El niño sin sueños

Qué estará soñando el niño
que dormita en la vereda,
que lleva los pies desnudos,
toda sucia la cabeza.

Sobre bolsas de basura
su cuerpito se recuesta;
no es de nubes su colchón
ni sus sábanas de seda.

A su inflado vientre sólo
un hambre inmensa lo llena,
y le da gracias al sueño
que lo aleja de la pena.

Pregunté ¿qué sueña el niño
que dormita en la vereda?
Que estúpida mi pregunta
si ese niño ya no sueña.

De Daniel Adrián Madeiro, 1957

A sus nueve años, Luisito  no encuentra explicación a lo que está pasando en su vida. Desde hace dos años que se separaron sus padres no sabe lo que es una risa, una caricia, una esperanza, un rayo de luz. Sabe que hay muchos niños amados y respetados y se pregunta por qué él no.

Es verdad que cuando sus padres vivían juntos se peleaban mucho, pero él siempre se hacía el dormido o el desentendido. No tomaba partido por ninguno de los dos bandos, al final, los quería por igual. Él no podía entender las razones de los gritos, los empujones, las palabras gordas  y hasta algún que otro golpe. Su corazón era manso y sufría mucho cuándo veía que se alteraban tanto que perdían la razón y se convertían en animales agresivos, atemorizantes. Pero, a veces, la balanza se ponía a su favor y había paseos, alguna que otra golosina y algún que otro abrazo de su madre. Nunca de su padre que, aunque  demostraba quererlo mucho, no tenía acercamiento corporal con su hijo para que no le saliera “blandito”.

Marcia, la mamá de Luisito, sobre todo a fin de mes cuando no aparecía el dinero para ir a comprar la comida o para pagar el colegio, se ponía muy violenta con él y con su padre. A este siempre lo acusaba de ser “poquito” y se resentía de ser ella la que tuviera que llevar los pantalones en la casa. Julián, el padre de Luisito, hacía lo que podía para mantener a la corta familia, pero no era suficiente. Entre marido y mujer sostenían la casa con dificultad y cualquier gasto extra era un tremendo obstáculo para la armonía familiar.

Después que se separaron, cuando Julián fue echado de la casa, el carácter de Marcia se agrió todavía más. Un día armó un escándalo en su oficina con una compañera y fue despedida del trabajo. A partir de ahí, desesperada por la dificultad de encontrar un nuevo empleo y por los pocos recursos con los que contaba para mantenerse junto con Luisito, se volvió una mujer resentida, seca, rabiosa que no vivía y no dejaba vivir.

Julián le ofreció a Luisito irse a vivir con él, pero Luisito, aunque sabía que le iría mejor con su padre, como si se hubiera hecho cargo de su madre, decidió quedarse con ella para que no estuviera sola y triste. Al poco tiempo su padre ya tenía otra pareja y la posibilidad de mudarse con él dejó de existir porque Luisito tenía la esperanza de que, algún día, las cosas cambiaran y volvieran a juntarse y a ser felices los tres.

Marcía dejó de recoger a Luisito en el colegio. Le decía al niño que no tenía dinero para el transporte por lo que su padre lo recogía y lo dejaba en la puerta de la casa; no le era permitido entrar ni en el portal, tal era la aversión que sentía hacia su marido que le había prometido entrarle a bofetadas si lo veía cerca. Luisito siempre le decía –Papi no se acerque a la casa que a mami no le gusta.

En el colegio, Luisito comenzó a sacar malas notas. Se distraía con facilidad y sufría mucho porque sus compañeros lo llamaban Luisita porque lloraba mucho. Su corazón se fue haciendo cada vez más sensible y más triste.

En la casa, se volvió tan abstraído que no oía cuando su madre le llamaba o le daba una orden y la consecuencia era un golpe en la cabeza o un zarandeo violento. –¿Cómo había podido volverse tan malo como para que su madre le pegara? –se culpaba Luisito.

Su cuerpecito se fue doblando por la carga y la vergüenza y en vez de crecer disminuía. Estaba languideciendo como una plantita a la que se deja sin agua y en la oscuridad. Escasos momentos en los que evitaba el entorno le permitían respirar aire fresco, pero duraban poco.

