Abelardo y Eloisa

El reloj despertador de Elupina sonó a las ocho de la mañana, como cada domingo.

Los otros días de la semana se levantaba a las cinco para que le diera tiempo a arreglar su habitación, preparar su desayuno y la comida que se llevaría a la escuela donde daba clases, además de dejar la casa limpia. No le gustaba dejar utensilios en el fregadero ni tereques mal puestos, porque cuando llegaba por la noche, muerta de cansancio, no quería tener que ponerse a limpiar ni ordenar.

Pero, los domingos, era otra cosa. Primero a misa, sin desayunar, porque los católicos fervientes recibían la comunión en ayunas. Nada que pudiera ensuciar el camino por el que pasaría el cuerpo de Dios. Desayunaría, cuando saliera, en la cafetería que quedaba frente a la iglesia.

Se puso su mejor vestido, se calzó sus medias y zapatos de tacón y pidió un taxi confortable, para no tener que llegar sudada a la iglesia.

Le gustaba asistir a misa en una parroquia que no era la que le correspondía, al estar ubicada en un área lejana a su residencia. Los cánticos en esa iglesia eran hermosos, acompañados con guitarras, instrumentos de percusión y un órgano que sonaba divinamente. Su pensamiento se transportaba lejos mientras el coro cantaba y ella iba repitiendo, par sí, las letras que se sabía de memoria.

Además, la gente que iba a esa misa era otra cosa. Ahí había educación y buenos modales.

El plus lo completaba el aire acondicionado que funcionaba durante las misas, nada comparado con los ventiladores que había en la parroquia cerca de su casa.

El párroco, el padre Juan, era muy viejo, pero todavía daba en el clavo con sus sermones. Le gustaba mucho que repitiera frecuentemente que, en el juicio final, lo único que el tribunal divino preguntaría al alma que se presentaba era: Hijo mío, ¿cuánto has amado?

Elupina adoptó el enunciado como receta de vida. Si amaba mucho, entraría al cielo cuando muriera. Aunque solamente tenía cincuenta años, elucubraba sobre la puntuación que obtendría en el caso de que muriera esa misma noche.

Llegó a la iglesia veinte minutos antes de la misa y pudo escoger el banco en el que se iba a sentar, bien adelante, para no perderse palabras ni movimientos del rito.

A las diez en punto, salió el sacerdote acompañado de los monaguillos.

Elupina, casi tuvo que frotarse los ojos cuando vio que quien estaba posicionándose delante del altar, no era el padre Juan. ¿Qué había pasado? ¿Quién era el nuevo padre? Nadie le había advertido nada.

–Hermanos– empezó a decir el celebrante–. Soy Andrés. Estaré, por un tiempo, celebrando misas y atendiendo a las necesidades de confesión de los fieles, para lo cual habrá una cartelera en la entrada con los nuevos horarios. Esto así porque tengo que compartir estas celebraciones con otras obligaciones en un colegio en el que doy clases.

El padre Juan está enfermo y voy a reemplazarlo hasta que esté completamente restablecido. Sé que para algunos de ustedes puede representar un inconveniente, pero los caminos del Señor son inexpugnables y es bueno que nos sometamos a su diseño.

Dicho esto, se colocó detrás del altar para comenzar la misa.

Elupina, que en principio se había sorprendido ante el cambio de oficiante , empezó a seguir con atención todos los movimientos del padre Andrés y, hasta le pareció que una luz diferente lo envolvía, como si de una señal del Altísimo se tratara.

Cuando fue a tomar la comunión miró a la cara del padre Andrés y vio que tenía un punto de dulzura en sus ojos color de miel. No pudo evitar un escalofrío cuando los dedos del padre rozaron levemente su mano al entregarle la oblea.

Durante el resto de la celebración, pidió perdón a Dios por no haber sabido parar el cosquilleo extraño que comenzaba en su corazón y recorría todo su cuerpo.

Después del ite misa est, lo vio, arrebolada, caminar con ligereza y alegría por el pasillo central abandonando la iglesia y le pareció etéreo, como si se trasladara encima de una nube.

A la salida, Elupina se acercó a un grupo en el que estaba la mujer que ayudaba al párroco en la sacristía, con la intención de conocer algo más sobre el cambio que había tenido lugar en la parroquia.

La mujer informó que el padre Juan había sufrido un infarto y no se sabía si volvería. También añadió una especie de currículo del padre Andrés: él tenía cincuenta y seis años, era natural del pueblo La Llanura, había sido trasladado a la capital para que se hiciera cargo de un colegio privado mixto y daba clases de filosofía a muchachos de bachillerato. Se decía que era muy moderno, amigable y accesible. Estaría siendo responsable por la parroquia hasta que sus superiores designaran un nuevo párroco.

Elupina volvió a la puerta de entrada y tomó nota de los horarios de misas y confesiones.

Vio que en el tablero había una nota escrita a mano, en la que el padre Andrés solicitaba voluntarios para unas obras de caridad que pensaba iniciar en la parroquia. Había una dirección electrónica y un número de teléfono anotados para quien quisiera participar. Tomó nota y se marchó a su casa analizando todas las novedades y llena de sentimientos encontrados.

Por la noche, no podía dormir pensando en el cambio que había removido no sólo su costumbre dominical, sino sus emociones. Pensó que debía imponerse a sí misma y dejar de pensar en el padre Andrés como un hombre. Era su nuevo director espiritual, una especie de ángel que guiaría su vida y, como tal, debía de considerarlo.

Días más tarde, Andrés aguardaba a los voluntarios que se habían anotado para el proyecto de acompañamiento a ancianos sin familia. La primera que llegó fue la joven señora que, sin querer, le había impresionado cuando estaba dando la comunión en su primera misa. Se presentaron mientras se daban la mano. En principio, tenían algo en común, los dos eran maestros.

Siguieron llegando algunas personas más y Andrés comenzó a explicar sus intenciones acerca del objetivo señalado. Una vez aclarado el programa y haber discutido las metas, procedieron a adjudicarse responsabilidades y trabajos. Como no eran muchos los participantes, Andrés se ofreció para recibir personalmente las consultas e inquietudes del equipo, hasta que todo el mundo estuviera claro de su papel y lo que se esperaba de ellos.

Elupina parecía ser la voluntaria más dispuesta, había ofrecido trabajar los sábados para coordinar todas las visitas que se harían durante la semana. Tendría que instruirla para que entendiera bien su papel dentro del programa. Quedaron en juntarse por la mañana para ir juntos a la primera visita.

Elupina llegó temprano, se presentó con una sonrisa luminosa y la cara como un arrebol. Andrés no sabía que era él quien incitaba esa viveza que, en cierta forma, lo turbaba, igual que cuando la vio mirarlo por primera vez al darle la comunión.

–Padre Andrés, le traje estos bizcochitos para el desayuno– dijo Elupina tendiéndole una bolsa de papel.

–Gracias. Dime Andrés, lo de padre me queda grande. Yo lo que soy es maestro y siervo de Dios y, ahora, amigo de todos ustedes que me van a ayudar a servir al prójimo.

Después de definir la estrategia de la visita mientras se comían los bizcochitos, a los que Andrés añadió unos cafés, salieron juntos para llegar a la primera casa de la misión. La conversación durante el camino fue amena, tuvo que ver con ellos, sus vidas, sus trabajos, sus gustos y, hasta dio tiempo para compartir frustraciones y penas. Eran almas gemelas.

Pasó el tiempo. Siguieron las reuniones y siguió fortaleciéndose la confianza entre los dos.

Elupina volvía a su casa muy feliz después de las misas y las reuniones de voluntariado y por la noche se dormía pensando en Andrés. Se daba cuenta que sus emociones estaban tomando un derrotero peligroso, porque Andrés era sacerdote. No quería ser la rival de Dios. Cada noche pedía perdón por la debilidad de la carne.

Se propuso ser muy cuidadosa con los actos o conversaciones que pudieran alentar al hombre en lugar del sacerdote.

Pero, hay emociones que no respetan barreras y se cuelan sigilosamente por los cinco sentidos, como se cuela la brisa por las puertas y ventanas mal cerradas, hasta llegar al corazón. Para mayor indefensión, las vibraciones de Elupina y Andrés eran recíprocas y danzaban sueltas en el aire, jugando a acorralarse.

Hacían lo humanamente posible para no permitir que sus cuerpos se rozaran y dieran paso a un descontrol. Pero, hay personas predestinadas que, aun sin querer, se ven absorbidas por el amor, como si del remolino de un ciclón se tratara.

Ese día, en un recinto sencillo, dónde nada faltaba ni sobraba y ante la mirada divina, fue como si hubieran estrenado el mundo.
Después, Vacíos de deseo y llenos de amor, quedaron satisfechos pero maltratados, con sentimientos de culpa, con vergüenza y renegando de su naturaleza débil. Andrés salió de la habitación sin darle la espalda a Elupina, como si no quisiera abandonarla, como si quisiera llevársela grabada en la retina.

Elupina se puso como penitencia dejar de asistir a las misas de Andrés y cortar la comunicación entre ambos.

Andrés, por su parte, nombró a uno de los voluntarios como cabeza responsable de las obras de caridad, con la excusa de que su trabajo en el colegio había aumentado considerablemente, de esa forma no vería a su amada y no caería, de nuevo, en la tentación.

Una mañana, cuando Elupina revisaba su correo electrónico, advirtió que había una carta de Andrés y la leyó con ansiedad.

Era una carta en la que él le confesaba que, aunque en principio se había sentido avergonzado y muy confundido por lo ocurrido entre ellos, se había dado cuenta de que estaba tan enamorado de ella que dejaría el sacerdocio para desposarla, si ella sentía igual. Terminaba diciendo que estaba seguro de que Dios aprobaba ese amor.

Elupina, la leyó y releyó y con lágrimas en los ojos y música en el corazón, escribió una respuesta alborozada y llena de amor en la que accedía a casarse y empezar una vida nueva a su lado. Pero, decidió no enviarla hasta el día siguiente.

Después de una noche sin dormir, borró la carta escrita el día anterior y escribió una nueva en la que reiteraba a Andrés su amor, pero se sentía incapaz de traicionar a Dios alejando de él un siervo amado que, por tanto tiempo, le había servido bien. Le aseguraba que nunca podría olvidarlo y lo amaría dedicándole sus pensamientos y su vida en la distancia. Nadie lo querría nunca como ella.

Después de esa carta vino otra de Andrés en la que le comunicaba que había solicitado traslado a otro pueblo y le imploraba que siguiera escribiéndole, porque no podría vivir sin sus palabras.

Si explosivo había sido el único momento de amor carnal que Elupina y Andrés habían experimentado, las cartas intercambiadas hasta el resto de sus días, eran compromisos de fidelidad, odas al amor puro y, al mismo tiempo, al deseo inhibido.

Elupina descansaba tranquila cada noche, cuando antes de dormirse se preguntaba a sí misma: ¿cuánto has amado? y se respondía con una sonrisa radiante mientras traía a sus ojos la imagen de Andrés.

