No te lo había dicho: carta a Amanda

Cuando me dijiste que te habías mudado al apartamento de soltero de Lucas no lo podía creer. Dos meses antes habías roto tu compromiso con Abel y ya te habías vuelto a meter en otro lío.

Èn ese momento no me atreví a decírtelo, pero si hubieras prestado atención te habrías dado cuenta de que mi cuerpo se ponía tenso cuando te veía. Si yo hubiera abierto la boca, seguro que se habrían escapado de mi garganta los sonidos y se las habrían arreglado para formar las palabras necesarias para advertirte; pero en lugar de eso lo que hice fue apretar más fuerte los labios y desear mentalmente estar equivocada; total, habrías pensado “ya viene la jamona con sus monsergas”

Yo te vi nacer Amanda. Aquella mañana cuando te sacaron de la sala de partos tu piel era del color del chocolate claro y tu pelo negro como el carbón. Ya tenías los ojos abiertos y parecías una chinita. Después, en la tarde, cuando te llevaron a la habitación de tu mamá te habían bañado y tu pelo parecía el de un puerco espín. Toda la familia se rió  mucho de ti y le hicimos bromas a tu mamá con el chino que se había cruzado por el medio. Después, te he acompañado de cerca y he disfrutado de muchas etapas buenas y malas en la vida de tu familia y la tuya propia.

Recuerdo cómo celebramos el día que te declararon alfabetizada y también cuando cambiaste de colegio porque tu papá quería que te educaras en uno bilingüe “Tía Lula, convence a tu hermana para que no me quiten del San Carlos que me han dicho mis compañeros que los niños que van al  New Age son muy plásticos”. Y yo, sabiendo que era una decisión irrevocable te hablé del patio grande del colegio americano lleno de árboles y de cómo podíais entreteneros  recogiendo los cajuiles que cayeran durante el recreo. Te describí la jaula de los tres guacamayos, las clases de música y las obras de teatro para el fin de curso. Creo que te convencí porque no te volví a ver preocupada.

Yo te vi crecer Amanda. Seguí paso a paso tus estirones, tus cambios de estilo, tus progresos en inglés; vi desarrollarse tus habilidades histriónicas y aguanté primero obritas de la escuela y luego disfruté de tus presentaciones con la compañía local. Era como si fueras la hija que nunca tuve. Tus ataques de asma casi me mataban de ansiedad y las llamadas  por teléfono de tus noviecitos me trasladaban a las calenturas de mi juventud. Me alegré mucho cuando empezaste a salir con Abel.

Tenías diecisiete años y Abel dieciocho. Me gustó enseguida ese chico con cola de caballo que desde el primer día me llamó tía Lula. A tu papá no le gustaba nada el pelo largo de tu novio y yo lo convencí de que lo que contaba era cómo él se estaba educando y las conversaciones tan interesantes que era capaz de sostener con jóvenes y viejos. El día que fuimos todos a la casa de la playa y por primera vez tu mamá vio con susto el tatuaje de Abel, yo le tuve que recordar que de pequeñas las dos nos pintábamos dibujos en las piernas y dejábamos tontos a nuestros amiguitos asegurándoles que eran tatuajes. Si hubiéramos podido hacérnoslos de verdad, lo habríamos hecho.

Después, muchas veces hice el papel más de Celestina que de chaperona con Abel y contigo, tratando de preservaros de unos padres que se preocupaban demasiado por el qué dirán; yo creía en vuestra relación y en vosotros y la verdad es que nunca me defraudasteis. Tenía la conciencia tranquila y contenta.

Cuando terminaste la universidad y te fuiste a estudiar la  maestría a París contaba los días para tu regreso. Ayudé a Abel económicamente para que pudiera ir a verte en las vacaciones de Navidad; le hice creer que tendría que devolverme el dinero cuando su incipiente negocio tuviera más clientes. Me dijo que eso era casi un pacto con el diablo.

Te mandé todos los e-correos que hicieran falta para mantenerte al tanto y empecé a recoger información de las empresas donde podrías estar solicitando trabajo cuando regresaras.

Y regresaste y encontraste trabajo en la oficina de Lucas. Yo misma hablé con su hermana para que considerara tu currículo y te diera una oportunidad. Y te la dio. Y te la va a quitar también.

Ahora, cuando ya es un hecho que eres la amante de Lucas me siento culpable de haberte encaminado hacia él y presiento que se va a repetir la historia, mi historia. Yo también tenía veintipocos años cuando me enamoré de mi jefe. Era un hombre tan inteligente, tan valiente, tan lanzado. Alababa mis trabajos como si se tratara de obras de arte y con cualquier excusa me traía regalos a la oficina. Me halagaba, me hacía sentir importante, diferente a las demás. Yo sabía que era casado y sin embargo aceptaba sus galanterías, al principio de forma casi inocente, hasta que fuimos en viaje de negocios a Brasil. La segunda noche me invitó a una cena de trabajo en su habitación. Estaba tan deslumbrada por ese hombre que solamente hicieron falta dos copas de vino para darme el empuje que necesitaba para iniciar una relación que habría de durar casi tres años. Pero yo sabía que tarde o temprano habría de terminar, porque aunque hablaba mucho del infierno con su mujer no le veía tomar acción para salir del mismo. Traté de dejarlo varias veces y otras tantas él pudo convencerme de que volviera; y habríamos seguido en ese juego por un buen tiempo si no hubiera sido porque su mujer se enteró y lo amenazó con el divorcio. Yo le dije que no quería tener a mis espaldas una familia deshecha y creo que el se sintió muy aliviado con mi conveniente nobleza. Al mes siguiente me enteré de que había empezado algo con la chica nueva de la oficina.

Amanda, no puedes decir que ante un fracaso tuyo de cualquier tipo yo te haya espetado un “te lo dije”, ni lo voy a hacer ahora. Pero no quiero que pases por los momentos que yo pasé. Me sentí abusada, utilizada, engañada, sucia, mala. Hasta tomé la decisión de castigarme no rehaciendo mi vida y pagar mi culpa viviendo la vida de los demás. Amanda, no quiero que te conviertas en la tía Lula que no se atreve a mirar de frente a las personas que en su momento supieron los detalles del asunto y que a partir de ahora no se va a sentir con la fuerza moral para guiarte en algunas ocasiones. Pero, sobre todo, no quiero que seas tan infeliz como yo. Lucas podrá dejar a su esposa y casarse contigo, pero se enamorará de cuanta jovencita entre en su oficina y tú no serás sino la número tres de su lista de necesidad de afirmación. Y como podría pasar que no puedas hacer caso de lo que te estoy diciendo ahora porque estás enamorada de Lucas, quiero que sepas que tía Lula te entiende y está aquí para cuando la necesites.

Con cariño. TL

Sana, sana culito de rana

Si a Ana le hubieran dejado decidir si nacer o no, se habría quedado en la nada por un tiempo más, porque  en la otra dimensión se puede ver el futuro y este no le gustó. Pero las parejas no les piden permiso a los niños para hacerlos; a veces, ni siquiera quieren que eso pase, pero los momentos de arrebato amoroso no son los mejores para el discernimiento, el control o el enfundado rápido y mucho menos en el  pedazo de culo del mundo que le tocó a Ana nacer.

Por eso, se defendió como pudo. Se dio la vuelta antes de nacer y ante su negativa, la partera que se las sabía todas, empezó  a darle a su madre unos tés que no sabían bien y que provocaban en su vientre unos movimientos muy molestos para Ana. Entre los movimientos naturales de la madre y unos bestiales empujones de la partera la pusieron de cabeza de nuevo y entendió que era imposible quedarse, porque ya era y porque la naturaleza la estaba obligando.

—¿Qué fue?

—Hembra.

—Coño, otra más.

—Julia no está bien—a lo lejos se oye el estribillo “vamo a bebé, vamo a bebé hata el amanecé”.

—¡No joda! esas son cosas de mujeres. Compadre, ¡tráigame el romo! o mejor vámonos pa donde José.

Ante esta perspectiva que confirmaba sus temores, Ana decidió sobrevivir, aunque  su madre tuvo mejor suerte.  Ana emprendió la vida con salud y belleza porque sabía que otra cosa no iba a tener.

Como la mala moneda “que de mano en mano va y ninguno se la queda”, Ana fue creciendo con abuelas, tías, vecinas, madrastras y cuanta diversidad femenina pudo encontrar su padre para no tener que gastar su tiempo en pendejadas.

Filosofías diferentes y enriquecedoras no le faltaron en su formación.

—¿Estudiar? Y ¿pa qué? Consíguete uno con cuartos y ya.

—Las mujeres son de la casa y los hombres de la calle.

—Los hombres son unos perros.

—Aguanta mi hija que las mujeres hemos nacido pa sufrir.

—Si te da tu mony pa tu ropa y tu comida, déjalo tranquilo que los hombres son cuerneros tós.

—Los viejos son los que mejor vida dan. Búscate uno, ten paciencia y luego resuelves con el que más te guste, total, el viejo no se va a enterar.

Estas y otras delicias formativas fueron moldeándola sin que perdiera su necesidad de ser amada, respetada, reconocida, considerada, lo cual no iba a propiciar su felicidad en la vida, sino todo lo contrario. Eso era como tener sed en un desierto y no encontrar ningún oasis.

A los dieciséis años conoció a Rubén en un colmadón.  Rubén era  el machomén del barrio donde vivía  la abuela de Ana.  Tenía treinta y dos años, un carro Toyota Célica del 1996, una Colt y la billetera siempre llena de dinero para comprar mujeres y pobres diablos a los que tenía a su servicio como perros callejeros para el corre ve y dile. Para ser feliz solo le faltaba la “rubia” ya que el carro blanco y la pistola ya los tenía. Ana no era rubia. Pero era joven y bonita.

—Muñeca ¿y tú? Pónmele una cerveza a la princesa.

—No gracias, no tomo cerveza.

—Pues pónmele un refresco de uva a la dama.

—Las llevo a dar una vuelta con el carro, a ti y a tu amiga. Ñeco, ¡dame una brugalita en una funda!

Ana tenía cierto recelo de subirse al carro pero, al fin y al cabo, los poderosos mensajes del casete interno grabado a través de los años la ablandaron.—¿Por qué no? Es buen mozo, tiene cuartos, un carrazo y parece enamorao; me escogió a mí y en el colmadón había muchos mujerones.

Salieron a mil esparciendo la sutil y poética letra de un reggaetón  por las ventanas abiertas del carro. En el camino, el ron, la cerveza y los refrescos mezclados  hicieron su efecto. Los tres estaban felices. Ana iba al lado de Rubén y este, de vez en cuando le lanzaba piropos al tiempo que le ponía la mano en la rodilla. —¡Qué buenas piernas, mami!

Al terminar la vuelta  Rubén dejó primero a la amiga en su casa y luego llevó a Ana a la suya. Le pidió que se vieran la noche siguiente en el mismo sitio. Ana accedió, aún sabiendo que tendría que engañar a la abuela para salir por la noche. El día siguiente lo pasó nerviosa pensando en la salida. Se sentía la reina del mundo. El mejor hombre del barrio la había tratado con paños y manteles.

En cada uno de los encuentros, que no fueron tantos porque la cosa era para ya, Rubén le traía algún regalo: vestidos, dinero, dulces para la abuela. Ana ya le había contado acerca de la relación porque había pasado a mayores y porque alguna explicación tenía que dar acerca de su pelo rubio casi platino. De todas formas, la abuela se sintió encantada con la conquista de su nieta porque ninguna otra mujer o jovencita del barrio tenía un novio como ese.  El hecho de que Rubén fuera dieciséis años mayor que Ana le pareció algo normal, bueno.—Las muchachitas que tienen maridos mayores tienen más beneficio que las que se juntan con muchachos de su edad que no tienen dinero ni agallas para defenderlas en lo que sea.

Al poco tiempo Rubén mudó a Ana a su apartamento con la aprobación de la familia. A partir de ahí, en territorio ajeno, Ana estaba completamente sometida al marido y le complacía en todos los caprichos de alcoba y de vida. Dejó de ver a su amiga porque Rubén decía que esa no era una buena compañía. Dejó de hablar con sus amigos porque Rubén se ponía celoso y no entendía que un hombre y una mujer pudieran hablarse sin que hubiera nada sexual entre ellos. Dejó de visitar a la abuela porque Rubén decía que era una alcahueta. Tenía que pedirle dinero hasta para comprar fósforos. Su vida se limitaba a ver la televisión y atender al marido cuando este llegaba.

Una de las muchas veces que Rubén llegó bebido y de mal humor, le arrebató el celular que Ana tenía en las manos y se puso a revisarlo.

—Y este número ¿de quién es?

—Es una llamada equivocada.

—¡Mierda pa ti! Llamada equivocada tu abuela. Te voy a decir el nombre del equivocado. Aló! ¿Quién me habla? Mire coñazo, ¡si vuelve a llamar a mi mujer le voy a partir la cara! Y usté, comecomía, se acabó el celular en esta casa y ahora váyase pal dormitorio y quítese la ropa.

La luna de miel de Ana había durado lo que dura un “pote” en manos de un borracho. Después de múltiples ocasiones de abuso sicológico y sexual  llegó el momento en que algo de la esencia de mujer con la que nació se rebeló en el interior de ella. No podía seguir así. Tomó la decisión de irse a casa de su abuela de nuevo. Por la noche, al ver Rubén que la casa estaba vacía y que Ana se había llevado su ropa, entendió que la estaba perdiendo y una furia descontrolada se apoderó de él. Salió disparado en su Célica incluidos rebases temerarios y largos tramos en dirección contraria, ¿por qué no? la calle, el mundo eran de él.

—¡Coge tu ropa y vámonos pa casa!—le gritó a Ana.

—Mi hijo, que no peleen. Mi hija vete con Rubén que él te quiere—exclamaba llorosa la abuela.

Ana se negaba y Rubén hizo un aparte con ella en un rincón de la sala.—¡Si no vienes te mato y mato a tu abuela y a toda la familia!

Así comenzó de nuevo la tragedia de Ana. Sin abuela, sin amigos, sin comunicación, sin tierra firme bajo sus pies y con todo el peso de un animal rondándola y amenazándola todo el tiempo.

De nuevo  llegó Rubén borracho;  Ana estaba viendo la televisión y escribiendo las letras de las canciones que escuchaba.

—Mujer, entra en la habitación y quítate la ropa.

—Estoy viendo un programa, ya voy.

—Maldita perra, ¡que vengas inmediatamente!

Todavía se tomó Ana unos segundos para terminar de escribir el último verso de la estrofa de la canción cuando de pronto sintió que él  la cogía de los cabellos, la tiraba al piso, le frotaba el papel en el que estaba escribiendo en la cara, se lo metía en la boca y le clavaba el bolígrafo en la sien. Siguió pateándola y quitándole la ropa. Ana perdió el conocimiento. Al despertar sintió su cara empapada de sangre y se incorporó asustada. Encima de la cama estaba Rubén durmiendo la borrachera. Se vistió como pudo y salió camino del hospital. Allí, al hacer las preguntas de lugar para el reporte de los golpes y las heridas de Ana, una enfermera le recomendó ir a la Fiscalía a poner una denuncia. Su abuela la acompañó al médico legista y donde la juez.

Al día siguiente supieron que Rubén andaba diciendo por el vecindario que no le importaba que le pusieran una denuncia. —Mientras esté mi presidente en el poder, soy intocable.

La historia está inconclusa. Dejo al lector con conocimiento de cualquier medio macondiano redactar el final. Y si no está familiarizado, termínelo con un castigo para Rubén, lo que pudiera equivaler a un «Sueña Pilarín”.

Yo me quiero

 Me digo y me retedigo.
¡Qué tonto!
Ya te lo has tirado todo.
Y ya no tienes amigo,
por tonto. Que aquel amigo
tan sólo iba contigo
porque eres tonto.
¡Qué tonto!
Y ya nadie te hace caso,
ni tu novia, ni tu hermano,
ni la hermana de tu amigo,
porque eres tonto.
¡Qué tonto!
Me digo y me lo redigo...

De nuevo aprovecho la poesía, esta vez de Rafael Alberti (1902-1999), para abundar sobre  un tema que tiene que ver con un aspecto que influye increíblemente  en  nuestro potencial como personas y por tanto en la felicidad, el éxito y las relaciones en el curso de la vida: la autoestima.

La autoestima es la forma en que nos valoramos y está basada en las sensaciones y experiencias que hemos vivido a lo largo de nuestra vida y relacionadas con nosotros mismos. Vamos adquiriendo una percepción desde que somos niños y la vamos reforzando y consolidando  en nuestro paso por el tiempo a través de nuestras creencias, la retroalimentación de los demás, la comparación y las conclusiones a las que llegamos, reales o erradas. Si nuestra autoestima es alta podemos afrontar muchas situaciones con seguridad y con éxito, podemos apreciar nuestra apariencia y nuestras habilidades, en definitiva, nos queremos. Mientras que si es baja vivimos limitados a lo que entendemos que podemos ser, hacer o decir y frecuentemente nos odiamos. Dado que el concepto sobre nosotros  lo vamos formando a través de nuestras ideas y opiniones, nuestros valores y la retroalimentación de nuestro entorno, lo utilizaremos para juzgarnos (creeremos que tenemos cualidades positivas o negativas; que somos agradables o desagradables) y actuar como nos creemos que somos.

Empezamos a hacernos una idea de nosotros desde que somos niños y de esta idea dependerán nuestras cualidades y personalidad. Por ello, mi motivación para escribir este artículo está basada en alertar a los padres, tutores y maestros de la importancia que tienen los adjetivos calificativos peyorativos en nuestro lenguaje al comunicarnos con los niños. Muchas veces nos han dicho: tonto, malo, lento, vago, feo, malcriado, desobediente, gordo y otras joyas que, posiblemente, se dicen sin sentirlo de verdad, sino más bien como una forma de hablar común dentro de la cultura, o una forma de reaccionar aprendida de nuestros padres. Sin embargo, el niño toma esas palabras literalmente. Si a un niño se le dice cuando hace una travesura o algo que nos produce problemas de cualquier tipo “Niño malo, no te quiero”, pensará que si su padre o madre le dicen eso es porque es malo y no merece ser querido. Si además le repiten estas expresiones negativas  varias veces, irán influyendo en su auto percepción y autoestima.

Las comparaciones entre hermanos, familiares o niños amigos son muy peligrosas. El niño se compara a sí mismo con los demás sin necesidad de que alguien resalte o dé matices a la comparación.

Ya que la sociedad promueve características “deseables” (figura, aptitudes, habilidades, etc.) que a través de los tiempos sufren cambios importantes (modas), los niños y luego los adolescentes, jóvenes y adultos vamos tratando de alcanzar lo que está bien visto y que se refuerza a través de halagos, reconocimientos, etc.  Si no lo logramos pensamos que somos nosotros los culpables. Si además, se resalta la característica deseable de un niño y se compara con otro que no la tiene, estaremos propiciando una baja autoestima. ¿Les parecen familiares las siguientes expresiones? “Tu hermano ha sacado un 98 en matemáticas ¿Cuándo lo sacarás tú?”;  “Tan bonito pelo que tiene tu hermana y tú fuiste a salir así”. “Yo quería un varoncito y me salió una hembra”. “No se parece en nada a su hermano, el otro tan formalito y este tan tremendo”. “Sigue engordando que ya pareces una pelota”. Qué desafortunados somos al hablarle a un niño así en lugar de resaltar sus cualidades únicas y motivarlo a seguir creciendo en las mismas. Los niños con autoestima baja pueden terminar aislándose, teniendo bajo rendimiento escolar y hasta depresión, entre otros.

El período más crítico para el desarrollo de la autoestima es la adolescencia en la que el joven necesita tener una buena identidad y conocer sus posibilidades  para afrontar el futuro con confianza. En esta etapa empieza a hacerse independiente de la familia y a confiar en sus propios recursos. Si tiene una autoestima saludable pasará a la madurez sin mayores problemas. Si por el contrario tiene baja autoestima se sentirá inseguro y podría estar buscando su seguridad de forma equivocada en las drogas, las pandillas o la delincuencia.

Otro de los efectos de la autoestima baja es la búsqueda constante y enfermiza de la aceptación de los demás. Hay muchas formas de buscar aceptación. Se puede vivir con miedo de hacer o decir porque se puede molestar a los demás o pueden rechazarlo a uno; o imitar las conductas y actitudes con lo cual uno va dejando poco a poco de ser uno mismo. También se puede caer en el perfeccionismo, si todo se hace perfecto nadie podrá recriminarnos nada y seremos superiores a los demás. Si se recibe una crítica que puede ser constructiva, en lugar de agradecerla y, por el exceso de sensibilidad,  la persona puede sufrir una crisis y hasta caer en una depresión.  Se acepta cualquier cosa que venga  del otro con tal de no ser rechazado y esto podría incluir el maltrato. La persona con autoestima baja siempre piensa que la culpa de todo es suya, nunca de los demás y por ello se maltrata con diálogos internos que siempre lo desfavorecen. Nunca valora sus logros. La persona con autoestima baja sufre mucho.

La buena noticia es que la autoestima puede ser mejorada; y aunque probablemente siempre aflorarán algunos pensamientos negativos que nos harán dudar de nosotros, podemos trabajar para lograr sentirnos más a gusto con nosotros mismos.

