Sana, sana culito de rana

Si a Ana le hubieran dejado decidir si nacer o no, se habría quedado en la nada por un tiempo más, porque  en la otra dimensión se puede ver el futuro y este no le gustó. Pero las parejas no les piden permiso a los niños para hacerlos; a veces, ni siquiera quieren que eso pase, pero los momentos de arrebato amoroso no son los mejores para el discernimiento, el control o el enfundado rápido y mucho menos en el  pedazo de culo del mundo que le tocó a Ana nacer.

Por eso, se defendió como pudo. Se dio la vuelta antes de nacer y ante su negativa, la partera que se las sabía todas, empezó  a darle a su madre unos tés que no sabían bien y que provocaban en su vientre unos movimientos muy molestos para Ana. Entre los movimientos naturales de la madre y unos bestiales empujones de la partera la pusieron de cabeza de nuevo y entendió que era imposible quedarse, porque ya era y porque la naturaleza la estaba obligando.

—¿Qué fue?

—Hembra.

—Coño, otra más.

—Julia no está bien—a lo lejos se oye el estribillo “vamo a bebé, vamo a bebé hata el amanecé”.

—¡No joda! esas son cosas de mujeres. Compadre, ¡tráigame el romo! o mejor vámonos pa donde José.

Ante esta perspectiva que confirmaba sus temores, Ana decidió sobrevivir, aunque  su madre tuvo mejor suerte.  Ana emprendió la vida con salud y belleza porque sabía que otra cosa no iba a tener.

Como la mala moneda “que de mano en mano va y ninguno se la queda”, Ana fue creciendo con abuelas, tías, vecinas, madrastras y cuanta diversidad femenina pudo encontrar su padre para no tener que gastar su tiempo en pendejadas.

Filosofías diferentes y enriquecedoras no le faltaron en su formación.

—¿Estudiar? Y ¿pa qué? Consíguete uno con cuartos y ya.

—Las mujeres son de la casa y los hombres de la calle.

—Los hombres son unos perros.

—Aguanta mi hija que las mujeres hemos nacido pa sufrir.

—Si te da tu mony pa tu ropa y tu comida, déjalo tranquilo que los hombres son cuerneros tós.

—Los viejos son los que mejor vida dan. Búscate uno, ten paciencia y luego resuelves con el que más te guste, total, el viejo no se va a enterar.

Estas y otras delicias formativas fueron moldeándola sin que perdiera su necesidad de ser amada, respetada, reconocida, considerada, lo cual no iba a propiciar su felicidad en la vida, sino todo lo contrario. Eso era como tener sed en un desierto y no encontrar ningún oasis.

A los dieciséis años conoció a Rubén en un colmadón.  Rubén era  el machomén del barrio donde vivía  la abuela de Ana.  Tenía treinta y dos años, un carro Toyota Célica del 1996, una Colt y la billetera siempre llena de dinero para comprar mujeres y pobres diablos a los que tenía a su servicio como perros callejeros para el corre ve y dile. Para ser feliz solo le faltaba la “rubia” ya que el carro blanco y la pistola ya los tenía. Ana no era rubia. Pero era joven y bonita.

—Muñeca ¿y tú? Pónmele una cerveza a la princesa.

—No gracias, no tomo cerveza.

—Pues pónmele un refresco de uva a la dama.

—Las llevo a dar una vuelta con el carro, a ti y a tu amiga. Ñeco, ¡dame una brugalita en una funda!

Ana tenía cierto recelo de subirse al carro pero, al fin y al cabo, los poderosos mensajes del casete interno grabado a través de los años la ablandaron.—¿Por qué no? Es buen mozo, tiene cuartos, un carrazo y parece enamorao; me escogió a mí y en el colmadón había muchos mujerones.

Salieron a mil esparciendo la sutil y poética letra de un reggaetón  por las ventanas abiertas del carro. En el camino, el ron, la cerveza y los refrescos mezclados  hicieron su efecto. Los tres estaban felices. Ana iba al lado de Rubén y este, de vez en cuando le lanzaba piropos al tiempo que le ponía la mano en la rodilla. —¡Qué buenas piernas, mami!

Al terminar la vuelta  Rubén dejó primero a la amiga en su casa y luego llevó a Ana a la suya. Le pidió que se vieran la noche siguiente en el mismo sitio. Ana accedió, aún sabiendo que tendría que engañar a la abuela para salir por la noche. El día siguiente lo pasó nerviosa pensando en la salida. Se sentía la reina del mundo. El mejor hombre del barrio la había tratado con paños y manteles.

