El código de barras

Martha me llamó con prisa, como siempre.

Me daba trabajo seguirla en el  teléfono cuando estaba en uno de sus ataques de prontitud. No solo porque entrelazaba palabras, sino porque mezclaba ideas y, como en algún tipo de literatura moderna, tenía que rebobinar mi cinta mental para retomar la circunstancia o el personaje que saltaba sin orden ni concierto. En ese momento acababa de levantarme y, sin haber tomado todavía una taza de café, su cháchara y mis pensamientos no hacían buena liga.

Pero algo quedó claro de la conversación y fue que no íbamos a encontrarnos a las diez en la cafetería de costumbre porque había conseguido una cita para arreglarse el código de barras.

Respiré con la barriga –como hago cuando necesito una ración extra de oxígeno– y me puse a preparar la cafetera. Cuando abro el pote del café, su olor siempre evoca los felices y poco usuales momentos en que mi hija está a mi lado esperando su ración. Por eso, huelo y huelo hasta que mi olfato y mi mente se confabulan para hacerme sentir que la tengo cerca. Me tomo mi tiempo para sentir ese momento de felicidad.

¿El código de barras? No sabía que Martha tenía un código de barras. ¿Para qué usaría ella el código de barras? ¿Para qué necesitaría un sistema de codificación de líneas y espacios de diferente grosor? Nunca me había hablado de que tuviera un producto con código de barras. ¿Se referiría a algo del teléfono móvil? ¿Habría, en algún momento, identificado alguna de sus pertenencias con ese símbolo? Que yo supiera su negocio era de servicios y en el mismo no había que identificar productos o llevar control de inventarios. No pude descifrar en ese momento lo que ella me había querido decir, pero pensé que el sábado nos íbamos a encontrar para  ir al cine y entonces me explicaría lo del código de barras.

Había olvidado completamente el anuncio telefónico de Martha cuando nos encontramos en la puerta del centro comercial que albergaba el cine al que íbamos. La vi venir de lejos y salí a su encuentro para abrazarla. De pronto me di cuenta que tenía algo raro en la cara. La miré con insistencia y ella se dio cuenta.

– ¿Qué te parece? Me preguntó.

– ¿Qué te has hecho en la cara?

–Te lo dije el otro día, me han arreglado el código de barras –y me señaló sus labios al tiempo que hacía con su boca un gesto como de querer tirar un beso.

Sí. Había desaparecido  las arruguitas alrededor de los labios que con la edad salen a todo ser humano y, con saña a las mujeres. Sus labios habían engordado y ya no se parecían a su dueña.

–Solamente me cobraron mil euros. Me habían llamado para ofrecerme el precio especial y no pude resistir la tentación. ¿Te gusta cómo me quedaron? –y volvió a hacer la o con los labios en un gesto de Lolita quinceañera.

–Te quedan bien –le dije sin mucho convencimiento; no quería ponerle una nota negativa a su alegría.

–Deberías hacértelo tú también. Si quieres te hago la cita para el lunes.

–No, gracias Martha. Tú sabes que esas cosas no van conmigo.

–Ni, conmigo tampoco –insistió–. Yo solamente me hago algunas cositas de vez en cuando. Ya sabes, hay tanta competencia…

Martha había recurrido a retocarse algunas cositas desde hacía tiempo. Pero sus años la acompañaban a todas partes y el conjunto de su persona tenía escrito su edad.

Yo he sobrevivido a consejos, alusiones, presiones ambientales y de “competencia”. No puedo asegurar que aguante lo que me queda de vida sin invertir en mi rejuvenecimiento –como llaman en los anuncios de las clínicas de belleza a este tipo de procedimientos. Eso va a depender de muchas cosas que en este momento no puedo prever, porque no tengo la suerte de tener una bolita adivinadora, y que pueden pasar. El asunto es que no puedo hacer juicios sobre las personas que se hacen esos “pequeños” retoques que las transforman, no en personas jóvenes y atractivas, sino en personas diferentes a lo que han sido hasta el momento mágico del cambio. No sería justo. ¿Qué se yo de sus necesidades? ¿Qué se yo del nivel de su autoestima? ¿Qué se yo de sus circunstancias?

Me siento agradecida de la vida por los años que me ha regalado; por las alegrías que han marcado mis arrugas alrededor de los ojos y en las comisuras de la boca; por las rayas en la frente formadas por mis preocupaciones y mis interrogantes; por unas manos de trabajo que han sentido otras pieles, que han lavado pañales, que han limpiado las miserias de seres muy queridos y que han disfrutado tocando la guitarra, pintando cuadros y braceando en el mar. Me siento agradecida de mi código de barras porque se ha instalado después de comer, besar y hablar mucho con otros seres humanos. Me siento agradecida por un cuerpo sano y una mente que, en medio del momento complicado y difícil que vivimos las generaciones que poblamos la Tierra, se ríe con gusto cuando lee anuncios como el que dice: Se más atractiva para los hombres. Disfruta tu femineidad. Ponte culo, respingón, brasileño, rellenito. 

2 respuestas a «El código de barras»

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