Flérida Caléndula

Yo nací en Santo Domingo el día 3 de febrero de 1955. Mi mamá se casó cuatro veces y yo nací del primer hombre que ella tuvo, junto con mi hermano Rafelo. Usted sabe que en aquellos tiempos eso de cogerse y dejarse de los hombres se hacía mucho. Mi mamá era una persona muy gente y todo el mundo la quería mucho. Los hombres se enamoraban de ella pero ella tuvo que botar a tres porque no le salieron muy buenos; y si el hombre no sale bueno, mejor botarlo.

Somos nueve hermanos y vivimos todos: cinco hembras y cuatro varones. Todos están desperdigaos menos dos hermanas mías y yo que vivimos cerca y nos hablamos mucho. Ellas van a mi casa y yo a la de ellas. Casi cada día nos llamamos por teléfono. Cuando se muere alguien de la familia, casi siempre nos juntamos todos y nos gusta vernos. Aunque somos de diferentes padres nos queremos igual. Hay un hermano mío que vive en un campo y siempre me manda a decir algo con alguien que viene a la capital. Algunas veces manda guanábanas y me vino a ver cuando estuve interna, la vez que tuve el problema respiratorio.

Yo soy la segunda de mis hermanos, tengo un hermano más grande que yo. Los cuatro primeros no sabemos leer ni escribir, pero los otros cinco sí saben. La última estudió contabilidad y está trabajando de contable en una tienda de electrodomésticos. Con ella es que saco los trastes de mi casa, que no me falta nada.

No recuerdo que hayamos pasado hambre cuando éramos pequeños. Mi mamá se la buscaba siempre y en los tiempos peores, aunque fuera dos veces al día, comíamos. A veces mi mamá ayudaba a algún vecino que no tenía para comer, o les fiaba la comida. Mi mamá hacía lo que tuviera que hacer para criarnos. Yo recuerdo que tenía varios lavados y planchados a la semana y también tenía una tierrita que sembraba con plátanos y víveres, yuca, batata; siempre había para comer. También teníamos gallinas y chivos. Además mi mamá era medio comercianta, compraba comida en cantidades y luego la vendía en el barrio. No teníamos una tienda, ella hacía eso en la casa y no era a todo el mundo que le vendía. Los maridos de mi mamá, también ayudaban en lo que podían, pero ya usted sabe, si la mujer no se la busca, no hay seguridad de nada.

Mis hermanos y yo siempre nos llevamos bien de niños. Jugábamos juntos y los varones nos defendían a las hembras cuando otros muchachos se metían con nosotras. Los varones se peleaban mucho pero mi mamá sacaba la madrina y empezaba a dar correazos hasta que la cosa se calmaba. Al final todo el mundo terminaba contento, como si nada hubiera pasado. Mis hermanas y yo nos prestábamos la ropa; porque ahora usted me ve gorda, pero yo era bien flaquita cuando era pequeña. Así cuando una estrenaba una ropita, todas la estrenábamos.

No fui a la escuela, mi mamá no me mandó. A mí tampoco me gustaba ir, pero algunas veces veía a los otros niños que iban a la escuela y como que me animaba y le preguntaba a mi madre que por qué yo no iba. Ella siempre me decía: Flérida, tu no das para eso. Aprende bien los oficios y a cocinar que luego te puedes colocar en una casa de familia de cocinera que eso lo pagan bien y no tienes que gastar ni en comida ni en ropa porque ellos te la dan. Después, más tarde, veía a mis otros hermanos ir a la escuela y sentía un poco de envidia; miraba sus libros y cuadernos, pero siempre me pareció muy difícil eso de las letras y los números. Como no sé leer ni escribir lo que hago es que me aprendo las cosas de memoria y eso sí, tengo que vivir preguntando cuando hay que leer algo. Muchas veces pienso: ¡si supiera leer! pero imagínese. La doña donde trabajo ahora quiso alfabetizarme y empezamos cada día un rato, pero yo no podía meterme las letras en la cabeza; ya lo decía mi mamá.

Mi papá ya murió y casi no lo conocí porque cuando mi mamá estaba embarazada de mí lo botó porque era mujeriego y mal bebedor. Era muy pendenciero y mi mamá vivía sobresaltada cuando el no llegaba por las noches y dijo: no voy a coger lucha con este hombre, no quiero verlo un día con el bofe afuera; yo no cojo lucha por hombres, y lo botó. Recuerdo que de pequeña él venía a vernos a mi hermano y a mí y nos traía ropa o algún juguete. Era bueno con nosotros. Después mudó a una mujer a su casa y cada vez fue viniendo menos. Parece que la mujer estaba celosa de nosotros y le peleaba cada vez que se enteraba que nos veía. Y él, salió d´eso.