Marcia, al ver que no podía seguir manteniendo la casa con lo que le aportaba su ex pareja, comenzó a recibir “amigos”, según le decía a Luisito, que la ayudaban con regalos, ropa, comida y hasta dinero. Pero Luisito fue quien pagó el precio más alto. Desde su habitación y aunque se tapaba la cabeza con la almohada, oía los gritos, ruidos y palabras soeces de su madre y sus parejas. Su vida se había convertido en un infierno hasta que un día dejó de serlo para siempre.

Era un viernes y su madre le había prometido que el sábado lo llevaría a ver el acuario. Cuando su padre lo dejó en la calle frente a  la casa, subió corriendo las escaleras. Había pensado que después de comer haría rápido la tarea y los trabajos de la casa para tener el sábado completamente libre. Hasta iba a estrenarse como fotógrafo con una camarita que le había traído su tía Julia desde Nueva York.  Abrió la puerta de la casa y fue directamente a la habitación de la madre quien, normalmente, a esa hora estaba viendo una telenovela y se encontró a su madre desnuda y un hombre al que no conocía, también desnudo, montado encima de ella, halándole los cabellos y dándole manotazos. Luisito quedó petrificado. De pronto sintió como si un fuego lo invadiera. La imagen se había pegado de su retina y no la podía retirar. Sentía que iba a explotar.  Vio unas tijeras que estaban encima de la cómoda y con una furia que no se podía suponer que tuviera, arremetió contra el hombre que estaba dentro de su mamá. Lo alcanzó varias veces pero sin fortuna para lo que él pretendía, matarlo. El hombre se volvió dándole un golpe en la cabeza que lo hizo caer al suelo casi sin conocimiento.

– ¡Maldito muchacho! –exclamó Marcia. – ¿Es que no te he dicho mil veces que toques la puerta antes de entrar en mi habitación?! Que no sirves para otra cosa que para mariconear, buena mierda, igual que tu padre!

Luisito se levantó como pudo limpiándose la sangre de la nariz y salió corriendo de la casa. Por el camino, en la medida que corría, se fue haciendo chiquito, chiquito y llegó un momento que tenía el tamaño de una cucaracha. Un viejo con unos gruesos espejuelos que pasaba por la calle en ese momento, lo pisó y ahí se terminaron sus penas. De nuevo el cielo era azul, el aire estaba limpio y le llegaba a su cuerpecito el calorcillo del amor del universo.

El camino a la nada

No estoy tomando una decisión precipitada. Lo he pensado muchas veces y no hay otra salida para mí. He tardado en dar el paso a pesar de que supe que lo haría desde el primer momento. Dejé una pequeña rendija abierta a la esperanza por si el destino quería ponerse de mi parte. Fui paciente esperando que algo ocurriera, pero también sabía que no iba a tener ninguna sorpresa. La noticia de ayer fue lo que me decidió a terminar lo que había empezado hace tiempo. Ahora, sentada en este banco, lejos de las miradas de la gente, pienso que el camino que me trajo al parque se parece mucho a mi vida: te conduce directo y de bajada. No se puede salir de él ni se puede poner freno, sino que te impulsa a ir cada vez más rápido. Algunas personas opinan que el destino es el que manda en el ser humano; yo no encuentro a quién culpar. Cuando comencé a hacerme consciente de mi problema me absolví diciéndome que ninguna chica adolescente habría podido soportar el ambiente de mi casa: la perfección absoluta de mis padres y ni la más remota posibilidad de que yo pudiera parecerme a ellos. No tenía sus aptitudes ni habilidades y, lo que era peor, no tenía la disposición. Era tanta la admiración que sentía por mi madre que no capté la advertencia velada de mis profesores o de los colegas o empleados de mi madre cuando me decían—Es difícil superar a tu mamá—. Y la verdad es que por mucho que traté al principio, nunca pude ni siquiera igualarla. De mi madre solo oigo decir cosas buenas. Por fuera y por dentro es hermosa. Nunca me ha defraudado como madre. Pero siempre ha estado arriba, tan arriba que no nos hemos podido encontrar para que nuestras almas se abrazaran. Ella me repite constantemente que me quiere mucho. Pero yo habría preferido que me quisiera diferente. Nunca pude ajustarme al patrón que a ella le complacía: cuidarme el pelo con esmero, ponerme a dieta, hablar bajo, vestirme de rosa y blanco, descartar la compañía de muchos chicos y chicas con los que me sentía aceptada y buscar la compañía de gente “como debe ser”; pero si no lo hacía, mi vida se volvía un infierno. Todas mis amistades debían ser aprobadas por mi madre, así que me vi rodeada de mil madres con caras diferentes. Recuerdo a mi padre recompensándome cuando me parecía a mi madre y esto me hacia sentir bien; pero no podía sostener el engaño por mucho tiempo. En el fondo, no quería ser como ella. Empecé sintiendo una necesidad parecida a la que siento ahora de escapar a la vida, de alejarme de todo lo que se pareciera a mi progenitora. Me inicié en solitario probando los tranquilizantes de mi padre que me permitían sobrevivir a los actos familiares sin sufrir demasiado y fui avanzando entre sustancias que me hicieron cada vez menos vulnerable a las comparaciones y disminuciones. Me he sentido avergonzada, en algunos pocos momentos, de mis actuaciones y engaños; pero el precio que tenía que pagar por estar sobria era mucho mayor y además, desandar el camino hasta el momento de mi inocencia no era posible. No tengo la fuerza. Jano apareció en mi vida como cuando sale el sol después de tres días de tormenta, pero duró poco. El tiempo justo para pasar de los pequeños pecados a lo excesivo. Anduve por su camino que no se limitaba a escabullirse de la realidad y caí en un hoyo profundo. En mis últimos pocos momentos de lucidez, me he sentido injusta con la vida, con mis padres y conmigo misma. Mis padres han pasado de la decepción al “no puedo más”, y de la angustia a evadir la realidad. No los puedo culpar, donde solo pusieron amor nació el demonio. Y ya no aguanto más. Desde ayer, mi carga es demasiado pesada para esta senda tan empinada. No quiero darles a mis padres el último y máximo disgusto y por encima de eso, no puedo permitir que venga al mundo esta vida enferma que llevo dentro de mí. Alguna vez pensé que seria madre, pero siempre imagine que de un niño deseado, querido, sano, no de una criatura con la muerte en el cuerpo. Solo espero estar tomando la cantidad suficiente de lo que me ayudó a vivir por un corto tiempo y a vivir muerta el resto de mis días.

