Las siete plagas

–Pero, ¿tú ta loca?

No fue una frase dicha en voz alta, fue un grito que llamó la atención de todos los que estábamos cerca.

Cuando una no tiene otra cosa que hacer que esperar a que toque tu turno de la mamografía, una intenta distraerse. Para ello hay diferentes estrategias, algunas de las cuales ya he compartido con ustedes. Esta vez, hice dos sudokus en mi aipad, leí el correo nuevo, contesté mensajes, presté atención a zapatos y zapatillas, entré a feibú, contribuí con un viejo recuerdo en la página “tú no eres de Canet si no…”, volví a hacer sudokus y así sucesivamente, sin lograr que se cumpliera mi deseo de ser llamada para la prueba. Por eso, cuando el grito de mi vecina me sacó de mi aburrimiento, giré la cabeza hacia donde ella estaba y vi que hablaba con alguien a través de un teléfono móvil.

La ciudadana era bien parecida. Indiecita. De pelo tratado y teñido de rubio, llevaba puesto un suéter corto que en vez de mostrar la piel de su abdomen, mostraba una faja. Como estábamos en una clínica, quise pensar que la llevaba “recetada”, aunque bien pudiera ser para contener volúmenes y acentuar curvas, con bastante buen resultado para gustos poco austeros. Calzaba unas plataformas de vértigo y tenía todas las uñas –de las manos y los pies– con unos dibujos que podrían competir con el MAM. Su teléfono móvil era inteligente y de marca vegetal. Digamos pues que “estaba en la papa”.

– ¡Te digo que ni loca venga pa cá! No gate tu cuartos en un pasaje pa encontrarte con un paí hecho una mierda,–dijo de un tirón, sin cortarse por decir en alto palabras vulgares, al tiempo que le comentaba a su compañero –e Rosita, que dique quiere venir a pasarse un mes en casa de mamá.

–Dile de la Chikun, –agregó el hombre.

– ¡Chacha!, aquí to el mundaso etá con la Chikun que dique lo tranmite un moquito, pero que no e verdá, si lo sabré yo, que son lo americano que etán hasiendo eperimento con nosotros, lo pobre negrito. Eso e dolor en to el cuerpo, que uno tiene que arratrarse y una piquiña que no se quita con na.

–Y dile que ahora, lo moquito, tranmiten otra vaina también.

–Rosita, eto ta jodio. ¿Y tú no ha oído del Ebola que di que viene pa ca? Esa e una enfermedá que disque se le caen a uno lo pedaso de carne, como la lepra.

–Y la delincuencia –añadió el compañero–, dile como ta la calle, lo ladrone difrasao de polisia…

–Y to lleno de haitiano cagándose por to lo lao y limpiándose el fuiche delante de to el mundo, que salió en el Feibú y yo lo vi. ¡Chacha, tú no te imagina! Esto e monte y cacata.

–Dile de Polín, que se dejó de Amarilis disque porque salió con sida.

–Ya tú oite. Pero eso no e na. La Ersira no se puede dar la diálisi porque ya gató to lo que da el seguro y el hijo suyo se bebió lo cuarto que ella tenía ahorrado y ahora no pueden pagar el tratamiento privado y ella no quiere ir a un hospital público. ¡Se va morir! Ya se le etán jinchando lo pie.

–¡Josefa Pérez! Llamó una enfermera con un expediente en la mano.

–¡Adió mija! Te llamo cuando salga, que me llamán pa la sono.

La ciudadana se fue hacia la puerta del consultorio moviéndose acompasadamente y seguida por su acompañante, mientras que los que quedamos esperando nuestro turno, estábamos hundidos en la angustia y la depresión. Me levanté, aun corriendo el riesgo de que me llamaran para el estudio, y salí a respirar aire caliente, mientras evocaba el amanecer en Jarabacoa,–técnica de limpieza de pensamiento. Hasta pude oír algunos pajaritos que me distrajeron de las siete plagas.

Eso sí, a la ciudadana, la sono debió salirle toda negra.

La lección

Todos los días, cuando mi papá regresaba del trabajo, se aseguraba de tener en el bolsillo algunas monedas para obsequiarme. Ahora no recuerdo cuándo empezó esa costumbre; probablemente a él también lo habituaron así, pero parecería ser que desde que me dieron la libertad de andar sola por la calle, disfruté de ese pequeño premio que se me otorgaba después de haber afirmado con la mano sobre el corazón que me había portado bien en la escuela.

Estuviera donde estuviera, haciendo lo que fuera, aun el juego más divertido y con los mejores amigos, me aseguraba de estar en casa a la hora de llegar mi recompensa. No me perdía esa rutina por nada del mundo.

