La bombonera

Las residencias de ancianos contienen diferentes ejemplares de la raza humana que por una razón u otra el cauce de la vida los depositó en ese receptáculo: ancianitas muy dulces, o con muy mal genio, rebeldes, resignadas, quedadas en mejores tiempos, y ancianos taciturnos, otros que viven diariamente sus batallitas del pasado, o enredados en momentos felices, afanosos por servir para algo y otros deseando, en vano, recuperar sus mejores tiempos.

En la residencia que conozco, las edades de sus huéspedes oscilan entre los ciento cuatro y los cincuenta y nueve años y su estado sicológico y fisiológico, en muchos casos, no tiene que ver con su edad cronológica. Hay un anciano de noventa y cinco años que se jacta de haber practicado artes marciales en su juventud y que cada vez que lo visito guarda en su bolsillo una tapa de refresco para doblarla entre el dedo meñique y el anular. Su fuerza está bien, en comparación con su memoria. Cuando llego y tengo que enchufar el aparato de dar masajes, siempre recurro a él haciéndome la torpe. El hecho de desenredar el cordón y conectar el artefacto lo hace feliz; quiero imaginar que está pensando que le da un servicio a un ser querido de su familia.

A los ancianos, no les gusta compartir el motivo por el que están en la residencia; en la mayoría de los casos porque hacerlo sería acusar a la carne de su carne de abandono, de desidia, o de haber perdido la batalla de los recursos económicos. Son muy raras las excepciones en las que el anciano va a la residencia por su propia decisión, ya que, aunque afirmen que así ha sido, escondida hay una historia triste de la que se hace abstracción.

Cuando llegué a dar servicio, más de compañía que técnico, lo hice para dar soporte a unas ancianas que no hablaban castellano y estaban aisladas del resto por esa razón. Sin embargo, no era el idioma lo que las mantenía más apartadas, era un incipiente Alzhéimer que a pasos agigantados iba haciendo su nefasta labor y que se las llevó casi el mismo día no sé dónde. Se llamaban Carmen, las dos, y cuando regresé a la semana siguiente, sus compañeros me dijeron que las “Cármenes” se habían ido juntas, como juntas habían estado en su paso por la residencia. Mientras compartíamos, cuando oían su idioma materno, sonreían con placidez y me devolvían el regalo con un maratónico apretón de manos. Los ancianos, como los niños y los perros, sienten un desborde de endorfinas cuando se les acaricia, se les abraza o se les besa. El hecho de que alguien se interese por ellos, por su vida, por su salud y sus actividades, da un calorcito a su corazón que se refleja en su cara.

Don Ángel y doña Rosita, llegaron juntos a la residencia y me dio mucha alegría ver que, al menos, uno tenía al otro; pero duró muy poco mi fiesta interior porque la ancianita no se pudo adaptar al entorno y costumbres y murió dos meses más tarde de haber ingresado. La depresión pudo más. Días antes del fallecimiento, don Ángel pasaba el día entero en la capilla pidiéndole a Dios y todos los santos (me imagino) que su amada saliera de su pena y volviera a ser ella. No sé cómo se habrá sentido con la indiferencia de lo alto ante sus súplicas diarias, pero ahora dice tener ciento cuatro años, cuando a su llegada afirmaba ser de noventa y cuatro.

Irene fue una gran cantante lírica que todavía conserva la voz en alguna proporción, porque ejercita diariamente las cuerdas vocales. Tiene una habitación privada a la que solamente invita a personas muy estimadas o a las que reconoce el gusto por su arte. Tiene ochenta y cinco años pero afirma tener setenta y cinco. No se mezcla con el resto de sus compañeros. Cuando la exhortamos a participar en los ejercicios y los masajes, con mucha educación pone una excusa y declina la invitación. Le gusta salir a pasear por la calle y llegar hasta el frutero para comprar fruta fresca, pero tuvo que ser auxiliada por un policía al sufrir una caída doble y ya no se atreve a darse el gusto de creerse una mujer autosuficiente.

Don Alejandro, de setenta y cinco años tiene una pierna amputada y sueña con tener una compañera. Su plan es ponerse una prótesis y volver a vivir en su finquita con la que sea su mujer, porque, según él, todavía puede hacer la labor (no me atreví a preguntarle cuál).

Doña Grace, además de unos ojos verde esmeralda, tiene las manos más hermosas del mundo, suaves, tersas y con unas uñas extremadamente cuidadas que hacen que las mías se avergüencen con la comparación. Su trato es delicado con los demás. Es una pena que su caminar sea cada vez más pesado y su sueño más asiduo.

Y así podría ir describiendo a mis bombones, mis viejos amigos, orgullosos del ayer y resignados con el hoy, la mayoría. Condescendientes algunos, cascarrabias otros, “chismosillos” en general, pero seres humanos desvalidos y amparados por otros seres humanos que tienen el corazón lleno de amor.

Me alegra mucho que mi amiga Margarita me llevara a “animar a los catalanes”, porque me he quedado con ellos y con todos los chicuelos, como les digo cuando me despido de ellos ese día especial de la semana.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *