Abelardo y Eloisa

El reloj despertador de Elupina sonó a las ocho de la mañana, como cada domingo.

Los otros días de la semana se levantaba a las cinco para que le diera tiempo a arreglar su habitación, preparar su desayuno y la comida que se llevaría a la escuela donde daba clases, además de dejar la casa limpia. No le gustaba dejar utensilios en el fregadero ni tereques mal puestos, porque cuando llegaba por la noche, muerta de cansancio, no quería tener que ponerse a limpiar ni ordenar.

Pero, los domingos, era otra cosa. Primero a misa, sin desayunar, porque los católicos fervientes recibían la comunión en ayunas. Nada que pudiera ensuciar el camino por el que pasaría el cuerpo de Dios. Desayunaría, cuando saliera, en la cafetería que quedaba frente a la iglesia.

Se puso su mejor vestido, se calzó sus medias y zapatos de tacón y pidió un taxi confortable, para no tener que llegar sudada a la iglesia.

Le gustaba asistir a misa en una parroquia que no era la que le correspondía, al estar ubicada en un área lejana a su residencia. Los cánticos en esa iglesia eran hermosos, acompañados con guitarras, instrumentos de percusión y un órgano que sonaba divinamente. Su pensamiento se transportaba lejos mientras el coro cantaba y ella iba repitiendo, par sí, las letras que se sabía de memoria.

Además, la gente que iba a esa misa era otra cosa. Ahí había educación y buenos modales.

El plus lo completaba el aire acondicionado que funcionaba durante las misas, nada comparado con los ventiladores que había en la parroquia cerca de su casa.

El párroco, el padre Juan, era muy viejo, pero todavía daba en el clavo con sus sermones. Le gustaba mucho que repitiera frecuentemente que, en el juicio final, lo único que el tribunal divino preguntaría al alma que se presentaba era: Hijo mío, ¿cuánto has amado?

Elupina adoptó el enunciado como receta de vida. Si amaba mucho, entraría al cielo cuando muriera. Aunque solamente tenía cincuenta años, elucubraba sobre la puntuación que obtendría en el caso de que muriera esa misma noche.

Llegó a la iglesia veinte minutos antes de la misa y pudo escoger el banco en el que se iba a sentar, bien adelante, para no perderse palabras ni movimientos del rito.

A las diez en punto, salió el sacerdote acompañado de los monaguillos.

Elupina, casi tuvo que frotarse los ojos cuando vio que quien estaba posicionándose delante del altar, no era el padre Juan. ¿Qué había pasado? ¿Quién era el nuevo padre? Nadie le había advertido nada.

–Hermanos– empezó a decir el celebrante–. Soy Andrés. Estaré, por un tiempo, celebrando misas y atendiendo a las necesidades de confesión de los fieles, para lo cual habrá una cartelera en la entrada con los nuevos horarios. Esto así porque tengo que compartir estas celebraciones con otras obligaciones en un colegio en el que doy clases.

El padre Juan está enfermo y voy a reemplazarlo hasta que esté completamente restablecido. Sé que para algunos de ustedes puede representar un inconveniente, pero los caminos del Señor son inexpugnables y es bueno que nos sometamos a su diseño.

Dicho esto, se colocó detrás del altar para comenzar la misa.

Elupina, que en principio se había sorprendido ante el cambio de oficiante , empezó a seguir con atención todos los movimientos del padre Andrés y, hasta le pareció que una luz diferente lo envolvía, como si de una señal del Altísimo se tratara.

Cuando fue a tomar la comunión miró a la cara del padre Andrés y vio que tenía un punto de dulzura en sus ojos color de miel. No pudo evitar un escalofrío cuando los dedos del padre rozaron levemente su mano al entregarle la oblea.

Durante el resto de la celebración, pidió perdón a Dios por no haber sabido parar el cosquilleo extraño que comenzaba en su corazón y recorría todo su cuerpo.

Después del ite misa est, lo vio, arrebolada, caminar con ligereza y alegría por el pasillo central abandonando la iglesia y le pareció etéreo, como si se trasladara encima de una nube.

A la salida, Elupina se acercó a un grupo en el que estaba la mujer que ayudaba al párroco en la sacristía, con la intención de conocer algo más sobre el cambio que había tenido lugar en la parroquia.

La mujer informó que el padre Juan había sufrido un infarto y no se sabía si volvería. También añadió una especie de currículo del padre Andrés: él tenía cincuenta y seis años, era natural del pueblo La Llanura, había sido trasladado a la capital para que se hiciera cargo de un colegio privado mixto y daba clases de filosofía a muchachos de bachillerato. Se decía que era muy moderno, amigable y accesible. Estaría siendo responsable por la parroquia hasta que sus superiores designaran un nuevo párroco.

Elupina volvió a la puerta de entrada y tomó nota de los horarios de misas y confesiones.

Vio que en el tablero había una nota escrita a mano, en la que el padre Andrés solicitaba voluntarios para unas obras de caridad que pensaba iniciar en la parroquia. Había una dirección electrónica y un número de teléfono anotados para quien quisiera participar. Tomó nota y se marchó a su casa analizando todas las novedades y llena de sentimientos encontrados.

Por la noche, no podía dormir pensando en el cambio que había removido no sólo su costumbre dominical, sino sus emociones. Pensó que debía imponerse a sí misma y dejar de pensar en el padre Andrés como un hombre. Era su nuevo director espiritual, una especie de ángel que guiaría su vida y, como tal, debía de considerarlo.

Días más tarde, Andrés aguardaba a los voluntarios que se habían anotado para el proyecto de acompañamiento a ancianos sin familia. La primera que llegó fue la joven señora que, sin querer, le había impresionado cuando estaba dando la comunión en su primera misa. Se presentaron mientras se daban la mano. En principio, tenían algo en común, los dos eran maestros.

Siguieron llegando algunas personas más y Andrés comenzó a explicar sus intenciones acerca del objetivo señalado. Una vez aclarado el programa y haber discutido las metas, procedieron a adjudicarse responsabilidades y trabajos. Como no eran muchos los participantes, Andrés se ofreció para recibir personalmente las consultas e inquietudes del equipo, hasta que todo el mundo estuviera claro de su papel y lo que se esperaba de ellos.

Elupina parecía ser la voluntaria más dispuesta, había ofrecido trabajar los sábados para coordinar todas las visitas que se harían durante la semana. Tendría que instruirla para que entendiera bien su papel dentro del programa. Quedaron en juntarse por la mañana para ir juntos a la primera visita.

Elupina llegó temprano, se presentó con una sonrisa luminosa y la cara como un arrebol. Andrés no sabía que era él quien incitaba esa viveza que, en cierta forma, lo turbaba, igual que cuando la vio mirarlo por primera vez al darle la comunión.

–Padre Andrés, le traje estos bizcochitos para el desayuno– dijo Elupina tendiéndole una bolsa de papel.

–Gracias. Dime Andrés, lo de padre me queda grande. Yo lo que soy es maestro y siervo de Dios y, ahora, amigo de todos ustedes que me van a ayudar a servir al prójimo.

Después de definir la estrategia de la visita mientras se comían los bizcochitos, a los que Andrés añadió unos cafés, salieron juntos para llegar a la primera casa de la misión. La conversación durante el camino fue amena, tuvo que ver con ellos, sus vidas, sus trabajos, sus gustos y, hasta dio tiempo para compartir frustraciones y penas. Eran almas gemelas.

Pasó el tiempo. Siguieron las reuniones y siguió fortaleciéndose la confianza entre los dos.

Elupina volvía a su casa muy feliz después de las misas y las reuniones de voluntariado y por la noche se dormía pensando en Andrés. Se daba cuenta que sus emociones estaban tomando un derrotero peligroso, porque Andrés era sacerdote. No quería ser la rival de Dios. Cada noche pedía perdón por la debilidad de la carne.

Se propuso ser muy cuidadosa con los actos o conversaciones que pudieran alentar al hombre en lugar del sacerdote.

Pero, hay emociones que no respetan barreras y se cuelan sigilosamente por los cinco sentidos, como se cuela la brisa por las puertas y ventanas mal cerradas, hasta llegar al corazón. Para mayor indefensión, las vibraciones de Elupina y Andrés eran recíprocas y danzaban sueltas en el aire, jugando a acorralarse.

Hacían lo humanamente posible para no permitir que sus cuerpos se rozaran y dieran paso a un descontrol. Pero, hay personas predestinadas que, aun sin querer, se ven absorbidas por el amor, como si del remolino de un ciclón se tratara.

Ese día, en un recinto sencillo, dónde nada faltaba ni sobraba y ante la mirada divina, fue como si hubieran estrenado el mundo.
Después, Vacíos de deseo y llenos de amor, quedaron satisfechos pero maltratados, con sentimientos de culpa, con vergüenza y renegando de su naturaleza débil. Andrés salió de la habitación sin darle la espalda a Elupina, como si no quisiera abandonarla, como si quisiera llevársela grabada en la retina.

Elupina se puso como penitencia dejar de asistir a las misas de Andrés y cortar la comunicación entre ambos.

Andrés, por su parte, nombró a uno de los voluntarios como cabeza responsable de las obras de caridad, con la excusa de que su trabajo en el colegio había aumentado considerablemente, de esa forma no vería a su amada y no caería, de nuevo, en la tentación.

Una mañana, cuando Elupina revisaba su correo electrónico, advirtió que había una carta de Andrés y la leyó con ansiedad.

Era una carta en la que él le confesaba que, aunque en principio se había sentido avergonzado y muy confundido por lo ocurrido entre ellos, se había dado cuenta de que estaba tan enamorado de ella que dejaría el sacerdocio para desposarla, si ella sentía igual. Terminaba diciendo que estaba seguro de que Dios aprobaba ese amor.

Elupina, la leyó y releyó y con lágrimas en los ojos y música en el corazón, escribió una respuesta alborozada y llena de amor en la que accedía a casarse y empezar una vida nueva a su lado. Pero, decidió no enviarla hasta el día siguiente.

Después de una noche sin dormir, borró la carta escrita el día anterior y escribió una nueva en la que reiteraba a Andrés su amor, pero se sentía incapaz de traicionar a Dios alejando de él un siervo amado que, por tanto tiempo, le había servido bien. Le aseguraba que nunca podría olvidarlo y lo amaría dedicándole sus pensamientos y su vida en la distancia. Nadie lo querría nunca como ella.

Después de esa carta vino otra de Andrés en la que le comunicaba que había solicitado traslado a otro pueblo y le imploraba que siguiera escribiéndole, porque no podría vivir sin sus palabras.

Si explosivo había sido el único momento de amor carnal que Elupina y Andrés habían experimentado, las cartas intercambiadas hasta el resto de sus días, eran compromisos de fidelidad, odas al amor puro y, al mismo tiempo, al deseo inhibido.

Elupina descansaba tranquila cada noche, cuando antes de dormirse se preguntaba a sí misma: ¿cuánto has amado? y se respondía con una sonrisa radiante mientras traía a sus ojos la imagen de Andrés.

El juramento

Estoy esperando, sentado en la sala de casa que en cualquier momento venga la policía a apresarme. Sé que los casos como el mío son largamente estudiados para definir responsabilidades y temo que al final la conclusión no me favorecerá. Pero, eso lo presumía antes de que todo pasara y había aceptado las consecuencias.

Aunque muchas personas, al enterarse de la noticia, me entenderán y apoyarán, habrá otras muchas que se escandalizarán y hasta me negarán el saludo. Nadie que no haya pasado por mi situación puede entender lo que pasó ayer.

Ahora, nada me importa o altera. El sufrimiento ha sido mi día a día durante seis años y, por fin, aún sin ser feliz y sabiendo que no lo seré en lo que me reste de vida, puedo afirmar que estoy en paz y me siento orgulloso de mi valor al cumplir mi promesa.

Recuerdo como si fuera ayer y ya han pasado treinta años, cuando Teresa y yo nos conocimos. Fue una casualidad que el universo nos tenía preparada para que pudiéramos encontrarnos.

Mi amigo Manuel se había comprometido a llevar a bailar a cuatro chicas a la discoteca del pueblo de al lado. Ya tenía las entradas en la mano, cuando uno de los chicos del grupo con los que contaba para completar las parejas, le comunicó que no podría ir porque se acababa de romper el pie.  Se agarró a mí como tabla de salvación, para salvar el encuentro.

A mí, ni me gustaba bailar, ni me gustaba que me arreglaran las parejas. Estaba seguro que, de aceptar, me tocaría la chica más fea o menos interesante. Le costó mucho convencerme. Para cada una de las razones que yo le daba, él tenía una respuesta que la anulaba. Me dijo que si tenía que arrodillarse ante mí lo haría. Cedí y me preparé mentalmente para lo peor.

Nos juntamos a la hora acordada en la puerta de la discoteca y entramos todos juntos, todavía sin presentarnos. Eché una mirada a las cuatro chicas y había una que me gustó desde el primer momento, la que estaba al lado de Manuel. Pensé ¿cuál será la mía?

Una vez adentro del local, nos sentamos y pedimos las bebidas que estaban incluidas en el precio de la entrada. Empezamos a hablar todos hasta que sonó una canción muy de moda y, apresuradamente, se levantaron a bailar tres parejas del grupo. Entonces supe que la que sería mi pareja era, precisamente, la chica que me gustaba: Teresa.

No fue sólo su físico que me atrajo, su conversación era animada y desinhibida y me di cuenta que teníamos gustos comunes. Había química.

A partir de ese momento y durante dos años, no dejamos de vernos ni un solo día. En principio, asistíamos juntos a actividades culturales y musicales, dábamos largos paseos enredados en conversaciones nada comunes para gente de nuestra edad y compartíamos los frugales aperitivos a los que teníamos acceso con nuestro corto presupuesto.

Nos casamos a los dos años de conocernos y, con toda la ilusión que sólo es posible a los veinte años, emprendimos una vida juntos.

Procreamos dos hijos y una hija que siempre han sido nuestra motivación, orgullo y, en los últimos tiempos, nuestro soporte.

Pasando por todas las etapas que pasan los matrimonios, tuvimos momentos maravillosos y momentos insoportables. En una ocasión hasta nos planteamos separarnos para experimentar una vida independiente. Por suerte, antes de tomar la decisión, visitamos a una terapeuta matrimonial que nos ayudó a reflexionar y sopesar lo que ganaríamos y lo que perderíamos de llevar a cabo la separación. Nos propusimos hacer que nuestro proyecto de vida funcionara y lo logramos. No digo que, con fuegos artificiales, sino con momentos de felicidad mezclados con otros sentimientos que, al fin, comprendimos que formaban parte de nuestra peculiaridad y del resto de las personas.

Logramos escucharnos y comprendernos, aunque no estuviéramos de acuerdo. Nos reclamábamos nuestras necesidades y nos dimos permiso para ser.

Para celebrar que Teresa cumplía cuarenta y cinco años, habíamos organizado una fiesta mis hijos y yo, en la que le íbamos a dar una sorpresa regalándole un coche Mini que ella, en muchas ocasiones, había comentado que le gustaría tener.

Teresa estaba radiante de felicidad cuando vio a lo lejos un vehículo con un gran lazo en el techo, sabía que era para ella. Se levantó de su asiento y empezó a caminar hacia el mismo. Sin más, en un trecho corto y liso, sin obstáculos ni calzado incómodo, cayó al suelo. Corrimos a levantarla y estaba bien.

–No se que me ha pasado, de pronto he perdido la fuerza en las piernas –dijo mientras la asistíamos.

Esa fue la primera vez. A partir de ahí, Comenzaron los tropezones y las caídas sin que nada aparente los causara.

Fue al médico casi obligada y después de varias visitas, pruebas y estudios especializados, Teresa dio positiva a la esclerosis lateral amiotrófica. Este resultado cayó sobre nosotros como una losa que, a partir de conocerlo, nos oprimía e incapacitaba para la felicidad.

Aún sabiendo que era una enfermedad que no tenía cura, pienso que Teresa, por mucho tiempo, tenía la ilusión de que podría vencerla. Se fue desilusionando en la medida que perdía el control de algunos músculos.

Cuando nos quedábamos solos, ella no quería tocar el tema delante de los chicos para que no se entristecieran, yo insistía en conocer sus pensamientos y asegurarme que la actitud positiva que presentaba delante de todo el mundo, no era fingida. Así, fui entendiendo su miedo al dolor, pero, sobre todo, a perder todas sus facultades, a ser una carga para los demás, a ser un trozo de carne que tiene que someterse a la voluntad de un dios, o de la naturaleza para dejar de existir. Le horrorizaba visualizarse tendida en una cama, sin poder moverse o hablar, pero escuchando todos los comentarios compasivos de quienes la visitaran. Nunca se quejó de sus propios dolores o frustraciones ante su desgracia.

En una de esas conversaciones, cada vez más tristes por la dificultad que empezaba a tener para hablar, sentada sobre la silla de ruedas que le permitía moverse por la casa, me cogió las manos y las apretó con fuerza.

–¿Cuánto me quieres?– preguntó.

–Mucho, tú lo sabes, como el primer día.

–¿No te arrepientes de haberte casado conmigo?

–No. En lo absoluto. Todo nuestro tiempo juntos han sido un regalo de la vida para mí.

–¿Harías cualquier cosa por mí?

–Si. Todo. Te adoro.

–Entonces, tengo que pedirte un acto de amor.

–Dime.

–Llegará un momento en el que no querré seguir viviendo. Necesitaré que me ayudes a librarme de estas cadenas que me atan ahora a una silla de ruedas y en poco tiempo a una cama.

–¿Qué me estás pidiendo?– dije sintiendo escalofríos, porque sabía la respuesta.

–Te estoy pidiendo que me libres del sufrimiento físico y sicológico que ahora estoy sufriendo y que se multiplicará en poco tiempo. Tú y yo sabemos cuál es el final de esto. Yo solo quiero adelantarlo. Te pido que me ayudes a irme con dignidad.

Las lágrimas corrían por sus mejillas y por las mías. Me arrodillé para abrazarla y, aunque horrorizado, sentí que era lo mínimo que podía hacer por una persona que me había dado tantos momentos felices en la vida.

–Si, lo haré, pero dame tiempo.

–Júrame que cuando yo te de la señal de que he llegado al final de mi resistencia, me ayudarás.

–Te lo juro– le dije temblando y abrazado a ella, deseando que fuera la propia naturaleza la que se la llevara, sin que yo tuviera que intervenir.

Cuando después de algunos meses dejó de hablar y su respiración comenzó a ser dificultosa, tuvimos que ingresarla en el hospital ante su incapacidad de llevar a cabo ciertas funciones corporales.  Me di cuenta de que el momento en el que ella me pediría ayuda para morir, no tardaría en llegar.

Me había estado informando de otros casos de eutanasia que se habían expuesto con lujo de detalles en las redes. La mayoría habían ocurrido en países en los que la eutanasia estaba permitida, cosa que no pasaba en el mío.

Supe que la muerte asistida podía ser indolora si se usaban dosis de los mismos medicamentos sedativos que se administran a los pacientes de ELA, en cantidades superiores a las normales y compartí con Teresa mis propósitos para cumplir con su deseo. Aprobó mi método con su mirada.

Era un día claro y soleado de primavera y al despertarme supe que era el último de Teresa conmigo. Llegué a la clínica y la enfermera me dijo que la paciente había pasado una terrible noche, pero que estaba estable.

Entré en la habitación con la mejor de mis sonrisas. Era un regalo que tenía que hacerle a ella para devolverle las mil y una que ella me había mostrado en mis momentos de dificultad. Ella me sonrió también y me miró intensamente. Le apreté las manos que ya no podían devolver el calor de mi apretón. Intentó decir algo, pero no pudo. Volvió la cabeza hacia el lado que estaban los aparatos y vías que la mantenían tranquila y sin dolores y luego me miró anunciando el momento y suplicando que cumpliera con mi juramento.

Me acerqué, abrí completamente el paso de la vía que contenía los sedantes y me acosté en su cama estrechando su cuerpo con fuerza y diciéndole al oído cuánto la quería y lo feliz que me había hecho. Le pedí perdón y la despedí.

Me miró con dulzura por última vez, cerró los ojos y se fue.