El pueblo donde vivíamos era pequeño y todos los habitantes se conocían. Si una tenía sed después de jugar alocadamente y estaba lejos de su casa, podía llamar a cualquier puerta y pedir un vaso de agua, que casi siempre venía acompañado de una galleta o una madalena. Las madalenas eran hechas en casa y sabían a cielo. Si nos tocaba el premio mayor –roscos de Santa Teresa–, nos sentíamos los niños más felices del mundo, excepto si eran los de la Tía Fausta a la que un día le tuve que decir que no me diera roscos porque siempre estaban rancios. No me los volvió a ofrecer nunca, ni madalenas tampoco.

Todos los niños teníamos nuestros vecinos preferidos. La mujer más querida en el lugar era la Tía Capitana, pero no porque fuera agradable o hermosa.  Era una mujer casi anciana, vestida siempre de negro y con un pañuelo en la cabeza. Poco amante de los niños, tenía una pequeña tienda, precisamente, de chucherías que hacían las delicias de los pequeños y medianos. Y hacia allá me dirigía todos los días con las monedas que me había regalado mi padre por haber hecho bien mi trabajo del día.

Era muy poco lo que podía comprar con los centavos que recibía. Una barra de regaliz, o dos peladillas, o un chicle. Nunca una caja de regaliz, o de peladillas o de chicle. Pero era feliz con esa muestra que trataba de variar todos los días. Lo que más me gustaba era el regaliz, aunque mi mamá me había dicho millones de veces que no comiera tanto regaliz que daba lombrices.

Desde mi casa, tenía que subir una cuesta para llegar al centro del pueblo, donde estaba la tienda de la Tía Capitana. Bordeaba un muro que pertenecía al patio trasero de la iglesia, donde había habido un cementerio; no sé si de relacionados con la iglesia o de gente del pueblo, ya que en este momento no estaba en uso.

Lo más curioso del muro, muy deteriorado por el tiempo y en el que no se había invertido para repararlo, era que se podían apreciar huesos humanos. Tibias, cráneos y otros más pequeños que despertaban nuestra imaginación porque no sabíamos exactamente a qué parte del cuerpo pertenecían. Si pasábamos al atardecer, muchas veces se nos erizaban los pelos de los brazos temiendo que en cualquier momento se levantaran los esqueletos y nos llevaran a su tumba. Nos habían dicho que por las noches, de los huesos de los muertos salían unas luces, y una noche, tres niños y dos niñas nos escapamos de nuestras casas para ver el acontecimiento. Subimos  con todos los músculos tensos y los corazones a mil y bajamos decaídos sin haber visto ni siquiera la luz de una luciérnaga. Me estaban esperando mis padres muy enfadados y aquel día fui a la cama sin cenar.

La tarde que no he podido olvidar nunca y que recordarla todavía me hace sentir un qué se yo en el pecho, iba con mis centavos a comprar en casa de la Tía Capitana. Ese día tocaba una barrita de regaliz. Llegué a la tienda, abrí la puerta acompañada de un tintineo de campanitas que sonaban al empujar y no había nadie dentro. Grité Capitanaaaa, y nadie me contestó, volví a gritar Capitanaaa, y tampoco. Entonces, el diablillo que llevaba dentro vio una oportunidad de oro y con la rapidez de un lince me apoderé de una caja de regaliz entera, que nunca habría podido comprar con los centavitos que me daba mi papá, los cuales, ni siquiera dejé en el mostrador.

Llegué a casa feliz y me disponía a abrir la caja para comérmela hasta donde mi estómago diera, cuando entró mi mamá en mi habitación.

– ¿Y esa caja de regaliz?

Inmediatamente me sentí cogida en el cepo.

–La compré en casa de la Tía Capitana.

– ¿Y con qué dinero?

–Con el mío.

– ¡Mentira! Con el dinero que llevaste solo podías comprarte una barra. ¿Acaso la robaste? ¡Dime la verdad o te quedas sin jugar hasta el domingo! –Mi mamá estaba hecha un basilisco.

–La cogí, pero la iba a devolver mañana –contesté con un susto terrible.

–Mañana no, ahora mismo. Vas a la tienda y le dices a la Capitana lo que has hecho y le pides perdón.

Salí de casa y por el camino me puse a elaborar un plan para dejar la caja sin ser vista. Pero cuando estaba a punto de entrar en la tienda, vi que mi mamá iba detrás de mí para cerciorarse de que cumpliera las órdenes que me había dado. De forma que no me quedo más remedio que confesar mi fechoría y pedir perdón. Sentí tanta vergüenza que hasta el día de hoy esa lección no se ha podido borrar de mi mente ni de mi corazón. Nunca más lo volví a hacer. Y cambié la tienda de comprar las chuches para que el recuerdo dejara de maltratarme, aunque tenía que caminar mucho más y la misma no estaba tan bien surtida.

Hay eventos de la niñez que quedan grabados en nuestro cerebro con hierro candente, a veces para bien y a veces para hundirnos. En mi caso, la lección de la reprimenda por el pequeño hurto hizo que entendiera lo importante que es respetar lo ajeno y la firmeza de mis padres ante las cosas mal hechas. Seguramente para mi madre fue doloroso tener que admitir que su hija había hurtado algo, pero era importante preservar mi futuro de posibles malos hábitos. Los padres no pueden, de ninguna manera, ser laxos a la hora de defender los valores de la familia y la sociedad.

Elucubración digital

En ese sitio, todos convivimos y creemos conocernos profundamente.

Dentro de nuestro recinto nos sentimos cómodos porque andamos con una máscara que difícilmente permite ver lo que hay detrás, lo que hay adentro. En ese lugar, no nos la quitamos nunca. Jugamos a ser lo que no hemos sido ni seremos. Nosotros, esa gran familia, damos rienda suelta  a fantasías, emociones, mentiras, venganzas, curiosidad, machismo, prepotencia, timidez, baja autoestima  y cuanta debilidad o fortaleza pueda el ser humano poseer. Nos sentimos protegidos por la falta de contacto, por no vernos obligados a mirar a los ojos,  por abrazar y besar sin riesgo alguno, por no tener que agachar la cabeza al tener que  admitir fallos, por vivir nuestra  fantasía disfrazada de verdad.

En nuestro recinto sagrado, no se sabe que en algún momento hemos falsificado alguna firma o hemos estafado a alguien. Nuestra imagen es tan impoluta que los otros ciudadanos nos admiran y creen que no hay otra persona más honrada que nosotros.

En este nido confortable, no decimos que hemos maltratado a seres queridos física o sicológicamente, hasta hacerlos sentir escoria.

O nos presentamos tan almibarados con nuestra pareja que los otros tienen envidia de nuestra relación, cuando, en realidad, está tan resquebrajada que puede hacerse añicos en cualquier momento. U ofrecemos la versión «ahora que estoy solo o sola, estoy mejor», mostrando una alegría que, en realidad, está inmersa y casi ahogándose en un duelo por pérdida.

También hacemos alarde de nuestras riquezas, nuestros hobbies –que siempre suelen ser costosos–, nuestros planes de vida de apariencia glamorosa y perfecta, con lo cual, otros cívicos sienten que la suya no tiene aliciente ni futuro, careciendo de tantas cualidades y cosas que los demás sí poseen.

Publicamos fotografías mágicas en las que se nos ve viviendo cuentos de hadas. Llevamos puestos  uniformes de maratón, ciclismo, buceo, paracaidismo, rafting y cuanto deporte se nos ocurra, cuando, en realidad, sabemos que solo lo hicimos una vez y abandonamos a mitad del evento por miedo o por falta de recursos fisiológicos. O llevamos nuestras mejores galas, nuestros esmóquines o nuestras diademas confeccionadas con purpurina barata, pero que brillan a la luz de las risas.

Nos presentamos como baluartes de honradez, ética y moral y cargamos contra el gobierno de turno por su corrupción, su desidia, su falta de visión, su nepotismo, su clientelismo, mientras practicamos alegremente todo tipo de trampas para beneficiarnos económicamente o tener más poder. Y nos quedamos tranquilos en casa viviendo nuestra vida, permitiendo que ocurra lo que podríamos impedir si nos involucráramos. Nos tranquilizamos diciendo que uno solo no puede arreglar tanto embrollo, o le pedimos a Dios que lo haga y nos proteja. En Dios confiamos.

Otros nos montamos en el caballo Pobrecito y Pobrecita de Mí para recibir caricias emocionales que funcionan por unos instantes. Si nuestra vida está vacía –como si fuera una adición a una sustancia–, necesitamos recibir retroalimentación positiva constantemente. Buscamos halagos, bendiciones, aprobaciones, subidas de moral, aparente cariño y otras herramientas que funcionan hasta que de pronto, vemos que tenemos el mismo hueco en el corazón.

También somos dados a tener especialidades, música, religión, pintura, manualidades, cocina, psicología y todología, las cuales manifestamos en nuestros escritos, fotografías o carteles copiados de otros autores a los que no damos el crédito. Pero, qué bien nos sentimos en este papel intelectual o de conocedores.

Compartimos historias conmovedoras de personas y animales para que con un “like” queden borrados todos nuestros pecados, nuestra apatía y nuestra falta de interés por la sociedad de abajo y de encima.

A estas alturas del escrito, ya está claro que en el país Facebook convivimos todo tipo de animales racionales e irracionales, quienes compartimos  alegrías, tristezas, patologías, bondad, visiones iluminadas, santidad, creatividad y mala leche, y que damos seguimiento a nuestros conciudadanos imaginando vidas cuyos insumos son sus publicaciones y nuestra imaginación.

No creo que ninguno de los trajes que he cortado te sirva porque no es para ti. Y si por casualidad quieres hacerle algún arreglo al tuyo, hazlo. Yo estoy buscando un buen sastre que me ayude a dar con el modelo que mejor me ayude a vivir dentro, pero sobre todo, fuera de Feibulandia.