No te lo había dicho: carta a Amanda

Cuando me dijiste que te habías mudado al apartamento de soltero de Lucas no lo podía creer. Dos meses antes habías roto tu compromiso con Abel y ya te habías vuelto a meter en otro lío.

Èn ese momento no me atreví a decírtelo, pero si hubieras prestado atención te habrías dado cuenta de que mi cuerpo se ponía tenso cuando te veía. Si yo hubiera abierto la boca, seguro que se habrían escapado de mi garganta los sonidos y se las habrían arreglado para formar las palabras necesarias para advertirte; pero en lugar de eso lo que hice fue apretar más fuerte los labios y desear mentalmente estar equivocada; total, habrías pensado “ya viene la jamona con sus monsergas”

Yo te vi nacer Amanda. Aquella mañana cuando te sacaron de la sala de partos tu piel era del color del chocolate claro y tu pelo negro como el carbón. Ya tenías los ojos abiertos y parecías una chinita. Después, en la tarde, cuando te llevaron a la habitación de tu mamá te habían bañado y tu pelo parecía el de un puerco espín. Toda la familia se rió  mucho de ti y le hicimos bromas a tu mamá con el chino que se había cruzado por el medio. Después, te he acompañado de cerca y he disfrutado de muchas etapas buenas y malas en la vida de tu familia y la tuya propia.

Recuerdo cómo celebramos el día que te declararon alfabetizada y también cuando cambiaste de colegio porque tu papá quería que te educaras en uno bilingüe “Tía Lula, convence a tu hermana para que no me quiten del San Carlos que me han dicho mis compañeros que los niños que van al  New Age son muy plásticos”. Y yo, sabiendo que era una decisión irrevocable te hablé del patio grande del colegio americano lleno de árboles y de cómo podíais entreteneros  recogiendo los cajuiles que cayeran durante el recreo. Te describí la jaula de los tres guacamayos, las clases de música y las obras de teatro para el fin de curso. Creo que te convencí porque no te volví a ver preocupada.

Yo te vi crecer Amanda. Seguí paso a paso tus estirones, tus cambios de estilo, tus progresos en inglés; vi desarrollarse tus habilidades histriónicas y aguanté primero obritas de la escuela y luego disfruté de tus presentaciones con la compañía local. Era como si fueras la hija que nunca tuve. Tus ataques de asma casi me mataban de ansiedad y las llamadas  por teléfono de tus noviecitos me trasladaban a las calenturas de mi juventud. Me alegré mucho cuando empezaste a salir con Abel.

Tenías diecisiete años y Abel dieciocho. Me gustó enseguida ese chico con cola de caballo que desde el primer día me llamó tía Lula. A tu papá no le gustaba nada el pelo largo de tu novio y yo lo convencí de que lo que contaba era cómo él se estaba educando y las conversaciones tan interesantes que era capaz de sostener con jóvenes y viejos. El día que fuimos todos a la casa de la playa y por primera vez tu mamá vio con susto el tatuaje de Abel, yo le tuve que recordar que de pequeñas las dos nos pintábamos dibujos en las piernas y dejábamos tontos a nuestros amiguitos asegurándoles que eran tatuajes. Si hubiéramos podido hacérnoslos de verdad, lo habríamos hecho.

Después, muchas veces hice el papel más de Celestina que de chaperona con Abel y contigo, tratando de preservaros de unos padres que se preocupaban demasiado por el qué dirán; yo creía en vuestra relación y en vosotros y la verdad es que nunca me defraudasteis. Tenía la conciencia tranquila y contenta.

Cuando terminaste la universidad y te fuiste a estudiar la  maestría a París contaba los días para tu regreso. Ayudé a Abel económicamente para que pudiera ir a verte en las vacaciones de Navidad; le hice creer que tendría que devolverme el dinero cuando su incipiente negocio tuviera más clientes. Me dijo que eso era casi un pacto con el diablo.

Te mandé todos los e-correos que hicieran falta para mantenerte al tanto y empecé a recoger información de las empresas donde podrías estar solicitando trabajo cuando regresaras.

Y regresaste y encontraste trabajo en la oficina de Lucas. Yo misma hablé con su hermana para que considerara tu currículo y te diera una oportunidad. Y te la dio. Y te la va a quitar también.

Ahora, cuando ya es un hecho que eres la amante de Lucas me siento culpable de haberte encaminado hacia él y presiento que se va a repetir la historia, mi historia. Yo también tenía veintipocos años cuando me enamoré de mi jefe. Era un hombre tan inteligente, tan valiente, tan lanzado. Alababa mis trabajos como si se tratara de obras de arte y con cualquier excusa me traía regalos a la oficina. Me halagaba, me hacía sentir importante, diferente a las demás. Yo sabía que era casado y sin embargo aceptaba sus galanterías, al principio de forma casi inocente, hasta que fuimos en viaje de negocios a Brasil. La segunda noche me invitó a una cena de trabajo en su habitación. Estaba tan deslumbrada por ese hombre que solamente hicieron falta dos copas de vino para darme el empuje que necesitaba para iniciar una relación que habría de durar casi tres años. Pero yo sabía que tarde o temprano habría de terminar, porque aunque hablaba mucho del infierno con su mujer no le veía tomar acción para salir del mismo. Traté de dejarlo varias veces y otras tantas él pudo convencerme de que volviera; y habríamos seguido en ese juego por un buen tiempo si no hubiera sido porque su mujer se enteró y lo amenazó con el divorcio. Yo le dije que no quería tener a mis espaldas una familia deshecha y creo que el se sintió muy aliviado con mi conveniente nobleza. Al mes siguiente me enteré de que había empezado algo con la chica nueva de la oficina.

Amanda, no puedes decir que ante un fracaso tuyo de cualquier tipo yo te haya espetado un “te lo dije”, ni lo voy a hacer ahora. Pero no quiero que pases por los momentos que yo pasé. Me sentí abusada, utilizada, engañada, sucia, mala. Hasta tomé la decisión de castigarme no rehaciendo mi vida y pagar mi culpa viviendo la vida de los demás. Amanda, no quiero que te conviertas en la tía Lula que no se atreve a mirar de frente a las personas que en su momento supieron los detalles del asunto y que a partir de ahora no se va a sentir con la fuerza moral para guiarte en algunas ocasiones. Pero, sobre todo, no quiero que seas tan infeliz como yo. Lucas podrá dejar a su esposa y casarse contigo, pero se enamorará de cuanta jovencita entre en su oficina y tú no serás sino la número tres de su lista de necesidad de afirmación. Y como podría pasar que no puedas hacer caso de lo que te estoy diciendo ahora porque estás enamorada de Lucas, quiero que sepas que tía Lula te entiende y está aquí para cuando la necesites.

Con cariño. TL

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