Recuerdo los otros dos hombres que tuvo mi mamá que no eran tan mala gente, pero uno era un haragán que vivía sentao, fumando y tragueando: Emérito. Ese vivió con mi mamá cinco años y nacieron tres hermanos más. Nos quería mucho a todos y jugaba con nosotros. Un día nos trajo un perro amarrao con una soga que parece que alguien le regaló y eso fue para nosotros un regalo bueno. Lo llamábamos Colín. Todos le dábamos parte de nuestra comida y el perro era de todos. Pero a quién más quería era a mi hermana Luisa. Dormía con ella en la cama, y eso que mamá peleaba mucho cuando lo veía.

A veces, mi padrastro conseguía trabajitos que no le duraban nada porque seguido se enfermaba. Decía que no tenía buena salud, pero para mí que todo era haraganería. El era bueno, pero haragán. Al final mi mamá se cansó y dijo que no iba a seguir alimentando vagos y lo echó pa fuera.

Vivió dos años más sola, sin hombre, y luego apareció un moreno buenmozón que la enamoró como una chiva. Ese hombre no era buena persona porque la engañaba desde el principio; vivíamos diciéndoselo a mi mamá pero ella no nos hacía caso. Cuando ella salía para los planchaos él se dedicaba a enamorar a las muchachonas del barrio. Trabajaba de sereno en una fábrica y de día se la pasaba en la casa. Vivía pidiendo que le trajéramos esto y lo otro y a nosotros no nos gustaba ese hombre, aunque no era malo del todo con nosotros, ni nos pegaba. Un día nos enteramos de que había preñao a una muchacha que la llamaban la Javá y corrimos a decírselo a mi mamá. Ella fue donde la muchacha y armó tremendo lío, hasta la agarró por los moños. Mi mamá no era fácil. Cogió todos los trastes de Pedro y los sacó a la puerta y me acuerdo como hoy que le dijo: sucio sinvergüenza, váyase pa otro lao a hacer sus vagamunderías, que esta casa se respeta. No lo dejó entrar nunca más. Para ver a mi hermano, el hijo de Pedro, llevaban a mi hermano a casa de una tía y allí él lo podía ver, porque mi madre nunca lo dejó que volviera a pisar la casa. Después al cabo de unos años murió de una mala enfermedad y por ahí andaba el hijo suyo y de la Javá diciendo que él se había muerto por culpa de mi madre.

El cuarto hombre, el que todavía vive con ella, era un viejo muy buena gente. Trabajaba en una empresa de alimentos, en el almacén. Hasta que se retiró y se fueron para el campo vivimos juntos todos, nosotros seis y mis otros tres hermanos que él tuvo con mi madre. Los últimos hermanos tuvieron suerte porque Jovino se empeñó en que tenían que ir a la escuela y aprender para no ser unos brutos. Y ya usted ve que hasta una hermana fue a la UASD.

Jovino era muy serio y formal y les apretaba las tuercas a mis hermanos, aunque no fueran sus hijos, cuando se querían perder. Con él las cosas había que ganárselas, no había nada gratis. Pero nadie protestaba porque el hombre era bueno y trataba muy bien a mi mamá. En aquellos tiempos no era fácil que un hombre así se casara con una mujer con seis hijos, pero él se casó con ella y hasta el día de hoy. Ya está muy viejito, pero aun trabaja en su campito. Yo siempre me dije que cuando me casara me buscaría un hombre como Jovino que se respetara y me respetara a mí.

La casa donde vivíamos con mi mamá que se la había dejado mi abuela. Tenía primero dos aposentos, pero cuando se casó con Emérito y nacieron mis otros tres hermanos hicieron un aposento más. Recuerdo que una doña donde mi mamá planchaba le prestó los cuartos para comprar los blocks. Todos ayudamos, hasta Emérito que siempre decía que él no podía hacer mucha fuerza porque estaba operao. Así separó mi mamá los varones de las hembras, que algunos ya empezábamos a ponernos grandes.

Por esa época mi madre no nos dejaba comer huevos ni a mi hermano mayor ni a mí porque decía que los muchachos desarrollaban demasiado pronto si comían huevos. Eso lo decía porque Rafelo, mi hermano, solo tenía diez años y ya le hedían mucho los sobacos.

