7 historias de amor. Jueves: amor al cuadrado

Se veía muy varonil en su féretro. Llevaba el traje azul con camisa blanca y la corbata roja. Así, a primera vista, podría parecer un poco fuera de tono, pero Marcelino siempre le había dicho a su mujer que no quería ser velado ni enterrado de luto. Tal como llevó su vida, quería verse después de muerto. Ella habría preferido cremarlo, para no tener que ir al cementerio, cosa que odiaba, pero a él le daba miedo el fuego y siempre le advirtió que quería reposar al lado de sus padres. Así pues, lo puso en manos de la funeraria y les pasó todos los requerimientos acordados con el vivo, ahora difunto.

El maquillaje de su cara y manos era muy natural, se veía saludable y joven ya que, por arte de magia, se habían borrado todas sus arrugas. Además de la paz que suele verse reflejada en la cara de los muertos, en la funeraria habían logrado para él una semi-sonrisa que, por cierto, era lo único en lo que no se parecía. En su vida no había habido nada “semi”; o era completo o no era. Los grises nunca formaron parte de la paleta de Marcelino, por eso había hombres y mujeres que lo admiraban incondicionalmente o lo odiaban a muerte.

Y así fue también en el amor. Aunque siempre estuvo casado con la misma mujer, entregó su corazón y su cuerpo por completo a otras muchas. Cuando esto ocurría, sencillamente se daba de baja en los deberes matrimoniales como si se fuera de viaje por el tiempo que durara el idilio nuevo, que nunca fue muy largo. Pero por alguna razón él y su mujer sabían que los viajes en un momento u otro terminan y que el viajero, si tiene un puerto seguro, siempre regresa a él. Por eso, Marcelino murió en los conocidos y cálidos  brazos de Luisa que siempre lo aceptaron como era. Muy diferente la historia de las otras mujeres de su vida que habían tratado de cambiarlo y que quizás por eso, lo habían perdido.

Días antes de la pronosticada muerte de Marcelino, Luisa, quien a veces conectaba su imaginación y desconectaba su corazón, se había planteado qué haría si las ex amantes de su marido, –en una ciudad tan pequeña todo se sabe y todo el mundo se conoce– aparecieran en la funeraria para darle el último adiós. La primera vez que lo pensó, disfrutó escenificando en su cabeza una expulsión de las intrusas acompañada de un discurso de moralidad en especie de escena de tragedia lorquiana, con gritos y lágrimas –La escopeta! Tráiganme la escopeta! – . Esto le causó mucha excitación, como si de verdad estuviera pasando en ese momento y ella fuera la protagonista. Después se impuso la razón –Si no había sido una mujer de comportamiento dramático, ¿por qué iba a serlo ahora? En ese mismo instante tomó la decisión de dejar entrar en la capilla funeraria a cuanta mujer hubiera tenido relación con su esposo y aceptar sus condolencias, si se atrevían a dárselas. Solamente se permitiría recibirlas con la mejor de las sonrisas y el mejor de los aspectos,  hasta donde su edad y su sufrimiento se lo permitieran. Y hasta podría darles, con tranquilidad, cualquier explicación que le requirieran sobre su enfermedad y muerte. Posiblemente lo que más odiaría sería tener que estrechar esas manos, recibir esos abrazos o hasta tener contacto con esas mejillas que en su momento le habían dado color a las de su esposo. Pero eso sería solo en esa ocasión y a partir de ahí la pesadilla habría terminado y se volvería a reencontrar consigo misma.

Media hora antes de la misa, las amantes fueron llegando por orden cronológico. Olga fue la primera “otra mujer” conocida en la vida de Marcelino y la primera en desfilar por la capilla. Alta, delgada, iba de riguroso luto y fue directamente hasta el féretro. Su relación con Marcelino había comenzado con un mecenazgo desinteresado por parte del hombre y había terminado en la cama por culpa de unas instrucciones de búsqueda y archivo en la estantería más alta de la oficina de él.

Paulina llegó después. Bajita, gordita, pelo teñido de rojo burgundy . Se acercó a Luisa y la embistió con un abrazo y un beso mojado en sudor. Personaje adecuado para manejar un negocio de “picalonga”, en realidad se dedicó toda su vida a la cosmética: en su salón se hacían los mejores desrizados de pelo y se daban tratamientos contra la celulitis –que  ella nunca se aplicó–. Era un personaje difícil de encajar en la vida de Marcelino, pero el roce insistente de su pierna entre las piernas de él durante una manicura hizo el milagro.

La última en llegar fue Damaris. Entró tímidamente, sonriendo a todas las personas que encontraba a su paso. Dirigió una mirada a Luisa acompañada de la misma sonrisa, pero al ver que no era correspondida la desvió rápidamente hacia el féretro. Allí estaba él, su único y verdadero amor. No había logrado olvidarlo a pesar de que habían pasado diez años de su relación amorosa con el difunto. Dudó un momento si pasar adelante o quedarse sentada en un banco acompañada de sus pensamientos. Se decidió por acercarse al ataúd y se colocó al lado de las otras dos mujeres. Su historia con Marcelino comenzó cuando coincidieron en un viaje en avión en el que a Damaris le tocó un upgrade de clase turista a clase negocios. Se le desabrochó un botón de la blusa y parte de su seno quedó a la vista de Marcelino que, de una vez, sintió que la sonrisa que se había sentado al lado no podía ser otra que la de su alma gemela.

De pronto, Luisa se sintió traviesa y le dieron ganas de formar parte del elenco del drama-sainete que podían representar, si ella se acercaba al terceto que estaba formado frente a Marcelino. Como si se conocieran de siempre y con una complicidad difícil de entender Luisa comenzó a susurrar en voz baja.

–Querido, aquí estamos todas– y miró con picardía a las otras tres mujeres.

Animada por la apertura de Luisa, Olga comentó:

–Todavía se ve bien, se nota que la vida y nosotras lo hemos tratado bien hasta el último momento. Gracias a ti, querido, he conseguido lo que tengo hasta ahora. Me hiciste sentir hermosa, inteligente y atractiva. Me enseñaste a amar y le he sacado provecho al máximo. Mi esposo y yo te lo agradecemos Marcelino; descansa en paz.

Las cuatro asintieron con un movimiento de cabeza. Damaris hasta se santiguó.

Paulina sintió que podía sincerarse.

–Mírate aquí, buen sinvergüenza. Y pensar que me hiciste creer que te casarías conmigo si yo quedaba embarazada. Y mucho que trabajamos para eso. Buen sucio! ¿Y cómo iba a quedar embarazada si te habías hecho la vasectomía? Pero no te apures, te van a dar lo tuyo allá abajo.

De nuevo asintieron las cuatro y dirigieron sus miradas a Damaris esperando que ella también dirigiera unas palabras. Damaris pidió permiso con la mirada a Luisa y esta se lo concedió.

–Amor, adonde quiera que estés te mando muchos besitos y espero que hayas sido bien acogido. Nunca he podido olvidar las dos tardes semanales, sin faltar una, durante los treinta y seis meses que duró la relación. En algún momento llegué a creer que eso, necesariamente, nos haría terminar juntos para siempre, pero a pesar de que te lo di todo, nunca conseguí que te casaras conmigo. No he conocido ningún otro hombre como tú. Cuando alguno se me acerca hago comparaciones y ahí termina todo. Perdóneme Luisa pero cuando el amor llega así de esa manera uno no tiene la culpa.

–Yegua vieja de la sabana– murmuró Paulina y Olga hizo una mueca desdeñosa.

De nuevo las tres volvieron la mirada, esta vez, a Luisa.

–Bueno Marcelino, delante de ti debo dar las gracias a estas tres mujeres, en representación de todas las que no conocemos que han compartido la obligación. Ellas hicieron posible mis vacaciones, y cuando se llega del viaje todo parece diferente. Los bríos se renuevan, la ilusión florece de con más colores y además, siempre venías con nuevas técnicas que debo agradecer a mis compañeras aquí presentes. Me dejas con ganas de seguir viviendo y empezar otra historia, quién sabe si con nuevos personajes. Gracias amor. Me hacía ilusión dispersar tus cenizas desde el Pico Duarte, pero en sustitución haré una ceremonia simbólica en el mismo lugar, sustituyéndolas por granos de café, a la cual todas ustedes están invitadas– sentenció mirándolas sonriente a las tres.

Terminada la catarsis, liberadas un noventa y nueve por ciento de su angustia, cada una se abrazó con la otra y al momento comenzó la misa.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *