La suerte mala

 

—¡Comadre, comadre! Que ahí llegaron unos guardias y dizque se la llevan a usted presa.

—¡Ay Dios mío. Virgencita de la Altagracia! Dile que me esperen un minuto que ya salgo.

Así se despertó Benita esa mañana temprano. Ese día le rompieron su rutina de dieciséis años: se levanta a las seis, prepara el desayuno para su marido y sus hijos y el de ella se lo prepara cuando llega a la casa de su patrona porque allí hay cosas para comer que le gustan más. Se pone la ropa más cómoda y más fresca que encuentra, ajusta la puerta de su casa más por seguir el mandato de sus genes que por necesidad de guardar sus pocos cacharros y se lanza a la calle con sus noventa kilos de mulata dicharachera y cantarina. Le gustaría hacer el camino montada en un coche, pero el médico le recomendó hacer ejercicio y además, el bolsillo no está como para coger un motoconcho todos los días. Antes de llegar a su trabajo pasa por donde el Ñato a buscar su palé que de seguro le va a tocar hoy, porque se levantó con una picazón en las manos y cuando eso pasa es porque va a entrar dinero.

—Ñato, dame 50 del 46.

—Mira buena moza, me soñé contigo y con tu hijo mayor. ¿Cuál es el número de su cédula?

—El mío el 88 y el de Pedro el 30.

—Pues juégalos mamá que segurito que son pa tí.

—¿Tú estás seguro? Porque si hoy no me saco no voy a poder pagar el juego de aposento que cogí fiao en donde Blanco.

—Tan seguro como que me llaman Ñato. Acuérdate que hace tres años también me soñé con tu comadre y te sacaste unos billetes.

—Pues dámelos y guárdame el 43 y el 75 para mañana.

Y de ahí Benita sigue su camino saludando a los viejos conocidos que encuentra y les pregunta por su familia, por su salud y hasta se invita ella misma a tomar un cafecito en sus casas cuando acabe sus labores del día —En la tarde paso—. Doña Libia, su patrona,  la está esperando en la puerta porque ha oído sus risas y parloteos en la calle.

—Buenos días doña Libia.

—Hola Benita. Tienes cara de contenta.

—Estoy bien. Estoy feliz porque ya le pusieron las puertas nuevas a mi casa. Lo único que me falta en la vida es sacarme una buena mordida en la lotería, para no tener que andar con el agua al cuello.

—Mujer, pero eso no pasa cada día. Lo mejor es tener un trabajo fijo y vivir de acuerdo a lo que se gana.

—¡Buena pendeja, eso lo dice porque no le falta nada! Pero doña Libia, es que hay que buscársela para poder ir adelante. Nosotros los pobres tenemos que echar mano a todos los líos que aparecen.

—Pues tú sabrás, pero no me metas en esos líos tuyos.

—Si usted me va a pagar hoy, no me descuente los dos mil que le debo, que la semana que viene voy a cobrar un san y se los voy a devolver.

—Pero ya quedamos el mes pasado que te los iba a descontar este mes.

—Ay doñita, por favor, que esta tarde la vecina me va a devolver unos cuartos que yo le presté.

—Lo siento. Pienso que te hago un daño si te sigo acumulando la deuda. Hoy te voy a descontar lo que me debes y punto.

A Benita le comenzó a correr el sudor por la cara, pero no dijo nada. Empezó a maquinar qué cosa haría para salir del lío, porque ni su marido ni sus hijos sabían que había cogido tanto dinero prestado y la última vez que pasó eso la amenazaron con botarla de la casa. Comenzó a llamar por teléfono a Jesús, María y todos los santos y acabó cogiendo tres números de otras rifas para la noche —Nunca se sabe lo caprichosa que es la suerte—. Pensando en cuánto recibiría por cada rifa más los palés las cuentas le daban bien y aún le iba a sobrar para desrizarse el pelo y ponerse las uñas postizas. Así que se tranquilizó y siguió haciendo la comida. Terminó temprano y pidió permiso a doña Libia para irse.

Benita fue derecho al salón y en tres horas la dejaron con pelo bueno y uñas de rica.

—Mañana paso a pagarte, Milagros.

Estaba contenta. Su viejo no venía por ahora porque le tocaba vigilancia hasta por la mañana. El cuerpo le pedía una fría y un bachateo en el  bar del Gallo y para allá lo llevó.

