Una historia funesta

Doña Paquita mandó a retirar todos los espejos grandes de la casa. Solo se quedó con uno circular que por un lado se veía normal y por otro se veía la imagen aumentada. Con este último hacía concesiones. No podía prescindir de él porque últimamente le estaban saliendo unos pelos muy molestos en el cuello y la nariz y tenía que arrancárselos con una pinza. Probó a hacerlo sin espejo, pero no acertaba y, como si jugaran al escondite, los pelos volvían a aparecer sacándole la lengua.

A la actual situación había llegado después de de un proceso que había comenzado veinte años atrás. Cuando con sólo cuarenta y seis juveniles años una vendedora nueva de una tienda de ropa, de la que era cliente toda la vida, le mostró unos vestidos de señora que a Paquita le parecieron horribles, anticuados,  o sea de vieja y la jovencita tuvo la cachaza de añadir –Pruébese estos doña que se parecen a usted–. La fulminó con la mirada y añadió– A lo mejor le sirven a tu mamacita, pero ese estilo no es el mío, cariño–. Al final, no compró nada. Borró a la tienda con mierda de gato y empezó a buscar otra suplidora que estuviera al día. El proceso fue traumático, como quien cambia de ginecólogo o de dentista, pero al final, encontró una boutique donde las dependientas le cogieron la seña y nada más verla en el parqueo sacaban la alfombra roja. Las chicas del mostrador habían tomado un curso de cómo convencer a las clientas de todos sus atributos existentes e imaginarios, por lo que nuestra protagonista salía transportada y con dos fundas tamaño extra grande llenas de ropa costosa. No importaba que cuando llegara a la casa y se probara de nuevo los vestidos, no se pareciera en nada a la imagen que había visto en la tienda. En casa nadie añadía salsa a la prueba. Al cabo de mucho tiempo se enteró que usaban espejos que estilizaban la figura, pero siguió comprando ahí porque solo de mirarse en ellos se sentía una Venus.

El día que de forma indirecta le noticiaron que se estaba haciendo mayor, cuando llegó a su casa, antes de saludar a Pepe, su marido, corrió al espejo de su habitación y empezó a quitarse la ropa. Se miró detenidamente. Desde lejos se vio como siempre, pero de cerca y recorriendo centímetro a centímetro de su cuerpo se dio cuenta que el tiempo había empezado a hacer estragos en ella. Tomó nota mentalmente de todos los ítems  –sí, me está saliendo el entrecejo y cuando me río se me marcan unas líneas en los ojos y en las comisuras de los labios. Y esto, ¿qué es? ¿Flacidez? – Empezó a sudar frío y a pensar qué hacer para arreglar el desaguisado de la naturaleza. Tendría que ir pensando en el botox o en el laser.

Siguió su escrutinio: no tenía papada, pero la piel del cuello y del escote no se veía tan tersa como antes. ¿Cómo era posible que ella no lo hubiera visto y sí la dependienta? Quizás debería darse unas cuantas sesiones de mesoterapia. Los senos estaban cañón, había valido la pena el dinero que había invertido en ellos.  No había engordado ni una onza desde la última liposucción, así que su abdomen lucía perfecto y sus piernas, con más de mil horas de vuelo en bailes latinos, lucían como las de una bailarina del Lido. Los pies, impecables, como los de un bebé. Con la uña del dedo gordo decorada a la última.

El diagnostico no fue tan malo. Nada que no se pudiera arreglar con varias sesiones donde su cosmiatra y un Mercedes nuevo, que ya el modelo que tenía la hacía parecer mayor.

Cuando cumplió cincuenta y seis las cosas habían empeorado visiblemente. Paquita tampoco se había dado cuenta hasta que en la sala de espera del consultorio de la clínica a donde había ido a hacerse un chequeo preventivo, se quedó de pie porque todos los asientos estaban ocupados y un jovencito de treintaipico, con una sonrisa amorosa como si se la dedicara a su abuela, le cedió el asiento diciéndole –Siéntese doñita–

Paquita, quien se sentía muy entera declinó el honor diciendo que había estado sentada todo el día y que iba a estar un ratito de pié, que gracias. ¡Cuánto se arrepintió de haberlo hecho! Los zapatos nuevos de plataforma y con tacones de medio metro la estaban matando y, para colmo, la doctora no había llegado al cabo de cuarenta y cinco minutos. Ya nadie le cedería el asiento porque habían oído su declinación, así que decidió ir a esperar afuera y sentarse en un banco común, con el pueblo.