Algunas tácticas a usar podrían ser:

–        Ver el lado positivo de las cosas y las acciones. O sea, cambiar al pensamiento positivo. El pensamiento positivo se va adquiriendo en la medida en que desechemos el negativo y aunque no nos lo creamos del todo.

–        Hacernos conscientes de nuestros logros y nuestras cosas buenas y nunca dar excusas o disminuirnos cuando nos hacen un halago o nos dedican un piropo.

–        Cuando tengamos deseos de compararnos con los demás, podemos decirnos a nosotros mismos que cada persona es única y tiene sus propios méritos, por tanto nunca podremos ser como fulano o mengana, ni mejores ni peores, cada uno tiene su papel en la vida y es para un propósito superior.

–        Tener confianza en nosotros mismos y decirnos de antemano que el único que no gana o pierde es aquel que no hace nada y que cada uno de nosotros tenemos cualidades para resolver las situaciones de manera diferente y adecuada y aprender de los errores.

–        Si en algún momento tenemos fracasos, como es natural o no seríamos personas, no podemos generalizar y pensar que siempre será así. Los fracasos nos dan alas si sabemos aprovecharlos y analizar de qué otra forma pudiéramos haber actuado.

–        Aceptarnos como somos es muy importante, todo ser humano es valioso para sí y para su entorno. Eso no significa que no tratemos de mejorar.  El crecimiento como personas es importante y por tanto no lo debemos descuidar.

Lo vital es hacerse consciente y responsable de los insumos que proporcionamos a los niños para que vayan construyendo su autoestima y también de que se puede trabajar por mejorar la propia. Merecemos ayudarnos a ser felices.

 

Osadía

 

Dando marcha atrás,

robándole al progreso una hora de impuesto humano,

llegué hasta aquí empujada por el viento.

 

Y como ahora puedo porque sé lo que es querer y no poder,

meto mis pies en el charco de agua que la lluvia me dejó de regalo

y tiño mis calcetines de color de tierra,

porque estoy cansada de la presencia impecable.

 

Y como ahora puedo porque sé lo que es querer y no poder,

no voy a misa y me caliento en una hoguera de símbolos

mientras espero a Dios

mirando el sol, las hormigas y los hombres.

 

Y como ahora puedo porque sé lo que es querer y no poder,

envuelvo al amor de mi carne en el velo de mis sentidos

y lo invito a poseerme,

porque he aprendido a fundirme con lo eterno.

 

Y como ahora puedo porque sé lo que es querer y no poder,

amo a mis hijos, si quiero, si mis entrañas de animal me lo ordenan;

y si quiero los odio;

y rompo en mil pedazos el sofisma de la sociedad.

 

Y como ahora puedo porque sé lo que es querer y no poder,

muero cuando quiero y como quiero.

sin temor, con frutos en las manos, mi mochila llena de amor.

El temor a la eternidad quedó disuelto entre libros y doctrinas.

 

Dando marcha atrás llegué muy lejos.

Miro hacia los lados con temor; no veo a nadie.

Nadie pudo ver  mi alma al descubierto. Respiro. ¡Qué osadía la mía!

Noviembre 1983

 

 

El secreto de los Hoglüter

El abuelo Zenón encontró una botija llena de monedas de oro que guardó a buen recaudo porque no se fiaba ni de su madre. La abuela Conchita le contó a su hija —mi madre— que un día, haciendo un agujero para sembrar un árbol de mango en el patio de la casa de los patrones, el abuelo se topó con un objeto duro que resultó ser un recipiente de barro. Lo acabó de desenterrar con las manos y con el trapo sucio que utilizaba para secarse el sudor la limpió como si fuera de plata; cortó la lía de cuero que amarraba el paño que tapaba la boca de la botijuela y se dispuso a  meter la mano para palpar lo que contenía en su interior. Pero lo pensó mejor.

El abuelo siempre le había tenido miedo a los alacranes y a los ciempiés, como si estos pudieran vivir dentro de una vasija cerrada a cal y canto. Pero tenía razón para temerles. Recordaba a su padre moribundo, con una pierna del tamaño del tronco de una mata de coco y ennegrecida por la gangrena. El bisabuelo pisó un ciempiés que se revolvió con saña y lo picó en el dedo gordo del pie. Le chuparon el veneno, le quemaron la pequeña hendidura, le pusieron cataplasmas de savia y miel, se mearon encima, pero no hubo forma de salvarle la vida. Entonces se dijo que era porque al que lo pica un ciempiés pelón se lo lleva Ledamón. Así que el abuelo puso la botija boca abajo y la agitó hasta que cayó la última pieza de las monedas que contenía.

