En pie

Hoy cumplo cuatro años sin tomar una sola gota de alcohol.

Eso no quiere decir que no me haga falta. El camino es largo, pero, he aprendido que nada puede instalarse en mi vida si yo no quiero.

Todavía paso con rapidez por delante de los bares y las terrazas donde están compartiendo amenamente hombres y mujeres, para no caer en la tentación de echar por la borda la tarea de recuperación de todos estos años.

Todavía se me va la vista y el alma detrás de un camarero que se acerca a una mesa llevando una cerveza fría.

Todavía me sueño abriendo una botella de vodka y sirviéndola en un vaso con hielo y repitiendo y repitiendo hasta acabarla.

Al final del día, me arremeten las ganas de beber. Pero, he decidido no volver a ser nunca más el borracho que cierra los bares, el esperpento humano que veía cuando me miraba en el espejo y que daba repulsión y pena a todo el mundo. No quiero volver a tener que beberme una cerveza con el desayuno para quitarme la resaca. No quiero revivir a la fiera.

Cuando la tentación está por atraparme, miro mi tatuaje y me devuelve a la realidad poniendo frente a mí situaciones pasadas que no quiero olvidar, para no volver a vivirlas.

Aprendí a tomar desde muy pequeño por desconocimiento o descuido de mis abuelos y padres. Que una lonja de pan con vino y azúcar, que un postre de peras al vino, que un sorbito de champán en las navidades…hermosos e inocentes hábitos tradicionales que se convierten en un peligro para las personas que, como yo, somos presa fácil del alcohol e incapaces de limitar la cantidad a consumir.

Mi padre bebía mucho, pero nunca lo vi llegar a las situaciones a las que yo he llegado. Sabíamos que estaba borracho cuando venía de la calle y se metía en la habitación de huéspedes a dormir. Posiblemente pensaba que podría ser desagradable y peligroso, para mi madre, convivir con él en ese estado. Así prevenía posibles problemas.

Yo no fui capaz de saber cuándo parar, o resguardar de mi vicio a mis seres queridos.

Cuando cumplí los quince, él me invitaba a acompañarlo a ver los partidos de futbol y nunca faltaban las cervezas frías en la nevera. Íbamos vaciando una tras otra hasta que yo caía dormido en el sofá y él continuaba viendo el juego sin mayores problemas. Solo en esos momentos disfrutaba yo de su tiempo, porque él trabajaba hasta muy tarde y no se presentaban muchas otras ocasiones.

Murió cuando yo cumplí los dieciocho y su muerte me afectó mucho. Asociaba sus recuerdos a los únicos ratos de camaradería que compartimos y, asaltado por la nostalgia, abría la puerta de la nevera y cogía una cerveza “en honor a su recuerdo”. Esa fue mi excusa y se fue convirtiendo en una costumbre que iba en aumento de ocasiones y número de botellas.

Cuando empezaba a tomar, me sentía energizado, hablaba más, aunque escuchaba menos. Perdía mi timidez y me resultaba más fácil relacionarme con las mujeres. Todas estas sensaciones me gustaban e hicieron que fuera habituándome poco a poco a la bebida.

Alterné la cerveza con brebajes más fuertes que consumía en los bares y en casa.

Mi madre temía que terminara alcohólico y me advertía del peligro para mi salud y para las relaciones familiares. Mi defensa frente a ella era la ansiedad que me producía mi trabajo. Yo mismo me la creía y me perdonaba la falta de voluntad para decirle no, a mi creciente necesidad de alcohol.

En la medida que aumentaba mi dependencia, disminuía mi seguridad y me metí en un círculo vicioso: me sentía inseguro, me tomaba un trago para darme ánimo.

Lo peor eran los cambios de humor que ni yo ni los demás entendíamos, la agresividad que salía a borbotones produciendo una explosión emocional y los comportamientos vergonzantes que tanto hicieron sufrir a mi madre y a mi novia.

En muchas ocasiones, ante las advertencias de mi madre quien, desesperada, expresaba premoniciones acerca de mi futuro si seguía bebiendo tanto, le levantaba la voz y le contestaba furioso con argumentos que trataban de culparla a ella y a la familia por mi situación actual. Yo sabía que era injusto y que le hacía daño, pero nunca fui capaz de pedirle perdón y tardé mucho tiempo en hacerme responsable de mi situación.

A mi novia que una tarde me amenazó con dejarme solo en un bar al que habíamos ido a tomar una cerveza y yo ya llevaba cinco, la agarré por los hombros zarandeándola y gritándole que en mi vida mandaba yo y no iba a permitir que ella la manejara. No era la primera vez que tenía que aguantar mi enfurecimiento por cosas banales.

Me dejó entonces y para siempre. A mis llamadas telefónicas pidiéndole que volviéramos a nuestra relación, me contestaba que, aunque me quería, su amor por ella misma era más grande y no estaba dispuesta a ser maltratada o perder la vida en uno de mis arrebatos. Yo no entendía los augurios de mis dos mujeres y los consideraba exageraciones .

Haber perdido mi pareja y mi soledad emocional empeoró mi problema, hasta el punto de arriesgarme a perder mi trabajo que exigía concentración y serenidad. Estaba tan cerca de la desintegración que presentí mi final. Avergonzado, traté de curarme solo, porque mi orgullo no me permitía pedir ayuda. No funcionó.

Mi madre solo almacenaba un par de cervezas en la nevera que reponía semanalmente, pero no sabía de todo el alcohol que tenía guardado en casa, en los sitios más inverosímiles para que ella no lo encontrara. Me deshice de todas las botellas; isopropílico, enjuague bucal y extracto de vainilla incluidos.

No volví a juntarme con mis compañeros de bebida, a pesar de recibir llamadas invitándome a sus tertulias en las que siempre terminábamos hablando disparates y dejando restos de nuestra digestión por todos los lados. Nuestra degradación era exponencial.

No pedí ayuda. Sin nadie que me informara del proceso para salir del vicio ni me acompañara, entraba en abstinencia sin tener en cuenta el “mono” que aparecía después de ocho horas y se hacía fuerte al día siguiente. Comencé a imitar a mi padre encerrándome en la misma habitación que él lo hacía.

Fallé muchas veces.

La ansiedad me hacía sentir como un animal acorralado y muchas veces pensé en quitarme la vida. No lo hice por amor a mi madre, a la que veía sufrir y dirigirse a mí con sus ojos enrojecidos.

Temía no poder seguir adelante sin alcohol y al mismo tiempo me veía morir joven si seguía así. Pedí vacaciones en mi trabajo y tomé mi recuperación como el proyecto de vida.

Busqué ayuda en Alcohólicos Unidos y, por fin, comencé a ver la luz al final del túnel.

Se que soy el único responsable de mi comportamiento, de mi salud y de mi vida. He dejado de culpar a mi familia y al ambiente en el que me muevo, por mi vicio.  He aceptado mi debilidad y, al mismo tiempo, declarado mi fortaleza para curarme.

No ha sido ni es fácil, pero, una vez sobrepasado el momento de la tentación, me felicito por haber ganado la pelea.

Cada vez falta menos, aunque no se cuánto.

Cuando esté listo lo sabré y comenzaré una vida digna y llena del amor que puedo dar y creo merecer. Se que puedo.

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