Mis tres mosqueteros

Hay tres personajes en mi vida –y asumo que en la vida de todas las mujeres adultas– que no deberían morirse nunca: el ginecólogo, la dentista y la peluquera. Todos ellos son testigos de la evolución de mi cuerpo y de mi alma a través del tiempo.

El ginecólogo me ha acompañado desde los quince años, en que tuve mi primera regla, hablándome de mi sistema reproductivo; un poco más tarde recomendándome mis primeros anticonceptivos –que para haber ocurrido en un país católico, apostólico y romano en los sesenta, era una osadía progresista y fuera de contexto ideológico– y explicándome, no obstante, los pros y los contras de las relaciones sexuales a temprana edad, cosa que mi madre no había hecho por aquello de que, para eso están los profesionales– y cuyos argumentos me convencieron para mantenerme virgen hasta la edad adecuada, que vino a ser la de mi matrimonio. Nunca me prohibió, solo me educó al respecto.

Con él nacieron mis hijos, con el pasé etapas de todo tipo hasta llegar a casi no necesitarlo sino para los chequeos preventivos. Ese hombre, con delicadeza, tranquilidad y buena práctica, ha hecho que el trago amargo de exponer mi naturaleza en la mesa de chequeos, haya sido menos duro. Con él me siento segura y a pesar de los cambios en mi cuerpo, nunca me ha recomendado cirugía estética. Sigue buscando soluciones naturales a mis evoluciones negativas y mi auto seguridad y autoestima se mantienen.

La dentista también es testigo de la transformación de mi boca al pasar de los años. Todo empieza con limpiezas periódicas, pequeñas caries, para seguir con un deterioro más severo al que hay que buscarle, si no solución, al menos paliar los estragos del tiempo –sobre todo desde que la humanidad vive mucho más de treinta años.

Los instrumentos del dentista me aterran, el ruido de los mismos me va enervando hasta acabar con mi energía. Pero ahí está ella, deteniendo el trabajo para que yo no llegue al límite, buscándole solución a mis arcadas y haciendo que esa visita bianual sea menos amenazante. ¿A qué otra persona le confiaría mi decadencia dental? A nadie. A nadie que no me dijera cada vez que mis encías están muy sanas y preciosas y que mi mordida es adecuada. No menciona los fallos, cosa que mi autoimagen le agradece, y cuando me quejo, afirma que mi boca está en mejores condiciones que la de otras muchas personas.

La peluquera es el tercer mosquetero de mi vida. Los secretos de mi cabello no los saben ni mis seres más queridos. Difundirlos con detalle sería admitir que, en ese aspecto voy, como mucho, como el cangrejo: de lado.

Pero ella echa mano de tintes, tratamientos y herramientas nacidos de la tecnología, la ciencia cosmética y la moda, para hacerme lucir como yo quiero. Salgo del salón agitando mi cabeza para sentir el movimiento de mi pelo, paso mi mano por el mismo y agradezco a la peluquera ese placer. Me transporto a mi niñez cuando usando telas y otros materiales me fabricaba una melena como las de las princesas o las hadas.

La suerte es que hay poetas que entienden el problema y no le dan importancia, como dice Pablo Milanés en su Canción de Amor que escucho como si a mí fuera dirigida:

Tu pelo ya sin color,

sin ese brillo supremo,

cuida y resguarda con celo,

lo que cubre con amor.

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