En cada uno de los encuentros, que no fueron tantos porque la cosa era para ya, Rubén le traía algún regalo: vestidos, dinero, dulces para la abuela. Ana ya le había contado acerca de la relación porque había pasado a mayores y porque alguna explicación tenía que dar acerca de su pelo rubio casi platino. De todas formas, la abuela se sintió encantada con la conquista de su nieta porque ninguna otra mujer o jovencita del barrio tenía un novio como ese.  El hecho de que Rubén fuera dieciséis años mayor que Ana le pareció algo normal, bueno.—Las muchachitas que tienen maridos mayores tienen más beneficio que las que se juntan con muchachos de su edad que no tienen dinero ni agallas para defenderlas en lo que sea.

Al poco tiempo Rubén mudó a Ana a su apartamento con la aprobación de la familia. A partir de ahí, en territorio ajeno, Ana estaba completamente sometida al marido y le complacía en todos los caprichos de alcoba y de vida. Dejó de ver a su amiga porque Rubén decía que esa no era una buena compañía. Dejó de hablar con sus amigos porque Rubén se ponía celoso y no entendía que un hombre y una mujer pudieran hablarse sin que hubiera nada sexual entre ellos. Dejó de visitar a la abuela porque Rubén decía que era una alcahueta. Tenía que pedirle dinero hasta para comprar fósforos. Su vida se limitaba a ver la televisión y atender al marido cuando este llegaba.

Una de las muchas veces que Rubén llegó bebido y de mal humor, le arrebató el celular que Ana tenía en las manos y se puso a revisarlo.

—Y este número ¿de quién es?

—Es una llamada equivocada.

—¡Mierda pa ti! Llamada equivocada tu abuela. Te voy a decir el nombre del equivocado. Aló! ¿Quién me habla? Mire coñazo, ¡si vuelve a llamar a mi mujer le voy a partir la cara! Y usté, comecomía, se acabó el celular en esta casa y ahora váyase pal dormitorio y quítese la ropa.

La luna de miel de Ana había durado lo que dura un “pote” en manos de un borracho. Después de múltiples ocasiones de abuso sicológico y sexual  llegó el momento en que algo de la esencia de mujer con la que nació se rebeló en el interior de ella. No podía seguir así. Tomó la decisión de irse a casa de su abuela de nuevo. Por la noche, al ver Rubén que la casa estaba vacía y que Ana se había llevado su ropa, entendió que la estaba perdiendo y una furia descontrolada se apoderó de él. Salió disparado en su Célica incluidos rebases temerarios y largos tramos en dirección contraria, ¿por qué no? la calle, el mundo eran de él.

—¡Coge tu ropa y vámonos pa casa!—le gritó a Ana.

—Mi hijo, que no peleen. Mi hija vete con Rubén que él te quiere—exclamaba llorosa la abuela.

Ana se negaba y Rubén hizo un aparte con ella en un rincón de la sala.—¡Si no vienes te mato y mato a tu abuela y a toda la familia!

Así comenzó de nuevo la tragedia de Ana. Sin abuela, sin amigos, sin comunicación, sin tierra firme bajo sus pies y con todo el peso de un animal rondándola y amenazándola todo el tiempo.

De nuevo  llegó Rubén borracho;  Ana estaba viendo la televisión y escribiendo las letras de las canciones que escuchaba.

—Mujer, entra en la habitación y quítate la ropa.

—Estoy viendo un programa, ya voy.

—Maldita perra, ¡que vengas inmediatamente!

Todavía se tomó Ana unos segundos para terminar de escribir el último verso de la estrofa de la canción cuando de pronto sintió que él  la cogía de los cabellos, la tiraba al piso, le frotaba el papel en el que estaba escribiendo en la cara, se lo metía en la boca y le clavaba el bolígrafo en la sien. Siguió pateándola y quitándole la ropa. Ana perdió el conocimiento. Al despertar sintió su cara empapada de sangre y se incorporó asustada. Encima de la cama estaba Rubén durmiendo la borrachera. Se vistió como pudo y salió camino del hospital. Allí, al hacer las preguntas de lugar para el reporte de los golpes y las heridas de Ana, una enfermera le recomendó ir a la Fiscalía a poner una denuncia. Su abuela la acompañó al médico legista y donde la juez.

Al día siguiente supieron que Rubén andaba diciendo por el vecindario que no le importaba que le pusieran una denuncia. —Mientras esté mi presidente en el poder, soy intocable.

La historia está inconclusa. Dejo al lector con conocimiento de cualquier medio macondiano redactar el final. Y si no está familiarizado, termínelo con un castigo para Rubén, lo que pudiera equivaler a un «Sueña Pilarín”.

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