La cabellera

Marina estaba merendando con prisa, tragaba más que masticaba porque sabía que sus amiguitos se iban a reunir delante del cuartel y de ahí se iban a la era a jugar a indios y soldados.

Ni siquiera tenía hambre, pero su madre la obligaba a merendar después de salir de la escuela y esta era una condición indispensable para poder ir a jugar fuera de la casa.

Se puso a mirar por la ventana mientras engullía el pan con la odiada mermelada de tomate que hacía la abuela.

En la medida que veía llegar a los otros niños, empezaba a tragar en más volumen y con más prisa.

–Mamá me voy a jugar.

– ¿Terminaste?

–Sí.

– ¡No vuelvas tarde que tienes que hacer la tarea!

–No.

Los niños empezaron a repartirse los papeles en el juego del día.

Marina iba a ser la jefa de la tribu de los indios, como siempre. En esos juegos tan particulares pasaba al revés que en las películas, ganaban los indios y por eso ella siempre solía caer en el bando correcto.

Los indios de nuestra historia no cortaban cabelleras y, aunque siempre ganaban, dejaban a los soldados vivos; de no ser así, los del bando de los blancos no habrían querido jugar. Algo había que conceder.

Para elegir los equipos estaban los dos capitanes echando un ojo a los recursos con los que contaban aquel día; siempre había algunos niños que no podían ir por estar castigados o por estar enfermos. Aunque respecto al último punto, siempre se veían algunos mocos colgando dentro de los equipos participantes y más de una vez se le había pegado el sarampión al grupo porque era difícil dejar de ir a la reunión diaria por una tosecita de nada o por sentirse raro.

–Goyita y Miguel conmigo, imponía Marina.

–Pues Angelín y Pilar conmigo, decía Joselo.

–Pero es que yo no quiero ser soldado, protestaba Pilar.

– ¡Pues te aguantas! O no juegas.

Se imponía la ley del más fuerte y los que cortaban el bacalao eran Marina y Joselo, en ese orden.

Más de una vez Joselo se había rebelado porque le parecía demasiado que una chica mandara, pero a la hora de poner zancadillas, tirar piedras y usar las uñas y los dientes para pelear, Marina siempre llevaba ventaja y se había ganado el rango de capitana. Ella sabía persuadir por las buenas y, si era necesario, por las malas. Tenía una habilidad especial en dar a cada quien lo que necesitaba para sentirse importante, aunque siempre por debajo de ella. La mayoría se sometía a sus designios y los que no estaban de acuerdo formaban otras pandillas que, por cierto, eran muy aburridas porque siempre se les veía jugando al escondite o persiguiendo al galgo del tío Joaquín. Al final, terminaban volviendo al redil.

El pelo de Marina era castaño y rizado;  la peinaban con tirabuzones que nunca pasaban del marco de la cara; esto la hacía infeliz porque quería tener un pelo que cuando moviera la cabeza se desplazara de izquierda a derecha con la suavidad con la que lo hacía el de Goyita.

Esta debilidad de su persona hacía que se sintiera en inferioridad de condiciones con las otras niñas. por eso, en los juegos ella lucía un penacho de plumas de gallina y pavo, –recogidas constantemente en el corral del tío José, ya que en cada contienda se perdían unas cuantas– del que colgaban muchas cintas largas que ella solía mover como si fuera su cabellera. Mientras duraba el juego se olvidaba del asunto.

Terminaba la contienda casi siempre como ganador el equipo de los indios y algunas pocas veces empatados los dos equipos a través de acuerdos y tratados de paz; entonces todas las caritas rojas, mocosas y sucias volvían a sus casas felices. Los soldados, nunca fueron rencorosos por perder la mayoría de las batallas y persistentes volvían día tras día a la acción.

Pero cuando terminaba el juego empezaba el calvario de Goyita. Un calvario aceptado de mala gana pero necesario para seguir disfrutando de los privilegios de ser la mano derecha de la capitana de los indios.