El juramento

Estoy esperando, sentado en la sala de casa que en cualquier momento venga la policía a apresarme. Sé que los casos como el mío son largamente estudiados para definir responsabilidades y temo que al final la conclusión no me favorecerá. Pero, eso lo presumía antes de que todo pasara y había aceptado las consecuencias.

Aunque muchas personas, al enterarse de la noticia, me entenderán y apoyarán, habrá otras muchas que se escandalizarán y hasta me negarán el saludo. Nadie que no haya pasado por mi situación puede entender lo que pasó ayer.

Ahora, nada me importa o altera. El sufrimiento ha sido mi día a día durante seis años y, por fin, aún sin ser feliz y sabiendo que no lo seré en lo que me reste de vida, puedo afirmar que estoy en paz y me siento orgulloso de mi valor al cumplir mi promesa.

Recuerdo como si fuera ayer y ya han pasado treinta años, cuando Teresa y yo nos conocimos. Fue una casualidad que el universo nos tenía preparada para que pudiéramos encontrarnos.

Mi amigo Manuel se había comprometido a llevar a bailar a cuatro chicas a la discoteca del pueblo de al lado. Ya tenía las entradas en la mano, cuando uno de los chicos del grupo con los que contaba para completar las parejas, le comunicó que no podría ir porque se acababa de romper el pie.  Se agarró a mí como tabla de salvación, para salvar el encuentro.

A mí, ni me gustaba bailar, ni me gustaba que me arreglaran las parejas. Estaba seguro que, de aceptar, me tocaría la chica más fea o menos interesante. Le costó mucho convencerme. Para cada una de las razones que yo le daba, él tenía una respuesta que la anulaba. Me dijo que si tenía que arrodillarse ante mí lo haría. Cedí y me preparé mentalmente para lo peor.

Nos juntamos a la hora acordada en la puerta de la discoteca y entramos todos juntos, todavía sin presentarnos. Eché una mirada a las cuatro chicas y había una que me gustó desde el primer momento, la que estaba al lado de Manuel. Pensé ¿cuál será la mía?

Una vez adentro del local, nos sentamos y pedimos las bebidas que estaban incluidas en el precio de la entrada. Empezamos a hablar todos hasta que sonó una canción muy de moda y, apresuradamente, se levantaron a bailar tres parejas del grupo. Entonces supe que la que sería mi pareja era, precisamente, la chica que me gustaba: Teresa.

No fue sólo su físico que me atrajo, su conversación era animada y desinhibida y me di cuenta que teníamos gustos comunes. Había química.

A partir de ese momento y durante dos años, no dejamos de vernos ni un solo día. En principio, asistíamos juntos a actividades culturales y musicales, dábamos largos paseos enredados en conversaciones nada comunes para gente de nuestra edad y compartíamos los frugales aperitivos a los que teníamos acceso con nuestro corto presupuesto.

Nos casamos a los dos años de conocernos y, con toda la ilusión que sólo es posible a los veinte años, emprendimos una vida juntos.

Procreamos dos hijos y una hija que siempre han sido nuestra motivación, orgullo y, en los últimos tiempos, nuestro soporte.

Pasando por todas las etapas que pasan los matrimonios, tuvimos momentos maravillosos y momentos insoportables. En una ocasión hasta nos planteamos separarnos para experimentar una vida independiente. Por suerte, antes de tomar la decisión, visitamos a una terapeuta matrimonial que nos ayudó a reflexionar y sopesar lo que ganaríamos y lo que perderíamos de llevar a cabo la separación. Nos propusimos hacer que nuestro proyecto de vida funcionara y lo logramos. No digo que, con fuegos artificiales, sino con momentos de felicidad mezclados con otros sentimientos que, al fin, comprendimos que formaban parte de nuestra peculiaridad y del resto de las personas.

Logramos escucharnos y comprendernos, aunque no estuviéramos de acuerdo. Nos reclamábamos nuestras necesidades y nos dimos permiso para ser.

Para celebrar que Teresa cumplía cuarenta y cinco años, habíamos organizado una fiesta mis hijos y yo, en la que le íbamos a dar una sorpresa regalándole un coche Mini que ella, en muchas ocasiones, había comentado que le gustaría tener.

Teresa estaba radiante de felicidad cuando vio a lo lejos un vehículo con un gran lazo en el techo, sabía que era para ella. Se levantó de su asiento y empezó a caminar hacia el mismo. Sin más, en un trecho corto y liso, sin obstáculos ni calzado incómodo, cayó al suelo. Corrimos a levantarla y estaba bien.

–No se que me ha pasado, de pronto he perdido la fuerza en las piernas –dijo mientras la asistíamos.

Esa fue la primera vez. A partir de ahí, Comenzaron los tropezones y las caídas sin que nada aparente los causara.

Fue al médico casi obligada y después de varias visitas, pruebas y estudios especializados, Teresa dio positiva a la esclerosis lateral amiotrófica. Este resultado cayó sobre nosotros como una losa que, a partir de conocerlo, nos oprimía e incapacitaba para la felicidad.

Aún sabiendo que era una enfermedad que no tenía cura, pienso que Teresa, por mucho tiempo, tenía la ilusión de que podría vencerla. Se fue desilusionando en la medida que perdía el control de algunos músculos.

Cuando nos quedábamos solos, ella no quería tocar el tema delante de los chicos para que no se entristecieran, yo insistía en conocer sus pensamientos y asegurarme que la actitud positiva que presentaba delante de todo el mundo, no era fingida. Así, fui entendiendo su miedo al dolor, pero, sobre todo, a perder todas sus facultades, a ser una carga para los demás, a ser un trozo de carne que tiene que someterse a la voluntad de un dios, o de la naturaleza para dejar de existir. Le horrorizaba visualizarse tendida en una cama, sin poder moverse o hablar, pero escuchando todos los comentarios compasivos de quienes la visitaran. Nunca se quejó de sus propios dolores o frustraciones ante su desgracia.

En una de esas conversaciones, cada vez más tristes por la dificultad que empezaba a tener para hablar, sentada sobre la silla de ruedas que le permitía moverse por la casa, me cogió las manos y las apretó con fuerza.

–¿Cuánto me quieres?– preguntó.

–Mucho, tú lo sabes, como el primer día.

–¿No te arrepientes de haberte casado conmigo?

–No. En lo absoluto. Todo nuestro tiempo juntos han sido un regalo de la vida para mí.

–¿Harías cualquier cosa por mí?

–Si. Todo. Te adoro.

–Entonces, tengo que pedirte un acto de amor.

–Dime.

–Llegará un momento en el que no querré seguir viviendo. Necesitaré que me ayudes a librarme de estas cadenas que me atan ahora a una silla de ruedas y en poco tiempo a una cama.

–¿Qué me estás pidiendo?– dije sintiendo escalofríos, porque sabía la respuesta.

–Te estoy pidiendo que me libres del sufrimiento físico y sicológico que ahora estoy sufriendo y que se multiplicará en poco tiempo. Tú y yo sabemos cuál es el final de esto. Yo solo quiero adelantarlo. Te pido que me ayudes a irme con dignidad.

Las lágrimas corrían por sus mejillas y por las mías. Me arrodillé para abrazarla y, aunque horrorizado, sentí que era lo mínimo que podía hacer por una persona que me había dado tantos momentos felices en la vida.

–Si, lo haré, pero dame tiempo.

–Júrame que cuando yo te de la señal de que he llegado al final de mi resistencia, me ayudarás.

–Te lo juro– le dije temblando y abrazado a ella, deseando que fuera la propia naturaleza la que se la llevara, sin que yo tuviera que intervenir.

Cuando después de algunos meses dejó de hablar y su respiración comenzó a ser dificultosa, tuvimos que ingresarla en el hospital ante su incapacidad de llevar a cabo ciertas funciones corporales.  Me di cuenta de que el momento en el que ella me pediría ayuda para morir, no tardaría en llegar.

Me había estado informando de otros casos de eutanasia que se habían expuesto con lujo de detalles en las redes. La mayoría habían ocurrido en países en los que la eutanasia estaba permitida, cosa que no pasaba en el mío.

Supe que la muerte asistida podía ser indolora si se usaban dosis de los mismos medicamentos sedativos que se administran a los pacientes de ELA, en cantidades superiores a las normales y compartí con Teresa mis propósitos para cumplir con su deseo. Aprobó mi método con su mirada.

Era un día claro y soleado de primavera y al despertarme supe que era el último de Teresa conmigo. Llegué a la clínica y la enfermera me dijo que la paciente había pasado una terrible noche, pero que estaba estable.

Entré en la habitación con la mejor de mis sonrisas. Era un regalo que tenía que hacerle a ella para devolverle las mil y una que ella me había mostrado en mis momentos de dificultad. Ella me sonrió también y me miró intensamente. Le apreté las manos que ya no podían devolver el calor de mi apretón. Intentó decir algo, pero no pudo. Volvió la cabeza hacia el lado que estaban los aparatos y vías que la mantenían tranquila y sin dolores y luego me miró anunciando el momento y suplicando que cumpliera con mi juramento.

Me acerqué, abrí completamente el paso de la vía que contenía los sedantes y me acosté en su cama estrechando su cuerpo con fuerza y diciéndole al oído cuánto la quería y lo feliz que me había hecho. Le pedí perdón y la despedí.

Me miró con dulzura por última vez, cerró los ojos y se fue.

La rifa

¿Cuánto dinero o posesiones son suficientes para que una persona se sienta feliz y realizada?

Para Enrique y Celia, la felicidad consistía en vivir en casa propia, tener los suficientes recursos para darse gusto con los pequeños caprichos culinarios, tener ropa de verano, otoño, e invierno, estar juntos la mayor parte del tiempo y salir de vacaciones una vez al año, haciendo turismo interno o externo, si el bolsillo lo permitía.

La ropa de verano la solían cambiar a menudo, pero al tener un vestidor de pocas piezas, el presupuesto nunca se disparaba por encima de lo reservado y, si eso pasaba, Celia, sacando afuera su faceta de mercader, intercambiaba los huevos de sus gallinas con la mujer del pescadero de la misma calle, por salmonetes, calamares o mejillones, con los que preparaba ricas paellas y, además, balanceaba el presupuesto. También le cambiaba higos, de una frondosa higuera que tenían en el patio, a la mujer del lechero de la esquina, por leche, mantequilla y queso fresco.

Cuando el presupuesto alcanzaba para pasar el mes y ahorrar algo para las vacaciones o posibles emergencias, Celia regalaba huevos, higos y albaricoques a los vecinos con los que la pareja jugaba al mus todas las noches y se llevaba muy bien.

Enrique acababa de jubilarse y empezaba a acostumbrarse a una vida muy casera, más tranquila y, para su gusto muy agradable, pues tenía mucho tiempo para arreglar el pequeño huerto, cuidar de las gallinas y, sobre todo, leer. A la lectura le dedicaba la mayor parte de la tarde, lo cual a Celia le encantaba, pues durante ese tiempo Enrique no se paseaba por la cocina, opinando sobre cualquier proceso del que hasta entonces había sido su imperio y metiendo baza en salsas y sopas.