Al abuelo le iba a explotar la cabeza. Lo primero que hizo fue llevarse la mano al pecho y luego dirigir sus ojos hacia la casa para ver si alguien lo estaba mirando. No había moros en la costa, o al menos que él los viera, porque nunca pudo estar seguro de lo que pasaba detrás de las ventanas. A esa hora, afuera estaba claro y adentro oscuro. Pero el peor peligro habría sido que estuviera alguien del servicio por el patio y se acercara a curiosear. “¿Qué estás haciendo Zenón?”, “¿Qué encontraste?”, “¿Cuántas monedas hay?”, “¿Qué vas a hacer con ellas?”,  “¿Y pa mí no hay ná?”

En un momento todos los pensamientos del mundo se juntaron en su cabeza. “Esto no es mío”, “¿Serán de valor?”, “¿Debo decírselo a la señora?”, “Podré ponerle techo de zinc a la casa y compraré cuatro camas para que los muchachos no tengan que dormir juntos”, “¿Y si me han visto desde adentro?”, “Total para lo que me pagan por cuidar el patio…”

La inequidad social fue su argumento para tomar la decisión y, puesto que ya la había tomado, sacar la vasija requería de una estrategia muy bien pensada para que todo saliera bien. Volvió a meter las monedas una a una, treinta en total; introdujo su pañuelo como tapón y volvió a enterrar la vasija—Mañana será otro día—

Mi madre recuerda que el abuelo llegó a la casa cargado de dulces para los muchachos y hasta un jabón de olor para la abuela Conchita. Su mirada tenía un brillo especial y todos creyeron que había tomado. No era usual que le trajera nada a la abuela y los dulces solo aparecían para navidad que era cuando le daban la doble paga al abuelo. Solo una vez de las miles que había jugado en su vida le tocó la lotería y llegó a la casa en condiciones similares. Pero no, no estaba borracho y se tomó la molestia de explicar que cogió un “fiao” porque a la abuela no le había regalado nada para su cumpleaños el mes pasado y en la tienda, vio esos dulces que le guiñaron un ojo.

Esa noche se acostó temprano. Tenía que comenzar a pensar cómo sacaría la botija del patio de los señores sin que nadie sospechara y también tenía que decidir si era bueno compartir el secreto con Conchita y los muchachos. —Bueno, con Conchita sí, ¡estaba claro, lo iba a notar  de cualquier manera! Con los muchachos…todavía tenía tiempo para decidirlo—.Y pensando en todas las formas posibles para sacar el botín, guardarlo y convertirlo en papeletas, se quedó dormido.

Al día siguiente cogió la cesta de cosechar los mangos, puso en ella un par de herramientas y dos pequeños brotes de mata de limón y los cubrió con un saco. Cuando llegó a la casa de los señores Cristina, la sirvienta, lo recibió con un “¡Qué cargado vienes!” Y el abuelo se tomó la molestia de explicar lo que llevaba y para qué lo quería, cosa rara en él, quien en otra oportunidad le habría contestado—“Ponte a hacer tus oficios”

Esperó a que llegaran las diez porque a esa hora todo el mundo en la casa tomaba el café y cuando su nariz le dio el visto bueno comenzó la tarea donde la había dejado el día anterior. Fue fácil sacar el tesoro, meterlo en la cesta, taparlo y salir a toda prisa antes de que pareciera alguien a pedirle uno u otro favor.

Llegó a su casa excitado. Los muchachos estaban en la escuela y eso lo tranquilizaba un poco. Con suerte ni Conchita estaría.

—¡Muchacho, terminaste pronto hoy!—Le disparó la abuela.

—¡Muchacha que susto me diste! Ven —dijo el abuelo— Cierra la puerta.

—¿Qué pasa?

—¡Que Dios nos ha venido a ver!

—¡Zenón! ¿Ya has tomado tan temprano?

—¡No mujer! Que somos ricos.

—¿Ricos? ¿Has vuelto a jugar?

—No. Mira.

