

La suerte mala

 

—¡Comadre, comadre! Que ahí llegaron unos guardias y dizque se la llevan a usted presa.

—¡Ay Dios mío. Virgencita de la Altagracia! Dile que me esperen un minuto que ya salgo.

Así se despertó Benita esa mañana temprano. Ese día le rompieron su rutina de dieciséis años: se levanta a las seis, prepara el desayuno para su marido y sus hijos y el de ella se lo prepara cuando llega a la casa de su patrona porque allí hay cosas para comer que le gustan más. Se pone la ropa más cómoda y más fresca que encuentra, ajusta la puerta de su casa más por seguir el mandato de sus genes que por necesidad de guardar sus pocos cacharros y se lanza a la calle con sus noventa kilos de mulata dicharachera y cantarina. Le gustaría hacer el camino montada en un coche, pero el médico le recomendó hacer ejercicio y además, el bolsillo no está como para coger un motoconcho todos los días. Antes de llegar a su trabajo pasa por donde el Ñato a buscar su palé que de seguro le va a tocar hoy, porque se levantó con una picazón en las manos y cuando eso pasa es porque va a entrar dinero.

—Ñato, dame 50 del 46.

—Mira buena moza, me soñé contigo y con tu hijo mayor. ¿Cuál es el número de su cédula?

—El mío el 88 y el de Pedro el 30.

—Pues juégalos mamá que segurito que son pa tí.

—¿Tú estás seguro? Porque si hoy no me saco no voy a poder pagar el juego de aposento que cogí fiao en donde Blanco.

—Tan seguro como que me llaman Ñato. Acuérdate que hace tres años también me soñé con tu comadre y te sacaste unos billetes.

—Pues dámelos y guárdame el 43 y el 75 para mañana.

Y de ahí Benita sigue su camino saludando a los viejos conocidos que encuentra y les pregunta por su familia, por su salud y hasta se invita ella misma a tomar un cafecito en sus casas cuando acabe sus labores del día —En la tarde paso—. Doña Libia, su patrona,  la está esperando en la puerta porque ha oído sus risas y parloteos en la calle.

—Buenos días doña Libia.

—Hola Benita. Tienes cara de contenta.

—Estoy bien. Estoy feliz porque ya le pusieron las puertas nuevas a mi casa. Lo único que me falta en la vida es sacarme una buena mordida en la lotería, para no tener que andar con el agua al cuello.

—Mujer, pero eso no pasa cada día. Lo mejor es tener un trabajo fijo y vivir de acuerdo a lo que se gana.

—¡Buena pendeja, eso lo dice porque no le falta nada! Pero doña Libia, es que hay que buscársela para poder ir adelante. Nosotros los pobres tenemos que echar mano a todos los líos que aparecen.

—Pues tú sabrás, pero no me metas en esos líos tuyos.

—Si usted me va a pagar hoy, no me descuente los dos mil que le debo, que la semana que viene voy a cobrar un san y se los voy a devolver.

—Pero ya quedamos el mes pasado que te los iba a descontar este mes.

—Ay doñita, por favor, que esta tarde la vecina me va a devolver unos cuartos que yo le presté.

—Lo siento. Pienso que te hago un daño si te sigo acumulando la deuda. Hoy te voy a descontar lo que me debes y punto.

A Benita le comenzó a correr el sudor por la cara, pero no dijo nada. Empezó a maquinar qué cosa haría para salir del lío, porque ni su marido ni sus hijos sabían que había cogido tanto dinero prestado y la última vez que pasó eso la amenazaron con botarla de la casa. Comenzó a llamar por teléfono a Jesús, María y todos los santos y acabó cogiendo tres números de otras rifas para la noche —Nunca se sabe lo caprichosa que es la suerte—. Pensando en cuánto recibiría por cada rifa más los palés las cuentas le daban bien y aún le iba a sobrar para desrizarse el pelo y ponerse las uñas postizas. Así que se tranquilizó y siguió haciendo la comida. Terminó temprano y pidió permiso a doña Libia para irse.

Benita fue derecho al salón y en tres horas la dejaron con pelo bueno y uñas de rica.

—Mañana paso a pagarte, Milagros.

Estaba contenta. Su viejo no venía por ahora porque le tocaba vigilancia hasta por la mañana. El cuerpo le pedía una fría y un bachateo en el  bar del Gallo y para allá lo llevó.