Mi mamá me llevaba muchas veces a las casas de las doñas que les hacía el planchao. Como soy prieta siempre me llamaban Morena en vez de Flérida. Hasta yo, cuando me preguntaban cómo me llamaba decía que Morena, porque mi nombre no me gustaba. Mi mamá, mientras planchaba, me decía que fuera donde la cocinera para que aprendiera a cocinar lo que se come en esas casas ricas, porque hacer arroz y habichuelas ya yo sabía de ver a mi mamá. Allí aprendí a cocinar pescado y a hacer ensaladas con vegetales y pitipuás y arroces de muchas maneras diferentes. A las doñas les hacía gracia que yo ayudara a las cocineras y hasta me mandaban a casa con un plato lleno de la comida.

Mi mamá siempre era muy celosa de los muchachos y muchachas con los que me juntaba. Siempre decía que si me veía en lo que no debía, me iba a entrar a golpes; y yo sabía que lo podía hacer porque más de una vez les dio con un palo a mis hermanos varones porque les olió un tufo a ron.

Un día, la vecina que era amiga mía y que andaba con novio me llamó a su casa y me presentó a un hombre que llamaban Juanón. Yo tenía diecisiete años y el veintiocho. Yo nunca había tenido novio, solo noviecitos a escondidas de mi mamá. Pero ese hombre comenzó desde el primer día a querer salir solo conmigo. Yo, al principio, no quería porque tenía miedo de mi mamá, pero mis amigas me decían que si era que me quería quedar jamona y empezamos a salir.

Juanón era pintor y me hablaba de mudarme con él. Cuando vi que las cosas se estaban complicando hablé con mi mamá. Ella me dijo que lo llevara a la casa para conocerlo, pero él no quiso. Desde entonces debí darme cuenta que era un desgraciao. Pero yo estaba muy joven y al final quedé embarazada de mi primer hijo y entonces me mudé con él. Mi mamá lloró mucho porque dijo que no me convenía y era la primera hija hembra que se iba de la casa. Pero al final se conformó. Ella me ayudó mucho cuando nació el primer muchacho.

Mi vida con Juanón no fue buena. Siempre iba a la suya. No traía mucho dinero a la casa porque cuando cobraba se iba a beber y a jugar los cuartos. Entonces me di cuenta que yo podía hacer como mi mamá, algunos trabajitos en casas de familia y vender palé y hacer rifas. Con eso pude poner mi casa bien, que en el barrio la que tenía mejor nevera era yo.

Cuando cumplí los veintidós volví a quedar embarazada y tenía que echar mano de mi familia para que me ayudaran porque Juanón ni pa lla vua mirar. Después que nació mi segundo hijo comencé a pelearle mucho porque no se ocupaba de los muchachos, ese era un trabajo que tenía que hacer yo y yo pensaba que, como eran varones, tenían que estar más tiempo con su padre que conmigo. Como yo le peleaba tanto, el se iba de casa y a veces no volvía hasta dos o tres días más tarde. Me habían dicho los vecinos que andaba con cueros y a mí me daba miedo que pudiera traer a casa cualquier enfermedad de esas. Así que no volví a la cama con él y ahí las cosas se pusieron mal. Amenazó con darme golpes y yo le dije pues no señor, usted se me va que yo soy mucha mujer para tan poco hombre.

Yo me quedé en la casa, aunque mi mamá me decía que cogiera los muchachos y me fuera a vivir con ella. Volví a hacer lavaos y planchaos y con mis rifas y palés me defendía bien. Cuando tenía que estar mucho rato fuera de la casa le llevaba a mis muchachos a mi mamá y luego por la noche los recogía. Desde que pudieron ir a la escuela los mandé, aunque ninguno de los dos me ha salido muy listo con los números, pero aprendieron a leer y a escribir y se defienden, sobre todo el segundo que llegó a hacer un curso técnico en el instituto y ahora está trabajando en un taller de carros. Los muchachos me han salido buenos, pero les he tenido que ofrecer y dar muchas pelas porque se han atrevido a faltarme el respeto. Con el grande tuve algunos problemas porque es muy enamorao y lo he tenido que sentar muchas veces para decirle qué le conviene y qué no. A los hijos uno tiene que plantarles cara si hace falta, porque árbol que crece torcío…Yo hice lo que vi hacer a mi madre. Mi madre tuvo muchos maríos pero fue una mujer de respeto y nunca la vi hacer nada mal ni permitir que en su casa se hiciera.

