El síndrome de la caverna

–Los periódicos y noticieros de la televisión son exagerados –le decía Mercedes a Rosita–. Recuerdo el miedo que nos metieron con lo del Ébola que hasta nos dio diarrea a muchos y al final, ni un solo caso aquí.

–Imagínate, ¡eso es en China que está en el fin del mundo! –reforzó Rosita.

–Es que hay gente miedosa. Ayer me encontré a Libia en la calle, iba a darle un abrazo y me dijo: de lejitos, mi amiga que me estoy cuidando del Covid.

–Si, Libia es muy ñoña.

–Nos vemos mañana en la “Welcome Party” de Monín?

–Yo no puedo ir, me falta preparar muchas cosas para el viaje.

–¿Se van a ver a los muchachos en Italia?

–Si, claro. Salimos el martes y pasaremos un mes con ellos y luego seguiremos viaje por el centro de Europa.

–Nosotros también iremos a Nueva York, pero en mayo.

–Bien, amiga. Disfruten mucho y saludas a Monín de mi parte.

–Y tú, dales un beso a tus muchachos de la mía.

Dos meses más tarde Mercedes recibe una llamada por wasap de Rosita.

–¡Mi amiga, saluditos desde Portofino! ¿Cómo estás? Cuéntame de tu vida.

–¡Oh, Rosita! Pensaba que habías regresado hace tiempo –contestó Mercedes.

–¡Muchacha! Aquí estamos todos encerrados en la cueva. En Italia el virus está dando con fuerza. Está muriendo mucha gente y nos hemos metido en miedo. Los aeropuertos están cerrados. No se cuándo será posible regresar. ¿Me hablas desde Nueva York?

–Nada de eso. Desde la isla y también trancada. Los aeropuertos norteamericanos están cerrados. Además, Nueva York se está quedando vacía con tanto muerto. No dan abasto ni con los féretros.

–¿Y cómo está la pandemia por la isla?

–Aunque aseguran las autoridades que estamos mejor que en otros países, estamos mal. ¿Recuerdas que hablamos de la fiesta de bienvenida para Monín? Resulta que ella no lo sabía, pero vino con Covid de su viaje y se lo pegó a algunas de las personas que asistieron. Ella estuvo en cuidados intensivos por quince días y, al final murió, la pobre. Esos contagios se multiplicaron. Yo me salvé, por suerte. Pero estuve un mes muerta de miedo, pensando que cualquier día me iban a salir los síntomas del virus. No he vuelto a salir de casa desde entonces, aunque me he hecho cuatro pruebas y todas han salido negativas. Conozco mucha gente que se ha librado porque Tatica nos protege.

Las diligencias que se pueden hacer por teléfono o internet, las hago. Si no, mando al chófer a hacer las compras. He despedido al servicio y les he prohibido que me visiten mis hijos y sobrinos; nos hablamos por Zoom. Me hago el PCR cada quince días, porque, cualquier precaución es poca.

–Estoy deseando que abran los aeropuertos para volver. El apartamento en el que estamos es de casita de muñecas. No hay intimidad. Vivimos juntos todo el día. No estamos acostumbrados a eso –contestó Rosita.

–Bueno, mija, te entiendo. Aunque no hay mucha diferencia de un país a otro, tu casa es tu casa.

–A ver si nos juntamos cuando regrese. ¡Ciao!

–Avísame cuando llegues, bay.

Un año más tarde las dos amigas no se habían visto.

Rosita recibe una llamada de Mercedes.

–¡Amiga! ¿Ya se puso la vacuna?

–Si. Las dos dosis. Pero todavía no hace un mes de la segunda y sigo con los mismos cuidados de siempre –afirmó Rosita.

–Yo también. Todavía no he vuelto a contratar al servicio. Me las arreglo con el robot para sacar el polvo de los pisos y Franc me ayuda con la loza. El chófer me busca la comida que encargamos a los restaurantes y hace la compra en el súper.

–Yo he salido a dar alguna vuelta con el carro para retomar la vida de siempre, pero, salir a la calle es como salir a la jungla. No sé si soy yo, o es que el tránsito está mucho peor que hace un año. Los motoristas se han multiplicado y también su velocidad. Todo el mundo va a la suya, sin tener el cuenta a los demás. En las plazas comerciales, la gente actúa como si no pasara nada. Se le pegan a una con la mascarilla debajo de la nariz. Es un sufrimiento. El día que fui, me faltaba la respiración y pensé que me iba a desmayar. En los bancos, las filas son kilométricas. He decidido que no saldré hasta que todo esté normalizado.

–Algo parecido nos pasa a Franc y a mí. El otro día fuimos a la terraza de un restaurant y nos pasamos el tiempo observando a las otras personas y a los camareros. Su descuido en el festinado “alejamiento social” nos asustó. Al final, dejamos toda la comida encima de la mesa y nos fuimos a casa. ¡Dios mío qué estrés, las piernas me temblaban! Yo pensaba que la pandemia influiría en las personas para hacernos más cuidadosas, más solidarias y más educadas, pero veo que ha sido todo lo contrario. Hemos decidido que esperaremos a salir y hacer vida normal, hasta que se vea la luz al final del túnel.

Rosita, Mercedes y muchas personas más, pueden verse perjudicadas por el Síndrome de la Caverna, otra de las muchas afecciones sicológicas que nos ha “regalado” la pandemia del Covid19. Los siquiatras Alan Teo de la Scientific American y Mathew Patkinson, lo definen como “miedo de volver a la vida de antes, aún habiendo sido vacunado”.

El encierro por largo tiempo, también puede ser la causa de Agorafobia, trastorno de ansiedad que involucra miedo a las multitudes y espacios exteriores.

El aislamiento social al que que nos hemos visto obligados durante tanto tiempo, debido al riesgo de contagio, ha hecho que muchas personas sientan miedo de retomar su vida anterior, a pesar de estar doblemente vacunadas y, posiblemente, en un ambiente de menos riesgo.

Los especialistas afirman que salir a la calle después de un año encerrados, no será una transición fácil, porque la pandemia ha creado miedo y ansiedad, debido al riesgo de contagio y muerte. Los mensajes recibidos frecuentemente sobre calamidades, estadísticas negativas y casos magnificados o inventados, incrementan la desinformación y la alarma.

El doctor Alan Teo, atribuye el síndrome de la caverna a tres factores: hábito, percepción de riesgo y conexiones sociales.

Algunas personas se aíslan porque siguen teniendo pánico a la enfermedad y otras, se resisten a abandonar lo que, para ellas, son los beneficios que encontraron al estar aisladas y en soledad: seguridad, control, comodidad, nadie que juzgue su actuación o su físico y estar en un medio que acoge, entre otros.

Las redes sociales suplen contactos digitales con los que muchas personas se sienten satisfechas. Esto hace más difícil la vuelta al contacto físico y visual que tan importantes son para la salud emocional. No nos daremos cuenta de sus efectos negativos hasta que ya no sintamos la necesidad de contacto físico y defendamos que vivir solos es la fórmula mágica.

Investigadores especialistas en la materia nos advierten que tendremos que convivir por muchos meses más, o quizás años, con el virus y sus mutaciones, lo que hará que cada vez más personas sean propensas a sufrir el SDC.

Es importante establecer que una cosa es tener “pereza” de salir a la calle, o salir con temor a enfrentar todas sus complicaciones y otra, sufrir manifestaciones de pánico o convertir el trastorno síquico en síntomas orgánicos y funcionales, es decir, somatizar por más de seis meses.

En el segundo caso, buscar ayuda profesional cuando nos sintamos atrapados e inmovilizados por el miedo a abandonar nuestro refugio, es una decisión sabia.

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