—A ver compadre, deme una fría.

—Comadre ¿y usted por aquí sin don Polín?

—¡Cállese la boca y no me la caliente! Póngase una del Añoñaíto.

—¡Ey, ey, que no hagan tanta bulla que están dando los palés!

Entre tragos, pasos y contoneos estaba Benita muy atenta a la radio que estaba dando los resultados de la lotería local con la que se jugaban los palés y las rifas populares.

—Qué fue lo que dijo, 22 y 99? ¡Coño!

Benita comenzó inmediatamente a sacar cuentas y se asustó, digamos que a medias, porque el efecto de las cervezas le permitían dejarlo todo para mañana. No tenía prisa por entrarle al problema, es más, no tenía prisa ni siquiera para volver a su casa.

—Manito, pónmelo en la cuenta.

Fue la última de las parroquianas que cerró el bar y se marchó con la cabeza bien espesa. Sus problemas se habían esfumado cuando se acostó con todo y ropa.

Al día siguiente, el recuerdo de los pagos que tenía que hacer ese día, para los que no tenía dinero, le dio en la cabeza como un machetazo. Sintió ganas de vomitar.

A las 11 de la mañana se presentó en su trabajo, después de haber llamado a primos, tías y compadres para ver si conseguía algún dinero prestado. !Nada! Nadie tenía.

—¡Rastreros del carajo! —susurró para que no la oyera la comadre.

Cuando llegó a la casa de doña Libia la estaba esperando con varios mensajes.

—Benita, te llamaron de los Almacenes Blanco y un tal Rosendo. Que les devuelvas la llamada que es algo urgente.

Benita sabía de qué se trataba, se había terminado el plazo de pago de los muebles del aposento y Rosendo le iba a reclamar los diez mil pesos que le debía y que se había comprometido a pagar la semana pasada. También estaba pendiente la cuenta del colmado, la de las puertas de madera y la de la peluquera. Tenía que resolver de alguna manera y lo iba a hacer.

Casi muerta por el miedo, el remordimiento y la rabia se dirigió a la habitación de doña Libia. Allí estaba su solución, guardada en el tercer cajón de la cómoda, debajo de la ropa de verano. Cincuenta mil pesos. Eran muchos, demasiados para los que necesitaba. Si cogía solo veinte mil se podría arreglar con sus compromisos y, a lo mejor, la vieja ni se daba cuenta antes de que lo devolviera.

—¡Comadre, comadre! Que salga del aposento o entran ellos.

—¿Qué se le ofrece hermano? —contestó Benita retirando el toldo de la puerta y tan blanca como puede ponerse un prieto.

—¡Que está presa en nombre de la Ley!

—¿Y qué es lo que yo he hecho?

—Se la acusa de robo en la casa de doña Libia Aguiar.

—¡Ay virgencita de la Altagracia! Que yo no le he puesto la mano a ná. Déjenme arreglarme y vamos para allá a resolver.

Benita no podía pensar. Salió corriendo por la ventana de atrás. Estaba escapando pero sin rumbo. Sin darse cuenta estaba llegando al puente. Qué vergüenza cuando su familia lo supiera. Le dolía el pecho. Llegó al sitio y con mucha dificultad se encaramó en la trama de hierros que sostenían el puente. Tardó unos minutos en decidirse a saltar.

Algunas personas que vieron todo de lejos confundieron su camisón con una chichigua cayendo en picada al río.

—¿Qué paso?

—Una loca que se tiró porque el marido la había engañado.

—¿Qué paso?

—Una mujer que mató a su hijo recién nacido.

—¿Qué pasó?

—Que una ahí se mató porque la habían echado del trabajo.

—!Qué pendeja, con lo buena que es la vida!—exclamó un borracho que acababa de despertarse.

La mochila y el currículum

Quise compartir el siguiente relato del escritor, periodista y miembro de La Real Academia Arturo Pérez Reverte, el cual, después de nueve años de escrito es tan actual como el minuto en el que lo estamos leyendo.

El problema sobre el que basa el relato, no solo existe, sino que se ha agravado y trasmitido como el S.I.D.A. cebándose en los dueños del futuro, los jóvenes.

Cito completo el relato que, además, es una joya del moderno buen escribir.

