El Profesor Pellejero

A principios de la década del sesenta, había muchas familias españolas con ciertas posibilidades económicas y visión de futuro, que vivían en pueblos y querían para sus vástagos una educación mejor que la que podían conseguir en el lugar y que, generalmente, se limitaba a la educación primaria.

La solución era enviar a los hijos a internados en la capital de la provincia los cuales, en su mayoría, eran administrados por sacerdotes o frailes para los chicos y por monjas para las chicas.

En esos internados, de diferentes categorías sociales que se reconocían exteriormente por los perifollos que llevaban los uniformes escolares (sombrero, chalina, nada), se daba la mayor importancia a la formación religiosa, y aunque de ninguna forma se descuidaba la educación formal, esta estaba permeada de mística y con grandes lagunas en cuanto a detalles “peligrosos” relacionados con el sexo, la libertad de pensamiento y de expresión y el conocimiento de personajes cuya rebeldía podría influir en el carácter de los estudiantes y llevarlos a ser adultos con ideas que no serían bien vistas en el estatus quo, entre otras menudencias que producían anemia intelectual y emocional en niños y adolescentes.

Yo me formé en uno de esos colegios y tengo que reconocer que aunque pusieron mucho empeño en que fuera una oveja más, lo lograron a medias. Tuvo que ser genético, porque no fui educada para ser contestataria ni crecí en ese ambiente, y sin embargo, heme aquí defendiendo mis ideas, protestando ante los engaños e injusticias y llamando al pan, pan y al vino, vino. Claro, el tiempo ha suavizado mis formas en la medida que me han mermado las fuerzas al luchar contra la corriente, pero todavía me puedo mirar en el espejo.

Varias veces me quedé sin medalla de honor porque, para tenerla, había que tener buenas notas en las materias de la educación formal y en conducta. En esta última parte fallé muchas veces ante mi insistencia en no pasar por el aro. Por las mañanas dábamos clase y por las tardes hacíamos tareas y estudiábamos. Estas dos últimas actividades que debían durar cuatro horas, yo las terminaba en dos. ¿Y entonces? Me dedicaba a dibujar, o a hacer poesías o salir cincuenta veces del aula para ensayar las últimas piruetas gimnásticas que yo misma había inventado, o a distraer con bolitas de papel escritas a mis compañeras. Cuando me pillaban, me mandaban para atrás, en la última fila y sor Angustias, que olía feísimo, se sentaba a mi lado para asegurarse de mi inmovilidad.

Pero sobreviví bastante entera y con criterio propio y terminé el bachillerato. Los exámenes del último curso, había que tomarlos en un Instituto. El sistema de educación español, aún fuera de los colegios religiosos, estaba salpicado de profesores y catedráticos poco progresistas, machistas y homófobos, algunos de ellos más temidos que el hombre del saco.

Algunos de mis puntos de vista sobre la historia de España, me hicieron perder el “sobresaliente” para quedarme en “notable”. Lo que no hice nunca, y eso confirma mi inteligencia, fue expresar mis dudas en cuanto a los dogmas de fe; faltaría más. En matemáticas tampoco me fue tan bien porque el profesor Pellejero me llevó al límite cuando al ver que más de la mitad de los alumnos que estaban en el salón de exámenes éramos mujeres, dijo en voz alta y con menosprecio:

– ¡Virgen Santa, cuánta mujer! Más os valdría estar en casa zurciendo calcetines.

Se me revolvió el estómago –Profesor, las mujeres que estamos aquí, contesté en voz alta, queremos acabar el bachillerato para seguir estudiando; lo de zurcir calcetines, ya veremos. Estamos esperando las preguntas.

Se puso rojo de la rabia y comenzó a repartir el examen. Mandó al monitor a que se instalara a mi lado con la intención de agarrarme si pretendía copiar de alguien o sacar una chuleta. Las matemáticas no eran mi punto más fuerte, pero ese día, la adrenalina me aclaró el cerebro y contesté todas las preguntas lo mejor que pude. Cuando fui a entregar el examen, Pellejero me dijo en voz baja: voy a corregir con mucho cuidado su examen, señorita. A lo que contesté,  –muchas gracias profesor Pellejero, yo también revisaré los resultados–. Si hubiera tenido que seguir en el internado, después de este incidente, habría pasado a la categoría de “peligrosa”. Por suerte, ese año fue el último.

Salí del aula con las piernas temblorosas y con una idea fija en la cabeza: estudiar y estudiar para que cuando recogiera los títulos de graduación, pudiera dedicárselos al profesor que un día me motivara a demostrar que las mujeres sí queríamos, sí podíamos y era nuestro privilegio.