Pepito Grillo o´clock

Después de haber repasado todas mis bendiciones del día, visibles en forma de salud, familia, amigos, casa y otros bienes materiales e inmateriales  – estos últimos los más valiosos–, me dispuse a dormir las siete horas recomendadas para un buen funcionamiento y retraso de la decadencia en esta dimensión. Pero Morfeo no atendía a mis llamadas y decidí entretener a la joven de la azotea revisando pendientes.

La cena de esta noche había sido exótica, con sabores y formas orientales que permanecen por tiempo en los sentidos. El rollo de anguila me vino a la mente. ¿Por qué siempre que voy a ese restaurante lo pido y dejo de saborear otros platillos que mis acompañantes de experiencia dicen que son deliciosos?

Tengo la costumbre –a veces buena y a veces mala–,  de analizar comportamientos,  situaciones y cosas, y en eso estaba enredada cuando me acordé de mi mamá, peleando con una anguila recién pescada en el rio Ebro –ahora ya no aparecen debido a embalses e infraestructura fluvial que impiden o dificultan su proceso de reproducción .

Todavía sentí desagrado al recordar vívidamente un animal parecido a una serpiente, de color gris oscuro y con panza clara, dando coletazos en el fregadero y que trataba de escaparse de las manos de mi madre, optimizadas con un cuchillo afilado que no era muy certero debido al fuerte movimiento del pescado, luchando por su vida. Al final, la anguila perdía la batalla y entre estertores, sus movimientos iban disminuyendo hasta quedar inerte, rodeada de su propia sangre. Entonces, mi madre procedía a su preparación para la comida. Siempre descartaba la cabeza; frotaba la piel de la anguila con sal gorda y vinagre, hasta que notaba que ya no estaba resbaladiza; la lavaba bien y empezaba a cortarla en rodajas para sazonarla y dejarla un rato sumergida en la salsa antes de guisarla. Siempre me resistí a comer ese plato. Olía muy bien y todo el mundo lo alababa mucho, pero yo no podía olvidar el asesinato que acababa de ocurrir en la cocina de mi casa.

Otras muertes violentas vividas por mí en mi primera niñez, fueron las de pollos y gallinas a manos de mi tía Carmen –en su casa pasaba mis largas vacaciones de verano.

La  tía Carmen, catalana, mujer emprendedora, práctica y fuerte, había desarrollado una especie de cadena alimentaria vertical: había sembrado maíz, y frutales con los que alimentaba a las gallinas y pollos, que a su vez, daban huevos y servían para ser preparados en la comida del domingo, por lo que tenía que averiguárselas,  ella sola, para alimentar al pollo, atraparlo, matarlo, guisarlo y servirlo a la mesa “rostit o farcit”. Todavía recreo en mi cerebro el olor a los canelones que precedían al rostizado.

Se ponía un delantal que le llegaba hasta el cuello, se cercioraba de que el cuchillo estuviera bien afilado pasándolo varias veces de lado y lado por una piedra de afilar, y procedía a agarrar el pollo atrapándolo entre el costado izquierdo y el brazo de ese mismo lado. Con la mano de ese brazo que tenía libre –que solía ser el izquierdo porque ella era derecha, aunque no de derechas –, le agarraba la cabeza y se la echaba hacia atrás, dejando a la vista un pescuezo curvado y expuesto a la muerte. Sin pensarlo dos veces, con el afilado cuchillo, manejado con eficacia por la mano derecha, le rebanaba el cuello. El pobre animal seguía moviéndose convulsamente hasta que exangüe, se rendía. Para terminar lo que ahora llamaríamos tortura, un cazo con agua hirviendo estaba esperando su turno para facilitar el desplumado del ave. Este acto sanguinario me horrorizaba y al mismo tiempo, con los párpados a media asta, lo miraba cada vez que ocurría.

También fui testigo en muchos inviernos, de la matanza del cerdo, cuya truculencia supera a las dos anteriormente explicadas y que no voy a describir para no herir sentimientos de personas sensibles.  Nunca pude comer “pellas” o morcillas de sangre cuando era pequeña,  después de haber visto cómo manaba del cuello del pobre animal.

Pero, aunque entiendo y comparto la ideología del vegano, la vida pasa y una se va desensibilizando. La razón se impone al corazón y se llega a la conclusión de que los animales están ahí para alimentarnos y una disfruta los platillos que la gastronomía hace cada vez más atractivos, sin acordarse de las historias de terror de cuando era chiquita. Al menos no cuando una se los está comiendo.

La verdad es que el insomnio no trae nada bueno. ¡Mira que revolverme la conciencia!

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