Si, quiero.

Ya superado el aplastante dolor inicial del divorcio, Elena decidió poner fin al luto y empezar a ejecutar los planes para su nueva vida.

Se centraría principalmente en su familia y en su trabajo y también aprovecharía el tiempo que ahora no le tenía que dedicar a su marido para dedicárselo a ella misma. Se inscribió en el mejor gimnasio de la ciudad y comenzó una dieta que le recomendó la nutricionista. Contactó a sus amigas solteras y planeó con ellas reuniones y salidas. Habría preferido no hacerlo porque, en el fondo, tenía miedo de volver a empezar y de no estar acorde con los tiempos. Pero Elena no es de las que se dejan vencer por el miedo y se impuso a esa emoción.

Yendo a su trabajo todas las mañanas, podía ver el anuncio de una clínica de belleza que a través de una fotografía con una hermosa joven, motivaba a las mujeres a verse como ella. Elena nunca había sido asidua de ese tipo de establecimientos. Sus inquietudes de belleza se limitaban a la peluquería y a la compra de cosméticos, más por seguir la corriente que por necesidad esencial. Pero algo tenía la publicidad de esa clínica de belleza que la enganchó y en uno de los viajes anotó el número de teléfono de la misma para hacer algunas averiguaciones, antes de ir directamente al sitio.

–Saludos. He visto el anuncio de ustedes y me gustaría saber qué tratamientos de belleza ofrecen y los precios– preguntó a la voz que le contestó el teléfono.

–Bueno, tenemos todos los tratamientos tradicionales que le puedan ofrecer en este tipo de clínicas y algunos especiales que no encontrará en ningún otro sitio, y los precios los damos cuando las clientas vienen directamente a nuestro local. Puede pasar por aquí y le haremos una evaluación sin costo y sin compromiso alguno. Así podrá ver nuestras instalaciones y conocer a nuestro personal.

–Está bien. ¿Cuál es su horario? Porque yo trabajo de lunes a viernes.

–Para ese tipo de casos y por cita, abrimos los sábados.

–Por favor, ¿me puede poner una cita para el próximo sábado? Mi nombre es Elena Martínez.

– ¿Le conviene a las diez?

–Muy bien, allá estaré a esa hora.

Elena tenía curiosidad. Le daba un poco de miedo el precio que pudieran tener esos tratamientos de belleza, pero pensó que no tenía ningún compromiso de contratarlos si el costo le parecía excesivo o el servicio no era el que ella esperaba.

Puso en su agenda la cita del sábado y anunció en su casa que esa mañana se la iba a dedicar a ella misma, por lo que cada quien estaría por su cuenta.

Llegó a las diez menos cuarto a la clínica de belleza.

El establecimiento se veía muy moderno y confortable. Las empleadas estaban vestidas de color malva claro, haciendo juego con las paredes y armonizando con los muebles pintados en color crema. La atendieron con mucha solicitud y le mostraron las instalaciones. Una música muy suave, que Elena calificó de esotérica, la envolvió y le produjo una paz que hacía tiempo no sentía. Todas las cabinas estaban en armonía con la misma línea: camillas con sábanas y toallas malva y cientos de tarritos llenos de productos que despedían un olor cautivador; excepto una habitación que era mucho más pequeña, estaba pintada de un blanco impoluto y tenía un aparato en forma de huevo gigante de color metálico.

– ¿Y esta cabina tan diferente, para que la usan?

–Esta es la cabina para eliminar el paso del tiempo.

– ¡Qué curioso! ¿Y funciona?

–Ya lo creo. El problema es que no todo el mundo es aceptado para recibir el servicio.

– ¿Cómo? Si yo quiero y lo pago, ¿no necesariamente me lo van a dar?

–Así es. Primero tenemos que hacer una historia clínica de su vida para ver si se lo podemos ofrecer. Y luego estaría el hecho de que usted quiera pagar lo que cuesta el servicio.

–Ahora sí que estoy curiosa. Por favor, háganme las pruebas.

Elena se sometió a cuanta pregunta le hicieron y hasta tuvo que llenar varios test que le mostraron; se sorprendió al ver que no hicieron observaciones sobre su piel –normalmente suelen agudizar el problema de la cliente para ofrecer una solución más cara, pensó con cierta predisposición–. Quedaron de avisarla.

A la semana le dijeron que había sido aprobada su solicitud y que podía pasar el sábado próximo a la misma hora.

Volvió a dar las instrucciones en su casa para que se las arreglaran sin ella y revisó su cuenta corriente. Llegaría hasta cierto punto, pero de ninguna manera pagaría en exceso por algo en lo que, en el fondo, no creía que pudiera ser muy efectivo: eliminar el paso del tiempo. Ese tipo de profesionales siempre ofrecían el combate a las arrugas, la juventud eterna, pero la realidad es que una salía del sitio más o menos como entró, pero tratando de convencerse de que el tratamiento había sido un éxito, para no sentir que había sido timada.

Llegó a la clínica y en el mostrador de la entrada la esperaba una empleada que no había visto nunca.

–Vine por el tratamiento de eliminación del paso del tiempo– Y se sintió un poco simple al decirlo.

–La estábamos esperando. ¿Cuál tratamiento va a escoger, el uno o el dos?

–No sé en qué consisten cada uno. ¿Me puede explicar? ¿Cuánto cuesta cada uno?

–El uno elimina diez años y cuesta diez mil pesos. El dos elimina veinte años y cuesta veinte mil. Dado su historial recomendamos el número dos, tendrá muchas posibilidades de rehacer su vida con el mismo. El tratamiento está garantizado, si no queda satisfecha le devolvemos su dinero.

Elena estaba indecisa; veinte mil pesos eran muchos para ser invertidos en cosmética. Tendría que eliminar otros gastos en cosas que le hacían más ilusión. Pero una vocecita interior la animaba a aceptar la oferta de rehacer su vida. Se armó de valor y sacó la tarjeta de crédito. Pagó. La empleada la condujo a la cabina de eliminación.

– ¿Desea un té mientras llega el encargado? Está esperando que la máquina se cargue.

–No gracias. Lo tomaré después del tratamiento.

–No se lo podremos ofrecer entonces.

–Está bien. De todas formas no me apetece.

Entró el encargado del tratamiento vestido de blanco y la invitó cortésmente a entrar en el huevo metálico. A Elena le extrañó mucho que no se le hiciera una limpieza de cutis y del resto de la piel del cuerpo, pero creyó que se trataba del procedimiento previo al tratamiento. Luego vendría todo lo demás. El empleado cerró la puertecilla del huevo. A Elena le dio miedo. Vio como apretaba varios botones y sintió un pitido que iba penetrando por sus oídos y por todo su cuerpo. Una luz muy blanca la llenaba de energía y parecía que iba a explotar. De pronto el ruido paró, la luz perdió su intensidad y ella ya no sintió nada.

Elena no sabía qué hacía en la tienda de efectos para el hogar. Amelia se le acercó sonriente.

– ¡Llegaste temprano manita!

–Amelia ¿Qué te has hecho?, no te pareces a ti. Parece que estés de nuevo en los veinte.

–No relajes Elena. Estoy en los veintiséis, no en los veinte. Parece que esta boda te está acabando. Ya ni sabes lo que dices. Mira, allá está la sección de listas de boda.

– ¿Quién se casa?

– ¡Manita, ya está bueno! Vamos a escoger los regalos de tu lista.

– ¿Qué día es la boda? –preguntó la empleada de la tienda.

Elena estaba petrificada y Amelia contestó –Se casa el diecinueve del mes que viene. Exactamente dentro de treinta y dos días.

Elena sintió un malestar que le invadía todo el cuerpo.

– ¿Me da el nombre del novio?

De nuevo Amelia tuvo que intervenir al ver que Elena parecía ida. –Joaquín Romero y el de ella es Elena Martínez.

Elena creía que estaba soñando. No podía ser. Estaba viviendo por segunda vez la incertidumbre de la primera. Recordaba con toda precisión los sentimientos encontrados pocos días antes de la boda con Joaquín. El noviazgo no había sido fácil. En varias ocasiones le habían advertido que habían visto a su novio con una muchacha en plan de manoseo y en otras tantas habían roto la relación para volver al cabo de corto tiempo después de excusas, arrepentimientos y manifestaciones de amor a través de regalos, viajes y ofrendas de eternidad. ¿Cómo era posible que ahora volviera a estar en lo mismo? En la clínica de belleza le habían ofrecido la posibilidad de rehacer su vida. ¿No era este el momento de borrar los veinte años de infelicidad? ¿Por qué no llamar a Joaquín en este preciso instante y decirle que se fuera al carajo él y  sus infidelidades? Porque al final, había tenido que divorciarse por no poder soportar más las comparaciones con las mujeres con las que la engañaba.

Pero, si no se casaba con Joaquín ¿Qué pasaría con sus tres hijos? No los tendría; y no soportaba la idea de perderlos. Si algo  le daba fuerzas y alegría para vivir eran sus hijos. Y con su carrera, con sus amigos logrados después de casada y como consecuencia de su estado ¿Qué pasaría? Había invertido demasiada energía y tiempo en estas relaciones como para perderlas de una vez por todas. ¿Y si probaba de nuevo el matrimonio con Joaquín y usaba otra estrategia diferente para cambiarlo? Podría escoger las cosas buenas y desechar los errores…

–Elena Martínez, ¿toma usted por esposo a Joaquín Romero para amarlo y respetarlo, en la salud y la enfermedad, en la riqueza y la pobreza, hasta que la muerte los separe?

–Sí, acepto.

A partir de ese momento,  vuelta a poner la carne en el asador, a la depresión, a la alegría de recibir a cada uno de sus hijos en sus brazos después de nacer, a la baja autoestima, a los días brillantes, a las peleas, a la empatía de sus familiares y amigos,  a los días tristes, a la esperanza, al desasosiego, a agotar todos los recursos para que las cosas cambiaran, a sentirse impotente, en fin, a permitir que el tiempo volviera a hacer de las suyas.

La clínica de belleza cumplió su oferta. No podía reclamarle nada. Solo ella era responsable de repetir los mismos errores. Había desaprovechado una oportunidad que se presentó tarde y se marchó pronto.

 

 

 

 

 

 

Si naciste pa martillo…

A los nueve años de haber nacido, Martina ya sabía lo que quería en la vida: ser rica.

Vivía en un pueblecito al lado de un rio que, en algún punto de su cauce, caía en un salto y cuando hacía sol las gotas de agua se descomponían en mil colores y formas. Esto hizo al lugar apetecible para los organizadores de viajes turísticos que llevaban a sus clientes a disfrutar del paisaje y para los moradores que aprovechaban para venderles comidas típicas y chucherías artesanales.

Martina veía cómo los turistas extranjeros que llegaban a su pueblo se extasiaban mirando el rio y las montañas pobladas de palmas Reales, palmas Catey y Guano, y que exhibían un verde intenso en cualquier época del año. Muchas veces la invitaban a posar al lado de uno de estos árboles endémicos o de las orquídeas que tenía su abuela en envases que otrora contenían aceite de coco. Ella lo hacía con gracia y exhibiendo la mejor de sus sonrisas. Sus dientes blanquísimos y las dos llamitas chisporroteantes que tenía por ojos llamaban mucho la atención entre los foráneos. Como premio, recibía unos cuantos pesos o algún chocolate. En alguna ocasión algún varón viejo la besaba de una forma que no le gustaba mucho, baba incluida, pero se había dado cuenta de que tras este tipo de besos, la propina era mayor. Cuando llegaba a la casa se lavaba la cara y ya.

Cuando los turistas se retiraban a sus autocares, Martina se alejaba hacia una esquina del pequeño y maltratado porche de su casa. Allí empezaba a fantasear con lo que acababa de pasar. Hoy era la hija de la señora rubia y buena moza que tenía un vestido blanco con unas flores rojas y verdes. Cerraba los ojos y se veía cogida de su mano, paseando por un jardín parecido al que había en la mansión de la entrada del pueblo y que, según decían los mayores, era de un tutumpote de la capital que tenía todos los cuartos del mundo. Ayer era la novia del muchachito rubio que apenas le dedicó una mirada porque solamente tenía once años y  porque andaba escuchando música en un aparatico que llevaba en su cinturón, el cual conectaba a sus oidos con dos cordones de plástico blanco. Ella le pidió que le dejara escuchar, pero él, o no la entendió, o no estaba interesado en hacerlo.

–Martina, ven a pelar los plátanos de la cena– la llamaba su madre.

Cuando oía este mandado, Martina salía disparada hacia la casa de su amiguita Fifa, odiando inmensamente tener que cenar todos los días plátano hervido. Ella decía que eso no era comida de gente, porque un día que fue a llevar al hotel del pueblo unas berenjenas que su padre le vendía, vio cómo los huéspedes comían ensaladas, carnes de diferentes tipos y postres. Quedó extasiada con el surtido bufet que presentaba tres o cuatro bandejas diferentes de cada renglón de comida. Un día que el chef la descubrió mirando fijamente, la invitó a que fuera con él a la cocina para servirle en un plato todo lo que ella quisiera. Aprovechó, el casto hombre, para sobarle sus incipientes senos.

–Te estás poniendo grande Martinita, cuando vengas a traer las berenjenas pásate por aquí que te voy a invitar a comer siempre–. Una manera como cualquier otra de comenzar el trato de la carne.

A partir de ese día, a Martina la comida de su casa le parecía poca y mala y muchas veces prefería irse a la cama sin cenar, a comer lo que le servían. –No es tan difícil conseguir lo que uno quiere– pensó, aunque no le gustara el manoseo.

Cuando cumplió catorce años ya había desarrollado un cuerpo que la hacía parecer mayor de lo que era. A pesar de las peleas de sus padres porque había dejado la escuela sin terminar sus estudios de primaria, estaba muy segura de que podía conseguir muchas más cosas si en vez de utilizar la cabeza utilizaba los senos o el trasero para su propósito. Su carrera comercial comenzó en el colmadón Vida Mía. Se acercaba contoneándose desdeñosamente al mostrador, como si no le interesaran los parroquianos y le hacía cualquier pregunta al dependiente quien ya sabía de la estrategia y le seguía el juego.

–Julián, ¿usted sabe si pasó por aquí mi tío Ramón?

–No princesa, no ha pasado, pero si quieres lo puedes esperar porque no tardará mucho.

–Martina, ¿te puedo invitar a una fría? – le preguntaba el cliente de turno al que Martina se había pegado y que parecía muy afectado por la presencia y el olor a perfume barato de la jovencita. Y así comenzaba el baile de la seducción que solía ser corto porque no hay mantequilla que no se derrita inmediatamente cuando se la acerca al fuego. De cada cerveza aceptada sacaba Martina dinero o  regalos y el que convidaba ganaba besos o manoseos en sus partes varoniles, según fuera su historial de capacidad económica o de dádivas anteriores, pero, en cualquier caso, lo suficiente como para tener que pedir servilletas de papel antes de retirarse al rincón del patio.

Pronto se le hizo pequeño el pueblo a Martina y decidió que para ampliar su negocio se tendría que mudar cerca de los resorts. A los quince años dejó a su familia y cargada con todas sus coloridas pertenencias se dirigió a la casa de la tía de uno de sus clientes que alquilaba piezas a bailarines, artesanos y jóvenes mujeres que se buscaban la vida entre los empleados de los hoteles y los clientes de estos a los que, como guía turístico, cualquier camarero les hacía el favor de enseñarles la vida del pueblo, aunque ninguno de los seres humanos con los que tendrían contacto se parecieran al común denominador criollo.

Martina siguió en el negocio de ganarse la vida por las noches durante unos años más. Pero los medios de información masiva la convencieron de que había lugares maravillosos fuera de su país, con esa gente bella, rica, blanca que veía en los hoteles y empezó a pensar cómo pasar a formar parte de ese mundo. La sobrina de la patrona de la casa, amiga de correrías, había logrado casarse con un italiano y  su tía no hacía más que comentar lo bien que vivía y el dinero que le mandaba a sus padres y a ella misma; eso sin trabajar, porque el marido la mantenía a cuerpo de reina.

Martina ya sabía bien cómo eran los hombres que había conocido y sus necesidades perentorias: sexo, reconocimiento, poder y en última instancia, amor. Por ahí comenzó a trazar su estrategia para llegar a la meta –que de haber terminado la escuela, Martina habría podido conseguir los mejores negocios, tal era su capacidad de decisión y su empuje ante los retos.

Enganchó un pececito español –que resultó ser un esfireno– y lo convenció de su admiración por él, su deseo por él y su amor por él.

Al poco tiempo de regresar a su patria, el español le mandó un contrato de trabajo para atender a un paciente postrado y con ello le dieron la visa de trabajo en el consulado. Martina volvió a hacer el petate, esta vez con maletas de verdad y se fue a conquistar el viejo mundo.

El  esfireno la estaba esperando en el aeropuerto y tomaron un taxi hasta su casa. El palacio, como si ya hubieran sonado las doce campanadas,  se había convertido en un piso de cuarenta metros donde vivía él, su tío enfermo y dos perros mestizos que había recogido en la calle cuando llevaba a cabo sus tareas diarias de barrendero municipal. Inmediatamente empezó a dar órdenes a Martina para que limpiara, cocinara, cambiara los pañales del enfermo, paseara y diera de comer a los perros. Además le exigía que le pusiera las pantuflas en los pies cuando llegaba del trabajo y le preguntaba qué había comido ella para asegurarse de que en la casa se siguieran los parámetros de frugalidad extrema (para los demás, se entiende). Para completar la jornada, Martina debía someterse a los deseos sexuales del hombrecillo que estaban en relación inversa a lo pequeño que era él.

A los dos meses de estar con el esfireno y su circo y después de haber recibido una golpiza –porque en la casa se habían incrementado los gastos por su culpa–, Martina no podía aguantar más y se fue de la casa con lo puesto.

Ahora Martina vive en un piso patera y tiene que caminar varios kilómetros para llegar al soñado jardín de su niñez acompañada del energúmeno de turno. El trabajo se pone pesado, sobre todo en invierno, cuando los hombres le exigen un sitio cubierto para tener sexo y los vecinos del portal donde resuelven la carencia le tiran hasta excrementos. El trabajo se pone pesado en verano cuando la Policía Nacional hace redadas para proteger los parques y a los ciudadanos de las rameras inmigrantes. Pero Martina trabaja y ahorra cuanto puede, porque está segura de que en algún momento de su vida, logrará ser rica.

 

La muerte y el duelo (2 de 2)

EL DUELO

Romped las cuerdas del amargo duelo. Quien sufre como vos sufrís, señora: es más que una mujer, algo del cielo,
que de él huyó y entre nosotros mora. José Martí

Cuando hay una pérdida, del tipo que sea, siempre hay un duelo. En este comentario, nos referiremos solamente al duelo por la pérdida de una persona querida.

Cuando alguien querido muere, se pueden sentir emociones diferentes: tristeza, miedo, preocupación, confusión, falta de apetito, falta de sueño, enojo, alivio, culpabilidad o vacío. A su vez, estas emociones se pueden entremezclar haciendo que no sepamos qué está pasando en nuestro interior. Todas estas son reacciones naturales frente a la muerte de un ser querido. Son parte del proceso de duelo.

El duelo nos afecta de forma diferente. Esta forma estará relacionada con nosotros y con la relación que tuvimos con la persona que falleció y en qué circunstancias lo hizo. No es lo mismo ver morir a una persona joven que a una persona mayor; una persona sana versus una persona enferma crónica o grave; a una persona muy querida que a una persona cercana pero con la que se tiene algún conflicto. Por otra parte, nos afecta de forma diferente si somos creyentes en otra vida o no, y si somos religiosos o no lo somos. Perder a alguien de repente puede ser muy traumático y si la pérdida es por un suicidio, esta muerte puede ser muy difícil de enfrentar.

Como el duelo es muy personal e individual, algunas personas buscan el apoyo de otras y encuentran alivio en los buenos recuerdos. Otras tratan de mantenerse ocupadas para despejar su mente de la pérdida. Algunas personas se deprimen y se alejan de sus amigos, o evitan los lugares o situaciones que les recuerdan a la persona fallecida. Otras pocas personas tratan de evitar su dolor involucrándose en actividades peligrosas y autodestructivas: beben, se drogan, se infieren castigos físicos para escapar de la realidad, pero la sensación de escape es únicamente temporal. La persona no está realmente enfrentando el dolor; simplemente lo está enmascarando, lo que hace que esos sentimientos se acumulen en el interior, prolongando el duelo de forma poco sana.

Con relación a la actitud hacia la pérdida de un ser querido en las diferentes etapas de la vida, los niños, generalmente, expresan su aflicción con rabia, indiferencia o rehusándose a reconocer la muerte. Se les puede ayudar si desde temprano en la vida se les presenta este concepto dentro de su propia experiencia y se les da la oportunidad de hablar acerca de los aspectos que rodean la muerte. Es mejor hacerlo lo antes posible. Para hacer que los niños menores de 3 años puedan iniciar adecuadamente el proceso de duelo, es necesario que dejen de esperar a su ser querido, y lleguen a comprender que éste no regresará nunca. Se pueden usar ejemplos de la naturaleza: hojas secas, muerte de mascotas, etc.

Lo más habitual, es que el niño haga un duelo alternando preguntas y manifestación de emociones, con intervalos en los que no menciona para nada el asunto.

El niño intuye enseguida que la muerte va a tener muchas consecuencias en la familia, lo cual le produce dificultades para dormir, pérdida de apetito y miedo de quedarse solo. Puede presentar un comportamiento infantil (enuresis, hablar como un bebé, pedir comida a menudo) durante tiempo prolongado. A veces, puede presentar imitación excesiva de la persona fallecida y expresiones repetidas del deseo de reencontrarse con el fallecido. Puede alejarse de sus amistades y negarse a ir a la escuela.

Por su lado los adolescentes, aunque sufran intensas emociones ante una perdida, no las comparten porque sienten que tienen que hacer la representación de que todo está bien en ellos. Esto  puede hacer que el adolescente renuncie a vivir su propio duelo, sintiendo a cambio rabia, miedo e impotencia y preguntarse, incluso,  por qué y para qué vivir.

Aunque exteriormente parezca ya un adulto, necesita todavía mucho apoyo afectivo para emprender el doloroso y difícil proceso del duelo. Los amigos pueden ser de gran ayuda, pero si estos no han vivido algo similar, se sienten impotentes y pueden ignorarlo totalmente.

Si el padre o la madre del adolescente fallecen mientras está alejándose física y emocionalmente de ellos –como suele suceder en esa etapa de su vida–, puede experimentar un gran sentimiento de culpa y de algo sin concluir. Esta experiencia puede hacer el proceso de duelo más complicado.