El matrimonio no había podido tener hijos y cuando los sobrinos y sobrinas los visitaban, los hábitos se adaptaban a los visitantes pequeños o adolescentes. De pronto, la vivienda revivía y muñecas de trapo, aviones, camiones y ejemplares de “comics” ilustrados poblaban pasillos, sala y comedor. Muchos de ellos se quedaban distraídos después que sus dueños regresaban a sus casas y eran recogidos con mucho cariño y guardados en el baúl de los juguetes o en el escritorio del tío, hasta la próxima visita.

Enrique no era del pueblo y sus hermanos vivían en otra ciudad. Celia y sus tres hermanas habían nacido y establecido allí.

Las cuatro hermanas eran parecidas en cuanto a su belleza, admirada por todos los lugareños, y diferentes en su personalidad y forma de afrontar la vida.

Graciela, la mayor, parecía haber nacido para sufrir. Si no acontecía un evento negativo en su vida, lo buscaba.

Asunción, la segunda, tenía que soportar un marido revolucionario que más de una vez había ido a prisión, por corto tiempo, al defender con palabras destempladas o puñetazos sus preferencias políticas.

Luisa, la tercera, era la más hermosa de todas y estaba convencida, desde que tuvo uso de razón, de que merecía lo mejor. La mejor casa, los mejores vestidos, el mejor coche, las vacaciones más exóticas. Su marido Juanjo, vivía para complacerla.

Celia, la más pequeña y más juiciosa, se había convertido en el ángel guardián de las tres hermanas y sus familias, ayudándolas con los hijos, en sus obligaciones de amas de casa, en sus enfermedades y hasta en sus finanzas, porque Enrique, siempre había sido un proveedor constante.

Juanjo, quien era muy trabajador, en su deseo de consentir a Luisa, para él la princesa del pueblo, más de una vez había tenido que solicitar préstamos a los bancos y a los amigos. Los compromisos crecían y eran saldados a medias, por lo que pronto comenzaron a cerrarse las puertas a sus solicitudes de dinero.

Era tanta la necesidad de cubrir todos los caprichos de Luisa que desvió a su cuenta bancaria un ingreso de un pago de acreedores de la compañía donde trabajaba, con la seguridad de que podría devolverlo antes de la revisión, a fin de mes, de los libros de contabilidad de la empresa.

Por su parte, esperaba el pago de unos servicios prestados a otra compañía –trabajaba en dos lugares diferentes para sobrellevar el nivel de vida que le exigía su mujer–, pero fue advertido de que el pago se haría más adelante.

Tuvo que confesarle a Luisa, al tiempo que la hacía responsable por sus constantes caprichos y deseos, el problema por el que estaban a punto de pasar.

Luisa hizo lo que siempre hacía cuando algo no iba bien o necesitaba ayuda: llamó a Celia y le pidió que le prestara el dinero que Juanjo tenía que reponer, más un poco más que ella añadió para estar segura de que iban a salir del aprieto, más el importe de unas cosillas que necesitaba comprar. Le aseguró que se lo devolverían tan pronto Juanjo recibiera lo que le debían.

Enrique y Celia tenían unos ahorros que habían ido creciendo moderadamente por la frugalidad de sus vidas y, aunque a regañadientes por lo bien que conocía a Luisa, Enrique accedió a los ruegos de su mujer que no podía ni pensar que su hermana se viera envuelta en un escándalo de desfalco, como ella lo llamó.

Les dieron el dinero solicitado, sin hacerles firmar ningún papel de compromiso, porque en su esquema, ni por asomo cabía la posibilidad de engañar o ser engañados por sus hermanos.

Habían pasado dos meses y Enrique comenzaba a pensar que era tiempo de que sus cuñados le devolvieran el dinero que les habían prestado, pero no se lo comentó a Celia.

Pasó un mes más y fue la propia Celia la que sacó a relucir el tema.

–Cariño, ¿Juanjo no te ha llamado o dicho algo de la devolución del dinero que les prestamos?

–No. Y creo que ya es tiempo de que hables con tu hermana para ver cuándo lo tendremos de vuelta. Diles que lo necesitamos –añadió Enrique.

–¿Para qué les digo?

–Diles que vamos a cambiar el baño de la terraza que ya está muy viejo.

Al atardecer, cuando Enrique llegó de la biblioteca del pueblo, retomaron el tema.

–¿Hablaste con tu hermana?

–Si.

–¿Qué te dijo?

–Que mañana salían de vacaciones al Caribe y que cuando regresaran nos devolverían el dinero.

–¡Qué cojones! ¿Y no les dijiste que lo necesitábamos para arreglar el baño?

–Si, y ella me dijo que ese baño estaba muy bien, que no teníamos necesidad de cambiarlo.

Enrique montó en cólera y peleó con Celia, acusándola de floja y permisiva. Le echó en cara que siempre había estado pisada por sus hermanas y, sabiéndolo, consentía el abuso. Le aseguró que él no iba a permitir más atropellos de sus cuñados ni de nadie.

Esa noche durmieron separados por primera vez desde que se casaron y Celia amaneció con los ojos hinchados de llorar. Al día siguiente, al verla, Enrique le buscó la vuelta como él sabía hacerlo y Celia no tuvo inconveniente en bajar la barrera y aceptar las disculpas de su marido.

Ella le propuso ir de vacaciones a la casa de la hermana de Enrique, como una forma de reparar el agujero de la libreta de ahorros. A desgana, Enrique aceptó pensando que, mientras tanto, Luisa y Juanjo tomarían el sol en el Caribe.

Pasaron las vacaciones y el dinero no fue devuelto. Enrique y Carmen insistieron en su reclamo y aunque se reconocía la deuda, siempre recibieron excusas para posponer el pago.

Las relaciones familiares se fueron enfriando hasta tal punto que ni se visitaban ni se hablaban, aunque, como el pueblo era pequeño, sabían de la prosperidad de Juanjo y Luisa, quienes habían comprado un hotelito para turistas que estaba siempre lleno. También habían cambiado de casa y de automóvil.

Transcurrieron varios años sin que hubiera demostración alguna de buena voluntad para saldar la deuda, hasta que, un buen día, Luisa se presentó en la casa de su hermana.

Muy emperifollada, olorosa y llena de anillos y pulseras, abrazó a Celia y Enrique y les comunicó que había venido a devolverles el dinero que les habían prestado hacía diez años.

Les entregó un sobre que Enrique abrió para contar el contenido.

No solo no habían añadido ni un centavo por los intereses que habría podido generar el dinero en el banco, sino que faltaban unos pocos billetes para que la devolución del préstamo estuviera completa.

Enrique sintió rabia por la desconsideración y se lo hizo saber.

–Es que no nos acordábamos exactamente cuánto era el total del préstamo –exclamó Luisa alegremente y como disculpa–. Además, no te puedes quejar, es como si te hubiera tocado una rifa.

Palimpsesto

Estando más cercano el momento de dejar la vida, como la entendemos los humanos, no me arrepiento de nada. A mis ochenta y cinco años, acabo de cerrar mi penúltima etapa acompañada del mejor hombre y abrazo la solitud para terminar de preparar mi partida en paz.

Con claridad puedo dividir mi vida en siete etapas: infancia, juventud, Raúl, Sebastián, Tancredo, Urbano y ahora, la solitud. Mis expectativas para esta última son desprendimiento y paz, acompañados de la mejor salud que a esta edad se pueda alcanzar.

Los períodos de la niñez y la juventud los guardo en cajita de oro y diamantes. Nada más puro, bello y feliz que ese regalo de mis padres y entorno. Ese tesoro mío y solo mío, lo guardo para visualizarlo durante el último suspiro.

La vida con mis tres primeros hombres fue variopinta, pero, nunca terminé rota, solamente zarandeada.

Cada vez que decidí terminar una relación, porque siempre fui yo quien lo hizo, me arrodillé ante el cenotafio del amor y pedí perdón por haber malinterpretado las señales.

No culpo a nadie por lo que no funcionó. En todo caso, solo yo soy responsable por acallar la advertencia de mi gemela interior, mucho más sabia que yo, cuando encendía una luz de aviso y me susurraba al oído ¿eso es lo que quieres?¿estás segura?

Cuando conocí a Raúl tenía dieciocho años, mucha energía y muchas ganas de entrar en el mundo de los adultos. Me fascinaban sus planes futuristas que nunca se dieron, porque él era un diseñador –no ejecutor–, de sueños tan maravillosos que, si yo hubiera tenido algunos años más, me habría dado cuenta de que no eran posibles. Él los vivía como si lo fueran y en nombre de esas elucubraciones se metió en situaciones y líos a los que me uní con gusto y de los que salimos traqueteados y, en ocasiones, maltratados.

Comenzamos la familia como si jugáramos a ser maduros. Viéndolo desde la actual perspectiva, nuestra casa era el duplicado –en pequeña escala– del museo de Dalí. Todas las habitaciones eran pequeñas y, en cada una,  mi imaginación había puesto su granito de arena: paredes con marcos de cuadros sin lienzo, muebles retro en los que se podía ver sentada una maniquí de plástico, menaje ecléctico –como me gustaba llamarlo cuando mi madre lo criticaba porque no podía encontrar una sola pieza igual a otra– y el cielo de la habitación al estilo de la bóveda del mejor museo de ciencias y tecnología, con estrellas y planetas moviéndose en los diferentes cambios de luces.

Fuimos muy felices por seis años, pero, yo había empezado a cambiar y Raúl no. Comencé a entender que la vida no es un juego y me propuse competir en ella. Mis objetivos eran cada vez más reales, aterrizados y posibles y emprendí el camino para lograrlos. Él siguió con sus elucubraciones y, por supuesto, con sus tropezones que cada vez me afectaban más. Yo seguía amándolo, pero veía que nuestras vidas iban en paralelo, en lugar de dirigirnos a un punto común.

En ese discurrir, él encontró una alma gemela que no vaciló en seguir sus pasos y acompañarlo en sus fantasías.

No faltó alguien “compasivo” que me advirtiera de la infidelidad y yo, que no veía futuro a nuestra unión, aproveché el affaire para plantear nuestra separación. La propuesta fue aceptada sin reparos, lo cual me dolió, porque yo había invertido mis sueños de adolescente y seis años de vida en un proyecto fallido.

Me tomó cuatro años más dedicarle tiempo al amor. En ese periodo había conocido otros hombres, pero no encontraba en ellos lo que buscaba, hasta que apareció Sebastián.

Sebastián, desde que nos conocimos, trató de complacerme en todo lo que entendía que podía hacerme feliz. Aunque era joven, su mente era de un adulto formado. Era muy práctico, lo opuesto de Raúl, y emprendía todos sus proyectos con mucha planificación y seriedad. De seriedad y responsabilidad estaba teñido todo lo que hacía, incluso nuestra relación.

Al cabo de un año de noviazgo, tomamos la decisión de casarnos. En la medida que transcurría el tiempo, me di cuenta que tenía ciertos rasgos misóginos que, en ningún momento tuvieron como objetivo mi persona. Mientras a mí me valoraba y respetaba, casi me idolatraba, yo veía que las mujeres, su madre incluida, no despertaban su admiración, sino su desprecio. Comentarios y hechos tendían a disminuirlas. 

De nuevo, yo fui creciendo y cambiando y él siguió el camino que habían seguido su padre y su abuelo, personas muy dignas, serias y misóginas. El esparcimiento familiar o con amigos, dedicarle tiempo al espíritu y la lectura, formarse para desarrollarse, no eran aspectos importantes para Sebastián y, por tanto, no los ponía en práctica.

La situación se fue complicando hasta que, juntos en la misma casa y durmiendo en cama matrimonial, hacíamos vidas alejadas. Decidimos darnos un tiempo separados, durante el cual los dos nos sentimos muy cómodos cada uno en su casa y en su ambiente, cosa que no auguraba que fuéramos a ser felices si nos juntábamos de nuevo. Lo dejamos correr. Nos divorciamos.

A partir de ahí, algo me quedó muy claro y es que nadie cambia a nadie, por mucho que lo intente. No valen reflexiones, explicaciones o exhortaciones, porque la puerta del cambio se abre desde adentro.

No tenía prisa por establecer una relación amorosa, ya me había vuelto algo escéptica. Salí con varios amigos cortando cualquier avance que me pudiera conducir a una tercera situación seria de pareja.

Un mal día, un ángel disfrazado de hombre: Tancredo, me ayudó a cambiar una rueda pinchada de mi coche, en medio de la carretera de la costa. Como agradecimiento le invité a almorzar en el próximo parador que encontramos.

Cupido me enredó con una muy mala jugada al taparle ojos y oídos a mi cerebro y darle alas a mi corazón. A partir de ese momento, Tancre y yo no nos abandonamos hasta que tres años más tarde, con el cerebro despejado y el corazón maltratado, decidí cortar por lo sano.

Tancre, además de hermoso, era extrovertido hasta el paroxismo. Mujeres, hombres y niños sucumbían a su encanto. Era un líder en su trabajo y tenía capacidad para resolver cualquier problema doméstico. Como diría mi abuela: una perita en dulce.

Al principio de nuestra relación –quiso casarse conmigo, pero yo fui alargando el compromiso–, vivía para mí como si no existiera nadie más en el mundo. Pero, hasta lo dulce cansa y poco a poco, nuestro quehacer se fue sosegando hasta que llegó la monotonía.

Tancre buscó refugio en la calle esforzándose en demostrarme que yo seguía siendo su único amor. Iniciamos un juego de yo te quiero con pasión y yo juego a que creas que te creo. A menudo buscaba coartadas y se aparecía en casa con regalos que, por poco oportunos, me alertaban de sus deslices. Lo peor fue que cada vez me importaba menos su comportamiento y comencé liderar esa carrera corta de cuidar mi bienestar emocional y prepararme para lo que se veía venir.

Le hice saber que lo iba a dejar y, buen actor, me hizo una demostración histriónica de su amor y su dolor por mi decisión. Me aseguró que lo estaba matando. No vacilé, pues de sobras conocía su capacidad de reconstruirse más y mejor.

Creí que había cerrado para siempre la ventanita del amor, hasta que Urbano apareció en mi vida.

Viudo desde hacía cuatro años, tampoco pensaba rehacer su vida amorosa hasta que el trabajo nos presentó, nos hizo conocernos y nos ofreció una oportunidad de crecer profesionalmente juntos y más tarde, propició la posibilidad de reconstruir nuestras vidas y formar una familia.

¿Qué puedo decir de Urbano? Que me amó desinteresadamente, me dejó ser, me dio apoyo en aspectos importantes para mí que otro hombre no habría sabido ver, trajo la paz a mi vida porque me enseñó a aceptar, a ceder, a ser paciente, a agradecer y a confiar.

Transparente como una caja de cristal y desprendido en su amor y sus posesiones, me lo ofreció todo y me ayudó a ser feliz. Y yo, lo amé como nunca había amado a nadie y agradezco a la vida que Urbano haya sido y estado.

Estoy satisfecha porque el manuscrito de mi vida, tantas veces escrito y reescrito, cerró con los mejores párrafos.

El lugar donde fuiste feliz

Por fin me he decidido a hacer el viaje. He aguantado mis deseos de volver a Fuentes del Moncayo durante cuarenta años. Ahora, mi billete ya tiene fecha.

¿Por qué he tardado tanto tiempo en dar el paso? Era cuestión de proponerme tomar un par de semanas de vacaciones y desentenderme de todo lo que me impedía volar hasta allí.

Por alguna razón que desconozco, pero que podría tener que ver con el enunciado, muchas veces acertado, “al lugar donde fuiste feliz no debieras volver”, he retrasado el momento de visitar el pueblo de mi infancia.

Por otro lado, tener paciencia para recibir gratificaciones, ha sido una de las consignas que más me ha ayudado a no decaer ante las dificultades. Nunca he necesitado resultados inmediatos a mis esfuerzos, así que, revivir mi infancia y adolescencia era un premio que me daría cuando estuviese lista. Como las mejores comidas, todo requiere un tiempo adecuado para que adquiera el sabor buscado.

No importa por qué haya sido. La realidad es que, aunque no he estado corporalmente, he recurrido a mi cerebro para dar vida a las experiencias del pasado, dándoles el giro deseado en el momento que las reproduzco.

Cuando el insomnio se aposenta en mi cama, en lugar de incomodarme con él y echarlo a golpe de pastillas, aprovecho para revivir un tiempo pasado en el que fui feliz sin proponérmelo. Todo era natural, todo fluía. No había que planificar ni controlar. La vida se encargaba de todo y te lo servía en bandeja. Era un regalo difícil de rechazar.

Empiezo volviendo a habitar una de las casas que me acogieron y de la que guardo los mejores recuerdos. La de mis abuelos paternos.

El olor, aquel olor.

La verja de la entrada está recubierta de jazmines que en las noches de verano inundan con su aroma no solo la casa, sino la calle y el pueblo.

En vez de subir las escaleras para acceder a la parte de la vivienda, atravieso lo que es el estacionamiento de la carreta en la que se llevan los aperos al campo y vuelve cargada de fruta y vegetales .Me dirijo al patio posterior.

El terreno, de no más de cuarenta metros cuadrados, es descendente y termina en un riachuelo que solo lleva agua abundante cuando llueve. Por el cercado corretean gallinas y conejos que en algún momento formarán parte de nuestro alimento, pese a las protestas mía y de mis primos que se hospedan en la misma casa cuando yo llego de vacaciones.

Veo al fondo una gran sonrisa enmarcada dentro de una cara llena de pecas y coronada por unos rizos rojos que, con la luz del sol, fulguran. Me cubro las orejas con las manos para evadir el tirón que me espera a modo de saludo, por parte de un chiquillo de piel blanca como la nieve, alto y flaco.

Mi primo Simonín, el primero de los primos en llegar, me está aguardando con la caña de pescar. Sabía que yo venía y se preparó para recibirme a su manera. Repetiremos la escena del año pasado, en la que no pescamos nada, porque el arroyo ya no tiene peces. Terminaremos remangándonos los pantalones para meternos en el agua y tratar de encontrar entre las piedras algún que otro cangrejo o camarón enano y después, si capturamos algo, subiremos la escalera de tres en tres peldaños hasta llegar a la cocina y obligar a la yaya a añadir un guiso diferente al que tenía planeado. Igual que hacemos cuando llueve y salimos a coger caracoles, solo que lo que pescamos se puede comer inmediatamente y los caracoles hay que ponerlos a curar.

Sentíamos mucha pena cuando nos enterábamos de que, para comer una rica caldereta de patatas y caracoles, los pobres bichos tenían que ayunar durante todo un mes. Al principio, cuando la yaya no nos veía, les metíamos briznas de yerba por entre la rejilla de la jaula que los contenía, pero no las comían porque se habían metido dentro de su caparazón y, sabiendo el final que les esperaba, cubrían la entrada de su casa de concha con una pantalla casi transparente que ellos mismos fabricaban con su baba.

El abuelo Leo está dormitando con la boca abierta en el banco de la cocina. No se despierta hasta que el olor de la comida penetra por su nariz y avisa a su estómago que ha llegado el momento de volver a la vida. Simonín y yo nos miramos al tiempo que observamos el bastón que está apoyado en el brazo del banco. Con el mismo pensamiento, nos guiñamos el ojo y nos acercamos lentamente para no despertarlo. Yo cojo el bastón y se lo paso a mi primo que lo esconde detrás de la puerta. Nos metemos muy apretados debajo del asiento donde el abuelo está y esperamos que despierte, para oír, muertos de la risa, la sarta de pestes y quejas que nos dedica. Cuando la yaya le devuelve el bastón, amaga con darnos bastonazos, pero, el pobre, tiene medio cuerpo paralizado y aunque quiera, que no quiere, no nos podría alcanzar. Lo besamos rápidamente para no darle tiempo a darnos un coscorrón y subimos al palomar.

Lo llamamos palomar, no porque mis abuelos críen palomas, sino que, algunas palomas vagabundas han decidido resguardarse en la fresquera.

La fresquera es un ventanuco que, por su ubicación, siempre está frío y en invierno prácticamente a nivel de congelación. Ahí, mi yaya coloca en bandejas los orejones de melocotón y de albaricoque que, al cabo de un tiempo, se convierten en delicias deshidratadas que nos sirven de merienda, junto con un pan con nata y azúcar. Ahora, las palomas no solo picotean la fruta, sino que manchan todo con sus excrementos. Mala cosa cuando una paloma se enamora de tu tejado, tu balcón o tu fresquera. Nuestra misión era espantarlas, pero esas aves son persistentes cuando ocupan tu casa: vuelven y vuelven.

Al cabo de dos días, llegan el resto de los primos: Tato, Elisa, Josita y Pili. A partir de ahí se forman dos equipos: el femenino, mayoritario, y el de los chicos, más agresivo y malintencionado.

La yaya siempre a favor de las chicas, y los chicos sin protector, por la discapacidad motora del yayo.

Yo preferiría estar en el equipo de los primos, mucho más divertido que el de las primas, pero, también me gusta tener el mando de mi sección que me otorgan mis dos años de diferencia de edad con mis primas. Yo les enseño todo lo que una niña de diez años, criada en la ciudad, puede conocer y ellas me llenan la memoria de cuentos, leyendas y canciones que han oído de sus padres y abuelos.

Los primos, además de estar siempre revoloteando alrededor nuestro, se dedican a molestar a las gallinas y los conejos, tirándoles piedras desde el balcón. Tato, chicarrón que no tiene idea de la fuerza y la puntería que sus nueve años le proveen, de una pedrada, acaba de matar un conejo. Subimos rápidamente a avisar del acontecimiento a la yaya y ella, con la paciencia del santo Job, baja las escaleras, le da par de pescozones a Tato y cambia el plato del día que era de costillas de cordero y patatas fritas, a conejo guisado con acelgas. Todos estamos muy enfadados con Tato que asegura que en ningún momento pensó en matar al conejo.

Mañana iremos al campo de los abuelos a coger cerezas y peras. Otro día montaremos caballos. Al siguiente haremos pajaritas de maíz con azúcar. El miércoles iremos a la piscina del pueblo, donde coquetearé con Juanito, dos años mayor que yo, de quien estoy enamorada y a él le caigo muy bien. Desde que llego al pueblo se acerca por casa y siempre quiere andar con nosotros. A mis primas les gusta, a mis primos no.

Y el verano se pasará en un abrir y cerrar de ojos.

He vuelto. Mi calle está toda cambiada. Ni siquiera se llega a ella por el mismo camino que tomábamos cuando bajábamos del autobús que nos dejaba en la parada del pueblo.

Donde estaba la casa familiar, grande, fresca y amada, ahora hay un edificio de cuatro pisos. Y ya no huele a jazmín, sino a comidas diversas. Los acogedores colores siena que en la tarde reflejaban el sol, han sido sustituidos por blancos y grises anodinos.

Voy a casa de Elisa y ahí están mis cuatro primos esperándome. Josita murió hace diez años. Son toda la familia que queda en Fuentes del Moncayo. Nos abrazamos. Elisa y Pili lloran desbordadas de emoción. Simón, como ahora le dice todo el mundo, ha cambiado el color rojo de su pelo que me fascinaba, por un rubio desvaído que peina de lado, con mucha seriedad y completamente liso. Vuelve a estirarme las orejas, esta vez con mucha dulzura. Tato me coge por la cintura y me levanta en vilo. Me siento muy amada.

En los pueblos se sabe todo y Juanito no resistió la tentación de venir a verme. Le acompañaba su mujer. Calvo, gordo, con una conversación torpe y pobre, pero con la llaneza que tienen las gentes del campo, contó delante de todo el mundo lo enamorado que estaba de mí a los doce años y lo mucho que deseó que yo regresara al pueblo. No me pudo esperar.

Todo esta cambiado. Nada se parece a las reproducciones nocturnas de escenas y convivencias que durante cuarenta años he estado disfrutando. Pero, todavía el pueblo es mi lugar favorito de vacaciones y mi familia me demuestra que hay afectos que permanecen eternamente.

Al lugar donde fuiste feliz, si puedes volver, pero, sin expectativas.

En pie

Hoy cumplo cuatro años sin tomar una sola gota de alcohol.

Eso no quiere decir que no me haga falta. El camino es largo, pero, he aprendido que nada puede instalarse en mi vida si yo no quiero.

Todavía paso con rapidez por delante de los bares y las terrazas donde están compartiendo amenamente hombres y mujeres, para no caer en la tentación de echar por la borda la tarea de recuperación de todos estos años.

Todavía se me va la vista y el alma detrás de un camarero que se acerca a una mesa llevando una cerveza fría.

Todavía me sueño abriendo una botella de vodka y sirviéndola en un vaso con hielo y repitiendo y repitiendo hasta acabarla.

Al final del día, me arremeten las ganas de beber. Pero, he decidido no volver a ser nunca más el borracho que cierra los bares, el esperpento humano que veía cuando me miraba en el espejo y que daba repulsión y pena a todo el mundo. No quiero volver a tener que beberme una cerveza con el desayuno para quitarme la resaca. No quiero revivir a la fiera.

Cuando la tentación está por atraparme, miro mi tatuaje y me devuelve a la realidad poniendo frente a mí situaciones pasadas que no quiero olvidar, para no volver a vivirlas.

Aprendí a tomar desde muy pequeño por desconocimiento o descuido de mis abuelos y padres. Que una lonja de pan con vino y azúcar, que un postre de peras al vino, que un sorbito de champán en las navidades…hermosos e inocentes hábitos tradicionales que se convierten en un peligro para las personas que, como yo, somos presa fácil del alcohol e incapaces de limitar la cantidad a consumir.

Mi padre bebía mucho, pero nunca lo vi llegar a las situaciones a las que yo he llegado. Sabíamos que estaba borracho cuando venía de la calle y se metía en la habitación de huéspedes a dormir. Posiblemente pensaba que podría ser desagradable y peligroso, para mi madre, convivir con él en ese estado. Así prevenía posibles problemas.

Yo no fui capaz de saber cuándo parar, o resguardar de mi vicio a mis seres queridos.

Cuando cumplí los quince, él me invitaba a acompañarlo a ver los partidos de futbol y nunca faltaban las cervezas frías en la nevera. Íbamos vaciando una tras otra hasta que yo caía dormido en el sofá y él continuaba viendo el juego sin mayores problemas. Solo en esos momentos disfrutaba yo de su tiempo, porque él trabajaba hasta muy tarde y no se presentaban muchas otras ocasiones.

Murió cuando yo cumplí los dieciocho y su muerte me afectó mucho. Asociaba sus recuerdos a los únicos ratos de camaradería que compartimos y, asaltado por la nostalgia, abría la puerta de la nevera y cogía una cerveza “en honor a su recuerdo”. Esa fue mi excusa y se fue convirtiendo en una costumbre que iba en aumento de ocasiones y número de botellas.

Cuando empezaba a tomar, me sentía energizado, hablaba más, aunque escuchaba menos. Perdía mi timidez y me resultaba más fácil relacionarme con las mujeres. Todas estas sensaciones me gustaban e hicieron que fuera habituándome poco a poco a la bebida.

Alterné la cerveza con brebajes más fuertes que consumía en los bares y en casa.

Mi madre temía que terminara alcohólico y me advertía del peligro para mi salud y para las relaciones familiares. Mi defensa frente a ella era la ansiedad que me producía mi trabajo. Yo mismo me la creía y me perdonaba la falta de voluntad para decirle no, a mi creciente necesidad de alcohol.

En la medida que aumentaba mi dependencia, disminuía mi seguridad y me metí en un círculo vicioso: me sentía inseguro, me tomaba un trago para darme ánimo.

Lo peor eran los cambios de humor que ni yo ni los demás entendíamos, la agresividad que salía a borbotones produciendo una explosión emocional y los comportamientos vergonzantes que tanto hicieron sufrir a mi madre y a mi novia.

En muchas ocasiones, ante las advertencias de mi madre quien, desesperada, expresaba premoniciones acerca de mi futuro si seguía bebiendo tanto, le levantaba la voz y le contestaba furioso con argumentos que trataban de culparla a ella y a la familia por mi situación actual. Yo sabía que era injusto y que le hacía daño, pero nunca fui capaz de pedirle perdón y tardé mucho tiempo en hacerme responsable de mi situación.

A mi novia que una tarde me amenazó con dejarme solo en un bar al que habíamos ido a tomar una cerveza y yo ya llevaba cinco, la agarré por los hombros zarandeándola y gritándole que en mi vida mandaba yo y no iba a permitir que ella la manejara. No era la primera vez que tenía que aguantar mi enfurecimiento por cosas banales.

Me dejó entonces y para siempre. A mis llamadas telefónicas pidiéndole que volviéramos a nuestra relación, me contestaba que, aunque me quería, su amor por ella misma era más grande y no estaba dispuesta a ser maltratada o perder la vida en uno de mis arrebatos. Yo no entendía los augurios de mis dos mujeres y los consideraba exageraciones .

Haber perdido mi pareja y mi soledad emocional empeoró mi problema, hasta el punto de arriesgarme a perder mi trabajo que exigía concentración y serenidad. Estaba tan cerca de la desintegración que presentí mi final. Avergonzado, traté de curarme solo, porque mi orgullo no me permitía pedir ayuda. No funcionó.

Mi madre solo almacenaba un par de cervezas en la nevera que reponía semanalmente, pero no sabía de todo el alcohol que tenía guardado en casa, en los sitios más inverosímiles para que ella no lo encontrara. Me deshice de todas las botellas; isopropílico, enjuague bucal y extracto de vainilla incluidos.

No volví a juntarme con mis compañeros de bebida, a pesar de recibir llamadas invitándome a sus tertulias en las que siempre terminábamos hablando disparates y dejando restos de nuestra digestión por todos los lados. Nuestra degradación era exponencial.

No pedí ayuda. Sin nadie que me informara del proceso para salir del vicio ni me acompañara, entraba en abstinencia sin tener en cuenta el “mono” que aparecía después de ocho horas y se hacía fuerte al día siguiente. Comencé a imitar a mi padre encerrándome en la misma habitación que él lo hacía.

Fallé muchas veces.

La ansiedad me hacía sentir como un animal acorralado y muchas veces pensé en quitarme la vida. No lo hice por amor a mi madre, a la que veía sufrir y dirigirse a mí con sus ojos enrojecidos.

Temía no poder seguir adelante sin alcohol y al mismo tiempo me veía morir joven si seguía así. Pedí vacaciones en mi trabajo y tomé mi recuperación como el proyecto de vida.

Busqué ayuda en Alcohólicos Unidos y, por fin, comencé a ver la luz al final del túnel.

Se que soy el único responsable de mi comportamiento, de mi salud y de mi vida. He dejado de culpar a mi familia y al ambiente en el que me muevo, por mi vicio.  He aceptado mi debilidad y, al mismo tiempo, declarado mi fortaleza para curarme.

No ha sido ni es fácil, pero, una vez sobrepasado el momento de la tentación, me felicito por haber ganado la pelea.

Cada vez falta menos, aunque no se cuánto.

Cuando esté listo lo sabré y comenzaré una vida digna y llena del amor que puedo dar y creo merecer. Se que puedo.

En caída libre

Elohim pasó mucho tiempo preparando su proyecto magno, después que se dio cuenta del poder que tenía y el poco uso que le daba. Lo podía visualizar con claridad y conocía de antemano los resultados, pero se había dicho a si mismo que no iba a darlo por terminado hasta que no lo considerara perfecto. Llevaría a cabo miles de pruebas, hasta asegurarse de que todo estaba listo para empezar a funcionar.

Eran infinitos los detalles de la articulación de cada fase y su naturaleza perfeccionista no le permitía darla por concluida si ocurría el menor fallo. Volvía a comenzar una y otra vez, hasta estar completamente satisfecho.

Como si de una gran obra de teatro se tratara, examinó en su esencia cada una de las escenas y, al final, antes de entregar la gran obra a la joya de su creación: el ser humano, llevaría a cabo un ensayo general con todas las partes juntas. No quería fallarle.

El esfuerzo era infinito, pero cada paso adelantado hacía feliz a Elohim.

El día que debía comprobar la fase “Luz”, estaba entusiasmado y nervioso.

Apretó el botón y una claridad cegadora se hizo. Pensó que, con este paso, las posibilidades de éxito futuro se habían multiplicado.

Había considerado también que, para que la Luz pudiera ser apreciada en todo su esplendor, debía existir la oscuridad. Y la hizo. Blanco y negro, ningún otro matiz.