—A ver compadre, deme una fría.

—Comadre ¿y usted por aquí sin don Polín?

—¡Cállese la boca y no me la caliente! Póngase una del Añoñaíto.

—¡Ey, ey, que no hagan tanta bulla que están dando los palés!

Entre tragos, pasos y contoneos estaba Benita muy atenta a la radio que estaba dando los resultados de la lotería local con la que se jugaban los palés y las rifas populares.

—Qué fue lo que dijo, 22 y 99? ¡Coño!

Benita comenzó inmediatamente a sacar cuentas y se asustó, digamos que a medias, porque el efecto de las cervezas le permitían dejarlo todo para mañana. No tenía prisa por entrarle al problema, es más, no tenía prisa ni siquiera para volver a su casa.

—Manito, pónmelo en la cuenta.

Fue la última de las parroquianas que cerró el bar y se marchó con la cabeza bien espesa. Sus problemas se habían esfumado cuando se acostó con todo y ropa.

Al día siguiente, el recuerdo de los pagos que tenía que hacer ese día, para los que no tenía dinero, le dio en la cabeza como un machetazo. Sintió ganas de vomitar.

A las 11 de la mañana se presentó en su trabajo, después de haber llamado a primos, tías y compadres para ver si conseguía algún dinero prestado. !Nada! Nadie tenía.

—¡Rastreros del carajo! —susurró para que no la oyera la comadre.

Cuando llegó a la casa de doña Libia la estaba esperando con varios mensajes.

—Benita, te llamaron de los Almacenes Blanco y un tal Rosendo. Que les devuelvas la llamada que es algo urgente.

Benita sabía de qué se trataba, se había terminado el plazo de pago de los muebles del aposento y Rosendo le iba a reclamar los diez mil pesos que le debía y que se había comprometido a pagar la semana pasada. También estaba pendiente la cuenta del colmado, la de las puertas de madera y la de la peluquera. Tenía que resolver de alguna manera y lo iba a hacer.

Casi muerta por el miedo, el remordimiento y la rabia se dirigió a la habitación de doña Libia. Allí estaba su solución, guardada en el tercer cajón de la cómoda, debajo de la ropa de verano. Cincuenta mil pesos. Eran muchos, demasiados para los que necesitaba. Si cogía solo veinte mil se podría arreglar con sus compromisos y, a lo mejor, la vieja ni se daba cuenta antes de que lo devolviera.

—¡Comadre, comadre! Que salga del aposento o entran ellos.

—¿Qué se le ofrece hermano? —contestó Benita retirando el toldo de la puerta y tan blanca como puede ponerse un prieto.

—¡Que está presa en nombre de la Ley!

—¿Y qué es lo que yo he hecho?

—Se la acusa de robo en la casa de doña Libia Aguiar.

—¡Ay virgencita de la Altagracia! Que yo no le he puesto la mano a ná. Déjenme arreglarme y vamos para allá a resolver.

Benita no podía pensar. Salió corriendo por la ventana de atrás. Estaba escapando pero sin rumbo. Sin darse cuenta estaba llegando al puente. Qué vergüenza cuando su familia lo supiera. Le dolía el pecho. Llegó al sitio y con mucha dificultad se encaramó en la trama de hierros que sostenían el puente. Tardó unos minutos en decidirse a saltar.

Algunas personas que vieron todo de lejos confundieron su camisón con una chichigua cayendo en picada al río.

—¿Qué paso?

—Una loca que se tiró porque el marido la había engañado.

—¿Qué paso?

—Una mujer que mató a su hijo recién nacido.

—¿Qué pasó?

—Que una ahí se mató porque la habían echado del trabajo.

—!Qué pendeja, con lo buena que es la vida!—exclamó un borracho que acababa de despertarse.

2 respuestas a «La suerte mala»

  1. Sigue ahí, me gustó! Pude ver a Benita y sentir sus miedos. Es una foto perfecta de un amplio sector de nuestra sociedad dominicana aunque en muchos casos el final sea variable.

  2. Muy bueno, me has sorprendido con lo aplatanada que estas, creo que mas que yo!!! Me acorde mucho de Maria, como negociaba conmigo los prestamos que me pedia con frecuencia. Esa es una estampa muy criolla. siga pa’lante que va bien!

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