El niño sin sueños

Qué estará soñando el niño
que dormita en la vereda,
que lleva los pies desnudos,
toda sucia la cabeza.

Sobre bolsas de basura
su cuerpito se recuesta;
no es de nubes su colchón
ni sus sábanas de seda.

A su inflado vientre sólo
un hambre inmensa lo llena,
y le da gracias al sueño
que lo aleja de la pena.

Pregunté ¿qué sueña el niño
que dormita en la vereda?
Que estúpida mi pregunta
si ese niño ya no sueña.

De Daniel Adrián Madeiro, 1957

A sus nueve años, Luisito  no encuentra explicación a lo que está pasando en su vida. Desde hace dos años que se separaron sus padres no sabe lo que es una risa, una caricia, una esperanza, un rayo de luz. Sabe que hay muchos niños amados y respetados y se pregunta por qué él no.

Es verdad que cuando sus padres vivían juntos se peleaban mucho, pero él siempre se hacía el dormido o el desentendido. No tomaba partido por ninguno de los dos bandos, al final, los quería por igual. Él no podía entender las razones de los gritos, los empujones, las palabras gordas  y hasta algún que otro golpe. Su corazón era manso y sufría mucho cuándo veía que se alteraban tanto que perdían la razón y se convertían en animales agresivos, atemorizantes. Pero, a veces, la balanza se ponía a su favor y había paseos, alguna que otra golosina y algún que otro abrazo de su madre. Nunca de su padre que, aunque  demostraba quererlo mucho, no tenía acercamiento corporal con su hijo para que no le saliera “blandito”.

Marcia, la mamá de Luisito, sobre todo a fin de mes cuando no aparecía el dinero para ir a comprar la comida o para pagar el colegio, se ponía muy violenta con él y con su padre. A este siempre lo acusaba de ser “poquito” y se resentía de ser ella la que tuviera que llevar los pantalones en la casa. Julián, el padre de Luisito, hacía lo que podía para mantener a la corta familia, pero no era suficiente. Entre marido y mujer sostenían la casa con dificultad y cualquier gasto extra era un tremendo obstáculo para la armonía familiar.

Después que se separaron, cuando Julián fue echado de la casa, el carácter de Marcia se agrió todavía más. Un día armó un escándalo en su oficina con una compañera y fue despedida del trabajo. A partir de ahí, desesperada por la dificultad de encontrar un nuevo empleo y por los pocos recursos con los que contaba para mantenerse junto con Luisito, se volvió una mujer resentida, seca, rabiosa que no vivía y no dejaba vivir.

Julián le ofreció a Luisito irse a vivir con él, pero Luisito, aunque sabía que le iría mejor con su padre, como si se hubiera hecho cargo de su madre, decidió quedarse con ella para que no estuviera sola y triste. Al poco tiempo su padre ya tenía otra pareja y la posibilidad de mudarse con él dejó de existir porque Luisito tenía la esperanza de que, algún día, las cosas cambiaran y volvieran a juntarse y a ser felices los tres.

Marcía dejó de recoger a Luisito en el colegio. Le decía al niño que no tenía dinero para el transporte por lo que su padre lo recogía y lo dejaba en la puerta de la casa; no le era permitido entrar ni en el portal, tal era la aversión que sentía hacia su marido que le había prometido entrarle a bofetadas si lo veía cerca. Luisito siempre le decía –Papi no se acerque a la casa que a mami no le gusta.

En el colegio, Luisito comenzó a sacar malas notas. Se distraía con facilidad y sufría mucho porque sus compañeros lo llamaban Luisita porque lloraba mucho. Su corazón se fue haciendo cada vez más sensible y más triste.

En la casa, se volvió tan abstraído que no oía cuando su madre le llamaba o le daba una orden y la consecuencia era un golpe en la cabeza o un zarandeo violento. –¿Cómo había podido volverse tan malo como para que su madre le pegara? –se culpaba Luisito.

Su cuerpecito se fue doblando por la carga y la vergüenza y en vez de crecer disminuía. Estaba languideciendo como una plantita a la que se deja sin agua y en la oscuridad. Escasos momentos en los que evitaba el entorno le permitían respirar aire fresco, pero duraban poco.

Marcia, al ver que no podía seguir manteniendo la casa con lo que le aportaba su ex pareja, comenzó a recibir “amigos”, según le decía a Luisito, que la ayudaban con regalos, ropa, comida y hasta dinero. Pero Luisito fue quien pagó el precio más alto. Desde su habitación y aunque se tapaba la cabeza con la almohada, oía los gritos, ruidos y palabras soeces de su madre y sus parejas. Su vida se había convertido en un infierno hasta que un día dejó de serlo para siempre.

Era un viernes y su madre le había prometido que el sábado lo llevaría a ver el acuario. Cuando su padre lo dejó en la calle frente a  la casa, subió corriendo las escaleras. Había pensado que después de comer haría rápido la tarea y los trabajos de la casa para tener el sábado completamente libre. Hasta iba a estrenarse como fotógrafo con una camarita que le había traído su tía Julia desde Nueva York.  Abrió la puerta de la casa y fue directamente a la habitación de la madre quien, normalmente, a esa hora estaba viendo una telenovela y se encontró a su madre desnuda y un hombre al que no conocía, también desnudo, montado encima de ella, halándole los cabellos y dándole manotazos. Luisito quedó petrificado. De pronto sintió como si un fuego lo invadiera. La imagen se había pegado de su retina y no la podía retirar. Sentía que iba a explotar.  Vio unas tijeras que estaban encima de la cómoda y con una furia que no se podía suponer que tuviera, arremetió contra el hombre que estaba dentro de su mamá. Lo alcanzó varias veces pero sin fortuna para lo que él pretendía, matarlo. El hombre se volvió dándole un golpe en la cabeza que lo hizo caer al suelo casi sin conocimiento.

– ¡Maldito muchacho! –exclamó Marcia. – ¿Es que no te he dicho mil veces que toques la puerta antes de entrar en mi habitación?! Que no sirves para otra cosa que para mariconear, buena mierda, igual que tu padre!

Luisito se levantó como pudo limpiándose la sangre de la nariz y salió corriendo de la casa. Por el camino, en la medida que corría, se fue haciendo chiquito, chiquito y llegó un momento que tenía el tamaño de una cucaracha. Un viejo con unos gruesos espejuelos que pasaba por la calle en ese momento, lo pisó y ahí se terminaron sus penas. De nuevo el cielo era azul, el aire estaba limpio y le llegaba a su cuerpecito el calorcillo del amor del universo.

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