Flérida Caléndula

Yo nací en Santo Domingo el día 3 de febrero de 1955. Mi mamá se casó cuatro veces y yo nací del primer hombre que ella tuvo, junto con mi hermano Rafelo. Usted sabe que en aquellos tiempos eso de cogerse y dejarse de los hombres se hacía mucho. Mi mamá era una persona muy gente y todo el mundo la quería mucho. Los hombres se enamoraban de ella pero ella tuvo que botar a tres porque no le salieron muy buenos; y si el hombre no sale bueno, mejor botarlo.

Somos nueve hermanos y vivimos todos: cinco hembras y cuatro varones. Todos están desperdigaos menos dos hermanas mías y yo que vivimos cerca y nos hablamos mucho. Ellas van a mi casa y yo a la de ellas. Casi cada día nos llamamos por teléfono. Cuando se muere alguien de la familia, casi siempre nos juntamos todos y nos gusta vernos. Aunque somos de diferentes padres nos queremos igual. Hay un hermano mío que vive en un campo y siempre me manda a decir algo con alguien que viene a la capital. Algunas veces manda guanábanas y me vino a ver cuando estuve interna, la vez que tuve el problema respiratorio.

Yo soy la segunda de mis hermanos, tengo un hermano más grande que yo. Los cuatro primeros no sabemos leer ni escribir, pero los otros cinco sí saben. La última estudió contabilidad y está trabajando de contable en una tienda de electrodomésticos. Con ella es que saco los trastes de mi casa, que no me falta nada.

No recuerdo que hayamos pasado hambre cuando éramos pequeños. Mi mamá se la buscaba siempre y en los tiempos peores, aunque fuera dos veces al día, comíamos. A veces mi mamá ayudaba a algún vecino que no tenía para comer, o les fiaba la comida. Mi mamá hacía lo que tuviera que hacer para criarnos. Yo recuerdo que tenía varios lavados y planchados a la semana y también tenía una tierrita que sembraba con plátanos y víveres, yuca, batata; siempre había para comer. También teníamos gallinas y chivos. Además mi mamá era medio comercianta, compraba comida en cantidades y luego la vendía en el barrio. No teníamos una tienda, ella hacía eso en la casa y no era a todo el mundo que le vendía. Los maridos de mi mamá, también ayudaban en lo que podían, pero ya usted sabe, si la mujer no se la busca, no hay seguridad de nada.

Mis hermanos y yo siempre nos llevamos bien de niños. Jugábamos juntos y los varones nos defendían a las hembras cuando otros muchachos se metían con nosotras. Los varones se peleaban mucho pero mi mamá sacaba la madrina y empezaba a dar correazos hasta que la cosa se calmaba. Al final todo el mundo terminaba contento, como si nada hubiera pasado. Mis hermanas y yo nos prestábamos la ropa; porque ahora usted me ve gorda, pero yo era bien flaquita cuando era pequeña. Así cuando una estrenaba una ropita, todas la estrenábamos.

No fui a la escuela, mi mamá no me mandó. A mí tampoco me gustaba ir, pero algunas veces veía a los otros niños que iban a la escuela y como que me animaba y le preguntaba a mi madre que por qué yo no iba. Ella siempre me decía: Flérida, tu no das para eso. Aprende bien los oficios y a cocinar que luego te puedes colocar en una casa de familia de cocinera que eso lo pagan bien y no tienes que gastar ni en comida ni en ropa porque ellos te la dan. Después, más tarde, veía a mis otros hermanos ir a la escuela y sentía un poco de envidia; miraba sus libros y cuadernos, pero siempre me pareció muy difícil eso de las letras y los números. Como no sé leer ni escribir lo que hago es que me aprendo las cosas de memoria y eso sí, tengo que vivir preguntando cuando hay que leer algo. Muchas veces pienso: ¡si supiera leer! pero imagínese. La doña donde trabajo ahora quiso alfabetizarme y empezamos cada día un rato, pero yo no podía meterme las letras en la cabeza; ya lo decía mi mamá.

Mi papá ya murió y casi no lo conocí porque cuando mi mamá estaba embarazada de mí lo botó porque era mujeriego y mal bebedor. Era muy pendenciero y mi mamá vivía sobresaltada cuando el no llegaba por las noches y dijo: no voy a coger lucha con este hombre, no quiero verlo un día con el bofe afuera; yo no cojo lucha por hombres, y lo botó. Recuerdo que de pequeña él venía a vernos a mi hermano y a mí y nos traía ropa o algún juguete. Era bueno con nosotros. Después mudó a una mujer a su casa y cada vez fue viniendo menos. Parece que la mujer estaba celosa de nosotros y le peleaba cada vez que se enteraba que nos veía. Y él, salió d´eso.

Recuerdo los otros dos hombres que tuvo mi mamá que no eran tan mala gente, pero uno era un haragán que vivía sentao, fumando y tragueando: Emérito. Ese vivió con mi mamá cinco años y nacieron tres hermanos más. Nos quería mucho a todos y jugaba con nosotros. Un día nos trajo un perro amarrao con una soga que parece que alguien le regaló y eso fue para nosotros un regalo bueno. Lo llamábamos Colín. Todos le dábamos parte de nuestra comida y el perro era de todos. Pero a quién más quería era a mi hermana Luisa. Dormía con ella en la cama, y eso que mamá peleaba mucho cuando lo veía.

A veces, mi padrastro conseguía trabajitos que no le duraban nada porque seguido se enfermaba. Decía que no tenía buena salud, pero para mí que todo era haraganería. El era bueno, pero haragán. Al final mi mamá se cansó y dijo que no iba a seguir alimentando vagos y lo echó pa fuera.

Vivió dos años más sola, sin hombre, y luego apareció un moreno buenmozón que la enamoró como una chiva. Ese hombre no era buena persona porque la engañaba desde el principio; vivíamos diciéndoselo a mi mamá pero ella no nos hacía caso. Cuando ella salía para los planchaos él se dedicaba a enamorar a las muchachonas del barrio. Trabajaba de sereno en una fábrica y de día se la pasaba en la casa. Vivía pidiendo que le trajéramos esto y lo otro y a nosotros no nos gustaba ese hombre, aunque no era malo del todo con nosotros, ni nos pegaba. Un día nos enteramos de que había preñao a una muchacha que la llamaban la Javá y corrimos a decírselo a mi mamá. Ella fue donde la muchacha y armó tremendo lío, hasta la agarró por los moños. Mi mamá no era fácil. Cogió todos los trastes de Pedro y los sacó a la puerta y me acuerdo como hoy que le dijo: sucio sinvergüenza, váyase pa otro lao a hacer sus vagamunderías, que esta casa se respeta. No lo dejó entrar nunca más. Para ver a mi hermano, el hijo de Pedro, llevaban a mi hermano a casa de una tía y allí él lo podía ver, porque mi madre nunca lo dejó que volviera a pisar la casa. Después al cabo de unos años murió de una mala enfermedad y por ahí andaba el hijo suyo y de la Javá diciendo que él se había muerto por culpa de mi madre.

El cuarto hombre, el que todavía vive con ella, era un viejo muy buena gente. Trabajaba en una empresa de alimentos, en el almacén. Hasta que se retiró y se fueron para el campo vivimos juntos todos, nosotros seis y mis otros tres hermanos que él tuvo con mi madre. Los últimos hermanos tuvieron suerte porque Jovino se empeñó en que tenían que ir a la escuela y aprender para no ser unos brutos. Y ya usted ve que hasta una hermana fue a la UASD.

Jovino era muy serio y formal y les apretaba las tuercas a mis hermanos, aunque no fueran sus hijos, cuando se querían perder. Con él las cosas había que ganárselas, no había nada gratis. Pero nadie protestaba porque el hombre era bueno y trataba muy bien a mi mamá. En aquellos tiempos no era fácil que un hombre así se casara con una mujer con seis hijos, pero él se casó con ella y hasta el día de hoy. Ya está muy viejito, pero aun trabaja en su campito. Yo siempre me dije que cuando me casara me buscaría un hombre como Jovino que se respetara y me respetara a mí.

La casa donde vivíamos con mi mamá que se la había dejado mi abuela. Tenía primero dos aposentos, pero cuando se casó con Emérito y nacieron mis otros tres hermanos hicieron un aposento más. Recuerdo que una doña donde mi mamá planchaba le prestó los cuartos para comprar los blocks. Todos ayudamos, hasta Emérito que siempre decía que él no podía hacer mucha fuerza porque estaba operao. Así separó mi mamá los varones de las hembras, que algunos ya empezábamos a ponernos grandes.

Por esa época mi madre no nos dejaba comer huevos ni a mi hermano mayor ni a mí porque decía que los muchachos desarrollaban demasiado pronto si comían huevos. Eso lo decía porque Rafelo, mi hermano, solo tenía diez años y ya le hedían mucho los sobacos.

Mi mamá me llevaba muchas veces a las casas de las doñas que les hacía el planchao. Como soy prieta siempre me llamaban Morena en vez de Flérida. Hasta yo, cuando me preguntaban cómo me llamaba decía que Morena, porque mi nombre no me gustaba. Mi mamá, mientras planchaba, me decía que fuera donde la cocinera para que aprendiera a cocinar lo que se come en esas casas ricas, porque hacer arroz y habichuelas ya yo sabía de ver a mi mamá. Allí aprendí a cocinar pescado y a hacer ensaladas con vegetales y pitipuás y arroces de muchas maneras diferentes. A las doñas les hacía gracia que yo ayudara a las cocineras y hasta me mandaban a casa con un plato lleno de la comida.

Mi mamá siempre era muy celosa de los muchachos y muchachas con los que me juntaba. Siempre decía que si me veía en lo que no debía, me iba a entrar a golpes; y yo sabía que lo podía hacer porque más de una vez les dio con un palo a mis hermanos varones porque les olió un tufo a ron.

Un día, la vecina que era amiga mía y que andaba con novio me llamó a su casa y me presentó a un hombre que llamaban Juanón. Yo tenía diecisiete años y el veintiocho. Yo nunca había tenido novio, solo noviecitos a escondidas de mi mamá. Pero ese hombre comenzó desde el primer día a querer salir solo conmigo. Yo, al principio, no quería porque tenía miedo de mi mamá, pero mis amigas me decían que si era que me quería quedar jamona y empezamos a salir.

Juanón era pintor y me hablaba de mudarme con él. Cuando vi que las cosas se estaban complicando hablé con mi mamá. Ella me dijo que lo llevara a la casa para conocerlo, pero él no quiso. Desde entonces debí darme cuenta que era un desgraciao. Pero yo estaba muy joven y al final quedé embarazada de mi primer hijo y entonces me mudé con él. Mi mamá lloró mucho porque dijo que no me convenía y era la primera hija hembra que se iba de la casa. Pero al final se conformó. Ella me ayudó mucho cuando nació el primer muchacho.

Mi vida con Juanón no fue buena. Siempre iba a la suya. No traía mucho dinero a la casa porque cuando cobraba se iba a beber y a jugar los cuartos. Entonces me di cuenta que yo podía hacer como mi mamá, algunos trabajitos en casas de familia y vender palé y hacer rifas. Con eso pude poner mi casa bien, que en el barrio la que tenía mejor nevera era yo.

Cuando cumplí los veintidós volví a quedar embarazada y tenía que echar mano de mi familia para que me ayudaran porque Juanón ni pa lla vua mirar. Después que nació mi segundo hijo comencé a pelearle mucho porque no se ocupaba de los muchachos, ese era un trabajo que tenía que hacer yo y yo pensaba que, como eran varones, tenían que estar más tiempo con su padre que conmigo. Como yo le peleaba tanto, el se iba de casa y a veces no volvía hasta dos o tres días más tarde. Me habían dicho los vecinos que andaba con cueros y a mí me daba miedo que pudiera traer a casa cualquier enfermedad de esas. Así que no volví a la cama con él y ahí las cosas se pusieron mal. Amenazó con darme golpes y yo le dije pues no señor, usted se me va que yo soy mucha mujer para tan poco hombre.

Yo me quedé en la casa, aunque mi mamá me decía que cogiera los muchachos y me fuera a vivir con ella. Volví a hacer lavaos y planchaos y con mis rifas y palés me defendía bien. Cuando tenía que estar mucho rato fuera de la casa le llevaba a mis muchachos a mi mamá y luego por la noche los recogía. Desde que pudieron ir a la escuela los mandé, aunque ninguno de los dos me ha salido muy listo con los números, pero aprendieron a leer y a escribir y se defienden, sobre todo el segundo que llegó a hacer un curso técnico en el instituto y ahora está trabajando en un taller de carros. Los muchachos me han salido buenos, pero les he tenido que ofrecer y dar muchas pelas porque se han atrevido a faltarme el respeto. Con el grande tuve algunos problemas porque es muy enamorao y lo he tenido que sentar muchas veces para decirle qué le conviene y qué no. A los hijos uno tiene que plantarles cara si hace falta, porque árbol que crece torcío…Yo hice lo que vi hacer a mi madre. Mi madre tuvo muchos maríos pero fue una mujer de respeto y nunca la vi hacer nada mal ni permitir que en su casa se hiciera.

Cuando los muchachos estaban de doce años ya yo no les hacía tanta falta, me llamaron para un trabajo fijo en una casa de familia. Estaba teniendo problemas con el asunto de las rifas porque había muchos tígueres que armaban unos líos feos, y con los cuartos no se puede jugar, porque hasta te cortan con un colín si conviene. Así que pallá me fui. La casa estaba en un barrio cerca de donde nosotros vivíamos y cogí el trabajo sin dormida. Así por las noches podía atender a mis muchachos y dejarles todo preparado para el día siguiente ellos irse para la escuela y al volver que encontraran la comida. Dejé a una vecina encargada de vigilarlos, así que cuando llegaba por la noche le preguntaba qué habían hecho durante el día, si habían salido o no, para yo poder decirles algo si hiciera falta.

