Lo mejor de cada familia

Ella fue a nacer en una fría sala de hospital. Cuando vio la luz, su frente se quebró como el cristal porque entre los dedos a su padre como un pez se le escurrió. Hace un mes cumplió los veintiséis.

El nació de pie, le fueron a parir entre algodón. Su padre pensó que aquello era un castigo del señor. Le buscó un lugar para olvidarlo y siendo niño lo internó. Pronto cumplirá los treinta y tres.

En el comedor les sientan separados a comer. Si se miran bien, les corren mil hormigas por los pies. Ella le regala alguna flor y él le dibuja en un papel algo parecido a un corazón.

Hey, solo pienso en ti, juntos de la mano se les ve por el jardín, no puede haber nadie en este mundo tan feliz. Solo pienso en ti.  Víctor Manuel

La historia de Anita y Pedro –así los llamaré–no sé cuál es. Pero puedo imaginarme algo parecido a la historia que con una música que saca del corazón del que la escucha un arcoíris de emociones, canta Víctor Manuel. Ella con Síndrome de Down, él con cierto tipo de retraso mental, pero funcionales hasta el punto de estar en el metro de Barcelona, saber en qué estación tienen que bajar, por qué puerta y hacia dónde encontrar la salida. Se sentaron juntos y se cogieron de las manos. No se hablaron. De vez en cuando, con una ternura que se expandía a los que los estábamos observando, él le retiraba un mechón de cabello que le caía a Anita en la frente,  por encima de los lentes, y deslizaba el torso de su mano por la cara de la amada. Ella le regalaba una sonrisa inocente y amplia que lo decía todo.

Pedro y Anita no eran los únicos. Un total de diez personas con diferentes tipos de discapacidad, alternando entre ellos –a su manera– en un vagón del metro. Algunos de pie, porque no había asientos suficientes para todo el mundo. Uno de ellos le había cedido el asiento a una anciana que lo aceptó con una gran sonrisa y un “gracias guapo”.

Había una líder, con las extremidades superiores e inferiores afectadas por lo que pudo haber sido poliomielitis –aunque se podía trasladar por sí misma en silla de ruedas–, que hablaba en voz alta y que daba instrucciones al grupo cuando había que prepararse para bajar.

Otros, con sus movimientos continuos de oscilación hacia los lados y su mirada ausente, atendían con atención las instrucciones y las interacciones de los compañeros, como si tuvieran miedo de perderse parte  de las mismas.

El grupo no andaba solo, pero estaba empoderado para hacer la travesía por su cuenta. Momentos antes de llegar a la estación y después de haber oído las instrucciones de la líder del grupo que los preparaba para el fin del trayecto, aparecieron dos monitores que estaban en el vagón de al lado; posiblemente siguiendo los movimientos de todos, pero sin intervenir.  Se juntaron con el grupo y conversaban con los componentes sin que se pudiera notar ningún tratamiento especial, ni sobre protector.

Para protegerse los unos a los otros a la hora de bajar estaban ellos mismos, las personas con discapacidad. Los que tenían mejores posibilidades ejercían de soporte de los más desvalidos. Y así, con armonía y ciertos nervios por la aventura que estaban experimentando, se bajaron todos y como un rebaño de ovejitas se dirigieron unos al ascensor, acompañando a la líder, y otros a las escaleras automáticas para salir a la calle.

Ese día, y otros muchos me imagino, salieron a pasear las joyas de la sociedad. Gente diferente pero mejor; gente con sentimientos, con alegrías, tristezas, amor y desamor que percibe el respeto, el cariño y el soporte que podamos darles. Gente limpia. Gente inocente.

Ellos se sentían libres y funcionales al igual que el resto de los mortales. Alguien les había dado la oportunidad de prepararlos para valerse por sí mismos.

 

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