Exaltado, no se conformó con el bicolor e inventó una tonalidad que fuera tan hermosa que quien la viera, jamás pudiera olvidarla.

El azul más sorprendente salió de su boca en forma de aire.

Resultó ser muy pesado soplar azul para llenar el espacio y Elohim tuvo que descansar entre soplido y soplido. Cuando retomaba la tarea, el azul no era exactamente igual al tono anterior, aunque era cada vez más hermoso. Ante la imposibilidad de conseguir el mismo color, se puso a mirar su obra desde lejos y comprobó que distintos colores de azul podrían servir para diferenciar e intensificar las próximas fases.

Pensó en un espejo que pudiera reflejar ese espacio tan hermoso y se le ocurrió crear el mar. Fue apoteósico.

En el tiempo de luz, los diferentes tonos de azul se reflejaban en el agua.

Elohim quiso probar con el movimiento e inventó diferentes humores para el cielo: triste, lleno de alegría, violento, rabioso, juguetón, tranquilo y, el mar, su aliado, le hacía coro y añadía unos pasos relacionados, como si de una representación de ballet se tratara: ondulaciones suaves, crestas adornadas con espuma, violentos oleajes. Se quedó mucho tiempo embelesado disfrutando su propia creación.

Incansable, siguió adornando lo que llamaría mundo. Entre cielo y mar, colocó tierra de diferentes composiciones y colores, porque, su idea era echar semillas heterogéneas encima para que dieran frutos diferentes.

Esperó y esperó hasta que vio aparecer unas tímidas cabecitas verdes que se abrían paso por entre la tierra y las piedras. Fueron creciendo y día a día ofrecían un aspecto diferente. Algunas largas, delgadas, elegantes, solitarias. Otras redondeadas y familiares salían acompañadas de hermanas y amigas. De otras nacieron flores y de otras frutos.

Elohim pensó, necesito un sol que les de alimento y color y una luna y muchas estrellas que las alumbren en la oscuridad, o irán entristeciendo hasta morir.

Dicho y hecho. La vida de las plantas estaría asegurada por un astro inmenso que permitiera el desarrollo de estos nuevos elementos de la creación. Dividió el trabajo de sostener la vida entre el sol, quien daría luz y calor y la luna y las estrellas que invitarían a un gozoso descanso, tan solo con observarlas. Y vio que toda la diversidad de plantas estaba feliz y agradecida por el maravilloso regalo y se multiplicaban y exhibían con orgullo sus olores, frutos y belleza .

El paso previo a su última y admirable creación, era una prueba para poder pulir el ser humano, por si pudiera salir con alguna imperfección, cosa muy poco probable.

Elohim dio vida a unos seres que respiraban, caminaban, saltaban, se arrastraban, nadaban y sentían. Los puso sobre la tierra y dentro del mar y los ríos.

A algunos les dio fuerza y fiereza, a otros les dio astucia, a otros les permitió volar y trasladarse a diferentes lugares, a otros serenidad y tranquilidad. Pero, el atributo más importante fue el poder de amar, reproducirse, formar familias, y aceptar la diversidad de sus vidas. Hasta ahí llegaban sus cerebros y sus corazones. El verdadero portento de su proyecto lo reservó para insertarlo dentro de su última concepción.

La fase final tomó un tiempo considerable de revisión del diseño y de análisis de cuanto había sido ya creado.

Ajustó el reloj del día y la noche. Agregó unos cuantos tonos a los colores primarios ya creados. Completó algunos trucos que serían deleite de sus seres vivos, como el arcoíris, el rocío, los sonidos del viento y las olas, la lluvia, la nieve, las estrellas fugaces y los olores de las flores y frutos que, en principio, todos eran iguales y pensó que una variedad de olores haría más agradable el universo.

Llegó el gran día. Elohim estaba cansado y nervioso. El esfuerzo había sido gigantesco y, aunque estaba muy seguro de lo que iba a hacer, sentía un cosquilleo interior parecido al miedo. Para darse ánimo, se rodeó de sus animales preferidos, los perros, los caballos y algunas tórtolas, quienes, anticipando lo que iba a ocurrir, también estaban inquietos.

Al resto de los animales, se les permitió ver el nacimiento del linaje humano un poco más alejados.

En el centro de un círculo se podía apreciar dos bultos tendidos, arropados con hojas y flores.

Elohim se acercó a ellos, se agachó y colocando su regia mano sobre uno de ellos sopló con la misma fuerza con la que había creado las nubes del cielo.

Casi podía oírse el latir de todos los corazones de los animales presentes, cuando la figura, apartándose con suavidad las hojas y flores de la cara, se sentó con decisión, miró a Elohim con agradecimiento al tiempo que pronunciaba ¡Padre!. Después, miró a los animales con ternura y les sonrió.

Padre Elohim le tendió la mano y la levantó. Era exactamente lo que había imaginado que iba a ser: una hermosa y fuerte mujer que desde su primera respiración exhalaba bondad, ternura y decisión. Estaba seguro de que reproduciría sus cualidades cuando diera vida.

Se dirigió a la segunda figura acostada e hizo la misma ceremonia que dio vida a la mujer. Otro cuerpo fuerte, dispuesto, seguro, que miraba sereno a todo lo que le rodeaba, cobró vida. Se levantó, agachó su cabeza en signo de veneración y con agradecimiento y voz fuerte exclamó: ¡Padre! Durante un tiempo estuvo contemplando lo que le rodeaba y su cara mostraba admiración y gozo por lo que veía.

Padre Elohim sonrió satisfecho. Se acercó a ambos y formó un círculo con las manos ceñidas.

–Eva, Adán, amados hijos de mi esencia, bienvenidos a un mundo que ha sido creado para vuestro deleite y que yo os entrego para su tutela y desarrollo. Poseedores de todo, os hago responsables de su vida.

De ahora en adelante, solo necesitáis cultivar y hacer crecer todo lo que lleváis adentro que es bueno. Multiplicaos.

Luego señaló a todos los animales.

–Estos otros hijos míos, han sido puestos para vuestra compañía, vuestro servicio y algunos, para vuestra alimentación. Tratadlos con bondad y obtendréis de ellos lealtad y solicitud.

Dirigiendo su mirada al cielo y todo lo que rodeaba la escena, Elohim sonrió satisfecho.

–Eva, Adán, todo lo que os rodea es vuestro. Cuidad la tierra, trabajadla con esmero, no la alteréis y recogeréis los mejores frutos. Amad a mis animales.

Padre Elohim se retiró a descansar muy satisfecho de su obra, sin dejar de observar la evolución de su proyecto estrella. Había puesto dentro de cada persona, animal y cosa creada, la esencia de la perfección, lo necesario para seguirse desarrollando.

Nunca pudo descansar tranquilo. Muy pronto comenzaron los problemas entre la pareja y sus descendientes.

Inventaron juegos de poder; dejaron que la envidia se instalara; pusieron el dinero por delante del amor; se les fue muriendo la consideración por los demás; cambiaron el nosotros por el yo y la rabia y el odio sustituyeron a la serenidad y afecto.

Siempre amparados bajo el lema de la ciencia y del desarrollo, maltrataron a la tierra forzándola a producir lo que no podía, alteraron sus semillas y frutos y la envenenaron en nombre del progreso. Invadieron el espacio contaminándolo. Experimentaron con la naturaleza humana para obtener cambios que la volviera “perfecta”, hermosa, sin enfermedades y, a poder ser, sin muerte. Se acercaron, alejándose y, para eso, crearon un universo virtual perverso.

Defraudado, Padre Elohim no deja de pensar en los cambios negativos insertados en su obra maestra.

–No vamos bien. Ese no es el comportamiento que esperaba de los seres humanos, quizás deba cancelar el proyecto Universo y diseñar uno nuevo. Comenzaré a elegir cuál animal podría estar al mando de la nueva creación –dice para sus adentros.

Un día de suerte

Está claro que poner el pie en el suelo al despertar, define el día que tienes por delante.

Después de una noche llena de sueños maravillosos, como nunca los había tenido, mis ojos quedaron sellados. Por un momento sentí pánico. ¿Tendría conjuntivitis? ¿Sería un inicio de cataratas?

Me levanté asustada y coloqué mi pie izquierdo en la alfombra. A ciegas, me dirigí al lavabo y me golpeé la frente en la puerta del armario que se había quedado abierto por la noche. Me detuve unos instantes para acordarme, de forma poco correcta, del familiar de quien hubiera olvidado cerrar. Luego me arrepentí, porque fui yo misma   la descuidada y mi pobre madre nada tenía que ver en ese asunto.

Tanteando, encontré la llave del agua. La abrí a toda potencia y con prisa me lavé la cara una y otra vez esperando que se hiciera el milagro de la vista. Y se hizo, justo a tiempo de poder ver cómo mi frente perdía armonía a causa de una protuberancia que, de momento, tenía un color indefinido.

Me apliqué un anticoagulante en gel y dejé el arreglo de la cara para más tarde.

Me apetecía comer fruta y me dirigí a la cocina, ya casi olvidado el incidente del golpe.

Los plátanos estaban tan maduros que se deshacían en la mano y a mí me gusta la fruta verde. Busqué las manzanas dentro del refrigerador y, o sorpresa, no había. ¿Fui yo que me comí la última, o hay alguien más con gustos similares?

Bien, si no era fruta podría ser una papilla de avena. Ay! Se me olvidó comprar leche ayer. ¿La hago solo con agua? Ni tan masoquista me sentía.

Me pareció que la vida me estaba mandando un mensaje: en la cafetería de la esquina puedes desayunar mejor y, además, te lo servirán.

Acabé mi arreglo personal tapando mi cachito con un poco de maquillaje y, de un humor indefinido, salí de casa.

¡Oh Dios!, ¿dónde están las llaves de mi vehículo? ¡Calma, Elisa! Piensa, piensa. Recordé que se había roto la anilla de las llaves y, momentáneamente, las había guardado junto con las de la casa. ¿Y las de la casa? Entré en pánico, tampoco las tenía.

Tendría que llamar a mi hermana para que me trajera las llaves de emergencia que ella, conociéndome bien, insistió en guardarme. Llegó en diez minutos, todavía en pijama –mi hermana me ama–. Abrió la puerta de mi casa, esperó que yo encontrara el llavero y la volvió a cerrar, metiendo el suyo, con rapidez, en su bolso.

Llegué a la cafetería tan y tan estresada que decidí recompensarme por todos mis sinsabores con un bocadillo de tortilla, grande, cuatro churros y una taza de chocolate.

Me sentí como una reina hasta que la desabrida que vive en la parte posterior de mi cortex cerebral comenzó a comadrear con mis células nerviosas lo mucho y poco saludable que había desayunado hoy. Los remordimientos no tardaron en aparecer, pero decidí no hacerles mucho caso, pues, yo estaba contenta.

Antes de llegar a la oficina tenía que pasar a encuadernar un estudio que debía entregar a unos clientes que preferían leerlo sobre el papel, en lugar de recibirlo por la red.

Tarareando una canción –todavía sentía el efecto del chocolate–, me puse a ojear distintos objetos del centro de copiado, mientras esperaba que terminaran el trabajo, porque la persona que me estaba atendiendo era del tipo flemático y se tomaba su tiempo para realizarlo. Empecé a ponerme nerviosa.

Al fin, me llamaron para entregarme el producto terminado. Soy minuciosamente responsable con mis entregas. Saqué el informe encuadernado y me puse a ojear que todo estuviera correcto.

¡Oh, oh, oh! ¡Dios mío! Lo habían encuadernado al revés. El lomo que debía estar en el margen izquierdo, estaba en el derecho. Y solo faltaba media hora para la cita con mi cliente.

Perdí los estribos, empecé a gritar y a llorar, explicando que probablemente iba a perder un cliente al no poder entregar a tiempo mi primer trabajo para su compañía.

El supervisor del establecimiento vino corriendo y me ofreció sacar copia, a colores, por cuenta del centro. Tomó el informe que tenía ciento cincuenta páginas, lo repartió entre cuatro empleados y él mismo se encargó de la encuadernación.

Ya pasaba diez minutos de la hora de la reunión cuando salí de la papelería. Conducía como perturbada y pasé un semáforo cuando la luz amarilla estaba cayendo. Un policía me esperaba del otro lado. Empezó, con mucha educación, una perorata sobre las reglas del tránsito y los peligros que entrañaba que los conductores se las saltaran. No discutí con él. Me disculpé y le rogué que se diera prisa poniéndome la multa.

Llegué a la oficina del cliente pensando que nuestra relación sería de “hola y adiós”. La secretaria me pidió perdón, porque su jefe la había llamado hacía media hora para decir que no podría llegar a tiempo y que cancelara la reunión. Ella no había podido localizar mi número telefónico.

Me miró preguntándose qué me pasaba cuando llena de alegría le dije: ¡maravilloso!

Hicimos una nueva cita. ¡El cliente estaba salvado!

Me sentía como si hubiera empujado un tractor con todo y remolque cuando llegué a la oficina. Fui directa al lavabo y me arreglé lo mejor que pude. Al menos, el chichón de la frente había desaparecido.

Cuando consulté mi agenda recordé que había quedado con Fabricio para cenar en La Marisquería que era mi restaurante favorito. La excusa era revisar una posible asociación para concursar juntos en un proyecto importante, pero, la verdad era que yo estaba asfixiada por ese hombre que había sido mi crush desde los quince y seguía siéndolo a los treinta.

Con todas las peripecias del día, al mirarme al espejo, sentí que debía hacer algo por mi imagen, así que, salí a comprar una blusa y una falda nuevas.

A la hora de la cita, estaba resplandeciente y puntual en el restaurante. Fabricio llegó preciso, también y comenzamos pidiendo unos cócteles mientras repasábamos el futuro proyecto y la posibilidad de hacerlo juntos. Nos tomó un buen rato y sin darme cuenta me había tomado tres bebidas alcohólicas, cuando yo solo acostumbro a tomar media cerveza o una copa de vino. Al poco rato, me puse demasiado contenta. Se me soltó la lengua y me atreví a compartir algunas teorías locas sobre la inmortalidad del cangrejo.

De los cócteles pasamos a la cena con vino y, después de una botella, vino otra.

Cuando acabamos la cena insistí en compartir la cuenta, haciendo una exaltación, en voz alta, a la igualdad de género. Fabricio accedió, creo que para que yo dejara de hacer mi discurso ante el camarero y el resto de los asistentes.

Nos levantamos y comencé a dar traspiés. Mi cabeza daba vueltas y no lograba fijar mi vista en los escalones del restaurante.  Parece que mi estado preocupó a Fabricio, quien me llevó del brazo y me sugirió montar en su coche y dejar el mío aparcado, para irlo a recoger al día siguiente.

Yo casi no podía pensar, pero sí lo suficiente como para traer a mi imaginación una de las muchas fantasías que había tenido con Fabricio.

Nos montamos y a los diez minutos de estar en el camino, me di cuenta que algo no andaba bien. No era yo. La cabeza comenzó a darme vueltas y mi estómago empezó a protestar con vehemencia. Me horroricé al darme cuenta de lo que venía después. No me dio tiempo a abrir la ventanilla. El vómito salió disparado cambiando totalmente mi aspecto, el del coche y el de Fabricio que se puso amarillo del asco.

No quiero ni recordar ese momento de vergüenza infinita –habría preferido morirme–, a pesar de que mi acompañante trató de quitarle importancia al incidente.

Llegamos a mi casa. Bajé del coche después de haberme disculpado mil veces y ofrecido pagar la limpieza profunda del vehículo.

Para rematar, al tomar el corto camino de césped para llegar a mi puerta, no me di cuenta que un perro callejero se había aliviado justo en medio. Entré en casa estampando, en la alfombra de la entrada, unas huellas aterradoras.

No, no iba a llorar.

Me quité la ropa y los zapatos y los arrojé al cubo de la basura, junto con el felpudo.

Mañana sería otro día y tendría muy en cuenta lo del pie con el que te levantas.

Cuento contigo

–Por favor –decía en voz muy baja un anciano cargado con dos bolsas llenas de comida, en la puerta de salida del súper mercado, a todos los que abandonaban el establecimiento.

Antes de mí, vi tres personas que al salir pasaron por el lado del hombre, una, sin siquiera mirarlo y las otras dos, con una mirada suspicaz y apartándose como con miedo.

–Por favor –dijo de nuevo cuando estuve cerca de él con una voz tan baja que apenas se oía lo que decía después.

Me detuve y le miré a la cara. Sus ojos reflejaban toda la tristeza que un ser humano puede contener y se le notaba un gran cansancio por la forma en que su pecho subía y bajaba para poder respirar.

–Dígame, señor, ¿en qué le puedo ayudar?

–Creía que iba a poder llegar a casa con estas bolsas, pero no creo que pueda hacerlo. Vivo en la próxima calle. Si usted fuera tan amable de acompañarme hasta el portal…

Por un momento pasó por mi cabeza la idea de que podía ser un engaño. Que alguien, en confabulación con el anciano, podría estar esperando para atracarme o sabe Dios que otra cosa. Se oye de tantas fechorías…así de insensibles nos está poniendo la información sobre la inseguridad de las calles.

Deseché la idea al pensar que, también él, podría dudar de mí y temer que le fuera a robar o hacerle daño, tan indefenso se veía.

–¡Claro que sí, con mucho gusto! –le dije cogiéndole las bolsas plásticas que no pesaban gran cosa.

Comenzamos a caminar y sus pasos eran muy lentos, aun sin llevar carga tenía dificultades para caminar.

–Póngase a mi lado derecho que del oído izquierdo no oigo nada –me dijo. Imagino que era su costumbre cuando andaba con otra persona.

–¿No tiene alguien que le pueda hacer la compra? –le pregunté.

–No. Vivo solo. Tengo sobrinos, pero viven en otro pueblo. Vienen algunas veces a verme, como hoy por ejemplo y me traen ropa y muchas cosas para la despensa. Yo salgo a hacer mi compra de dos o tres cositas cada día. Hoy me pasé porque quería tener algo para brindarles a mis sobrinos a la hora del vermú.

–En el súper dan el servicio de repartir la compra a domicilio –le dije.

–Si, ya lo se, pero a mi me distrae la compra, ver todos esos anaqueles llenos de productos, aunque hay muchos que ni se lo que son –dijo dirigiéndome una gran sonrisa. Me recordó a mi abuelo Luis que había fallecido unos meses atrás; sólo le faltó alborotarme el pelo.

Llegamos al edificio donde vivía el anciano y alargó su mano para darme la llave del portal.

–¿En qué piso vive usted?­ –pregunté.

–En el cuarto, pero hay ascensor. Si quieres me puedes dejar aquí y yo subiré solo. No quiero molestarte más.

Todavía su respiración se sentía entrecortada y su mano estaba temblorosa. Decidí acompañarlo hasta la puerta de su piso.

–Pasa, pasa, hija. Pon las bolsas en la cocina. Siéntate un momento. ¿Cómo te llamas?

–Rosa.

–Así se llamaba mi Rosita que en el cielo esté. Me dejó hace quince años –dijo con tristeza–. Todos se están yendo. También mi amigo Pepe se fue el año pasado. Salíamos todos los días a sentarnos en el parque a tomar el sol y ver a la gente pasar. Todo ha cambiado, ahora los bancos siempre están vacíos u ocupados con críos que fuman qué se yo qué y no paran de decir palabrotas.

Se dirigió a la cocina y bajando de un aparador un bote de galletas puso tres en un plato. Sacó de la nevera una botella de leche y vertió, con mano temblorosa, una poca en una taza. Pensé que esa era su merienda o quizás el desayuno, pero lo estaba preparando para mí.

–Come, cariño; están muy buenas, son de fibra –dijo señalando las galletas.

Come, cariño…solo por eso cogí una, aunque rechacé la leche.

–Y, ¿usted cómo se llama? –pregunté.

–Antonio Osorio, para servir a Dios y a usted.

–Muy bien don Antonio –le dije levantándome de la silla–. Ya me tengo que ir. He tenido mucho gusto de conocerlo. Si otro día nos volvemos a ver en el súper, salúdeme si yo no lo veo, que siempre ando con prisa.

–Hija, que Dios te acompañe y muchas gracias por traerme la compra. Si te quieres quedar a hacer el vermú con mis sobrinos…tengo uno soltero que es un sol de guapo y bueno como el pan –calló un momento–. Perdona cariño, yo ni siquiera se si estás casada o tienes novio que, lo debes tener, con lo requeteguapa que eres –añadió.

–Estoy soltera –le dije riendo–. Mejor dicho, soy divorciada y no tengo novio. Y si su sobrino es tan guapo y tan bueno como usted, seguro que llegaríamos a algo.

En ese momento sonó el timbre y a don Antonio se le alegró la cara. Fue a abrir tan rápido como sus piernas se lo permitieron y dejó pasar a tres personas, dos hombres y una mujer. Imaginé que eran sus sobrinos. Me miraron extrañados.

–Es Rosa. Me ayudó a traer la compra desde el súper.

–Tío, pero le hemos dicho mil veces que mande a pedir la compra, o nos lo diga a nosotros y lo haremos.

–Ya lo se, pero yo no estoy inútil y así tengo una excusa para salir.

Los tres se presentaron y me agradecieron la ayuda prestada a su tío.

–Don Antonio, ojalá que nos volvamos a encontrar.

–Ya sabes donde vivo, Rosa. Si te gustaron las galletas, puedes pasar cuando quieras y en vez de leche sola, te prepararé un café.

Después de ese día, pasé todos los viernes en la tarde a visitarlo. Nuestras conversaciones –don Antonio era un hombre culto– además de instructivas, entretenidas y a veces divertidas, eran un respiro después de una semana rodeada de gente insensible, egoísta y equidistante de todo. Entendí lo que es la soledad del que pierde a su pareja de mucho tiempo y aprecié el altruismo y la sensibilidad que a don Antonio le habían dado los años.

