El secreto de los Hoglüter

El abuelo Zenón encontró una botija llena de monedas de oro que guardó a buen recaudo porque no se fiaba ni de su madre. La abuela Conchita le contó a su hija —mi madre— que un día, haciendo un agujero para sembrar un árbol de mango en el patio de la casa de los patrones, el abuelo se topó con un objeto duro que resultó ser un recipiente de barro. Lo acabó de desenterrar con las manos y con el trapo sucio que utilizaba para secarse el sudor la limpió como si fuera de plata; cortó la lía de cuero que amarraba el paño que tapaba la boca de la botijuela y se dispuso a  meter la mano para palpar lo que contenía en su interior. Pero lo pensó mejor.

El abuelo siempre le había tenido miedo a los alacranes y a los ciempiés, como si estos pudieran vivir dentro de una vasija cerrada a cal y canto. Pero tenía razón para temerles. Recordaba a su padre moribundo, con una pierna del tamaño del tronco de una mata de coco y ennegrecida por la gangrena. El bisabuelo pisó un ciempiés que se revolvió con saña y lo picó en el dedo gordo del pie. Le chuparon el veneno, le quemaron la pequeña hendidura, le pusieron cataplasmas de savia y miel, se mearon encima, pero no hubo forma de salvarle la vida. Entonces se dijo que era porque al que lo pica un ciempiés pelón se lo lleva Ledamón. Así que el abuelo puso la botija boca abajo y la agitó hasta que cayó la última pieza de las monedas que contenía.

Al abuelo le iba a explotar la cabeza. Lo primero que hizo fue llevarse la mano al pecho y luego dirigir sus ojos hacia la casa para ver si alguien lo estaba mirando. No había moros en la costa, o al menos que él los viera, porque nunca pudo estar seguro de lo que pasaba detrás de las ventanas. A esa hora, afuera estaba claro y adentro oscuro. Pero el peor peligro habría sido que estuviera alguien del servicio por el patio y se acercara a curiosear. “¿Qué estás haciendo Zenón?”, “¿Qué encontraste?”, “¿Cuántas monedas hay?”, “¿Qué vas a hacer con ellas?”,  “¿Y pa mí no hay ná?”

En un momento todos los pensamientos del mundo se juntaron en su cabeza. “Esto no es mío”, “¿Serán de valor?”, “¿Debo decírselo a la señora?”, “Podré ponerle techo de zinc a la casa y compraré cuatro camas para que los muchachos no tengan que dormir juntos”, “¿Y si me han visto desde adentro?”, “Total para lo que me pagan por cuidar el patio…”

La inequidad social fue su argumento para tomar la decisión y, puesto que ya la había tomado, sacar la vasija requería de una estrategia muy bien pensada para que todo saliera bien. Volvió a meter las monedas una a una, treinta en total; introdujo su pañuelo como tapón y volvió a enterrar la vasija—Mañana será otro día—

Mi madre recuerda que el abuelo llegó a la casa cargado de dulces para los muchachos y hasta un jabón de olor para la abuela Conchita. Su mirada tenía un brillo especial y todos creyeron que había tomado. No era usual que le trajera nada a la abuela y los dulces solo aparecían para navidad que era cuando le daban la doble paga al abuelo. Solo una vez de las miles que había jugado en su vida le tocó la lotería y llegó a la casa en condiciones similares. Pero no, no estaba borracho y se tomó la molestia de explicar que cogió un “fiao” porque a la abuela no le había regalado nada para su cumpleaños el mes pasado y en la tienda, vio esos dulces que le guiñaron un ojo.

Esa noche se acostó temprano. Tenía que comenzar a pensar cómo sacaría la botija del patio de los señores sin que nadie sospechara y también tenía que decidir si era bueno compartir el secreto con Conchita y los muchachos. —Bueno, con Conchita sí, ¡estaba claro, lo iba a notar  de cualquier manera! Con los muchachos…todavía tenía tiempo para decidirlo—.Y pensando en todas las formas posibles para sacar el botín, guardarlo y convertirlo en papeletas, se quedó dormido.

Al día siguiente cogió la cesta de cosechar los mangos, puso en ella un par de herramientas y dos pequeños brotes de mata de limón y los cubrió con un saco. Cuando llegó a la casa de los señores Cristina, la sirvienta, lo recibió con un “¡Qué cargado vienes!” Y el abuelo se tomó la molestia de explicar lo que llevaba y para qué lo quería, cosa rara en él, quien en otra oportunidad le habría contestado—“Ponte a hacer tus oficios”

Esperó a que llegaran las diez porque a esa hora todo el mundo en la casa tomaba el café y cuando su nariz le dio el visto bueno comenzó la tarea donde la había dejado el día anterior. Fue fácil sacar el tesoro, meterlo en la cesta, taparlo y salir a toda prisa antes de que pareciera alguien a pedirle uno u otro favor.

Llegó a su casa excitado. Los muchachos estaban en la escuela y eso lo tranquilizaba un poco. Con suerte ni Conchita estaría.

—¡Muchacho, terminaste pronto hoy!—Le disparó la abuela.

—¡Muchacha que susto me diste! Ven —dijo el abuelo— Cierra la puerta.

—¿Qué pasa?

—¡Que Dios nos ha venido a ver!

—¡Zenón! ¿Ya has tomado tan temprano?

—¡No mujer! Que somos ricos.

—¿Ricos? ¿Has vuelto a jugar?

—No. Mira.

Puso sobre la mesa la botija, la destapó con cuidado y vació el contenido. Antes de que la abuela que tenía los ojos desorbitados se lo preguntara, le explicó con lujo de detalles el dónde, cómo, cuándo y por qué. Le costó mucho convencerla de que ese tesoro no tenía dueño. Le habló de los primeros pobladores de la isla y hasta le describió con lujo de detalles las razones que debió haber tenido el cacique para ocultar el tesoro; le recordó sus necesidades perentorias y le prometió sacar el diezmo para obras de caridad. Abrumada por los argumentos la abuela flaqueó. Comenzó a disfrutar en ese mismo momento su bonanza económica y justificó para sus adentros la debilidad —Total, si no era como el abuelo lo contaba, a los patrones de Zenón tampoco les hacen falta más cuartos—

El abuelo fue a la ciudad la semana siguiente para averiguar de qué forma podía convertir las monedas en dinero y volvió experto. Experto, con tres fajos de billetes que ocultó debajo de su ropa y con el grado de contentura en su punto máximo. No solo se había pegado par de tragos sino que estaba planeando visitar a la Rosa para llevarle unos aretes que le había comprado y hacerle ver la conveniencia de que le dedicara sus favores con más asiduidad y menos melindres. Y es que era un enamorao. Ese viejito nuestro de apellido holandés, piel color chocolate, ojos azules y pelo crespo creía que estaba vivo. Se enamoraba de cualquier muchacha en flor y se jactaba con sus amigotes de los favores—imaginarios—que recibía de ellas.

La abuela se dejó llevar por la abundancia porque sabía que después de esa vez vendrían otras visitas a la capital, ya que el abuelo solo había vendido parte del tesoro y el resto lo había ocultado en un sitio que no quiso decirle a la abuela —para evitarle problemas—según dijo. Empezó a comprar lo que necesitaba y más y pasaba el rato planeando los arreglos que le haría a la casa y al futuro de sus hijos.

A quien pretendía saber cómo se había producido un cambio tan radical en la vida de esa familia, se le informaba que la abuela que no era del pueblo, había recibido una herencia.

Mientras, el abuelo había dejado de trabajar para los señores argumentando que le había salido una hernia y no se podía dedicar a la jardinería por un tiempo. Se la pasaba tomando y visitando a sus amigas que, de un tiempo a esta parte, encontraban que no se les quitaba el brillo por hacerle carantoñas a un viejo verde con cuartos, ni tampoco por hacerle creer que su poder sexual, tan atrofiado por los años, era extraordinario.

Pero el cuerpo del abuelo no estaba para esos trotes. Una mañana húmeda y sofocante, al ir a levantarse de la cama se sintió raro, veía estrellitas y de pronto se dio cuenta que no podía hablar y que sus piernas no lo sostenían. Cayó al suelo. La abuela oyó el ruido y se acercó desde la cocina. Lo zarandeó. Los ojos del abuelo estaban abiertos y su boca tenía una mueca grotesca. La cara parecía habérsele muerto de un lado. Poco a poco sus ojos azules se fueron cerrando y del abuelo solo quedó una masa de carne inútil, dependiente y fofa. El médico dijo que había sufrido un derrame cerebral y era difícil que se recuperara. La abuela pensó inmediatamente en la botija.

El abuelo murió a la semana siguiente sin haber salido del coma y la abuela nunca pudo obtener la respuesta a la pregunta que le hacía al cuerpo del que fue su marido.

Hasta hizo una promesa a la Virgen de La Altagracia de ir hasta su santuario arrodillada si el abuelo lograba comunicarle el secreto. Pero la Virgen no estaba en eso y el abuelo murió sin decir ni jí.

La abuela buscó por toda la casa, mandó a levantar los pisos, hizo tumbar una pared que el abuelo había hecho construir para separar las habitaciones, no dejó tranquila a una sola molécula de la casa…y nada.

Para seguir viviendo comenzó a pedir prestado con la excusa de que estaba vendiendo unos terrenos de la herencia en su pueblo, pero pronto se dio cuenta de que podía retomar la vida que llevaba antes de que su marido encontrara las monedas, la cual no era la más fácil pero sí la más tranquila. La familia siguió adelante. La abuela se empleó en quehaceres domésticos y entre su paga y los créditos que le dieron en todos los establecimientos a los que había beneficiado su corta bonanza económica, pudo criar a sus hijos y hasta los puso a estudiar.

Nunca pudimos encontrar “el tesoro” que, dicho sea de paso, debía estar ya muy mermado cuando el abuelo murió, si tomamos en cuenta las bebentinas, las juergas y los pequeños pecaditos de la abuela Conchita. El secreto del los Hoglüter se lo llevó el abuelo Zenón a donde quiera que esté.

 

 

 

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