Cuando los muchachos estaban de doce años ya yo no les hacía tanta falta, me llamaron para un trabajo fijo en una casa de familia. Estaba teniendo problemas con el asunto de las rifas porque había muchos tígueres que armaban unos líos feos, y con los cuartos no se puede jugar, porque hasta te cortan con un colín si conviene. Así que pallá me fui. La casa estaba en un barrio cerca de donde nosotros vivíamos y cogí el trabajo sin dormida. Así por las noches podía atender a mis muchachos y dejarles todo preparado para el día siguiente ellos irse para la escuela y al volver que encontraran la comida. Dejé a una vecina encargada de vigilarlos, así que cuando llegaba por la noche le preguntaba qué habían hecho durante el día, si habían salido o no, para yo poder decirles algo si hiciera falta.

En esa casa duré cinco años. La doña era buena gente, pero el don era un grosero. A veces me soltaba un coño porque le parecía que la comida estaba fría o no le gustaba, y yo no le pasaba eso. La doña siempre me decía que no se lo tuviera en cuenta, que era porque tenía muchos problemas en los negocios, pero la verdad que con el tiempo se puso peor y yo empecé a jartarme.

En esa misma casa conocí a mi marío que estaba de guachimán. El no trabajaba para ninguna compañía. Era más como un sereno, pero portaba una escopeta. Ramón y yo empezamos a hablar y yo veía que ese hombre era muy respetuoso. Era un poco viejo para mí porque ya tenía cuarenta y dos años y yo solo tenía treinta. Pero a mí como que se me parecía a Jovino y le empecé a coger cariño.

Ramón vivía solo y después de un tiempo empezamos a vernos fuera de la casa de la doña. A veces los domingos se aparecía por casa y empezó a tratar a los muchachos. A ellos les gustó Ramón y me preguntaron que si no me iba a casar con él. Aún ahora lo quieren más a él que a su padre. A veces su padre va por la casa y se quiere meter en los asuntos de sus hijos y yo le digo: usted no se tiene que meter en na, porque cuando pudo hacerlo no lo hizo y ahora no le corresponde. Como me di cuenta que a ellos les gustaba el hombre, seguí adelante para estar más segura de sus intenciones. Un día desapareció una pulidora de la casa de la doña y se armó un reburú. Empezaron a decir que si yo me la había llevado, que si se la había llevado Ramón, todo eso con unas groserías que yo no iba a aguantar. El don hasta amenazó con llamar a la policía para que nos ablandaran. Nunca se supo quién fue. Para mí que cuando el carpintero se fue la semana anterior la dejó en la calle porque estaban arreglando la puerta de la entrada del garaje y alguien se la llevó, o no sé, el caso es que yo me sentí muy mal y Ramón también. Yo me fui de la casa. La doña me pidió perdón pero yo ya no podía quedarme allá porque yo nunca he cogío ni un alfiler de nadie. Si necesito algo lo pido y si me lo dan bien y si no también.

La semana siguiente se apareció Ramón por la casa y me dijo que él había renunciado. Ahora lo habían contratado en una compañía de guachimanes y que incluso iba a tener seguro médico. Hablamos de lo nuestro y le dije que cogiera sus trastes y viniera a la casa, pero que solo sería para probar si nos iba bien. Si no, ¡rompan filas y viva el jefe! Y ahí estamos desde entonces.

Con el tiempo se ha ido poniendo gruñón y pelión, tanto así que pensé en dejarlo, porque ya yo estoy muy vieja para aguantar vainas, pero luego le dio un derrame y ahora no se puede valer él mismo. Hasta lo tengo que bañar y dar de comer. Así que ahí estamos. Así no lo puedo dejar y además, una vez se fue un mes a casa de un sobrino suyo y me di cuenta que me hacía mucha falta.

A mí me mandaron a llamar de una casa de un barrio de ricos y estoy trabajando con ellos desde hace veinte años. La señora es extranjera y me trata muy bien. Llego a las ocho y media y me voy a las cuatro y media de la tarde. Allá cocino, plancho una vez por semana y ayudo a una compañera que también trabaja allí. Con la ayuda de la doña hice otra casita en mi solar que tengo alquilada y con eso y mi sueldo vivo bien y tengo asegurada la vejez. Gano ocho mil pesos y tengo seguro médico y cuando estuve enferma del corazón y los pulmones me pagaron todos los gastos. Los hijos y los nietos de la doña me quieren mucho, siempre que vienen me saludan y me dan un beso. Es como si fuera de la familia. A veces me dan mucha ropa usada, que a mí no me sirve porque estoy gorda y la doña es flaca, pero yo la vendo en el barrio y saco mis chelitos.