“Os pido perdón por quitarme la vida. Nadie merece que lo haga. No os culpéis por mi decisión. Es que no puedo salir de este camino”

Una historia funesta

Doña Paquita mandó a retirar todos los espejos grandes de la casa. Solo se quedó con uno circular que por un lado se veía normal y por otro se veía la imagen aumentada. Con este último hacía concesiones. No podía prescindir de él porque últimamente le estaban saliendo unos pelos muy molestos en el cuello y la nariz y tenía que arrancárselos con una pinza. Probó a hacerlo sin espejo, pero no acertaba y, como si jugaran al escondite, los pelos volvían a aparecer sacándole la lengua.

A la actual situación había llegado después de de un proceso que había comenzado veinte años atrás. Cuando con sólo cuarenta y seis juveniles años una vendedora nueva de una tienda de ropa, de la que era cliente toda la vida, le mostró unos vestidos de señora que a Paquita le parecieron horribles, anticuados,  o sea de vieja y la jovencita tuvo la cachaza de añadir –Pruébese estos doña que se parecen a usted–. La fulminó con la mirada y añadió– A lo mejor le sirven a tu mamacita, pero ese estilo no es el mío, cariño–. Al final, no compró nada. Borró a la tienda con mierda de gato y empezó a buscar otra suplidora que estuviera al día. El proceso fue traumático, como quien cambia de ginecólogo o de dentista, pero al final, encontró una boutique donde las dependientas le cogieron la seña y nada más verla en el parqueo sacaban la alfombra roja. Las chicas del mostrador habían tomado un curso de cómo convencer a las clientas de todos sus atributos existentes e imaginarios, por lo que nuestra protagonista salía transportada y con dos fundas tamaño extra grande llenas de ropa costosa. No importaba que cuando llegara a la casa y se probara de nuevo los vestidos, no se pareciera en nada a la imagen que había visto en la tienda. En casa nadie añadía salsa a la prueba. Al cabo de mucho tiempo se enteró que usaban espejos que estilizaban la figura, pero siguió comprando ahí porque solo de mirarse en ellos se sentía una Venus.

El día que de forma indirecta le noticiaron que se estaba haciendo mayor, cuando llegó a su casa, antes de saludar a Pepe, su marido, corrió al espejo de su habitación y empezó a quitarse la ropa. Se miró detenidamente. Desde lejos se vio como siempre, pero de cerca y recorriendo centímetro a centímetro de su cuerpo se dio cuenta que el tiempo había empezado a hacer estragos en ella. Tomó nota mentalmente de todos los ítems  –sí, me está saliendo el entrecejo y cuando me río se me marcan unas líneas en los ojos y en las comisuras de los labios. Y esto, ¿qué es? ¿Flacidez? – Empezó a sudar frío y a pensar qué hacer para arreglar el desaguisado de la naturaleza. Tendría que ir pensando en el botox o en el laser.