– ¿Vienes?

–!Si! Pero me tengo que ir pronto porque mi madre…

–A tu madre no le importa que estés en mi casa, le gusta.

–Pero es que…

–¡Vamos!

Llegadas a la casa, Marina sacaba las muñecas y los trastos para jugar a cocinitas y Goyita siempre tenía la esperanza de que aquel día fueran a jugar solo a lo que le gustaba, pero en su interior sabía que eso solo era un prólogo.

Disfrutaba mucho de las muñecas de Marina que eran las únicas del pueblo que tenían pelo largo que se podía peinar; las de las otras niñas tenían el pelo pintado y necesariamente corto, ya que no podía pasar de la cabeza.

También las cacerolas, ollas, platos y cubiertos de juguete eran una gloria y la hacían sentir como una reina cuando tomaban un refresco al que llamaban te en las tacitas de loza, –privilegio nada común entre las niñas del pueblo.

Al poco rato Marina empezaba a recoger los trastos.

–Vamos a jugar a la peluquería.

–Es que me tengo que ir.

–Te irás después.

–Pero…

Marina preparaba una palangana con agua y sacaba unos peines no se sabe de donde. Empezaba a peinar a Goyita desde la raíz hasta la punta, cabello por cabello, una y mil veces. Cuando se sentía creativa le mojaba el pelo, se lo recogía en formas extrañas, le ponía pinzas, rolos y cintas. No se cansaba nunca, habría pasado así toda su existencia: estirando, tocando, retorciendo y acariciando. Cuando Goyita no aguantaba más se ponía a llorar y se negaba a seguir dejándose peinar.

–Pues vete a tu casa! Llorona!

Goyita se marchaba liberada pero al mismo tiempo triste y con una gran angustia porque temía ser segregada del equipo de los indios en los próximos juegos. A ella no le gustaba hacer de soldado, ni jugar al escondite con el grupo de vecinos en rebeldía.

Llegaba a su casa y no tenía hambre. No sabía lo que le pasaba pero no estaba bien, su corazoncito no estaba feliz. Y así todos los días. Eso no podía seguir así; y mucho menos ahora que venía el invierno y a la mayoría de los chicos no se les permitía ir a jugar a la calle. La única distracción de las dos vecinitas sería jugar dentro de la casa a muñecas, señoras y peluquería. Goyita tenía que encontrar una solución.

De pronto apareció una idea clara. Para ponerla en práctica esperaría a mañana que su madre iba a ir de compras a la ciudad, para lo cual tenía que ir y volver en autobús y tardaría por lo menos cuatro horas.

Sabía que su mamá se iba a enfadar mucho, pero duraría poco el enfado y nunca sería igual al sufrimiento diario.

Al día siguiente en casa de Marina sonó el timbre y salió disparada porque sabía que era Goyita que venía a jugar. Cuando miró a su amiga no podía creer lo que veían sus ojos.

–¿Qué te ha pasado en el pelo? Exclamó Marina horrorizada.

–Nada, susurró Goyita con cierto aire de triunfo y los ojos llenos de alegría. Me lo he cortado.

Para Marina era como si Goyita hubiera sacrificado su propia melena. Ya no volvería a ver moverse el pelo negro y brillante en el aire. Ya no podría tocarlo o peinarlo. Ya no tendría dentro del bando una verdadera Sioux.

Después del sentimiento de dolor le invadió la rabia. Esa rabia que, a veces, la hacía dar patadas a las paredes, sacar la cabeza de las muñecas de su sitio, lanzar por la ventana los platitos de aluminio del juego de cocinita, pero no hizo nada. Solamente exclamó con voz vencida, como si en aquella ocasión hubieran ganado los soldados sin que se hubiera podido firmar un pacto.

– ¡Pues vete para tu casa!

2 respuestas a «La cabellera»

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