Evergrín López Pérez

En realidad, se llama oficialmente Epifanio pero en algún momento asumió que su vida debía ser exactamente eso, un conservarse siempre fresco, verde, actual, joven, y empezó a hacerse llamar Evergrín. Su mamá, quien lo llamaba Epi, fue la que más protestó con el cambio, ya que asumía que la culpaba de no haber escogido bien en el santoral. Cuantas veces trató de llamar su atención nombrándolo por el viejo nombre, Evergrín la ignoró. Al fin, el chico se salió con la suya y por siempre más lo llamó Ever.

Hasta los veintisiete, Evergrín siempre siguió la última moda: en el pensamiento, en los estudios, en la ropa, en la diversión, en los aspectos religiosos y en la comida. Así que se autoproclamó admirador de Jean Paul Sartre –muy de moda en aquella época–. Vestía de negro, andaba siempre por la calle con El Ser y la Nada debajo del brazo, sufría crisis existenciales y trató de encontrar a su Simone, cosa que no logró, ni entonces ni nunca. Pero parece que esta postura fue un desliz de adolescencia por indefinición de su personalidad, que al fin enmendó incorporándose a la movida.

En la treintena su tema de vida era la diversión. Asumió un enfoque menos intelectual y más marchoso. Por alguna razón, las chicas no se le acercaban motu proprio, así que probó con algo que había visto que daba mucho resultado: se compró un coche americano, ostentoso y grande como no los había en la comarca, se puso una gorra entre capitán de barco y francés decadente para tapar su incipiente calvicie y salió a recorrer los pueblos cercanos en busca de ligues fáciles y calientes.

Evergrín siempre llevaba el coche lleno de chicas y chicos. La pareja de turno siempre exigía que le acompañaran algunos amigos porque, por alguna razón, no estaba muy segura de ese personaje de película americana que se rumoraba tomaba anfetaminas para que no se terminara la fiesta, no trabajaba, andaba con mucho dinero y no se sabía exactamente qué es lo que buscaba en la vida. Esta fórmula le funcionaba a veces –cuando no había nada mejor en el horizonte–, y a veces no.

Se le conocieron dos novias formales que, incluso, llegó a presentar a su mamá, pero estos períodos amorosos duraban solo algunos meses y luego, vuelta a la búsqueda del amor. El testimonio de una de las novias, amiga de quien cuenta la historia, dice que dejó a Evergrín porque era un ser de pensamientos infantiles, sin responsabilidades de ningún tipo, aguado, que vivía mirándose en el espejo, los cristales y las vitrinas y que dedicaba toda su energía a mantenerse joven. Nunca  hablaba de compromiso y siempre consultaba con su mamá cualquier decisión a tomar. A sus cuarenta tacos vivía en la casa materna y se hacía acompañar por ella para ir al médico, al sastre, a la iglesia y al cine. Esto último fue la gota que desbordó el vaso de Rossi –la entonces novia–. Andaban por la calle y se sentaban juntos Doris –la madre–, Ever y ella. Parecían un juego de vinajeras, decía.

Encontré por casualidad a Evergrín, afeitada la cabeza a la moda –imagino que como una forma de ocultar la calvicie total, si tengo en cuenta los años que han pasado desde que ya había perdido gran parte del pelo–, y me reconoció. Andaba vestido a la última: vaqueros Green Coast, chaqueta Esprit, zapatos Hackett, un fular Roberto Verino y una mochila Dustin. Hice una comparación entre él y yo y, definitivamente, salí perdiendo. Él que tendría unos ocho años más que yo, ahora parecía mi sobrino.

– ¡Rosser, tía! –me grito con alegría y me dio un abrazo.

– ¡Ever! tío –le contesté, aunque a estas alturas del juego no suelo utilizar ese leguaje tan juvenil–. No te estaba reconociendo, estás más joven que hace veinte años.

–Ven, te invito a algo.

Accedí más por curiosidad que por interés. Quería saber cuál  había sido la vida de ese personaje de mi juventud que forma parte de mi historia como medio de transporte de los domingos por la tarde. Confirmé que el tiempo no había pasado para él. Había cambiado su forma de hablar adoptando la jerga de los adolescentes.

Lo único nuevo de ese déjà  vu viviente era su actual ritual de belleza para disimular las arrugas de los años –que me recomendó fervientemente cuando nos despedíamos–,  y sus dedicadas sesiones de trabajo corporal –estaba practicando capoeira y asistiendo una vez por semana a una clase de swing. Por lo demás, había continuado su rutina de refugiarse en el seno materno y vivir de la fortuna que le había dejado su padre en forma de empresa  –por supuesto manejada por terceros. Haciendo honor a la leyenda de su personaje tenía una vida mágica con su Campanita siempre al lado.

Se levantó de la silla para irse y no era la misma persona que me abrazó cuando nos encontramos. Su andar era más lento y su espalda lucía ligeramente encorvada. Me preguntaba qué podía haber cambiado su ánimo en tan breve reunión y pensé que tal vez había sido la historia de mi vida que él había solicitado que le contara. Mi historia era la de cualquier hija de vecino, no había polvos mágicos que transformaran los malos momentos y los buenos no se debían a un toque de hada. ¿Le hice pensar en sí mismo? ¿Sintió de pronto la soledad? ¿Aprendió que había otras cosas que nunca se imaginó que pudiera tener la gente? No lo sé. Quizás el espejo del mostrador le reflejó su “rostro cargado de amaneceres sin retorno, sin viento, sin hadas, tan solo con los ojos pegados de legañas”. O sencillamente, por un momento –estoy segura–, olvidó su personaje.

 

 

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