Don Antonio también hizo de celestino. Consiguió que su sobrino soltero, guapo como un sol y bueno como el pan, pasara a saludarlo cuando yo estaba de visita y que me acompañara hasta mi casa o hasta el coche, con la excusa de lo peligrosa que se estaba poniendo la calle.

Don Antonio fue el padrino de boda de Julio, su sobrino.

El día que nos casamos se acercó a mí y me dio un abrazo cargado de todas las emociones que estaba sintiendo y me susurró al oído:

–Cariño, ahora ya puedo morir tranquilo.

Vivió con nosotros tres años más.

Conoció a quien él llamó su biznieto y se fue apagando como una vela de olor, perfumando nuestras vidas cada vez que lo recordamos.

La vieja del espejo

En la fiesta de despedida de soltera de Alexandra se juntaron las muchachas de la promoción Pioneras. En el colegio de monjas al que habían asistido para hacer el bachillerato, se conocía al grupo como jovencitas innovadoras y dispuestas a llevarse el mundo por delante.

Hacía treinta y siete años que habían terminado la secundaria y, aunque al principio algunas coincidieron en la misma universidad y continuaron frecuentándose, la mayoría solo había mantenido contacto a través del teléfono o del Internet y últimamente a través de un chat.

Cada una tenía una idea de las demás, desarrollada por las informaciones que intercambiaban en las redes sociales, donde las fotografías que se publican son retocadas o las más favorecedoras y las actividades familiares o sociales son de cuento de hadas.

Al encontrarse en persona, advirtieron que había una gran diferencia entre lo imaginado y la realidad. Ahí se vieron libras de más y arrugas, junto con ojos asustados y pómulos inflados como globos, gracias a los remiendos de Botox y hialurónico. Se compartieron los fracasos y los éxitos matrimoniales, familiares, o del trabajo.

Se volvió a sentir el calor del vinculo de los años de vida que habían compartido y asomaron los resentimientos juveniles, aunque, debilitados hasta el punto de casi desvanecerse. Fue como una catarsis general.

A Alexandra se le atribuía un carácter veleidoso en las relaciones masculinas. Se casaba por tercera vez y había comentado en la reunión que ella no dejaría de buscar el hombre de su vida hasta que lo encontrara. Se casaba con quien creía que podía serlo, pero, si resultaba no llenar los requisitos, rompía la relación, porque ella nunca iba a renunciar a la felicidad.

–Cómo me gustaría ser como tú –intervino Luisita–. Después de mi fracaso con Antonio, pienso que todos los hombres tienen una cosa u otra. No me atrevo a pasar otra vez por el mismo camino.

–Mi amiga, eso del matrimonio es un proyecto y, como en cualquier otro, una va dizque segura, pero es cuestión de prueba y error. Yo he tratado cada vez con la mejor intención, pero si me sale mal, vuelvo y empiezo de nuevo. Es asunto de persistencia. Eso sí, después de un fallo, vuelvo y me recaucho toda, porque esas pruebas desgastan –pontificó Alexandra.

–¡Mujeres, la que solo se casa una vez, se va virgen! –exclamó Mariela, a quien los efectos del ponche le habían soltado la lengua.

–¡Y la que se casa con viejo, también! –reforzó Paulina que estaba moviendo sus caderas al ritmo de un reguetón.

Chistes, expresiones picantes, fórmulas de éxito, confidencias sobre formas de atracción y técnicas sexuales vanguardistas siguieron caldeando el ambiente hasta la madrugada.

Muchas participantes salieron reforzadas, otras edificadas y algunas sintiéndose perdedoras ante tanto coraje y atrevimiento que ellas no tenían.

Jessi llegó a su casa agotada y un tanto excitada. Había quedado viuda hacía quince años y nunca se había planteado rehacer su vida con otro hombre.

Todas las conversaciones de los diferentes grupos, todas las confidencias escuchadas y las diferentes formas de ver la vida de sus excompañeras, le habían despertado el gusanito de la curiosidad. ¿Podría volver a casarse? ¿Habría un segundo hombre destinado para ella? ¿Resultaría atractiva para alguien? Se durmió envuelta en la maraña de pensamientos, recuerdos y sensaciones.

Se despertó cansada. Empezó a recordar la noche anterior y se sintió inquieta.

Ya tenía cincuenta y seis años. Los hombres de su edad las estaban buscando jovencitas y los más jóvenes estaban buscando el dinero de las mayorcitas; ella, ni tenía mucho, ni quería tener un sanki panqui en casa.

Primero haría un estudio pormenorizado de lo que podía ofrecer a un hombre, aparte de su inteligencia, buen carácter y habilidad para salir adelante, porque se había dado cuenta que estos dones no se apreciaban a simple vista, mientras que la belleza física era la que contaba en los primeros contactos.

Se miró en el espejo de cuerpo entero.

El torso y las piernas, pasables. Apenas había engordado. Con unos meses de baile y pesas en el gimnasio se resolverían las lorzas y la celulitis que amenazaba por salir.

Los senos no habían sido demasiado afectados por la gravedad, ya que no había tenido hijos en su matrimonio. Sin embargo, había notado que muchas de sus amigas se los habían agrandado. Afirmaban que a sus novios o maridos les gustaban “tetonas”. Una cirugía de senos no era nada del otro mundo. Tendría que pensarlo.

La cara…la cara con la que no había tenido ningún problema hasta hoy, no le gustó.

De un día para otro, la mujer que veía en el espejo no era ella, era una vieja. ¿Cómo no se había dado cuenta? ¿Podrían unas cuantas visitas a la dermatóloga rejuvenecerla?

Sintió nostalgia de tiempos pasados.

Se dio cuenta que, en lo que a su auto imagen se refería, había un antes y un después de la despedida de soltera de Alexandra.

Antes, sus padres, negocios, viajes y sobrinos eran todo lo que la movían. La parte física, aún sin descuidarla, era secundaria. Siempre se saludaba en el espejo con alegría y aprobación. Ahora, descubría su edad a través del cristal de una sociedad frívola y materialista. Su autoestima comenzó a tambalearse.

Empezó a observar el comportamiento de los hombres solteros con los que tenía alguna relación y notó que no despertaba el tipo de interés que ella quería despertar. A menudo giraban la cabeza para mirar otras caras y anatomías, descuidando el momento con ella, ya fuera de esparcimiento o de trabajo.

Pensó en Jacobo, su novio de juventud que hacía muchos años vivía afuera. A menudo, él piropeaba sus fotografías en FB y le preguntaba cuándo iría de visita a Nueva York para salir, juntos, a tomar un café.

En ningún momento antes había pensado en él como un posible compañero de vida y, ahora… lo estaba considerando.

Jacobo no publicaba fotografías en FB ¿Cómo estaría él? Había sido mujeriego mientras vivió aquí, por eso rompió con él. ¿Tendría novia ahora?

Por semanas tuvo pensamientos obsesivos sobre el tema, añadiendo aspectos tales como, la necesidad de una pareja para envejecer con alguien al lado, el respeto de la sociedad para con las mujeres casadas, poder compartir la responsabilidad de los negocios y cuanta otra razón o excusa pudiera pasar por su cabeza.

Decidió llamar a Alexandra con el pretexto de felicitarla por su nuevo estado y hablarle un poco del tema de Jacobo, para conocer su opinión y escuchar sus consejos. Tal como esperaba, Alexandra la alentó para entrar en un contacto más directo y frecuente con el ex novio.

–Entonces ¿entiendes que debo ir a verlo a Nueva York? –preguntó Jessi.

–Amiga, primero tienes que averiguar su situación actual: novias, dinero, estado físico de ciertas partes –dijo muerta de la risa–. Porque no te vas a casar con un mujeriego, pobre y que no le funcione. Y luego, tú misma tienes que prepararte para que cuando se encuentren te vea “muñeca-muñeca”.

Jessi se puso en contacto con su comadre en Nueva York para que la ayudara a conocer las andanzas de su ex novio y la respuesta fue positiva hasta donde la mujer pudo averiguar.  Jacobo se había divorciado dos veces y ahora hacia unos años que estaba soltero. Tenía dinero y una buena pensión. En cuanto al estado anatómico, lo único que aportó era que se veía bien, aunque tenía barriga. Más debajo de ahí, la comadre no se atrevió a preguntar a los conocidos.

Jessi inició el acercamiento con Jacobo y en sus frecuentes conversaciones por el chat, acordaron verse en persona a final de año. Él viajaría a verla y pasar unos días en su compañía.

Jessi comenzó a asistir al gimnasio y hacer citas con dermatólogos y especialistas en cirugía estética.

Quedó confundida con tantas y tantas recomendaciones que, al final, tuvo que recurrir de nuevo a su guía en la materia.

–Lo básico, son tetas y culo –lanzó Alexandra sin ningún tipo de encogimiento–. La cara, con unos puyoncitos y unos rayos láser te la ponen de quince.

No le daría tiempo a hacerse una operación detrás de otra, por lo le que insistió al cirujano que le hiciera nalgas y senos en una sola intervención y así podría pasar un tiempo reponiéndose, antes de la visita de Jacobo.

El primer médico no accedió a festinar la intervención, pues exigía visita a sicólogo y trabajar en dos etapas. Jessi abandonó al profesional y consultó con varios especialistas menos exigentes, hasta que consiguió quien estuviera de acuerdo con lo que ella solicitaba.

Al explicar a sus parientes y allegados del trabajo sus intenciones, quitó importancia a las operaciones diciendo que se iba a hacer algunos retoques estéticos.

El día de la intervención, estaba nerviosa, pero feliz.

Al cabo de seis semanas Jessi se miraba desnuda, de perfil, delante del espejo y no reconocía su propio cuerpo. Lo que vio no le gustó mucho, pero quienes sabían decían que así debe verse una mujer buena.

Todavía insatisfecha e insegura consigo mismo, pensó en la posibilidad de hacerse cirugía en la cara.

No estaba completamente bien de la anterior intervención, cuando hizo cita de nuevo con el cirujano facial. No tuvo que insistir mucho para que el médico accediera. La intervención salió bien y al cabo de dos semanas, su cara comenzó a normalizarse.

Sin embargo, la persona que solía saludar en el espejo todos los días, había desaparecido y una extraña le lanzaba miradas de desprecio y rabia.

Jessi maldijo el momento en que se dejó influir para cambiarse toda, por un hombre del que lo único que estaba segura, era que le había sido infiel a los veinte años.

Una semana antes de la llegada de Jacobo, Jessi comenzó con fiebre y terminó con una tremenda septicemia que en tres días le quitó la vida.

En el chat de Las Pioneras, se pudieron leer comentarios diversos.

–¡Ay Dios mío, pobre Jessi!

–Tanto afán para no poder disfrutar la cosecha.

–Una muchacha tan buena y responsable.

–Total, por un tipo que ni caso le había hecho en cuarenta años.

–¿Vieron el cuerpazo antes de morir?

–En la caja se veía muñeca, muñeca.

–Si, “etericaíta, etericaíta”.