El Bacá

Los bacás hacen su trabajo, pero cobran caro.

El capitán López acababa de regresar de los Estados Unidos donde había participado en un curso para investigadores policiales. El gobierno norteamericano había proporcionado a seis países de Centro y Latinoamérica los medios necesarios para que enviaran representantes al evento. Se había especificado las características deseables  de los prospectos al entrenamiento y una parte de los requerimientos estaba relacionada con la actualización intelectual del individuo, un perfil psicológico sano y flexible y una educación de acuerdo a los tiempos actuales. Se preferían más teóricos que empíricos, que ya habría tiempo para una práctica basada en las reglas más modernas de la investigación. En el cuartel se había dicho con palabras llanas que el curso era para “académicos nuevecitos que no creyeran en magia ni brujería”

Fidelio López, quien era muy puntilloso con sus obligaciones, había decidido pasar por la oficina antes de ir a su casa porque se sentía muy agradecido por la oportunidad que le habían dado de tomar el curso, visitar lo que para él era el paraíso de la civilización y vivir por quince días en uno de los hoteles más conocidos por los criollos que viajaban al norte. Entró en el despacho de su jefe y saludó militarmente.

—A sus órdenes mi coronel.

—López ¿y qué carajo hace usted aquí? Lo hacía en gringolandia aprovechando el fin de semana.

—Decidí venir a pasarlo con la familia e incorporarme el lunes al trabajo.

— ¿Y cómo le fue?

—Muy bien mi coronel. Esa gente sí sabe. El curso es lo máximo en cuanto a enseñarle a uno a ser objetivo y a no dejarse influenciar por todas las creencias que tenemos en nuestros pueblos en desarrollo.

— ¿Ajá? Bueno pues creo que usted le viene al departamento como anillo al dedo. Tenemos un caso en la frontera que no está fácil. El jueves apareció muerto un hombre en el Paraje del Diablo. Tenía la cara rasgada y el cuerpo mutilado y ya los aldeanos están diciendo que por San Juan está apareciendo un bacá.

—Pues el lunes amanezco en el paraje jefe.

—Allá se comunica con el comandante Martínez y con el médico de San Juan que fue al que le llevaron el cadáver. Ahora váyase a descansar Fidelio y me saluda a Blanquita.

—De su parte jefe. A sus órdenes.

El capitán López parecía dormitando durante el camino hacia la frontera. Los brincos de la jeepeta no le incomodaban, le servían para no entretenerse demasiado con cada pensamiento sobre el caso que sabía que en ese momento no podía ser otra cosa que subjetivo. Tiempo tendría de hacer análisis más profundos cuando hubiera recibido la información precisa. De vez en cuando abría los ojos y el paisaje le dolía en el corazón. Cuánta desolación: el suelo reseco y agrietado, las cabras rumiando lentamente las briznas que habían nacido por un milagro de la noche, como si no quisieran apresurar el momento de plenitud fisiológica; los niños apostados en los portales de las casas de madera con los ojos vacíos de curiosidad y los vientres llenos de lombrices, agarrando un pedazo de caña  con una mano y espantándose las moscas de la cara con la otra. Y el calor ¡ese insoportable calor! Sentía que su ropa se le pegaba al cuerpo. No hacía ni tres días que vivía como un rey y ahora había caído en la tierra de la miseria absoluta.

—Capitán, llegamos a Nayá.

— ¿Está lejos del paraje?

—Como a dos kilómetros, pero es el sitio más cercano donde pudimos encontrar una habitación decente para su hospedaje.

— ¿Cómo se llama la familia?

—Los Tejada.

—Pues coja para allá inmediatamente que necesito darme una ducha y empezar a hablar con la gente.

Los Tejada son la típica familia campesina del país, con medios suficientes como para cultivar las tierras y permitirse ciertos lujos dentro de su vida tales como cuarto de baño con agua corriente, cocina de gas, camioneta y habitaciones suficientes como para no vivir en promiscuidad. Por esa razón se les había solicitado albergar al capitán López, a lo que habían accedido con la amabilidad que es característica en la gente del pueblo y lo estaban esperando con curiosidad. Le habían preparado la habitación de Moncholito que estaba estudiando en la capital y le habían hecho mejoras introduciendo una mesa y una silla para que el oficial pudiera hacer sus informes en la privacidad de su habitación. El matrimonio se desvivió por complacer todos los deseos del oficial: la ducha, un cafecito y un descanso en la mecedora del portal.

Al terminar de darse el duchazo, como si hubiera sido planificado de la mejor manera, apareció el comandante del destacamento para ofrecerle sus servicios y ponerlo en contacto con las personas que hiciera falta.

—Mi capitán, cabo Martínez a sus órdenes.

—Descanse cabo. ¿Cuándo puedo ver a las personas que estuvieron más cerca del caso?

—Esta misma tarde mi capitán ¿Los traigo aquí o usted va al destacamento?

—Me gustaría hablar con usted ahora y por la tarde recibiré aquí al médico. Si hay alguna otra persona que pueda dar información sobre el asunto, la llevas al destacamento y mañana por la mañana estaré hablando con ella.

—A sus órdenes.

—Descríbame el caso Martínez. Según usted ¿que pasó en el Paraje del Diablo?

—El Javao iba a trabajar en el conuco cuando vio un bulto, justo a la salida del paraje, lejos de las últimas casas de los trabajadores del ingenio; era el cuerpo de un haitiano casi desnudo, con la cara desgarrada y las extremidades mutiladas. Vino corriendo al destacamento y con él me dirigí al lugar señalado; también avisamos al médico que llegó una hora más tarde. Yo, del caso pienso que fue una riña entre los trabajadores del ingenio; aparentemente Toulouse era un rebusero y alguien le pasó cuentas. Los rasguños de la cara pudieron ser hechos con la horquetilla y lo desmembraron a machetazos; después las alimañas se encargaron del resto. Pero…hay personas que dicen que han estado viendo un bacá por los alrededores. La Trudis reportó el otro día que le apareció muerta una vaca y al Guapo le amanecieron tres chivos desbarataos.

—También quiero hablar con esas personas para oír lo que tengan que decirme.

—Está bien mi capitán, pues esta tarde le mando al médico.

—Vaya con Dios Martínez.

El doctor Acosta  llegó a las cuatro de la tarde y confirmó la versión del cabo Martínez.

—Así, a simple vista tenemos un asesinato. Probablemente un ajuste de cuentas por alguna mujer o en un delirium con triculí. El haitiano murió a consecuencia de tajos de machete que le provocaron un desangramiento. Pero si realmente la autoridad tiene que llegar a una conclusión científica hay que exhumar el cadáver que hubo que enterrar porque aquí no teníamos donde guardarlo y hacerle la autopsia.

Cuando se fue el médico, el capitán López se retiró a su habitación para comenzar a redactar el documento del caso. Al rato, María de Tejada tocó la puerta con delicadeza y le avisó al capitán que la cena estaba lista y que Miguel, su esposo, lo esperaba para tomarse unas frías antes. El capitán López no quiso parecer mal educado y aceptó la invitación aunque sabía que eso suponía una larga conversación sobre mujeres, romo o el conuco.

—Qué buena está —exclamó el capitán para complacer al campesino—.

—Y que lo diga. Con este calor lo que mejor cae es una fría. Y dígame mi capitán ¿van a seguir investigando el caso del haitiano?

—Terminaremos en poco tiempo. Está claro que lo mataron en una pelea. Empezaremos a investigar a sus compañeros de trabajo y sus relacionados.

— ¿Cómo que claro? ¿Y quién lo dice?

—Bueno, eso es lo que parece.

—Pues mire, yo se lo digo porque ya he oído varias veces que se aparece por estos lugares un bacá que acaba con cuanto animal y persona encuentra. Toda mi vida le he tenido respeto a ese pájaro del demonio.