Llueve a ratos, y Madrid está frío y desapacible. Pasan paraguas al otro lado del escaparate de la librería de mi amigo Antonio Méndez, el librero de la calle Mayor. Estamos allí de charla, fumando un pitillo rodeados de libros mientras Alberto, el empleado flaco, alto y tranquilo, que no ha leído una novela mía en su vida ni piensa hacerlo -«ni falta que me hace», suele gruñirme el cabrón- ordena las últimas novedades. En ésas entra un chico joven con una mochila a la espalda, y se queda un poco aparte, el aire tímido, esperando a que Antonio y yo hagamos una pausa en la conversación.

Al fin, en voz muy baja, le pregunta a Antonio si puede dejarle un currículum. Claro, responde el librero. Déjamelo. Y entonces el chico saca de la mochila un mazo de folios, cada uno con su foto de carnet grapada, y le entrega uno. Muchas gracias, murmura, con la misma timidez de antes.

Si alguna vez tiene trabajo para mí, empieza a decir. Luego se calla. Sonríe un poco, lo mete todo de nuevo en la mochila y sale a la calle, bajo la lluvia.

Antonio me mira, grave. Vienen por docenas, dice. Chicos y chicas jóvenes. Cada uno con su currículum. Y no puedes imaginarte de qué nivel. Licenciados en esto y aquello, cursos en el extranjero, idiomas. Y ya ves. Hay que joderse.

Le cojo el folio de la mano. Fulano de Tal, nacido en 1976.

Licenciado en Historia, cursos de esto y lo otro en París y en Italia. Tres idiomas. Lugares, empresas, fechas. Cuento hasta siete trabajos basura, de ésos de tres o seis meses y luego a la calle. Miro la foto de carnet: un apunte de sonrisa, mirada confiada, tal vez de esperanza. Luego echo un vistazo al otro lado del escaparate, pero el joven ha desaparecido ya entre los paraguas, bajo la lluvia.

Estará, supongo, entrando en otras tiendas, en otras librerías o en donde sea, sacando su conmovedor currículum de la mochila. Le devuelvo el papel a Antonio, que se encoge de hombros, impotente, y lo guarda en un cajón.

Él mismo tuvo que despedir hace poco a un empleado, incapaz de pagar dos sueldos tal y como está el patio. Antes de que cierre el cajón, alcanzo a ver más fotos de carnet grapadas a folios: chicos y chicas jóvenes con la misma mirada y la misma sonrisa a punto de borrárseles de la boca. España va bien y todo eso, me digo. La puta España. De pronto la tristeza se me desliza dentro como gotas frías, y el día se vuelve más desapacible y gris. Qué estamos haciendo con ellos. Maldita sea.

Con estos chicos.

Antonio me mira y enciende otro cigarrillo. Sé que piensa lo mismo. En qué estamos convirtiendo a todos esos jóvenes de la mochila, que tras la ilusión de unos estudios y una carrera, tras los sueños y el esfuerzo, se ven recorriendo la calle repartiendo currículum en los que dejan los últimos restos de esperanza Licenciados en Historia o en lo que sea, ocho años de EGB, cinco de formación profesional, cursos, sacrificios personales y familiares para aprender idiomas en academias que quiebran y te dejan tirado tras pagar la matrícula. Indefensión, trampas, ratoneras sin salida, empresarios sin escrúpulos que te exprimen antes de devolverte a la calle, políticos que miran hacia otro lado o lo adornan de bonito, sindicatos con más demagogia y apoltronamiento que vergüenza. Trabajos basura, desempleos basura, currículums basura. Y cuando el milagro se produce, es con la exigencia de que estés dispuesto a todo: puta de taller, puta de empresa, boca cerrada para sobrevivir hasta que te echen; y si tienes buen culo, a ser posible, deja que el jefe te lo sobe. Aún así, chaval, chavala, tienes que dar las gracias por los cambios de turno arbitrarios, los fines de semana trabajados, las seiscientas horas extras al año de las que sólo ochenta figuran como tales en la nómina. Y si encima pretendes mantener una familia y pagar un piso date con un canto en los dientes de que no te sodomicen gratis. Flexibilidad laboral, lo llaman. Y gracias a la flexibilidad de los cojones se han generado, dice el portavoz gubernamental de turno tropecientos mil empleos más, y somos luz y fan de Europa. Guau.

Gracias a eso, también, un chaval de veintipocos años puede disfrutar de la excitante experiencia de conocer ocho empleos de chichinabo en tres o cuatro años, y al cabo verse en la calle con la mochila, buscándose la vida bajo la lluvia.