Siguió su escrutinio: no tenía papada, pero la piel del cuello y del escote no se veía tan tersa como antes. ¿Cómo era posible que ella no lo hubiera visto y sí la dependienta? Quizás debería darse unas cuantas sesiones de mesoterapia. Los senos estaban cañón, había valido la pena el dinero que había invertido en ellos.  No había engordado ni una onza desde la última liposucción, así que su abdomen lucía perfecto y sus piernas, con más de mil horas de vuelo en bailes latinos, lucían como las de una bailarina del Lido. Los pies, impecables, como los de un bebé. Con la uña del dedo gordo decorada a la última.

El diagnostico no fue tan malo. Nada que no se pudiera arreglar con varias sesiones donde su cosmiatra y un Mercedes nuevo, que ya el modelo que tenía la hacía parecer mayor.

Cuando cumplió cincuenta y seis las cosas habían empeorado visiblemente. Paquita tampoco se había dado cuenta hasta que en la sala de espera del consultorio de la clínica a donde había ido a hacerse un chequeo preventivo, se quedó de pie porque todos los asientos estaban ocupados y un jovencito de treintaipico, con una sonrisa amorosa como si se la dedicara a su abuela, le cedió el asiento diciéndole –Siéntese doñita–

Paquita, quien se sentía muy entera declinó el honor diciendo que había estado sentada todo el día y que iba a estar un ratito de pié, que gracias. ¡Cuánto se arrepintió de haberlo hecho! Los zapatos nuevos de plataforma y con tacones de medio metro la estaban matando y, para colmo, la doctora no había llegado al cabo de cuarenta y cinco minutos. Ya nadie le cedería el asiento porque habían oído su declinación, así que decidió ir a esperar afuera y sentarse en un banco común, con el pueblo.

La reacción de Paqui, siempre que la bajaban de las alturas era ir a consultar con su espejo. Sí, era verdad, se veía un poco más vieja, pero no tanto. Usaba el mismo número de vestido, aunque le habían crecido los pies. Ya no podía usar aretes que le pesaban porque se le veía la oreja flácida y colgante. Sus senos seguían ahí, al pie del cañón, esos si habían salido buenos. Había tenido que duplicar el número de horas en el gimnasio y contratar un entrenador particular, pero tenía un buen resultado delante de sí. Quizás era el momento de cambiar de marca de carro. Uno que le diera más carácter de aventura, ¿Un Mini?  No, debía ser cuidadosa con eso, su hija ya le había dicho que ese estaba pasando en su afán de parecer joven y Ramoncito, su novio y futuro yerno tenía un Mini. ¿Un Land Rover? Podría ser; carro caro, exclusivo, de estatus, para aventureros. –Pepe, ve pensando en cambiarme el carro, o van a pensar que vamos de capa caída.

Pero ahora, a los sesenta y seis (decía que tenía cincuenta y nueve a los que no la conocían de toda la vida) no le gustaba nada lo que estaba viendo en el espejo. Paquita estaba estupenda para su edad, pero ella no se sentía así. Y menos le gustaba lo que estaba pasando con su cuerpo. En la clase de Zumba hubo tres atrevidas veinteañeras que le cogieron su puesto en la primera fila, al lado del profe y cuando ella les reclamó, le dijeron con toda su cara que ella iba muy lenta, las confundía y hacía tropezar al resto y que esa era una forma de mejorar la clase. La verdad es que había días que se levantaba con un dolor en la rodilla que no la abandonaba y tenía que ponerse zapatos bajos para poder caminar medianamente. Otros días le dolía la punta del fémur y ahí sí que se le hacía difícil seguir el ritmo que se había impuesto. Entendió el aviso y decidió coger un lugar al fondo a la derecha.

Además de abandonar los zapatos de plataforma, tuvo que hacerlo con los escotes de vértigo porque sus nietos empezaron a preguntarle que por qué  enseñaba las tetas. Hacía tiempo que desde fuera le iba llegando el mensaje de que era tiempo de dejar pasar la juventud con gracia. Pero Paquita no lo recibió a tiempo y ahora el golpe fue más fuerte.

Sus hijos vivían su vida y le daban poca cabida en ella y su marido también. Pepe andaba en un descapotable, con sus cuatro pelos teñidos al viento, rompiendo corotos y llevándose de encuentro con su abultada barriga a cuanta jovencita quisiera seguirle el juego del dinero. Hacía siete años que ella misma había caído en la tentación de enredarse con un hombre diez años menor que ella, pero se dio cuenta de que él no la buscaba a ella sino a sus regalos y en varias ocasiones le había echado en cara su edad. Además, las brujas de sus amigas le estaban dando bola negra en las reuniones semestrales del colegio y llegó a sus oídos que una había comentado de los gastos extras que tenía Paquita con la adopción del bebé. Se dio cuenta que estaba perdiendo más de lo que ganaba y se dio por vencida. Lo peor del caso es que unos meses más tarde se dio cuenta que él o Pepe le habían pegado el virus del Papiloma y, menos mal que no le pegaron el sida, porque a esa edad, se habría visto muy feo.

Pepe le dijo un día que se había enamorado como un adolescente y que quería el divorcio. El mundo se vino abajo para Paquita,  pero por dignidad lo dejó ir. Los términos del divorcio fueron muy favorables para ella pero estaban basados en el ciento volando, es decir, de lo que produjeran los negocios, la mitad. Y resultó ser que la nueva compañera de Pepe era tan voraz que en pocos años, los justos para no ponerse vieja al lado del carcamal, se gastó lo que había y lo que no había. Así que, Paquita pagó los platos rotos y se vio, no en la miseria, pero constreñida a un presupuesto que en nada se parecía al de sus años de oro. Ya no podía acudir a la fuente de la juventud porque se había puesto cara. Los precios actuales de las boutiques ya no estaban a su alcance, hiciera lo que hiciera, el espejo le devolvía su edad. Ahí fue que entendió a la madrastra de Blanca Nieves.

Paquita estaba vacía y ya no disponía de las herramientas para llenarse que usaba anteriormente: juventud, dinero y belleza. Se deprimió profundamente y empezó a pensar en la forma de pasar a mejor vida; así que una noche, al acostarse y después de ver el programa de Nancy decidió que al día siguiente se iría de este horrible lugar.

– ¡Doña Paqui, doña Paqui! –la zarandeaba Yuberkis. –Ay Dios mío, y ¿qué le habrá dao a la vieja? Don Pablito, que aquí tengo a su mamá y la veo muy extraña. No sé. Me mira y tiene los ojos como vacíos y le hablo y ella solo sonríe mirando al aire acondicionado, parece como si se hubiera ido. ¡Dio mío! ¿Se le habrá metido un demonio?

El diario de Juan del Pan

Viernes, 16 de abril de 2004

Hoy me desperté pensando que había tenido una pesadilla y que los recuerdos de ayer eran solo un sueño, pero luego me di cuenta que no. Encima de la mesita estaba el envoltorio de la pastilla para dormir que me tomé anoche después de que recibí la llamada anónima.

Ahí estaba también anotada en la libreta, la dirección del hombre con el que, según la voz, me estaba pegando cuernos mi mujer.

Yo estoy seguro de que es mentira. Entre nosotros no ha habido ni “un dime ni direte”. Nuestro matrimonio es completamente estable.  Ella ha cambiado alguno de sus hábitos, pero eso es normal. ¿Acaso no estoy yo haciendo un master para ponerme al día? ¿Acaso no me he dejado la perilla para estar más a la moda?

Estoy seguro de que la están difamando por envidia, porque es bonita, alegre y abierta con los demás.

Sin embargo, no he podido quitarme de la cabeza en todo el día la conversación con la mujer desconocida que llamó anoche. Eso sí, las mujeres son malas, se tienen envidia unas a otras. Seguro que la tipa no tiene con quien dormir…Tiene que haber confundido a mi mujer con otra persona; no  puede ser ella, porque además, el día que me dice que la vio con el hombre, ella estaba haciendo un retiro espiritual.

—Juan, Juan, ¡vuelve en ti! — No me puedo permitir tener desconfianza en mi mujer. Ella es una santa y además la tengo bien satisfecha.

Tengo que confesar que esta mañana preparé una excusa para llamarla por teléfono a su oficina; me pareció que tenía prisa en colgar.

Llegué puntual a la hora de comer. La estuve observando mientras comíamos y yo diría que desviaba la mirada.

