Poderoso caballero don dinero

Normalmente le pongo un filtro de color a la vida y con eso consigo seguir adelante y mantenerme funcional la mayor parte del tiempo. Si me llega por el periódico o la televisión una situación que me desagrada, o me choca –más pronto por el efecto de la cultura en la que fui socializada, por mi educación familiar o por experiencias pasadas–, en mi análisis racional del hecho, trato de ver la parte positiva, o la lección que puedo aprender y que me ayuda a vivir mejor.

Cuando veo que hay personas o familias que nadan en la abundancia de tal forma que resulta insultante para la gente común, puedo tomar el siguiente partido: “A quien Dios se lo da, San Pedro se lo bendiga” –refrán aprendido en República Dominicana, con todo y la tendencia filosófica que contiene–, porque hay personas que han trabajado con ahínco después de haber encontrado una forma original de ganarse la vida y han transmitido a las siguientes generaciones el amor al trabajo, la responsabilidad y el afrontar tiempos y circunstancias con valor y con creatividad. O bien, me pongo a analizar cómo han obtenido las fortunas y entonces caigo en la cuenta de que el trabajo –y no todos– puede proporcionar bienestar, comodidad y ciertos lujos, pero es muy difícil que de esta forma se amasen fortunas que crecen y crecen como si en la familia tuvieran una granja de gallinas de oro o un tío descendiente directo del rey Midas. Es decir, robo, estafa, usura, corrupción política, fraude fiscal, abuso, delito medioambiental, laxitud entre lo que es adecuado y no lo es, pocos escrúpulos, etc. , pueden haber sido la fuente que formó el riachuelo que alimentó el río que desemboca en un mar dorado, ubicado geográficamente en la caja fuerte de sus casas.

Ejemplos de los dos casos los hay –menos del primero que del segundo– y por eso, y para no caer en juicios de valor no me dedico a analizar a los poseedores de grandes riquezas. Sin embargo, y aunque no quiera darle mente al asunto, día a día y con crecimiento exponencial, veo en los medios de comunicación casos en los que una de las conductas ilegales que he expuesto anteriormente ha sido la causante de esas fortunas insultantes que me golpean la inteligencia, me aplastan la nariz y me dejan sin respiración. Y ya no puedo pedirle a San Pedro que las bendiga, ni mi estómago permite que las digiera, las pase por alto o les haga la reverencia.

Sin embargo, veo diariamente en República Dominicana, el culto que se rinde a esas personas “privilegiadas” que nadan en aguas doradas con ligero tufo a putrefacción; los parabienes con los que se las saluda, y el trato exclusivo en lugares públicos y privados que se les dispensa. Oigo y veo –y me gustaría rasgarme las vestiduras en ese momento–, cómo hay personas que las defienden de pensamiento, palabra y obra y no necesito imaginarme el por qué, porque lo conozco. Es cierto que este tipo de hijos predilectos los hay en todo el mundo y la tendencia es a crecer –hasta que se desborde el envase de la tolerancia–, pero también es cierto que la gente común los abuchea, les grita epítetos despectivos y les hace un claro social como si tuvieran alguna enfermedad contagiosa.

Aquí eso no pasa. Y es que se valora más el tener que el ser y por esa razón, cualquier circunstancia es buena para arrimarse a un árbol que, aunque esté podrido por dentro, puede dar buena sombra.

Lacayos los hay en todos los grupos sociales. Como muestra, la del mensajero que en un ascensor, correspondiéndole salir primero por estar cerca de la puerta, cede el paso a un caballero al que le tocaría salir al final por estar en el fondo, muy bien vestido con traje de Armani, zapatos de Aubercy París y portafolio de cuero de Rocco Barocco, diciéndole: “pase uté, lo dola alante”.

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