Partiendo una y otra vez de cero. Flexibilidad laboral.

Rediós. Cuánto eufemismo y cuánta mierda. A ver qué pasa cuando, de tanto flexionarlo, se rompa el tinglado y se vaya todo al carajo, y en vez de currículums lo que ese chico lleve en la mochila sean cócteles molotov.

 

Publicado en El Semanal, el 9 de febrero de 2003.

Comparaciones

Todo empieza a ser mejor o peor a partir de la comparación. Por eso es que todo en la vida es relativo.

En un aeropuerto norteamericano, en vísperas de Nochebuena, varios militares vestidos con sus trajes con estampados de camuflaje y con bolsas medianamente grandes, nuevas, de la misma tela que los uniformes, esperan la salida del avión que los conducirá a su ciudad y hacia los suyos. El tiempo de espera es infinito para estos jóvenes y sus familias.

Son muchachos, altos y fornidos (concibo la idea subjetiva de que son escogidos así, porque no puede ser que todos los norteamericanos que van al ejército estén en el cuadrante de los percentiles más altos de estatura y complexión); son de diferentes minorías étnicas. En esta ocasión sus caras están alegres y charlan entre sí disipadamente. No se alcanza a oír de qué hablan, pero una se imagina que comparten alguna anécdota o experiencia, o tal vez están contando algo de sus respectivas familias o están compartiendo las expectativas sobre las vacaciones; lo que quiera que sea que hablan, es positivo, a juzgar por sus caras.

Una pareja con una niña que está preguntando a sus padres acerca de los trajes de los jóvenes sentados al frente, se les acerca y les pregunta —¿Vienen a quedarse para siempre o vienen de vacaciones?

—De vacaciones, estaremos en casa por doce días—responde el que parece más mayor y de tez oscura.

—Queremos que sepan que apreciamos mucho su trabajo y su entrega— dice la joven madre con una amplia sonrisa. El soldado responde con otra sonrisa y dice —Muchas gracias.

Para subir al avión, estos soldados tienen preferencia junto con los pasajeros de primera clase, los enfermos o personas con alguna discapacidad y los niños. Dentro del avión se ven algunos de los militares sentados en primera clase y el primer pensamiento, subjetivo de nuevo, es que también hay diferente poder adquisitivo entre ellos  y que las clases se dan en todas las profesiones y entre todos los seres humanos.

El avión ha despegado y el capitán se dirige a los pasajeros con las palabras habituales de información del vuelo, piensa una. Pero en esta ocasión, comienza explicando que nos honran con su presencia varios militares que regresan a su casa de vacaciones para volverse a marchar en breve. Aclara que algunos pasajeros  de primera clase han cedido sus asientos a algunos de los soldados. Muchos pasajeros aplauden. El gesto y las caras lo dicen todo. Hay agradecimiento y admiración hacia estos jóvenes muchachos, ya sea que compartan o no las razones por las que están alejados de su patria. Seguramente les recuerdan  a vecinos, amigos y familiares que han pasado por la misma experiencia de dejar ir a los hijos lejos, con la alegría de  recibirlos y con la tristeza de dejarlos marchar por la poca seguridad que tienen sobre de su regreso.

Cuando el avión aterriza, el capitán vuelve a dirigirse a los viajeros solicitándoles que dejen pasar primero a los soldados. Pasillos vacíos, es como si dejaran salir al cura después de decir la misa; nadie se mueve de sus asientos hasta que ellos llegan al frente del avión y entonces, vuelven a sonar los aplausos de despedida. De nuevo un acto de agradecimiento y de reconocimiento a los jóvenes militares.

Enseguida sentí achicárseme el corazón al acordarme de los militares dominicanos.

Hay entre la población mucha predisposición negativa hacia ellos. Se piensa que la mayoría de los militares son personas de tercera categoría que no han tenido otra salida en la vida que unirse al ejército, la policía, la marina y la aviación, ya sea por su falta de educación o por su desidia. Se piensa que con los sueldos que ganan no tienen otra forma de sobrevivir que no sea con el macuteo, el robo, la extorsión y otros tipos de actos incorrectos. Ayuda a esta imagen el físico dejado que exhiben algunos, los uniformes desgastados y hasta rotos y las maneras poco educadas y cordiales de dirigirse a la población civil. En muchos casos, puede que se hayan ganado esta percepción «a pulso». Todo esto hace que en lugar de tener la confianza para acudir a uno de ellos en caso de necesidad, se esquiven; hace que muchas personas se dirijan a ellos disminuyéndolos, desconsiderándolos o exhibiendo poder con el fin de sepan quién está sobre quién.