La tarde se tomó un millón de años en pasar. Las clases del master estuvieron insoportables. —Qué prepotente es el profesor Martínez, un teórico es lo que es; se nota que no ha puesto en práctica lo que predica—

Cuando salí del trabajo pasé por la panadería a comprar el pan tierno. No se qué pasó hoy, los panes de masa sobada se habían terminado cuando yo llegué.

¡Coño! Tuve que comprar pan de agua que se pone blando antes de llegar a casa…

 

Sábado, 17 de abril de 2004

!No te jode! Anoche me sale Clara con que debería ir a un sexólogo para resolver el problema de la  rapidez que me entra cuando hacemos el amor.

Pues, nunca me había dicho nada parecido y bien que la he oído susurrar y gritar cada vez que lo hacemos. ¿Me va a venir ahora con que no lo hago bien? Y los dos muchachos que duermen en la habitación de al lado ¿son del Espíritu Santo? Son de dos de los gustos que nos dimos.

¡Ninguna eyaculación precoz! ¡Ni ahora ni en mis cuarenta y tres años de vida! Lo que pasa es que me excito tanto que tengo ganas de llegar al máximo lo antes posible. Claro, como las mujeres son tan lentas, les molesta que uno sea un verdadero macho y se encienda de una vez. Ella es la que debería ir al ginecólogo a ver si le da pastillas para acelerar la chispa!

El resto del día normal, trabajo por la mañana y arreglos en la casa por la tarde. Por cierto, creí que no iba a poder comprar el pan hoy. En la entrada de la calle había pasado un accidente y la policía había cerrado el paso de vehículos. Un camión le pasó por encima a una señora y dicen que verla daba ganas de vomitar. Tuve que ir a pie. Eso sí, el pan estaba tan bueno que me comí dos en el trayecto. No hay nada mejor que el pan.

 

Domingo, 18 de abril de 2004

Hoy fuimos a casa de Pedro y Elvira a pasar la tarde. Allá estaban Luis y María también con toda la familia.

Jugamos unas buenas partidas de dominó mientras las mujeres hablaban de sus cosas.

Se comentó que al jefe de Pedro que se había enredado con la secretaria, lo encontraron en el cuarto de la fotocopiadora con las manos en las masas y demás. Muy maja esa chica. Me recibió el paquete que le llevé a Pedro la semana pasada. Seguro que la ascenderán pronto…si no se entera antes doña Luisa.

Yo no podría jugármela así. Nada más de pensar que Clara podría enterarse, se me ponen los pelos de punta.

Clara me acaba de decir que una amiga de María se había puesto los senos postizos y a ella le habían entrado unas ganas enormes de ponérselos también. Le dije que a mí me gustaba así y me habló de que ella se sentiría más segura, más mujer, con senos grandes. Que siempre había sido su ilusión y ahora, al saber que una conocida lo había hecho sin ningún problema y había quedado perfecta, le daba empuje para hacerlo. Dice que ha ahorrado y que no impactaría en nada el presupuesto de la casa. ¿Te imaginas— me dijo— cuando me ponga un camisón transparente o me quite la ropa como en las películas porno? Y la verdad que me entró un calorcito solo de pensarlo. No le dije que sí ni que no. Ya veremos.

Me siento vacío. Que falta me ha hecho el pan. En conclusión, hay que pensarlo dos veces antes de ir a una casa donde solo sirvan pan de plástico . Eso de las hamburguesas no me convence mucho. Mejor unas buenas chuletas acompañadas de su mejor amante: el pan de horno. ¡Que viva el pan, pan!

 

Lunes, 19 de abril de 2004

Ayer no dormí bien. Soñé que mi mujer se había operado y que cuando le iba a tocar los senos se desinflaban. Me desperté a media noche sudando y no me pude volver a dormir. Tuve mucho tiempo de pensar en todo.

Recordé que la secretaria del jefe de Pedro era casada y me di cuenta que últimamente hay muchas mujeres que le pegan cuernos a sus maridos, claro que— ¡seguro que lo merecen, por calzonazos! —. Con las mujeres hay que ser fuerte. Que se sepa quien dirige la orquesta en la casa.

También pensé mucho en los senos de Clara. Ella no necesita ponérselos más grandes; yo no quiero una nodriza y además, si se los pone más llamativos empezarán los hombres a mirarla con malos fines; ¡es que está claro! siempre son las mujeres las que nos provocan.

