Cuento contigo

–Por favor –decía en voz muy baja un anciano cargado con dos bolsas llenas de comida, en la puerta de salida del súper mercado, a todos los que abandonaban el establecimiento.

Antes de mí, vi tres personas que al salir pasaron por el lado del hombre, una, sin siquiera mirarlo y las otras dos, con una mirada suspicaz y apartándose como con miedo.

–Por favor –dijo de nuevo cuando estuve cerca de él con una voz tan baja que apenas se oía lo que decía después.

Me detuve y le miré a la cara. Sus ojos reflejaban toda la tristeza que un ser humano puede contener y se le notaba un gran cansancio por la forma en que su pecho subía y bajaba para poder respirar.

–Dígame, señor, ¿en qué le puedo ayudar?

–Creía que iba a poder llegar a casa con estas bolsas, pero no creo que pueda hacerlo. Vivo en la próxima calle. Si usted fuera tan amable de acompañarme hasta el portal…

Por un momento pasó por mi cabeza la idea de que podía ser un engaño. Que alguien, en confabulación con el anciano, podría estar esperando para atracarme o sabe Dios que otra cosa. Se oye de tantas fechorías…así de insensibles nos está poniendo la información sobre la inseguridad de las calles.

Deseché la idea al pensar que, también él, podría dudar de mí y temer que le fuera a robar o hacerle daño, tan indefenso se veía.

–¡Claro que sí, con mucho gusto! –le dije cogiéndole las bolsas plásticas que no pesaban gran cosa.

Comenzamos a caminar y sus pasos eran muy lentos, aun sin llevar carga tenía dificultades para caminar.

–Póngase a mi lado derecho que del oído izquierdo no oigo nada –me dijo. Imagino que era su costumbre cuando andaba con otra persona.

–¿No tiene alguien que le pueda hacer la compra? –le pregunté.

–No. Vivo solo. Tengo sobrinos, pero viven en otro pueblo. Vienen algunas veces a verme, como hoy por ejemplo y me traen ropa y muchas cosas para la despensa. Yo salgo a hacer mi compra de dos o tres cositas cada día. Hoy me pasé porque quería tener algo para brindarles a mis sobrinos a la hora del vermú.

–En el súper dan el servicio de repartir la compra a domicilio –le dije.

–Si, ya lo se, pero a mi me distrae la compra, ver todos esos anaqueles llenos de productos, aunque hay muchos que ni se lo que son –dijo dirigiéndome una gran sonrisa. Me recordó a mi abuelo Luis que había fallecido unos meses atrás; sólo le faltó alborotarme el pelo.

Llegamos al edificio donde vivía el anciano y alargó su mano para darme la llave del portal.

–¿En qué piso vive usted?­ –pregunté.

–En el cuarto, pero hay ascensor. Si quieres me puedes dejar aquí y yo subiré solo. No quiero molestarte más.

Todavía su respiración se sentía entrecortada y su mano estaba temblorosa. Decidí acompañarlo hasta la puerta de su piso.

–Pasa, pasa, hija. Pon las bolsas en la cocina. Siéntate un momento. ¿Cómo te llamas?

–Rosa.

–Así se llamaba mi Rosita que en el cielo esté. Me dejó hace quince años –dijo con tristeza–. Todos se están yendo. También mi amigo Pepe se fue el año pasado. Salíamos todos los días a sentarnos en el parque a tomar el sol y ver a la gente pasar. Todo ha cambiado, ahora los bancos siempre están vacíos u ocupados con críos que fuman qué se yo qué y no paran de decir palabrotas.

Se dirigió a la cocina y bajando de un aparador un bote de galletas puso tres en un plato. Sacó de la nevera una botella de leche y vertió, con mano temblorosa, una poca en una taza. Pensé que esa era su merienda o quizás el desayuno, pero lo estaba preparando para mí.

–Come, cariño; están muy buenas, son de fibra –dijo señalando las galletas.

Come, cariño…solo por eso cogí una, aunque rechacé la leche.

–Y, ¿usted cómo se llama? –pregunté.

–Antonio Osorio, para servir a Dios y a usted.

–Muy bien don Antonio –le dije levantándome de la silla–. Ya me tengo que ir. He tenido mucho gusto de conocerlo. Si otro día nos volvemos a ver en el súper, salúdeme si yo no lo veo, que siempre ando con prisa.

–Hija, que Dios te acompañe y muchas gracias por traerme la compra. Si te quieres quedar a hacer el vermú con mis sobrinos…tengo uno soltero que es un sol de guapo y bueno como el pan –calló un momento–. Perdona cariño, yo ni siquiera se si estás casada o tienes novio que, lo debes tener, con lo requeteguapa que eres –añadió.

–Estoy soltera –le dije riendo–. Mejor dicho, soy divorciada y no tengo novio. Y si su sobrino es tan guapo y tan bueno como usted, seguro que llegaríamos a algo.

En ese momento sonó el timbre y a don Antonio se le alegró la cara. Fue a abrir tan rápido como sus piernas se lo permitieron y dejó pasar a tres personas, dos hombres y una mujer. Imaginé que eran sus sobrinos. Me miraron extrañados.

–Es Rosa. Me ayudó a traer la compra desde el súper.

–Tío, pero le hemos dicho mil veces que mande a pedir la compra, o nos lo diga a nosotros y lo haremos.

–Ya lo se, pero yo no estoy inútil y así tengo una excusa para salir.

Los tres se presentaron y me agradecieron la ayuda prestada a su tío.

–Don Antonio, ojalá que nos volvamos a encontrar.

–Ya sabes donde vivo, Rosa. Si te gustaron las galletas, puedes pasar cuando quieras y en vez de leche sola, te prepararé un café.

Después de ese día, pasé todos los viernes en la tarde a visitarlo. Nuestras conversaciones –don Antonio era un hombre culto– además de instructivas, entretenidas y a veces divertidas, eran un respiro después de una semana rodeada de gente insensible, egoísta y equidistante de todo. Entendí lo que es la soledad del que pierde a su pareja de mucho tiempo y aprecié el altruismo y la sensibilidad que a don Antonio le habían dado los años.

Don Antonio también hizo de celestino. Consiguió que su sobrino soltero, guapo como un sol y bueno como el pan, pasara a saludarlo cuando yo estaba de visita y que me acompañara hasta mi casa o hasta el coche, con la excusa de lo peligrosa que se estaba poniendo la calle.

Don Antonio fue el padrino de boda de Julio, su sobrino.

El día que nos casamos se acercó a mí y me dio un abrazo cargado de todas las emociones que estaba sintiendo y me susurró al oído:

–Cariño, ahora ya puedo morir tranquilo.

Vivió con nosotros tres años más.

Conoció a quien él llamó su biznieto y se fue apagando como una vela de olor, perfumando nuestras vidas cada vez que lo recordamos.

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