De todo lo que me ha pasado en la vida, lo que recuerdo con más gusto es a mi mamá. Lo mucho que ella se empeñó en darnos una vida buena y derechita. Gracias a ella hemos podido bregar con los hijos, que a ninguno de los hermanos nos ha salido ninguno malo, pero es que los hemos enderezao si ha hecho falta. Lo peor que me ha pasado es la enfermedad que me dio hace dos años que si no fuera por la doña me habría muerto.

No sé qué haré cuando sea vieja. Cuando me vaya de la casa de doña Máxima, nadie sabe si me darán algo o no. Pero por si acaso, yo tengo mis ahorritos y las dos casitas que están en muy buenas condiciones y bien amuebladas. No sé si los hijos me ayudarán, nunca he pensado en eso ni se lo voy a pedir, porque ya sabe usted, los varones son de su casa, no de sus madres. Otra cosa fuera si hubiera tenido hembras.

Ocúpate

A lo largo de la vida hemos sentido muchas veces preocupaciones tan grandes que nos dejan anulados y nos impiden, no solo vivir la vida, sino disfrutar los cortos momentos de felicidad que se presentan. Otras veces nos hemos dejado contagiar por personas siempre preocupadas y que no encuentran una manera efectiva de resolver sus problemas.

Hemos oído la frase de no te preocupes, ocúpate de resolver lo que te preocupa. Suena sencillo, pero no siempre contamos con las herramientas necesarias para poner en práctica este buen consejo. Nos ayudará a iniciar la acción el pensar en los siguientes puntos: la vida es corta; no todo lo que uno piensa es cierto; no se puede controlar todo; no sabemos cómo evolucionarán las cosas; lo que piensen los demás es secundario y, lo importante es ser responsable.

Ya que la vida es corta, no podemos perder el tiempo magnificando cosas o situaciones que, si nos ponemos a analizarlas con cuidado, no tienen para nuestra vida la importancia que les damos. De hecho, pasado un tiempo, si volvemos a pensar en lo que tanto nos preocupó, nos damos cuenta de nuestro error en la escala de importancia que les dimos. Lo importante somos nosotros, nuestro proyecto de vida, nuestros logros y no los fallos, rencores y temores sobre el futuro. Estemos atentos a todo lo bueno que pasa a nuestro alrededor.

No todo lo que uno piensa es cierto. Nuestra mente, nutrida por nuestras vivencias y nuestra personalidad nos juega, a veces, una mala pasada cuando fabrica pensamientos negativos, exagerados, prejuiciados y absurdos que nada tienen que ver con la realidad que nos rodea: hechos y personas. Solemos malinterpretar actos, situaciones y vivencias que no son reales y mucho menos beneficiosos para nosotros. Solemos ser subjetivos.

El control es bueno, salvo si el asunto se nos va de las manos y queremos controlar todo. Aunque lo pretendamos no lo lograremos porque no sabemos cómo se desarrollarán las cosas que no dependen de nosotros. Entonces, ¿por qué querer romper con la mano un acero templado o derrumbar con la cabeza una pared de cemento armado? ¿No acabaremos rompiéndonos ambas partes del cuerpo?

Si dependemos de la opinión de los demás para ser felices estamos feos para la foto. La opinión más importante es la que tenemos de nosotros mismos; somos responsables de vivir en nuestros propios términos; y si no tenemos buena opinión –porque tenemos la autoestima baja– podemos trabajar las cosas o aspectos de nuestra vida que no nos satisfacen para mejorarlos, nunca para complacer a los demás, porque así nos esclavizaríamos. En la medida que trabajemos nuestra autoestima para nosotros mismos, nos sentiremos amados, respetados, aceptados y admirados por los demás.

La responsabilidad y la preocupación son dos cosas diferentes. El diccionario define la responsabilidad como el cumplimiento de las obligaciones o cuidado al hacer o decidir algo. Mientras que la preocupación es definida como un sentimiento de inquietud, temor o intranquilidad que se tiene por una persona, cosa o situación determinada. Pensar sin descanso sobre una cosa, persona o situación no incluye que vamos a ocuparnos de ello, puede ser que ni siquiera estemos pensando en buscar una solución al respecto. ¿Por qué, entonces, dedicar un tiempo precioso a maltratarnos si no vamos a conseguir nada positivo?

Y como somos humanos, por leer estas líneas no vamos a dejar de preocuparnos. Así pues, aquí van algunos tips que nos pueden servir de contrapeso en la balanza de la angustia que trae la preocupación.

Habla de tus preocupaciones con alguien o con algo. El asunto es sacarlo fuera, verbalizarlo, no importa con quién, o escribirlo. No estaremos buscando respuesta –aunque a veces la recibamos–, estaremos buscando liberar la presión de la olla.

Acepta que la incertidumbre convive con nosotros porque somos seres humanos y por tanto impredecibles en algunos momentos. Y si las situaciones de nuestra vida pueden ser hipotéticas, ¿por qué poner en ellas un esfuerzo extra que no tenga que ver con hacer lo mejor que se pueda?

Cuando hay una situación muy compleja ante la que, aunque actuemos no podamos dejar de preocuparnos, podemos decidir cuánto tiempo estaremos preocupados o viviendo la misma. Esta táctica de fijar un tiempo reduce la ansiedad y nos da sensación de autocontrol. Lo importante es aplazar cada pensamiento negativo de preocupación para dejarlo aflorar en el tiempo que hayamos acordado con nosotros mismos. Por ejemplo, me despierto en la noche con pensamientos de preocupación, serenamente les digo que me ocuparé de ellos en la mañana, después de haber agradecido a la Vida por estar vivo y durante una hora. Y así en cualquier momento que afloren y que no esté dentro del tiempo dedicado a ellos. Así limitamos el tiempo de preocupación y el hecho de que los pensamientos esperen puede servir para moderar los mismos y darles un alcance diferente. En principio nos puede dar trabajo adoptar la técnica, pero poco a poco la iremos implantando en nuestro cerebro.

Hay muchos pensamientos negativos que no tienen razón de ser. Cuestionémoslos. Démosle el frente. ¿Si en vez de yo fuera otra persona que estuviera pasando por esto, pensaría igual? ¿Es realmente tan negativo como lo veo? La realidad es que la solución la tenemos nosotros y en la medida en que hagamos frente a la preocupación la iremos resolviendo.

La relajación es otra herramienta importante para afrontar las preocupaciones excesivas. Hay muchas técnicas que podemos aplicar durante el día: la respiración, la relajación muscular profunda, la meditación, etc. Cada quién puede escoger la que más le guste o conozca. Hacer uno o dos altos en el camino durante el día es muy saludable. Los trabajos corporales, fuera de la ocupación usual, también ayudan: ejercicio, jardinería, cuidado de animales, etc.

Cuídate. No solo es importante dormir, comer bien y hacer ejercicio. Lo es también incorporar buenos hábitos que sustituyan los hábitos que nos perjudican. Los malos hábitos nos hacen propensos a la ansiedad.

Lo que más me funciona a mí es leer un buen libro. Inmediatamente me sumerjo en sus páginas, quedo atrapada en una dimensión que probablemente nada tenga que ver con mi vida, pero que me da alas para salir a otros horizontes, ver las cosas de forma diferente y, lo que es más importante,  me hace posponer cualquier proyecto de preocupación y/ o me brinda soluciones en las que nunca habría pensado.

Un roto en el corazón

Ojalá pase algo que te borre de pronto: una luz
cegadora, un disparo de nieve; ojalá por lo menos
que me lleve la muerte, para no verte tanto, para no
verte siempre, en todos los segundos, en todas las visiones.
Ojalá que no pueda, tocarte ni en canciones.  Silvio Rodríguez.

Ya había pasado una semana desde que se fue Rosana y todavía Marcos se despertaba todas las noches con el ruido del portazo con el que se despidió de él. No estaba seguro de si lo había soñado o si la puerta  había sonado porque su mujer volvía a la casa. En su sobresalto, se ponía las pantuflas y bajaba la escalera para encontrarse con la oscuridad, el silencio y la puerta cerrada por dentro con el pestillo. No podía ser que hubiera entrado nadie. Con esa desilusión diaria se había terminado su breve e inquieto descanso y los recuerdos de veinte años se atropellaban en su cabeza hasta hacerle saltar las lágrimas.

