La tarde que vivimos en peligro

Después de pasar un largo rato sopesando si ir a la graduación con mi vehículo o llamar un taxi para regresar luego con mi esposo, decidí que era mejor lo segundo para no tener que coger lucha ni con el tránsito ni con el aparcamiento.

Como me constaba por experiencias anteriores que los chóferes de carrito público se la buscan para hacer la travesía mucho más rápida (con cierto grado de taquicardia, claro), entendía que tomando esa decisión, tendría más tiempo para acabar de ver el partido de fútbol, contestar mis wasaps, entrar en feibú y arreglarme (mascarilla incluida).

Llamé a un grupo de taxistas cercano a mi residencia para hacer la reserva de un taxi con aire acondicionado. Hice la salvedad, porque en una ocasión anterior, me mandaron un taxi con aire, pero en las ruedas. El que contestó mi llamada me hizo la observación de que era muy temprano para llamarlos. Ellos no reservaban, sino que las personas llamaban en el momento que lo necesitaban y ellos acudían inmediatamente. Eso ya era riesgoso. Podría pasar que cuando llamara no hubiera taxi. Pero a mí no me para un cierto grado de inseguridad y pensé que en caso de que fallara mi llamada, siempre podría ir con mi vehículo, ya que sería tarde para llamar a otra compañía de taxis más lejana.

Me arreglé cómo pocas veces lo hago: maquillaje, colorete, sombras en los ojos (con lo que pesa todo eso) y luego me enfundé dentro de un vestido ajustado, no demasiado para lo que está de moda hoy en día, pero para mí era casi una camisa de fuerza de las de antes (ahora los loqueros lo resolvemos de otra forma). Lo que hacemos a veces por las personas que amamos.

Cuando faltaban diez minutos para la hora que yo había calculado que debía salir de casa en un taxi volador, llamé y de nuevo hice la solicitud de un vehículo con aire acondicionado. Se pasaron la llamada entre cuatro choferes voceando “quiere un vehículo en buenas condiciones” y al final, un quinto, me dijo que sí, que su carro tenía aire acondicionado.

Esperé ver aparecer el taxi detrás de la ventana, debajo del abanico de techo y con un abanico de “manola” al ritmo de “el farolito”. Llegó increíblemente puntual, pero mis ojos no daban crédito a lo que estaba viendo. El carro no tenía un centímetro sin una abolladura. Los tonos de azul eran tan variados que parecía que lo hubieran pintado así a propósito. Dos de las micas de los faroles estaban rotas. Tragué en seco. Piensa Carmen, todavía estás a tiempo de despedirlo con una propina e irte con tu vehículo. Pero no llegaré a tiempo, aún encontrando aparcamiento.

Decidí imponerme un acto de humildad. Si otros ciudadanos usan este carro, yo también puedo hacerlo. Y después de todo, lo importante es que tenga aire.

–Buenas tardes.

–Buenas tardes, doña. A dónde.

–Al Auditorio del Banco Central.

–Eso está en la Independencia, ¿no?

–En Gazcue. ¿Sabe dónde está el Banco Central?

–Ah, sí.

– ¿Cuánto es?

–Son trescientos.

–OK

Entré en el destartalado vehículo y verifiqué que sí tenía aire, aunque flojo, pero por lo menos se sentía un fresquito. Tuve que abrocharme el cinturón (es absolutamente recomendable hacerlo en estos vehículos) en el tercer asiento, con lo que, prácticamente, me iba a estrangular si no lo hubiera estirado hacia abajo con mi mano izquierda.

Tan pronto como arrancó, me di cuenta que no había tomado la decisión correcta (algunas veces me pasa). Todas las piezas del vehículo se movían haciendo un ruido semejante al que haría un xilófono desafinado y sin melodía, o una banda de percusión tocada por monos.

– ¿Usted está seguro de que llegaremos al sitio? Me parece que tiene alguna pieza suelta por debajo del carro.

–Hasta Constanza que usted quiera.

Parece increíble, pero estas palabras me tranquilizaron un poco. Ya solo me quedaba hacer abstracción del ruido con una técnica de visualización de mi hermoso Mediterráneo y su playa al atardecer (no me falla nunca).

Hasta estaba sintiendo esa brisita con olor a mar y el sonido suave y tranquilizador de las olas, cuando de pronto, el aire dejó de funcionar. Salí de golpe de mi ensoñación y parece que el conductor vio mi cara de contratiempo (mi sicóloga dice que solo hay que mirarme a la cara para saber que está pasando dentro de mí), porque me dijo  –Es la temperatura, que está muy alta–. No sabía si se refería a la de afuera, a la de adentro o a la del carro. No contesté. Volví a tragar en seco, a poner mi respiración en “low mode” para no impregnar mis mucosas de un tufillo entre grasa de mecánico, sudor y óxido y a implorar a la Vida que el trayecto se acortara y me fuera leve.

El conductor abrió la ventana, las ventanas, y mi cabello comenzó a flotar por los aires. Me alegré en ese momento de no llevar corbata para no verme convertida en el cliché de los clientes de la moto concho.

Después de adelantar de mala manera a los otros vehículos, de dar un giro a la izquierda pasando del carril de la derecha por delante de todos los conductores que iban a mil, de frenar casi incrustándonos en otra chatarra parecida a la nuestra y de andar a golpes de motor, visualicé mi lugar de destino. Empecé a respirar mejor. Volví a implorar a los hados que nadie me viera bajar de esa carroza que de pronto se había convertido en calabaza.

Cuando llegué al sitio, con disimulo me olí las manos y brazos a ver si me acompañaba el olor al viaje. No. Todo estaba bien. Me miré en la puerta de la entrada, me alisé el pelo y sacando pecho me fui a encontrar con el ser que ese día había logrado una de sus primeras metas el su corta vida: graduarse de bachiller.

Se acabaron mis penas en el momento que la vi radiante de alegría y me olvidé de este incidente que hoy he querido revivir, ya con mucha más tranquilidad y hasta con alguna carcajada entre párrafos, imaginándome mi cara y mis circunstancias.

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