Puso sobre la mesa la botija, la destapó con cuidado y vació el contenido. Antes de que la abuela que tenía los ojos desorbitados se lo preguntara, le explicó con lujo de detalles el dónde, cómo, cuándo y por qué. Le costó mucho convencerla de que ese tesoro no tenía dueño. Le habló de los primeros pobladores de la isla y hasta le describió con lujo de detalles las razones que debió haber tenido el cacique para ocultar el tesoro; le recordó sus necesidades perentorias y le prometió sacar el diezmo para obras de caridad. Abrumada por los argumentos la abuela flaqueó. Comenzó a disfrutar en ese mismo momento su bonanza económica y justificó para sus adentros la debilidad —Total, si no era como el abuelo lo contaba, a los patrones de Zenón tampoco les hacen falta más cuartos—

El abuelo fue a la ciudad la semana siguiente para averiguar de qué forma podía convertir las monedas en dinero y volvió experto. Experto, con tres fajos de billetes que ocultó debajo de su ropa y con el grado de contentura en su punto máximo. No solo se había pegado par de tragos sino que estaba planeando visitar a la Rosa para llevarle unos aretes que le había comprado y hacerle ver la conveniencia de que le dedicara sus favores con más asiduidad y menos melindres. Y es que era un enamorao. Ese viejito nuestro de apellido holandés, piel color chocolate, ojos azules y pelo crespo creía que estaba vivo. Se enamoraba de cualquier muchacha en flor y se jactaba con sus amigotes de los favores—imaginarios—que recibía de ellas.

La abuela se dejó llevar por la abundancia porque sabía que después de esa vez vendrían otras visitas a la capital, ya que el abuelo solo había vendido parte del tesoro y el resto lo había ocultado en un sitio que no quiso decirle a la abuela —para evitarle problemas—según dijo. Empezó a comprar lo que necesitaba y más y pasaba el rato planeando los arreglos que le haría a la casa y al futuro de sus hijos.

A quien pretendía saber cómo se había producido un cambio tan radical en la vida de esa familia, se le informaba que la abuela que no era del pueblo, había recibido una herencia.

Mientras, el abuelo había dejado de trabajar para los señores argumentando que le había salido una hernia y no se podía dedicar a la jardinería por un tiempo. Se la pasaba tomando y visitando a sus amigas que, de un tiempo a esta parte, encontraban que no se les quitaba el brillo por hacerle carantoñas a un viejo verde con cuartos, ni tampoco por hacerle creer que su poder sexual, tan atrofiado por los años, era extraordinario.

Pero el cuerpo del abuelo no estaba para esos trotes. Una mañana húmeda y sofocante, al ir a levantarse de la cama se sintió raro, veía estrellitas y de pronto se dio cuenta que no podía hablar y que sus piernas no lo sostenían. Cayó al suelo. La abuela oyó el ruido y se acercó desde la cocina. Lo zarandeó. Los ojos del abuelo estaban abiertos y su boca tenía una mueca grotesca. La cara parecía habérsele muerto de un lado. Poco a poco sus ojos azules se fueron cerrando y del abuelo solo quedó una masa de carne inútil, dependiente y fofa. El médico dijo que había sufrido un derrame cerebral y era difícil que se recuperara. La abuela pensó inmediatamente en la botija.

El abuelo murió a la semana siguiente sin haber salido del coma y la abuela nunca pudo obtener la respuesta a la pregunta que le hacía al cuerpo del que fue su marido.

Hasta hizo una promesa a la Virgen de La Altagracia de ir hasta su santuario arrodillada si el abuelo lograba comunicarle el secreto. Pero la Virgen no estaba en eso y el abuelo murió sin decir ni jí.

La abuela buscó por toda la casa, mandó a levantar los pisos, hizo tumbar una pared que el abuelo había hecho construir para separar las habitaciones, no dejó tranquila a una sola molécula de la casa…y nada.

Para seguir viviendo comenzó a pedir prestado con la excusa de que estaba vendiendo unos terrenos de la herencia en su pueblo, pero pronto se dio cuenta de que podía retomar la vida que llevaba antes de que su marido encontrara las monedas, la cual no era la más fácil pero sí la más tranquila. La familia siguió adelante. La abuela se empleó en quehaceres domésticos y entre su paga y los créditos que le dieron en todos los establecimientos a los que había beneficiado su corta bonanza económica, pudo criar a sus hijos y hasta los puso a estudiar.

Nunca pudimos encontrar “el tesoro” que, dicho sea de paso, debía estar ya muy mermado cuando el abuelo murió, si tomamos en cuenta las bebentinas, las juergas y los pequeños pecaditos de la abuela Conchita. El secreto del los Hoglüter se lo llevó el abuelo Zenón a donde quiera que esté.