La reacción de Paqui, siempre que la bajaban de las alturas era ir a consultar con su espejo. Sí, era verdad, se veía un poco más vieja, pero no tanto. Usaba el mismo número de vestido, aunque le habían crecido los pies. Ya no podía usar aretes que le pesaban porque se le veía la oreja flácida y colgante. Sus senos seguían ahí, al pie del cañón, esos si habían salido buenos. Había tenido que duplicar el número de horas en el gimnasio y contratar un entrenador particular, pero tenía un buen resultado delante de sí. Quizás era el momento de cambiar de marca de carro. Uno que le diera más carácter de aventura, ¿Un Mini?  No, debía ser cuidadosa con eso, su hija ya le había dicho que ese estaba pasando en su afán de parecer joven y Ramoncito, su novio y futuro yerno tenía un Mini. ¿Un Land Rover? Podría ser; carro caro, exclusivo, de estatus, para aventureros. –Pepe, ve pensando en cambiarme el carro, o van a pensar que vamos de capa caída.

Pero ahora, a los sesenta y seis (decía que tenía cincuenta y nueve a los que no la conocían de toda la vida) no le gustaba nada lo que estaba viendo en el espejo. Paquita estaba estupenda para su edad, pero ella no se sentía así. Y menos le gustaba lo que estaba pasando con su cuerpo. En la clase de Zumba hubo tres atrevidas veinteañeras que le cogieron su puesto en la primera fila, al lado del profe y cuando ella les reclamó, le dijeron con toda su cara que ella iba muy lenta, las confundía y hacía tropezar al resto y que esa era una forma de mejorar la clase. La verdad es que había días que se levantaba con un dolor en la rodilla que no la abandonaba y tenía que ponerse zapatos bajos para poder caminar medianamente. Otros días le dolía la punta del fémur y ahí sí que se le hacía difícil seguir el ritmo que se había impuesto. Entendió el aviso y decidió coger un lugar al fondo a la derecha.

Además de abandonar los zapatos de plataforma, tuvo que hacerlo con los escotes de vértigo porque sus nietos empezaron a preguntarle que por qué  enseñaba las tetas. Hacía tiempo que desde fuera le iba llegando el mensaje de que era tiempo de dejar pasar la juventud con gracia. Pero Paquita no lo recibió a tiempo y ahora el golpe fue más fuerte.

Sus hijos vivían su vida y le daban poca cabida en ella y su marido también. Pepe andaba en un descapotable, con sus cuatro pelos teñidos al viento, rompiendo corotos y llevándose de encuentro con su abultada barriga a cuanta jovencita quisiera seguirle el juego del dinero. Hacía siete años que ella misma había caído en la tentación de enredarse con un hombre diez años menor que ella, pero se dio cuenta de que él no la buscaba a ella sino a sus regalos y en varias ocasiones le había echado en cara su edad. Además, las brujas de sus amigas le estaban dando bola negra en las reuniones semestrales del colegio y llegó a sus oídos que una había comentado de los gastos extras que tenía Paquita con la adopción del bebé. Se dio cuenta que estaba perdiendo más de lo que ganaba y se dio por vencida. Lo peor del caso es que unos meses más tarde se dio cuenta que él o Pepe le habían pegado el virus del Papiloma y, menos mal que no le pegaron el sida, porque a esa edad, se habría visto muy feo.

Pepe le dijo un día que se había enamorado como un adolescente y que quería el divorcio. El mundo se vino abajo para Paquita,  pero por dignidad lo dejó ir. Los términos del divorcio fueron muy favorables para ella pero estaban basados en el ciento volando, es decir, de lo que produjeran los negocios, la mitad. Y resultó ser que la nueva compañera de Pepe era tan voraz que en pocos años, los justos para no ponerse vieja al lado del carcamal, se gastó lo que había y lo que no había. Así que, Paquita pagó los platos rotos y se vio, no en la miseria, pero constreñida a un presupuesto que en nada se parecía al de sus años de oro. Ya no podía acudir a la fuente de la juventud porque se había puesto cara. Los precios actuales de las boutiques ya no estaban a su alcance, hiciera lo que hiciera, el espejo le devolvía su edad. Ahí fue que entendió a la madrastra de Blanca Nieves.

Paquita estaba vacía y ya no disponía de las herramientas para llenarse que usaba anteriormente: juventud, dinero y belleza. Se deprimió profundamente y empezó a pensar en la forma de pasar a mejor vida; así que una noche, al acostarse y después de ver el programa de Nancy decidió que al día siguiente se iría de este horrible lugar.

– ¡Doña Paqui, doña Paqui! –la zarandeaba Yuberkis. –Ay Dios mío, y ¿qué le habrá dao a la vieja? Don Pablito, que aquí tengo a su mamá y la veo muy extraña. No sé. Me mira y tiene los ojos como vacíos y le hablo y ella solo sonríe mirando al aire acondicionado, parece como si se hubiera ido. ¡Dio mío! ¿Se le habrá metido un demonio?

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