– ¡Carajo! ¿Qué me pasa? ¿Es que he perdido mi hombría? ¿Cómo puedo estar llorando como si tuviera quince años? ¡Si al menos hubiéramos tenido hijos! Seguro que me darían la razón, se pondrían de mi lado y quizás no habría terminado todo como terminó. Los hijos unen. ¿Qué es lo que he hecho mal? Si me diera una oportunidad trataría de ser un mejor amante, un mejor amigo. Quizás no le presté la atención que necesitaba. ¿Será que no la hice feliz en la cama? También puede pasar que vuelva cuando se de cuenta de lo que ha perdido, o que él o ella se harten el uno del otro. Eso sí, si viene tendrá que devolverse por ahí mismo. Aunque… creo que la perdonaría, pero le daría una buena reconvención. ¡Vuelve Rosana, te perdono y te espero con ansia! No puedo vivir sin ti– eran sus diálogos internos, a veces verbalizados entre moco y lágrimas, de  cada noche.

Había perdido el apetito y las ganas de trabajar. Iba a la oficina como un sonámbulo y al final del día se daba cuenta de que no había hecho nada de lo que debía haber hecho para que todo siguiera funcionando como siempre. Cualquier objeto familiar, cualquier persona pasando por delante lo sacaba de su escritorio y lo llevaba por el camino trillado de toda la vida. Muchas veces se sobresaltaba cuando le dirigían la palabra o le llamaban por teléfono. Si hubiera podido se habría vuelto invisible. La mayor parte del tiempo lo pasaba buscando en Internet historias parecidas a la suya y consejos para  sobrellevar  la separación o el divorcio. Se dio cuenta que el tema de la infidelidad era muy común, pero esto no lo aliviaba lo más mínimo.  A cada momento repetía en su interior ¿cómo es posible que me haya pasado a mí? Aprovechaba los momentos en que no había gente esperando trabajos en la impresora común para imprimir largos folletos de sicólogos o de aficionados expertos en desamores y en el arte de ayudar sin tener las herramientas adecuadas. Así, Marcos fue formando toda una biblioteca de consejos y recetas que, lejos de darle soluciones lo hacían sentir peor.

Había oído muchas veces que un clavo saca otro clavo y pensó que era una buena idea empezar a buscar pareja. Para nada serio, se decía. Para vengarme de Rosana en otras mujeres. Para que Rosana vea que no me hace falta. Para que la gente vea que no me importa que me haya dejado mi mujer. Para demostrarle a la sociedad, a través de la nueva pareja, que sirvo, que soy bueno en el sexo, que puedo ser buen compañero y mejor amigo, que soy un ser humano al que se puede querer. Para sentirme que valgo, que no merezco ser abandonado.

Marcos salió con varias mujeres pero sus relaciones no fueron duraderas porque buscaba en cada una de ellas algo que no le podían dar. La autoestima y la seguridad que él necesitaba eran dos condiciones que ellas no tenían para regalarle. Y nunca encontró en ellas a Rosana. No hacían el amor igual. No se reían igual. Aunque se parecían a ella, el resultado final no era el mismo. Acabó entendiendo que pretender sustituir a su mujer no iba a dar resultado porque Rosana solo había una y él la había perdido.

En esta espiral de confusión y emociones negativas, empezó a ser ineficiente en su trabajo y la empresa terminó cancelando su contrato. Eran dos golpes demasiado fuertes en tan poco tiempo. Para reponerse, primero creyó haberse refugiado en Dios y no consiguió perdonar u olvidar. Después se refugió en la bebida y no consiguió lo que buscaba. Pasó por las drogas hasta que gastó su último centavo, su salud y la poca autoestima que le quedaba. Un ciudadano compasivo lo encontró tirado en una acera, envuelto en vómitos y lo llevó a la emergencia de una clínica. De allí fue trasladado a una entidad que acoge a los drogadictos. Tuvo la suerte de sobrevivir a la sobredosis y, con el tiempo, desintoxicarse y estar apto para volver a reintegrarse a la sociedad.

Entendió que lo mejor era alejarse de un lugar, de una sociedad que le recordaba a cada momento su pasada situación, su fracaso. Contactó a algunos amigos y entre todos consiguieron dinero para pagarle un pasaje al extranjero y algún dinero extra para sobrevivir por un tiempo. Fue el primer gesto de amor y reconocimiento que Marcos recibió después de su tragedia. Como había sido un buen técnico, al cabo de unos meses consiguió trabajo.

En esa segunda oportunidad que le brindó la vida, nunca consiguió reemplazar a Rosana. Tampoco trató de hacerlo. Empezó a salir con una viuda que, como él, necesitaba compañía y se dieron cuenta de que podían conversar, que podían interesarse el uno por el otro, que podían cuidarse mutuamente y que su presencia les era agradable a ambos. Marcos no le pidió nada al amor, si quería, ya vendría. Empezó a estar agradecido de la existencia y a mirarse a sí mismo con otros ojos.

 

 

Tú te fuiste y otro vino

Buscando material inspirador con el que crear una historia, una reflexión o comentarios para mi blog, me metí en una página de poesía corta.

Quedé impresionada por la cantidad de poesías publicadas; la calidad de algunas, la mediocridad de otras, la impecable ortografía y redacción de unas y las faltas de ortografía –que como dice Sabina “se ensañan con los poetas” que no las escribieron, porque los que lo hicieron no se dieron cuenta– de otras. Pero, sobre todo, el contenido de las mismas, donde la sabiduría popular hace gala de precisión y claridad de ideas.

Por ejemplo, esta brevísima poesía de Anayely –de apellido desconocido.

Pan es pan
vino es vino
tú te fuiste
y otro vino.

Anayely ha entendido mejor que la mayoría de los enamorados que no es sano aferrarse a algo que ya no funciona más.

Afirma David. G. Myers que las relaciones cercanas de apoyo (sentirse querido, afirmado y alentado por amigos íntimos y por la familia) predicen tanto la salud como la enfermedad. Proporcionan nuestros mayores dolores, pero también nuestras mayores felicidades.

Si en una relación sentimental las cosas no andan bien, aun después de haber hecho todo lo posible para arreglarla, la obsesión de querer continuar con la misma perjudica mucho, ya que se puede estar entrando en un círculo vicioso. Si una persona se vuelve adicta a “un amor”, posiblemente estará dispuesta a hacer y soportar todo con tal de no perderlo; recibiendo, a cambio, rechazo o hasta maltrato sicológico o físico.

La relación adictiva es progresiva. Se quiere controlar a la pareja para que esta no tenga otro interés que en la persona adicta y para ello no se escatiman esfuerzos, trucos, manipulaciones y  cuanta escaramuza sicológica viene a la mente.  Sin embargo, lejos de funcionar esta estrategia, hace que el adicto a equis amor vaya quedando sometido a éste. De controlador pasa a ser controlado y poco a poco va abandonando sus intereses personales para complacer. Este tipo de relación hace sufrir mucho a quien la padece, porque tiene pánico a enfrentar una realidad sin la otra persona.

En una relación de este tipo, puede haber una muy buena relación sexual que enmascara la carencia de afecto y la necesidad de sentirse abrazado, amado y protegido.  En estas relaciones sexuales se invierte mucho  en la creencia de que se está atando a la otra persona. En aras de esta falsa ilusión, el adicto se deja herir, humillar y violentar, terminando deprimido y con una muy baja autoestima que, a su vez, provocan mayor alejamiento emocional.  En ese juego negativo, muchas parejas siguen juntas a pesar de la inconformidad interna, creando mayor dependencia y adicción.

La rabia, la frustración, los celos son el pan nuestro de cada día para estas personas que no logran resolver sus conflictos y romper con la situación perniciosa para ambos individuos.

A partir de ahí, es fácil enfermarse, deprimirse y ponerse en contra de la existencia. La carga es demasiado pesada para llevarla. Se puede perder el control de la vida por la falta de confianza y la voluntad de cambio.

Una de las dos personas debe romper la relación, y estar consciente de que puede haber un síndrome de abstinencia igual que si se hubiera roto con alguna sustancia. Sin embargo, son peores las consecuencias para la salud mental, social y física si se mantiene la misma.

Cuando se tiene un problema de dependencia de pareja, hay que admitirlo y buscar solución. Si no se puede solo, un terapeuta puede ayudar a analizar los patrones de conducta  que perjudican a ambos y liberar una vida llena de dolor y desamor.

Todos somos responsables de nosotros mismos, de nuestra felicidad y nuestro paso por la vida de forma adecuada. Nadie tiene el poder que no le demos para atarnos y/ o hacernos sentir mal, y de la misma forma, es adecuado dejar en libertad a la persona que no quiere estar con nosotros.

Si nuestra pareja se quiere ir, no seamos tan selectivos como para no dejar que fluyan otros amores en nuestra vida, o simplemente abrirnos a las oportunidades del bienestar personal.

Anayely está muy clara: tú te fuiste y otro vino.