En esa casa duré cinco años. La doña era buena gente, pero el don era un grosero. A veces me soltaba un coño porque le parecía que la comida estaba fría o no le gustaba, y yo no le pasaba eso. La doña siempre me decía que no se lo tuviera en cuenta, que era porque tenía muchos problemas en los negocios, pero la verdad que con el tiempo se puso peor y yo empecé a jartarme.

En esa misma casa conocí a mi marío que estaba de guachimán. El no trabajaba para ninguna compañía. Era más como un sereno, pero portaba una escopeta. Ramón y yo empezamos a hablar y yo veía que ese hombre era muy respetuoso. Era un poco viejo para mí porque ya tenía cuarenta y dos años y yo solo tenía treinta. Pero a mí como que se me parecía a Jovino y le empecé a coger cariño.

Ramón vivía solo y después de un tiempo empezamos a vernos fuera de la casa de la doña. A veces los domingos se aparecía por casa y empezó a tratar a los muchachos. A ellos les gustó Ramón y me preguntaron que si no me iba a casar con él. Aún ahora lo quieren más a él que a su padre. A veces su padre va por la casa y se quiere meter en los asuntos de sus hijos y yo le digo: usted no se tiene que meter en na, porque cuando pudo hacerlo no lo hizo y ahora no le corresponde. Como me di cuenta que a ellos les gustaba el hombre, seguí adelante para estar más segura de sus intenciones. Un día desapareció una pulidora de la casa de la doña y se armó un reburú. Empezaron a decir que si yo me la había llevado, que si se la había llevado Ramón, todo eso con unas groserías que yo no iba a aguantar. El don hasta amenazó con llamar a la policía para que nos ablandaran. Nunca se supo quién fue. Para mí que cuando el carpintero se fue la semana anterior la dejó en la calle porque estaban arreglando la puerta de la entrada del garaje y alguien se la llevó, o no sé, el caso es que yo me sentí muy mal y Ramón también. Yo me fui de la casa. La doña me pidió perdón pero yo ya no podía quedarme allá porque yo nunca he cogío ni un alfiler de nadie. Si necesito algo lo pido y si me lo dan bien y si no también.

La semana siguiente se apareció Ramón por la casa y me dijo que él había renunciado. Ahora lo habían contratado en una compañía de guachimanes y que incluso iba a tener seguro médico. Hablamos de lo nuestro y le dije que cogiera sus trastes y viniera a la casa, pero que solo sería para probar si nos iba bien. Si no, ¡rompan filas y viva el jefe! Y ahí estamos desde entonces.

Con el tiempo se ha ido poniendo gruñón y pelión, tanto así que pensé en dejarlo, porque ya yo estoy muy vieja para aguantar vainas, pero luego le dio un derrame y ahora no se puede valer él mismo. Hasta lo tengo que bañar y dar de comer. Así que ahí estamos. Así no lo puedo dejar y además, una vez se fue un mes a casa de un sobrino suyo y me di cuenta que me hacía mucha falta.

A mí me mandaron a llamar de una casa de un barrio de ricos y estoy trabajando con ellos desde hace veinte años. La señora es extranjera y me trata muy bien. Llego a las ocho y media y me voy a las cuatro y media de la tarde. Allá cocino, plancho una vez por semana y ayudo a una compañera que también trabaja allí. Con la ayuda de la doña hice otra casita en mi solar que tengo alquilada y con eso y mi sueldo vivo bien y tengo asegurada la vejez. Gano ocho mil pesos y tengo seguro médico y cuando estuve enferma del corazón y los pulmones me pagaron todos los gastos. Los hijos y los nietos de la doña me quieren mucho, siempre que vienen me saludan y me dan un beso. Es como si fuera de la familia. A veces me dan mucha ropa usada, que a mí no me sirve porque estoy gorda y la doña es flaca, pero yo la vendo en el barrio y saco mis chelitos.

De todo lo que me ha pasado en la vida, lo que recuerdo con más gusto es a mi mamá. Lo mucho que ella se empeñó en darnos una vida buena y derechita. Gracias a ella hemos podido bregar con los hijos, que a ninguno de los hermanos nos ha salido ninguno malo, pero es que los hemos enderezao si ha hecho falta. Lo peor que me ha pasado es la enfermedad que me dio hace dos años que si no fuera por la doña me habría muerto.

No sé qué haré cuando sea vieja. Cuando me vaya de la casa de doña Máxima, nadie sabe si me darán algo o no. Pero por si acaso, yo tengo mis ahorritos y las dos casitas que están en muy buenas condiciones y bien amuebladas. No sé si los hijos me ayudarán, nunca he pensado en eso ni se lo voy a pedir, porque ya sabe usted, los varones son de su casa, no de sus madres. Otra cosa fuera si hubiera tenido hembras.

2 respuestas a «Flérida Caléndula»

    1. Nuestro pueblo es rico en emociones, sentimientos y conductas. Cada persona es una historia, un cuento. Gracias por tu comentario Miriam.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *