Si naciste pa martillo…

A los nueve años de haber nacido, Martina ya sabía lo que quería en la vida: ser rica.

Vivía en un pueblecito al lado de un rio que, en algún punto de su cauce, caía en un salto y cuando hacía sol las gotas de agua se descomponían en mil colores y formas. Esto hizo al lugar apetecible para los organizadores de viajes turísticos que llevaban a sus clientes a disfrutar del paisaje y para los moradores que aprovechaban para venderles comidas típicas y chucherías artesanales.

Martina veía cómo los turistas extranjeros que llegaban a su pueblo se extasiaban mirando el rio y las montañas pobladas de palmas Reales, palmas Catey y Guano, y que exhibían un verde intenso en cualquier época del año. Muchas veces la invitaban a posar al lado de uno de estos árboles endémicos o de las orquídeas que tenía su abuela en envases que otrora contenían aceite de coco. Ella lo hacía con gracia y exhibiendo la mejor de sus sonrisas. Sus dientes blanquísimos y las dos llamitas chisporroteantes que tenía por ojos llamaban mucho la atención entre los foráneos. Como premio, recibía unos cuantos pesos o algún chocolate. En alguna ocasión algún varón viejo la besaba de una forma que no le gustaba mucho, baba incluida, pero se había dado cuenta de que tras este tipo de besos, la propina era mayor. Cuando llegaba a la casa se lavaba la cara y ya.

Cuando los turistas se retiraban a sus autocares, Martina se alejaba hacia una esquina del pequeño y maltratado porche de su casa. Allí empezaba a fantasear con lo que acababa de pasar. Hoy era la hija de la señora rubia y buena moza que tenía un vestido blanco con unas flores rojas y verdes. Cerraba los ojos y se veía cogida de su mano, paseando por un jardín parecido al que había en la mansión de la entrada del pueblo y que, según decían los mayores, era de un tutumpote de la capital que tenía todos los cuartos del mundo. Ayer era la novia del muchachito rubio que apenas le dedicó una mirada porque solamente tenía once años y  porque andaba escuchando música en un aparatico que llevaba en su cinturón, el cual conectaba a sus oidos con dos cordones de plástico blanco. Ella le pidió que le dejara escuchar, pero él, o no la entendió, o no estaba interesado en hacerlo.

–Martina, ven a pelar los plátanos de la cena– la llamaba su madre.

Cuando oía este mandado, Martina salía disparada hacia la casa de su amiguita Fifa, odiando inmensamente tener que cenar todos los días plátano hervido. Ella decía que eso no era comida de gente, porque un día que fue a llevar al hotel del pueblo unas berenjenas que su padre le vendía, vio cómo los huéspedes comían ensaladas, carnes de diferentes tipos y postres. Quedó extasiada con el surtido bufet que presentaba tres o cuatro bandejas diferentes de cada renglón de comida. Un día que el chef la descubrió mirando fijamente, la invitó a que fuera con él a la cocina para servirle en un plato todo lo que ella quisiera. Aprovechó, el casto hombre, para sobarle sus incipientes senos.

–Te estás poniendo grande Martinita, cuando vengas a traer las berenjenas pásate por aquí que te voy a invitar a comer siempre–. Una manera como cualquier otra de comenzar el trato de la carne.

A partir de ese día, a Martina la comida de su casa le parecía poca y mala y muchas veces prefería irse a la cama sin cenar, a comer lo que le servían. –No es tan difícil conseguir lo que uno quiere– pensó, aunque no le gustara el manoseo.

Cuando cumplió catorce años ya había desarrollado un cuerpo que la hacía parecer mayor de lo que era. A pesar de las peleas de sus padres porque había dejado la escuela sin terminar sus estudios de primaria, estaba muy segura de que podía conseguir muchas más cosas si en vez de utilizar la cabeza utilizaba los senos o el trasero para su propósito. Su carrera comercial comenzó en el colmadón Vida Mía. Se acercaba contoneándose desdeñosamente al mostrador, como si no le interesaran los parroquianos y le hacía cualquier pregunta al dependiente quien ya sabía de la estrategia y le seguía el juego.

–Julián, ¿usted sabe si pasó por aquí mi tío Ramón?

–No princesa, no ha pasado, pero si quieres lo puedes esperar porque no tardará mucho.

–Martina, ¿te puedo invitar a una fría? – le preguntaba el cliente de turno al que Martina se había pegado y que parecía muy afectado por la presencia y el olor a perfume barato de la jovencita. Y así comenzaba el baile de la seducción que solía ser corto porque no hay mantequilla que no se derrita inmediatamente cuando se la acerca al fuego. De cada cerveza aceptada sacaba Martina dinero o  regalos y el que convidaba ganaba besos o manoseos en sus partes varoniles, según fuera su historial de capacidad económica o de dádivas anteriores, pero, en cualquier caso, lo suficiente como para tener que pedir servilletas de papel antes de retirarse al rincón del patio.

Pronto se le hizo pequeño el pueblo a Martina y decidió que para ampliar su negocio se tendría que mudar cerca de los resorts. A los quince años dejó a su familia y cargada con todas sus coloridas pertenencias se dirigió a la casa de la tía de uno de sus clientes que alquilaba piezas a bailarines, artesanos y jóvenes mujeres que se buscaban la vida entre los empleados de los hoteles y los clientes de estos a los que, como guía turístico, cualquier camarero les hacía el favor de enseñarles la vida del pueblo, aunque ninguno de los seres humanos con los que tendrían contacto se parecieran al común denominador criollo.

Martina siguió en el negocio de ganarse la vida por las noches durante unos años más. Pero los medios de información masiva la convencieron de que había lugares maravillosos fuera de su país, con esa gente bella, rica, blanca que veía en los hoteles y empezó a pensar cómo pasar a formar parte de ese mundo. La sobrina de la patrona de la casa, amiga de correrías, había logrado casarse con un italiano y  su tía no hacía más que comentar lo bien que vivía y el dinero que le mandaba a sus padres y a ella misma; eso sin trabajar, porque el marido la mantenía a cuerpo de reina.

Martina ya sabía bien cómo eran los hombres que había conocido y sus necesidades perentorias: sexo, reconocimiento, poder y en última instancia, amor. Por ahí comenzó a trazar su estrategia para llegar a la meta –que de haber terminado la escuela, Martina habría podido conseguir los mejores negocios, tal era su capacidad de decisión y su empuje ante los retos.

Enganchó un pececito español –que resultó ser un esfireno– y lo convenció de su admiración por él, su deseo por él y su amor por él.

Al poco tiempo de regresar a su patria, el español le mandó un contrato de trabajo para atender a un paciente postrado y con ello le dieron la visa de trabajo en el consulado. Martina volvió a hacer el petate, esta vez con maletas de verdad y se fue a conquistar el viejo mundo.

El  esfireno la estaba esperando en el aeropuerto y tomaron un taxi hasta su casa. El palacio, como si ya hubieran sonado las doce campanadas,  se había convertido en un piso de cuarenta metros donde vivía él, su tío enfermo y dos perros mestizos que había recogido en la calle cuando llevaba a cabo sus tareas diarias de barrendero municipal. Inmediatamente empezó a dar órdenes a Martina para que limpiara, cocinara, cambiara los pañales del enfermo, paseara y diera de comer a los perros. Además le exigía que le pusiera las pantuflas en los pies cuando llegaba del trabajo y le preguntaba qué había comido ella para asegurarse de que en la casa se siguieran los parámetros de frugalidad extrema (para los demás, se entiende). Para completar la jornada, Martina debía someterse a los deseos sexuales del hombrecillo que estaban en relación inversa a lo pequeño que era él.

A los dos meses de estar con el esfireno y su circo y después de haber recibido una golpiza –porque en la casa se habían incrementado los gastos por su culpa–, Martina no podía aguantar más y se fue de la casa con lo puesto.

Ahora Martina vive en un piso patera y tiene que caminar varios kilómetros para llegar al soñado jardín de su niñez acompañada del energúmeno de turno. El trabajo se pone pesado, sobre todo en invierno, cuando los hombres le exigen un sitio cubierto para tener sexo y los vecinos del portal donde resuelven la carencia le tiran hasta excrementos. El trabajo se pone pesado en verano cuando la Policía Nacional hace redadas para proteger los parques y a los ciudadanos de las rameras inmigrantes. Pero Martina trabaja y ahorra cuanto puede, porque está segura de que en algún momento de su vida, logrará ser rica.

 

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