No es posible que todos los jóvenes que se inician como militares sean personas incorrectas, malas, traicioneras, traficantes o vulgares ladrones como presenta el “cliché” actual. Pero sí que es posible que se vayan volviendo así porque la sociedad no los acoge, no les da ningún reconocimiento, no los trata como personas, no los lleva a superarse y crecer a través de una educación continua, no les da las gracias por lo que hacen por ella y ni siquiera les retribuye adecuadamente su tiempo y su labor. De seguir así, nuestros militares no recibirán aplausos, ni se les cederá el asiento, ni se les reconocerá su servicio hacia nosotros y nosotros seremos los que saldremos perdiendo.

Hay muchas cosas que reclamar a los gobiernos, una de ellas es que en las comparaciones con otros países, no salgamos tan mal parados.

Tanto, tanto.

Parece que no resulto convincente cuando le digo a Maruja que la quiero. Porque si lo fuera ¿me seguiría preguntando día tras día, vez tras vez? No. Pero claro, es que yo mismo no estoy tan seguro. Se que la quiero en estos momentos, pero ¿puedo acaso estar seguro de cuáles van a ser mis sentimientos por los siglos de los siglos? No.

Nada más hay que fijarse alrededor. En casa. Seguro que mi padre le decía a mi madre que la quería y mira por donde andan, él con la Lucha y ella con sus dolores de cabeza. A lo mejor vale la pena hablar sinceramente con la Maru y decirle cómo me siento. Decirle que en estos momentos estoy tan enamorado de ella que no sabría que hacer si me dejara. Decirle que cuando la veo me olvido de todo, lo bueno y lo malo y mi mundo gira alrededor de ella como si fuera un satélite. Que la veo a ella como la compañera de mi vida y que es para mí la mujer ideal para darme hijos. Pero, eso es lo que siento en el corazón, lo que tengo en la azotea es que la vida es loca y uno sabe de hoy pero no tiene ni puñetera idea de mañana.

De nada me valió la buena intención de comunicarme con Maruja en la misma onda. Fue una mala idea lo de pensar que si le hablaba de mis sentimientos lo entendería y podríamos enfocar la relación de una forma diferente. Eso empeoró las cosas hasta tal punto que nos dejamos anoche. Tengo nuestra conversación en la cabeza como si acabara de ocurrir.

— ¿Qué te pasa Maru que no te siento como otros días?

—Estoy un poco pachucha.

— ¿Por qué?

—Porque no estoy segura de nuestra relación.

—Pero, ¿qué hay de malo en nuestra relación?

—No se, cuando me dices que me quieres se me enciende una bombillita roja.

—Mujer ¿y como puedo hacer para convencerte de cuánto te quiero?

—Queriéndome.

— ¿Qué te falta? ¿No cumplo contigo siempre? ¿No lo pasamos bien juntos? ¿No te he demostrado que eres la única mujer para mí?

—Si, pero… ¿cuánto durará?

—Durará lo que dure, yo estoy comprometido para que dure siempre, pero no soy el dueño del tiempo ni de lo que ocurre en él.

— ¿Ves? Ya sabía yo que tú ves lo nuestro como algo pasajero.

—No lo veo como algo pasajero, sino como algo intenso y verdadero. Pero me estás presionando demasiado con este asunto de “para siempre”. No lo aseguro, pero no es porque no quiera que ocurra así, sino porque el futuro está después del hoy y me gusta llevar las cosas paso por paso.

—Pues no entiendo cómo no puedes asegurar algo que deseas intensamente. Yo lo deseo, lo veo y hasta lo vivo y si tú no puedes hacer lo mismo será porque no tienes toda la intención.

—Maru, tengo toda la intención ¡Deja el mal rollo!

— ¿El mal rollo? Ahora resulta que la culpa es mía.

—No, si ya estás cansada de repetir que la culpa es mía.

—Si me quisieras no me estarías hablando así.

—Vale, pues no te quiero.

— ¿Ves como tenía razón?

—Vaya si la tienes. ¡Con Dios!