—Pero ¿usted ha visto a alguno?

—Sí. La última vez que se apareció estaba rondando mi casa. Moncholito tenía cinco años y a los bacás les gusta la carne tierna. Era una noche que hacía un calor especial, cuando respiraba los pulmones me pesaban y de vez en cuando pasaba una brisa helada que me daba teriquito; era una noche muy parecida a esta.

—Y ¿cómo era el bacá?

—El que yo vi, porque tienen formas diferentes, era un pájaro que en la oscuridad solo se le veían los ojos brillantes. Era grande y prieto y tenía un par de cachos como los del…ya sabe.

—Y ¿qué le hizo?

—Yo, me colgué el escapulario de la Virgen de la Altagracia y agarré un machete en una mano y un atado de rompezaragüey en otra y salí a encontrarlo, porque a esos pájaros hay que plantarles cara. Pues lo espanté bien espantao, pero al día siguiente en cada una de las otras casas del poblado faltaba una res o un ave. Se los comió enteritos y dejó un trabajo en casa del Pelao; desde entonces su mujer se comenzó a poner flaca y se murió a los tres años; era puro hueso.

—Dejen las cervezas ya y vengan a la mesa que si no, el pastelón se va a enfriar.

En su habitación el capitán López retomó el informe. Se sentía extrañamente cansado, —será por el calor—, pensó. — ¿O será que he comido algo que me ha caído mal?— El aire estaba caliente y tan espeso que se podía cortar. Se quitó la camisa y acercó la mesa a la ventana para recibir un poco de aire fresco. Sintió un olor repugnante y vio que venía de un ramillete de hierbas que habían puesto encima de la cómoda. No lo podía resistir y lo sacó por la ventana, al día siguiente lo recogería y lo pondría en su mismo sitio antes de que se dieran cuenta sus anfitriones.

Inmediatamente lanzó las ramas afuera le pareció ver una sombra que cruzaba por delante de la ventana con rapidez. —Será Miguel recogiendo algo de la camioneta— pensó —.

Estaba encima de la cama sudando copiosamente a pesar de la ventana abierta, de pronto, un ramalazo de aire gélido le dio de frente provocándole un dolor fuerte en el hombro. No podía respirar bien y se levantó para ir al cuarto de baño. Tenía que darse una ducha fría. El baño estaba fuera de la habitación y tenía que cruzar por la entrada de la casa para llegar al mismo. De pronto le vino a la mente la recomendación de Miguel de “plantar cara a los bacás” y pensó que fuera lo que fuera lo que había visto, la precaución no estaba de más. Tomó su pistola y la sobó. Caminó pesadamente por la habitación y al pasar por el frente de la puerta sintió una necesidad urgente de salir al porche y sin pensarlo dos veces la abrió con prisa y salió afuera. No había luz y no se sentía ningún sonido familiar, parecía que la casa, el campo, el pueblo, de repente, se habían vaciado de habitantes y de ruidos. Su corazón empezó a latir fuertemente y el sudor se le escurría por su espalda y por sus sienes. Cada vez se le hacía más difícil respirar y de repente sintió un dolor muy agudo en el pecho, como si una mano poderosa le oprimiera el corazón. Cayó al suelo y su vista se nubló. De pronto, unas sombras negras con ojos brillantes se fueron acercando y una de ellas se inclinó hacia él. Con la poca fuerza que le quedaba disparó cuatro veces.

Esa noche el doctor Acosta tuvo que certificar la muerte del capitán López y de Miguel Tejada. El primero sufrió un ataque al corazón y el segundo fue muerto por los disparos que hizo el capitán cuando iban a auxiliarle porque estaba caído enfrente de la casa.

Los vecinos no creyeron esa explicación; ellos sabían muy bien que don Miguel no le había cumplido al bacá y vino a cobrar su precio. El capitán López, simplemente estaba en el caso que no debía estar. A pesar de su formación, la genética le jugó una mala pasada.

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