A mí no tiene que conquistarme más, pues soy de ella y nunca le he sido infiel.

Y así se lo dije al medio día: nada de tetas postizas.

No le sentó nada bien. Me dijo que yo no mandaba en su cuerpo y que si le daba la gana se lo haría. También comenzó a decirme que lo único que yo quería era tenerla esclavizada como ama de casa, como sirvienta y que no la tenía en cuenta como ser humano con ganas de progresar tanto en la mente como en el cuerpo.

No la entiendo, tiene su trabajo, la dejo hacer cursos y talleres; la dejo hacer retiros; la dejo ir a las reuniones con sus amigas de la infancia, hasta le pago un instructor particular en el gimnasio y ahora me sale con que la quiero tener como una sirvienta.

Eso si, su cuerpo es mío que para eso me lo dio el día que nos casamos, aunque… últimamente me lo da con menos frecuencia y yo nunca le he fallado. Hay pocas mujeres que tengan la suerte que ella tiene. Las mujeres cuanto más tienen, más quieren.

Terminamos el proyecto de ampliación de los préstamos y el jefe me felicitó por el trabajo. Esperemos que se traduzca en cuartos.

En la panadería me encontré con Jaime Recader, compañero de trabajo de mi mujer. Hacía años que no le veía ¡Es nada lo que ha progresado! Él que siempre le ha gustado presumir de “todolopuede”… anda con un Audi del año.

Me contó que estaba haciendo trámites para que lo trasladaran de sucursal. Seguramente Clara no lo sabe, o de lo contrario me habría comentado. Se lo diré mañana. Quedamos en tomarnos un café cualquier día de estos.

 

Martes, 20 de abril de 2004

Hoy ha sido uno de esos días que es mejor morirse antes de poner el pie izquierdo en el suelo a la hora de levantarse. ¡Solo me faltó pisar una mierda!

Tengo tal tortícolis que no me puedo girar del lado derecho. No se me ha mejorado nada en todo el día.

Un cabrón me ha chocado el guardalodos trasero de la izquierda cuando iba a la oficina y encima quería tener razón. Me dijo que la culpa era mía porque manejaba como una vieja y yo le dije que yo creía que había visto un letrero que decía que no podían circular burros por ahí. Se me encendió la sangre para todo el día y hasta Conchita me preguntó que si me pasaba algo, cuando pasé por delante de su escritorio.

Clara no me ha dirigido la palabra en todo el día. Al volver a casa le compré esos panes de trenza que le gustan a ella para ver si se animaba la cosa y me encuentro con que se va a quedar hasta tarde en la oficina. Ah! Y subieron el pan. No se hasta donde vamos a llegar. El gobierno va a tener que dar mucho circo porque lo que es el pan lo está poniendo difícil.

Para acabar de completar el asunto, me siento con el cuerpo cortado y creo que tengo fiebre; me voy a acostar y mañana Dios dirá.

 

Miércoles, 21 de abril de 2004

Hoy no he podido ir al trabajo. He amanecido con fiebre de 38 y me duele todo, ¡hasta el pelo! Me he tenido que tomar una tortilla de aspirinas.

Clara llegó tarde ayer. Cuando nos despertamos, estuvo muy cariñosa conmigo; me parecía como que quería jugar por la mañana temprano. Pero yo estaba en un bache, sin ánimo de nada.

Me pasé toda la mañana dormitando. Bajé a comer con los niños. Inmediatamente se fueron a sus clases vespertinas y Clara volvió a la oficina.

Otra vez ha vuelto a llamar la mujer del otro día. Comenzó diciendo que era la persona que me había llamado la semana pasada para decirme sobre mi esposa. Me dieron ganas de decirle ¡Cállese cotilla y váyase a la cocina a fregar! Pero algo en mi interior me lo impidió. ¿Y si había algo de verdad en el asunto? Y me vinieron a la mente las tetas de Clara y me dieron ganas de demostrarle a la mujer que estaba equivocada y que era una arpía sin vida propia. La escuché.

Me repitió que Clara se veía con un hombre casado y que me lo estaba diciendo porque no quería que otro ser humano sufriera lo que ella estaba sufriendo. Le aseguré que no creía en eso ya que, en mi casa, la situación estaba bajo control y le insinué que seguro que estaba viendo visiones, porque no se había dado ninguna circunstancia que me indicara alguna anormalidad.

Me bombardeó que no fuera tan ingenuo.

Le pregunté quién me estaba hablando y cómo sabía nuestro teléfono y me dijo que no importaba, pero que conocía a Clara y a su amante. Debe ser una colega celosa de su profesionalidad y éxito. Y además ¿cómo sabía que hoy estaba yo en casa?

No le quise preguntar más detalles porque eso habría sido admitir que puede haber una posibilidad de que el asunto sea cierto y, no creo.

Después que colgué el teléfono me entró ansiedad. Sentía rabia contra la maldita mujer con la que hablaba hacía algunos minutos. Bajé a la cocina a tomarme un jugo y cuando subí a la habitación me dieron unas ganas locas de buscar en el escritorio de Clara. Miré sus papeles uno por uno. Todo normal. Busqué en los cajones de su cómoda. Nada. O bueno, poco. Unas braguitas tanga que nunca le había visto puestas. Seguramente me iba a dar una sorpresa. El otro día le comentaba que las mujeres de mis amigos las llevaban, según decían ellos y le pregunté que si a ella no le gustaban. Me pareció que se sentía incómoda por la petición disimulada que le estaba haciendo. Y es que Clara siempre ha sido medio de Acción Católica.

A trancas y a barrancas fui a por el pan. Anita me comentó que me veía muy acatarrado y que me fuera pronto a acostar. Me recomendó una infusión de qué se yo que hierba; no le hice ni caso. No pude tragar ni medio bocado del cuerpo de Cristo y eso que huele a santo.

 

Jueves, 22 de abril de 2004

Estoy inquieto, furioso,  loco!

Clara me dijo por la mañana que iba a tener una comida de negocios con unas clientas y que no iba a venir a comer a casa. Y me mosqueé inmediatamente. Así que le pregunté que dónde iban a comer y me dijo que no estaba segura si iba a ser en el Café Alaska o en Casa Polín que le confirmarían durante la mañana.

Me pareció que se arreglaba más que otras veces.

Cuando se fue corrí a la cómoda y revisé sus tangas, pero no me acordaba cuántas ni cómo eran las que vi el otro día, así que no pude confirmar nada. Me dio rabia haberlo hecho. Casi estaba afirmando que tengo sospechas y ¡no! ¡Pero sí! No se que me está pasando que este asunto me está sacando de quicio.

Estuve tentado de asegurarme que Clara estaba realmente en su comida de negocios, pero me pude controlar y no moví un dedo para asegurarme. No puede ser posible que Clara tenga una doble vida. La conozco demasiado bien, como para apostar por ella; no es de ese tipo de mujeres.

Decidí que no iba a la clase hoy para llegar temprano a casa.

Llegué demasiado pronto a la panadería. No había salido el pan de la tarde, no tuve en cuenta ese detalle a la hora de venir. No podía comprar el pan de por la mañana. No resisto un pan viejo. El pan tiene su “momentum” y entonces es que hay que aprovecharlo.

Di unas cuantas vueltas con el coche pero no se qué le pasó al tránsito que estaba tan fácil. El tiempo no pasaba y decidí venir a casa a esperar para volver a comprar el pan.

Me aseguré de tomarme diez minutos más del tiempo que Anita me había dicho que tardaría. No podía ser más porque podía acabarse el de masa sobada, ni menos para no tener que esperar de nuevo.

Me puse el jersey y bajé las escaleras. Cuando iba a salir del portal me di cuenta que un coche estaba parando para dejar un pasajero. El pasajero era Clara que se despedía ya fuera del vehículo agitando la mano y dedicando la mejor de las sonrisas al conductor o conductora, la verdad que no puedo jurar que era, porque quise mirar ya estaba arrancando y no quería que Clara me viera.

Subí corriendo las escaleras, abrí la puerta de la casa y me puse a hacer ver como que leía un libro.

Entró Clara y me saludo sonriente pero fría. Me dio un beso de compromiso y me preguntó cómo me sentía.

Le pregunté que cómo le había ido el almuerzo y me dijo que bien pero que la reunión de trabajo se había prolongado toda la tarde.

Le pregunté que si los clientes la habían traído a casa y me dijo que no que había venido con un taxi.

Luego me preguntó si había comprado el pan y le dije que no. “Me imagino que irás ahora” me dijo y yo le dije “Pues te imaginas muy mal”

En ese mismo momento me entró un sudor frío. Recordé que el coche del que se bajó Clara era un Audi del año.

¡Coño! Tener que pasar por esta situación y sin pan.