Un duelo mal llevado por parte del adolescente arroja: síntomas de depresión, insomnio, inquietud psicomotriz, baja autoestima, fracaso escolar, o indiferencia frente a las actividades extraescolares. También deterioro de las relaciones familiares y con los amigos. Conductas de riesgo como abuso de alcohol, drogas, peleas, relaciones sexuales impulsivas y sin prevención, negación del dolor y alardes de fuerza. Estos síntomas, ameritan la consulta con un terapeuta.

El adulto joven tiene mayor probabilidad de sentir la muerte con mayor intensidad emocional que en otra etapa de la vida. Suele sentirse frustrado frente a la muerte de un ser querido, ya que no le permite proyectarse con el futuro. Su frustración se transforma en rabia, lo cual dificulta el proceso de ayuda.

En la edad adulta intermedia se tiene más conciencia de la muerte y ante el fallecimiento de los padres, la persona se convierte en la generación mayor. La percepción del tiempo es diferente y es posible que se generen cambios positivos en su proyecto de vida, producto de la solución exitosa de la crisis de la mitad de la vida.

El duelo en el anciano es similar al del niño, debido a que en esta etapa de la vida se produce una vuelta a la dependencia. Esto produce una disminución de la capacidad para el duelo. La dependencia que presenta el anciano lo lleva a desarrollar conductas no patológicas y adaptativas a la pérdida. Se tiende a reaccionar con manifestaciones somáticas.

Ante una pérdida, el anciano necesita un sustituto que le brinde seguridad, ya que la pérdida de la persona querida amenaza esta garantía. El anciano en condición de dependencia, está más preparado para su propia muerte que la del objeto de su dependencia.

En el tiempo de duelo hay un proceso que se debe completar. W. Worden dice:

Se necesita aceptar la realidad de la muerte. Dado que uno tiene la sensación inicial de que no ha pasado, que ha sido como un mal sueño, la primera tarea del proceso del duelo es enterrar psicológicamente al ser perdido, o sea, aceptar que la persona querida está muerta y que no se la volverá a ver más. Hay que experimentar el dolor de la pérdida física y psíquicamente. Es necesario que este dolor sea arrostrado si se quiere superar en algún momento. Es conveniente amoldarse a un ambiente en el que la persona fallecida ya no va a estar.

Cuando ya se ha aceptado la realidad de la pérdida, hay que rehacer la propia relación con la persona perdida y con las funciones que ésta cumplía. Esto implica tener que desarrollar nuevas capacidades y/o nuevas conductas que no estaban dentro del repertorio.

Es beneficioso reinvertir en otra relación la energía emocional que se había depositado en la persona fallecida. O sea, darle un lugar especial en nuestro interior para depositar la energía emocional en otras actividades y relaciones. Para ello, el recuerdo de la persona perdida se debe activar de una forma objetiva y tranquilizadora.

Puede parecer imposible recuperarse después de perder a un ser querido. Pero la aflicción mejora gradualmente y se vuelve menos intensa con el tiempo. Tal vez, saber algunas de las cosas que se pueden  esperar durante el proceso de duelo, ayuden a superar el dolor.

Los primeros días después de la muerte de una persona pueden ser duros, la gente puede expresar emociones fuertes. Llorar o consolarse mutuamente y reunirse para expresar apoyo, puede ayudar  a quienes se ven más afectados por la pérdida.

La familia y los amigos suelen participar en rituales que pueden ser parte de su religión, su cultura, su comunidad o de sus tradiciones familiares. Estas actividades pueden ayudar a la gente a superar los primeros días inmediatos a la muerte y a honrar a la persona que murió. Ayuda  pasar algún tiempo conversando y compartiendo recuerdos de la persona que falleció. Esto puede extenderse por días o semanas después de la pérdida, cuando los amigos envían tarjetas, llaman por teléfono o pasan a visitar.

Muchas veces, la gente muestra sus emociones en este período. Pero, en ocasiones, una persona puede estar tan sorprendida o impactada por la muerte que no demuestra las emociones en forma inmediata, aun cuando la pérdida sea muy terrible.

No importa cómo pases tu duelo, no existe una manera definida de hacerlo. El proceso de duelo es gradual y dura más en algunas personas que en otras. Puede haber momentos en los que pienses que nunca disfrutarás de la vida de la misma manera, pero ésta es una reacción natural después de una pérdida.

Como la pérdida de un ser querido es estresante, cuidarte a ti mismo puede ayudarte a enfrentarla.

  • Recuerda que la aflicción es una emoción normal. El dolor irá aminorando poco a poco.
  • Participa en los rituales. Los servicios religiosos, los funerales y otras tradiciones ayudan a la gente a superar los primeros días y a honrar a la persona que falleció.
  • Reúnete con otros. Incluso las reuniones informales de familiares y amigos brindan una sensación de apoyo y ayudan a la gente a no sentirse tan aislada durante los primeros días y semanas del duelo.
  • Cuando puedas, habla de ello. A algunas personas las ayuda contar la historia de su pérdida o hablar de sus sentimientos. Pero si una persona no tiene deseos de hablar, también es adecuado.
  • Exprésate. Aun cuando no sientas deseos de hablar, encuentra maneras de expresar tus emociones y tus pensamientos. A través de escritos, canciones, poemas o tributos a la persona que falleció. Puedes hacerlo de manera privada o compartirlo con otros.
  • Haz ejercicio o realiza actividades al aire libre que requieran un esfuerzo corporal. El ejercicio puede cambiar tu humor. Puede resultar difícil sentirse motivado, por lo tanto, imponte, modifica tu rutina normal si es necesario.
  • Aliméntate bien. Puede ser que no tengas hambre, pero tu cuerpo necesita comida nutritiva que te ayude a conservar tu salud.
  • Únete a un grupo de apoyo. Si consideras que puede ayudarte entrar en un grupo de apoyo, averigua cómo, dónde y con quién hacerlo. No tienes por qué estar sólo con tus sentimientos o tu dolor.
  • Expresa y libera tus emociones. Si tienes deseos de llorar, hazlo. No te preocupes si al escuchar determinadas canciones o realizar algunas actividades te traen recuerdos dolorosos de la persona que perdiste. Después de un tiempo, será menos doloroso.
  • Puedes dedicarle un memorial o un tributo. Planta un árbol o una planta, o recuerda a la persona con algo saludable, alegre,      amoroso o íntimo.

Todo lo anterior  nos ayudará a aceptar la realidad de la pérdida, que es el paso más difícil. Si pasado un tiempo prudente de más o menos seis meses no vemos disminuir el dolor profundo –no estamos diciendo que se olvide al ser querido, ni que se deje de querer, estamos hablando de seguirlo amando en otra dimensión que no obstaculice nuestra vida, que nos permita seguir adelante–, es bueno consultar a un profesional para que nos ayude a superar esta etapa de duelo.

Ganamos, mami!

JOSELITO BLANCO

Joselito Blanco exhibió una sonrisa de oreja a oreja cuando ganó las elecciones. Bueno, en realidad ganó el candidato por el que votó y por el que, en los últimos meses de campaña política se unió a un movimiento electoral que asumía tenía muchas posibilidades de mangonear en la cosa pública. Digamos que apostó por su futuro.

Joselito Blanco estaba –y está– sin trabajo. No ha hecho una carrera en la vida. No se ha especializado en nada. Tampoco le gusta demasiado trabajar. Lo suyo es pensar, soñar, proyectar y ansiar riquezas y bienestar a cero esfuerzo. Su vocación es vivir del cuento –nada que ver con ser cuentista o escribir cuentos–.

Cuando un amigo –que parece que no lo conocía bien o que lo conocía demasiado–- le comentó que El Movimiento Para un Futuro de Película necesitaba hombres como él, con empuje, dispuesto a conseguir más seguidores, marrullero por genética y por libreto de vida –esto no se lo dijo, pero lo pensó casi a viva voz–, a los cuales recompensaría con creces, Joselito Blanco no lo pensó dos veces. Dejó su cómodo sillón frente al ordenador donde elucubraba negocios y chateaba en las redes sociales, recibió las módicas dietas que  se supone invertiría en ayudar en las actividades proselitistas –pero que solo daban para empinar el codo– y se lanzó a la calle a romper corozos.

Joselito Blanco no faltó a una de las reuniones del Movimiento que, por cierto, tenían lugar bastante lejos de su casa y para llegar tenía que trasladarse en su maltratada camioneta. Tuvo que recurrir al abuelo Chiro y pedirle contribución para la gasolina; subsidio que le retribuiría multiplicado por diez cuando ganara las elecciones. Y se acabaría eso de vivir en un patio. Con el triunfo lo mudaría a una casa parte alante y le pondría una muchachona para que lo ayudara en los quehaceres de la casa o cualquier ocurrencia libidinosa del viejito.

Como aspiraba a un puesto de cierto nivel, entendió que debía presentarse ante El Movimiento con ropa de marca y en buen estado. El contaba en su armario con par de piezas que servían para el propósito, pero no eran suficientes. Visto y analizado el caso, decidió ir donde su amigo y compadre Jonatán, que tenía un negocio de pacas, y pedir prestadas dos camisas y cuatro polochés que le devolvería impecables o le compraría nuevos –en caso de que así lo considerara el prestatario– en el momento de su devolución.

–Compadre no se preocupe que si ganamos le voy a buscar un puesto en el mismo sitio que me ubiquen a mí. Tiene usted eso más seguro que el polvo que le va a echar a la Marubeni esta noche.

Empezó a mirar apartamentos –Joselito Blanco vivía arrimado en la casa de la tía Beba– por el ensanche La Paz, para quedar cerca de cualquier ministerio en el que le dieran una posición de mando. Apartó uno que le gustó con diez mil pesos, que sacó de un prestamista que le cobraría el módico 20% mensual y al que también le firmó un documento en el que ponía la camioneta como garantía. Se comprometió a pagar el resto de lo acordado en tres meses, cuando el Presidente tomara posesión y El Movimiento colocara sus fichas en el tablero.

Pensó que con esa posición dentro del gobierno, por fin, Jilarylena le haría caso, y para irla ablandando fue a ver a su comadre Juana que vende prendas de plata y le compró una pulsera y un collar a juego. Le pagaría quinientos pesos semanales –Juana vende fiado– hasta que quedará saldada la joya y además, le regalaría mil quinientos pesos para que le comprara unos tenis al ahijado.

Fueron innumerables los líos en los que Joselito Blanco invirtió y se quedó tan tranquilo, tal era la seguridad que tenía en el triunfo de su partido y la retribución de su trabajo.

DON JOSÉ AZUL

A Don José Azul solo le faltó arrancarse los cabellos cuando proclamaron ganador de las elecciones al candidato del partido contrario. Su familia dependía del puesto que estaba ocupando, del puesto que ocupaba su mujer y del puesto que ocupaba su suegra dentro del gobierno. Hasta el carro habían vendido, en su momento, porque usufructuaban uno del ministerio, que se suponía que solo era para usarse en diligencias oficiales, pero que él y todos los de su ministerio y del resto de los ministerios usaban personalmente, disfrutando, por supuesto, de gasolina gratis y en ocasiones de chofer asignado.

Don José tenía dos hijos estudiando, uno en una universidad privada y otro en el extranjero haciendo una maestría en Finanzas Públicas –tal era la esperanza de continuismo en la familia–.

El señor Azul estaba pagando una hipoteca de su apartamento nuevo en la Torre Felicidad que había sacado hace tres años y que no terminaría de pagar hasta dentro de doce años.

Debía gran parte de un préstamo personal que le había otorgado el Banco Maravilla y que usó en amueblar el apartamento acorde a su estatus y en unas vacaciones en un crucero por los Fiordos Noruegos, de las que trajo la manía de comer salmón ahumado acompañado con Geitost –no adoptó la costumbre de comer arenques porque le parecía muy vulgar–; de postre fresas, manzanas y cerezas y tés de cardamomo para aliviar los gases y la diarrea que sufría en momentos de mucho estrés como por ejemplo los dieciséis de agosto de cada año.

Joselito Azul tuvo que comer mucha mierda de los jefotes que pasaron por su departamento que lo sabían todo –cuando ni siquiera tenían una carrera relacionada con la posición que estaban ocupando, o ni siquiera tenían una carrera– y hacer malabarismos para continuar en su puesto que, ahora, estaba casi seguro de que iba a perder.

Desde el día en que se confirmó el nuevo presidente hasta este momento, se fue dando cuenta de quiénes eran sus amigos y quiénes no. De la caterva de devotos y canchanchanes que siempre lo rondaban y a los que hizo incontables favores, solamente tres lo llamaron para decirle cuánto lamentaban que hubiera perdido el partido y agradecerle lo que había hecho por ellos desde su posición.

–Coño me están cantando el  Ite Misa Est– pensó en voz alta.

Uno de ellos, para acabarla de arreglar, se atrevió a comentarle, cómo todos sus acólitos, menos él,  se mofaban de su trasero ancho y redondeado “culo e prieto” lo llamaban, y Don José, que ya tenía bastante con sus diálogos internos y los comentarios que los buitres del partido ganador expresaban en la prensa exclamó casi sin pensarlo:

– ¡No me defienda compadre!

Joselito Blanco y Don José Azul son tan parecidos que tan solo se diferencian en el apellido y, si me fuerzan ni siquiera en eso, ya que el uno es blancoazulado y el otro azulblanquecino.

Ambos fueron ganadores, pero solo en experiencia; y ni siquiera en eso, porque dentro de cuatro años volverán a los afanes electorales, con más fe todavía. Los dos son de una especie superviviente en medio de cualquier calamidad.

Al uno no le dieron ninguna posición en ningún gobierno, porque siempre hay más listos, más guapos, con más muela, más bulteros y que se mueven mejor; y al otro lo sacaron de su cargo para que otro miembro, canchanchán, acreedor político y que se había sabido poner donde el capitán lo viera, ocupara tan apetecible chollo.

Descansen en paz, por un tiempo, Joselito Blanco y Don José Azul. Los traeré a la vida en el dos mil dieciséis si la pluma sigue teniendo punta.