El camino a la nada

No estoy tomando una decisión precipitada. Lo he pensado muchas veces y no hay otra salida para mí. He tardado en dar el paso a pesar de que supe que lo haría desde el primer momento. Dejé una pequeña rendija abierta a la esperanza por si el destino quería ponerse de mi parte. Fui paciente esperando que algo ocurriera, pero también sabía que no iba a tener ninguna sorpresa. La noticia de ayer fue lo que me decidió a terminar lo que había empezado hace tiempo. Ahora, sentada en este banco, lejos de las miradas de la gente, pienso que el camino que me trajo al parque se parece mucho a mi vida: te conduce directo y de bajada. No se puede salir de él ni se puede poner freno, sino que te impulsa a ir cada vez más rápido. Algunas personas opinan que el destino es el que manda en el ser humano; yo no encuentro a quién culpar. Cuando comencé a hacerme consciente de mi problema me absolví diciéndome que ninguna chica adolescente habría podido soportar el ambiente de mi casa: la perfección absoluta de mis padres y ni la más remota posibilidad de que yo pudiera parecerme a ellos. No tenía sus aptitudes ni habilidades y, lo que era peor, no tenía la disposición. Era tanta la admiración que sentía por mi madre que no capté la advertencia velada de mis profesores o de los colegas o empleados de mi madre cuando me decían—Es difícil superar a tu mamá—. Y la verdad es que por mucho que traté al principio, nunca pude ni siquiera igualarla. De mi madre solo oigo decir cosas buenas. Por fuera y por dentro es hermosa. Nunca me ha defraudado como madre. Pero siempre ha estado arriba, tan arriba que no nos hemos podido encontrar para que nuestras almas se abrazaran. Ella me repite constantemente que me quiere mucho. Pero yo habría preferido que me quisiera diferente. Nunca pude ajustarme al patrón que a ella le complacía: cuidarme el pelo con esmero, ponerme a dieta, hablar bajo, vestirme de rosa y blanco, descartar la compañía de muchos chicos y chicas con los que me sentía aceptada y buscar la compañía de gente “como debe ser”; pero si no lo hacía, mi vida se volvía un infierno. Todas mis amistades debían ser aprobadas por mi madre, así que me vi rodeada de mil madres con caras diferentes. Recuerdo a mi padre recompensándome cuando me parecía a mi madre y esto me hacia sentir bien; pero no podía sostener el engaño por mucho tiempo. En el fondo, no quería ser como ella. Empecé sintiendo una necesidad parecida a la que siento ahora de escapar a la vida, de alejarme de todo lo que se pareciera a mi progenitora. Me inicié en solitario probando los tranquilizantes de mi padre que me permitían sobrevivir a los actos familiares sin sufrir demasiado y fui avanzando entre sustancias que me hicieron cada vez menos vulnerable a las comparaciones y disminuciones. Me he sentido avergonzada, en algunos pocos momentos, de mis actuaciones y engaños; pero el precio que tenía que pagar por estar sobria era mucho mayor y además, desandar el camino hasta el momento de mi inocencia no era posible. No tengo la fuerza. Jano apareció en mi vida como cuando sale el sol después de tres días de tormenta, pero duró poco. El tiempo justo para pasar de los pequeños pecados a lo excesivo. Anduve por su camino que no se limitaba a escabullirse de la realidad y caí en un hoyo profundo. En mis últimos pocos momentos de lucidez, me he sentido injusta con la vida, con mis padres y conmigo misma. Mis padres han pasado de la decepción al “no puedo más”, y de la angustia a evadir la realidad. No los puedo culpar, donde solo pusieron amor nació el demonio. Y ya no aguanto más. Desde ayer, mi carga es demasiado pesada para esta senda tan empinada. No quiero darles a mis padres el último y máximo disgusto y por encima de eso, no puedo permitir que venga al mundo esta vida enferma que llevo dentro de mí. Alguna vez pensé que seria madre, pero siempre imagine que de un niño deseado, querido, sano, no de una criatura con la muerte en el cuerpo. Solo espero estar tomando la cantidad suficiente de lo que me ayudó a vivir por un corto tiempo y a vivir muerta el resto de mis días.

“Os pido perdón por quitarme la vida. Nadie merece que lo haga. No os culpéis por mi decisión. Es que no puedo salir de este camino”

Alas libres

Traza la niña toscos garrapatos,
de escritura remedo,
me los presenta y dice
con un mohín de inteligente gesto:

«¿Qué dice aquí, papá?»

Miro unas líneas que parecen versos.
«¿Aquí?» «Si, aquí; lo he escrito yo; ¿qué dice?
porque yo no sé leerlo…»
«¡Aquí no dice nada!», le contesté al momento.

«¿Nada?», y se queda un rato pensativa
-o así me lo parece, por lo menos,
pues ¿está en los demás o está en nosotros
eso a que damos en llamar talento?-.

Luego, reflexionando, me decía:
¿Hice bien revelándole el secreto?
-no el suyo ni el de aquellas toscas líneas,
el mío, por supuesto-.

¿Sé yo si alguna musa misteriosa,
un subterráneo genio,
un espíritu errante que a la espera
para encarnar está de humano cuerpo,
no le dictó esas líneas
de enigmáticos versos?

¿Sé yo si son la gráfica envoltura
de un idioma de siglos venideros?
¿Sé yo si dicen algo?
¿He vivido yo acaso de ellas dentro?

No dicen más los árboles, las nubes,
los pájaros, los ríos, los luceros…
¡No dicen más y nos lo dicen todo!
¿Quién sabe de secretos?

Tengo que agradecer a Miguel de Unamuno (1864-1936) que con esta hermosa poesía (Incidente Doméstico, la titula él) y que por ella misma ya lo explica todo, me haya proporcionado la base para esta reflexión psicológica que puede ser de interés para los padres que desean la felicidad de sus hijos, entre los que me incluyo en mi etapa de abuela.

Los niños desarrollan sus destrezas en sus primeros seis años de vida y la creatividad es una de ellas. Esta, puede quedarse agazapada o puede desarrollarse al máximo. Después de los diez años, al empezar el desarrollo del pensamiento lógico y formal, se va perdiendo el potencial en términos creativos.

Para entender qué tan importante es la creatividad, basta decir que fomentándola se puede lograr que el niño produzca ideas y soluciones nuevas para sus problemas, mejore su autoestima, tenga mayor sensibilidad con el entorno, flexibilidad, originalidad, independencia, inclinación hacia la exploración de situaciones y cosas y otras muchas características que lo preparan mejor para su vida de adulto.

Como padres o tutores y con el fin de fomentar la creatividad, deberíamos empezar conociendo cuáles son sus intereses,  ya que tendrán mayor motivación en desarrollar algo que les guste. Es vital dejar al niño hacer y prestarle atención a lo que hace, aunque no lo entendamos, aunque nos parezca exagerado o no vaya en la línea de nuestros conocimientos o formación, ya que de esta forma el niño va trazando su camino en base a sus propias soluciones. En la mayoría de los casos, a los adultos nos da miedo salir del estatus quo y no les permitimos a nuestros niños que lo hagan. En el hogar y en las escuelas, aunque puede haber hermosas excepciones,  suele enseñarse de palabra y todavía más, de obra, lo que ya está establecido por nuestra cultura y castigar con desaprobación o por otros métodos igual de perjudiciales al niño que se sale “del guión”. Y ni hablar de motivarlo a que se cuestione por qué las cosas se deben hacer así, o se debe pensar en esa forma.

Podemos tener grandes y agradables sorpresas si nos metemos en el mundo de nuestros hijos en el momento de los juegos o de la creatividad. Podemos mostrarles nuestra forma de hacer las cosas, de la que de seguro ya han tomado buena nota, pero motivarles a que ellos lo hagan diferente o busquen otras soluciones. Hay que dejar que exploren, que toquen, que miren, que inventen y permitirles que se equivoquen sin burlarse o desalentar su espontaneidad.

Para aumentar su creatividad, además de no inhibirles cuando muestran deseos de expresarse, poner a nuestros hijos en contacto con el arte es abonar en su cuenta de vida; pero al hacerlo es importante proponer actividades artísticas que sean adecuadas al “momento” del niño (edad, entorno, intereses, habilidades, etc.); proporcionarle materiales nuevos, vistosos, diferentes y con los que no se pueda hacer daño. No ayuda corregirle los trabajos, en todo caso, podemos preguntarles de qué otra forma podrían estarse haciendo los mismos. Expresar orgullo por los resultados y exhibir el producto de la creatividad de los niños en la casa o en cualquier otro lugar, le permite al niño entender que su trabajo es importante y que él mismo es aprobado. Los niños a los que se ha motivado a ser creativos se sienten realizados e integrados cuando ven los resultados de su “talento especial”.

La imaginación es más grande que el conocimiento. Si lo dijo Einstein, debe ser.

La mochila y el currículum

Quise compartir el siguiente relato del escritor, periodista y miembro de La Real Academia Arturo Pérez Reverte, el cual, después de nueve años de escrito es tan actual como el minuto en el que lo estamos leyendo.

El problema sobre el que basa el relato, no solo existe, sino que se ha agravado y trasmitido como el S.I.D.A. cebándose en los dueños del futuro, los jóvenes.

Cito completo el relato que, además, es una joya del moderno buen escribir.

Llueve a ratos, y Madrid está frío y desapacible. Pasan paraguas al otro lado del escaparate de la librería de mi amigo Antonio Méndez, el librero de la calle Mayor. Estamos allí de charla, fumando un pitillo rodeados de libros mientras Alberto, el empleado flaco, alto y tranquilo, que no ha leído una novela mía en su vida ni piensa hacerlo -«ni falta que me hace», suele gruñirme el cabrón- ordena las últimas novedades. En ésas entra un chico joven con una mochila a la espalda, y se queda un poco aparte, el aire tímido, esperando a que Antonio y yo hagamos una pausa en la conversación.

Al fin, en voz muy baja, le pregunta a Antonio si puede dejarle un currículum. Claro, responde el librero. Déjamelo. Y entonces el chico saca de la mochila un mazo de folios, cada uno con su foto de carnet grapada, y le entrega uno. Muchas gracias, murmura, con la misma timidez de antes.

Si alguna vez tiene trabajo para mí, empieza a decir. Luego se calla. Sonríe un poco, lo mete todo de nuevo en la mochila y sale a la calle, bajo la lluvia.

Antonio me mira, grave. Vienen por docenas, dice. Chicos y chicas jóvenes. Cada uno con su currículum. Y no puedes imaginarte de qué nivel. Licenciados en esto y aquello, cursos en el extranjero, idiomas. Y ya ves. Hay que joderse.

Le cojo el folio de la mano. Fulano de Tal, nacido en 1976.

Licenciado en Historia, cursos de esto y lo otro en París y en Italia. Tres idiomas. Lugares, empresas, fechas. Cuento hasta siete trabajos basura, de ésos de tres o seis meses y luego a la calle. Miro la foto de carnet: un apunte de sonrisa, mirada confiada, tal vez de esperanza. Luego echo un vistazo al otro lado del escaparate, pero el joven ha desaparecido ya entre los paraguas, bajo la lluvia.

Estará, supongo, entrando en otras tiendas, en otras librerías o en donde sea, sacando su conmovedor currículum de la mochila. Le devuelvo el papel a Antonio, que se encoge de hombros, impotente, y lo guarda en un cajón.

Él mismo tuvo que despedir hace poco a un empleado, incapaz de pagar dos sueldos tal y como está el patio. Antes de que cierre el cajón, alcanzo a ver más fotos de carnet grapadas a folios: chicos y chicas jóvenes con la misma mirada y la misma sonrisa a punto de borrárseles de la boca. España va bien y todo eso, me digo. La puta España. De pronto la tristeza se me desliza dentro como gotas frías, y el día se vuelve más desapacible y gris. Qué estamos haciendo con ellos. Maldita sea.

Con estos chicos.

Antonio me mira y enciende otro cigarrillo. Sé que piensa lo mismo. En qué estamos convirtiendo a todos esos jóvenes de la mochila, que tras la ilusión de unos estudios y una carrera, tras los sueños y el esfuerzo, se ven recorriendo la calle repartiendo currículum en los que dejan los últimos restos de esperanza Licenciados en Historia o en lo que sea, ocho años de EGB, cinco de formación profesional, cursos, sacrificios personales y familiares para aprender idiomas en academias que quiebran y te dejan tirado tras pagar la matrícula. Indefensión, trampas, ratoneras sin salida, empresarios sin escrúpulos que te exprimen antes de devolverte a la calle, políticos que miran hacia otro lado o lo adornan de bonito, sindicatos con más demagogia y apoltronamiento que vergüenza. Trabajos basura, desempleos basura, currículums basura. Y cuando el milagro se produce, es con la exigencia de que estés dispuesto a todo: puta de taller, puta de empresa, boca cerrada para sobrevivir hasta que te echen; y si tienes buen culo, a ser posible, deja que el jefe te lo sobe. Aún así, chaval, chavala, tienes que dar las gracias por los cambios de turno arbitrarios, los fines de semana trabajados, las seiscientas horas extras al año de las que sólo ochenta figuran como tales en la nómina. Y si encima pretendes mantener una familia y pagar un piso date con un canto en los dientes de que no te sodomicen gratis. Flexibilidad laboral, lo llaman. Y gracias a la flexibilidad de los cojones se han generado, dice el portavoz gubernamental de turno tropecientos mil empleos más, y somos luz y fan de Europa. Guau.

Gracias a eso, también, un chaval de veintipocos años puede disfrutar de la excitante experiencia de conocer ocho empleos de chichinabo en tres o cuatro años, y al cabo verse en la calle con la mochila, buscándose la vida bajo la lluvia.

Partiendo una y otra vez de cero. Flexibilidad laboral.

Rediós. Cuánto eufemismo y cuánta mierda. A ver qué pasa cuando, de tanto flexionarlo, se rompa el tinglado y se vaya todo al carajo, y en vez de currículums lo que ese chico lleve en la mochila sean cócteles molotov.

 

Publicado en El Semanal, el 9 de febrero de 2003.

Comparaciones

Todo empieza a ser mejor o peor a partir de la comparación. Por eso es que todo en la vida es relativo.

En un aeropuerto norteamericano, en vísperas de Nochebuena, varios militares vestidos con sus trajes con estampados de camuflaje y con bolsas medianamente grandes, nuevas, de la misma tela que los uniformes, esperan la salida del avión que los conducirá a su ciudad y hacia los suyos. El tiempo de espera es infinito para estos jóvenes y sus familias.

Son muchachos, altos y fornidos (concibo la idea subjetiva de que son escogidos así, porque no puede ser que todos los norteamericanos que van al ejército estén en el cuadrante de los percentiles más altos de estatura y complexión); son de diferentes minorías étnicas. En esta ocasión sus caras están alegres y charlan entre sí disipadamente. No se alcanza a oír de qué hablan, pero una se imagina que comparten alguna anécdota o experiencia, o tal vez están contando algo de sus respectivas familias o están compartiendo las expectativas sobre las vacaciones; lo que quiera que sea que hablan, es positivo, a juzgar por sus caras.

Una pareja con una niña que está preguntando a sus padres acerca de los trajes de los jóvenes sentados al frente, se les acerca y les pregunta —¿Vienen a quedarse para siempre o vienen de vacaciones?

—De vacaciones, estaremos en casa por doce días—responde el que parece más mayor y de tez oscura.

—Queremos que sepan que apreciamos mucho su trabajo y su entrega— dice la joven madre con una amplia sonrisa. El soldado responde con otra sonrisa y dice —Muchas gracias.

Para subir al avión, estos soldados tienen preferencia junto con los pasajeros de primera clase, los enfermos o personas con alguna discapacidad y los niños. Dentro del avión se ven algunos de los militares sentados en primera clase y el primer pensamiento, subjetivo de nuevo, es que también hay diferente poder adquisitivo entre ellos  y que las clases se dan en todas las profesiones y entre todos los seres humanos.

El avión ha despegado y el capitán se dirige a los pasajeros con las palabras habituales de información del vuelo, piensa una. Pero en esta ocasión, comienza explicando que nos honran con su presencia varios militares que regresan a su casa de vacaciones para volverse a marchar en breve. Aclara que algunos pasajeros  de primera clase han cedido sus asientos a algunos de los soldados. Muchos pasajeros aplauden. El gesto y las caras lo dicen todo. Hay agradecimiento y admiración hacia estos jóvenes muchachos, ya sea que compartan o no las razones por las que están alejados de su patria. Seguramente les recuerdan  a vecinos, amigos y familiares que han pasado por la misma experiencia de dejar ir a los hijos lejos, con la alegría de  recibirlos y con la tristeza de dejarlos marchar por la poca seguridad que tienen sobre de su regreso.

Cuando el avión aterriza, el capitán vuelve a dirigirse a los viajeros solicitándoles que dejen pasar primero a los soldados. Pasillos vacíos, es como si dejaran salir al cura después de decir la misa; nadie se mueve de sus asientos hasta que ellos llegan al frente del avión y entonces, vuelven a sonar los aplausos de despedida. De nuevo un acto de agradecimiento y de reconocimiento a los jóvenes militares.

Enseguida sentí achicárseme el corazón al acordarme de los militares dominicanos.

Hay entre la población mucha predisposición negativa hacia ellos. Se piensa que la mayoría de los militares son personas de tercera categoría que no han tenido otra salida en la vida que unirse al ejército, la policía, la marina y la aviación, ya sea por su falta de educación o por su desidia. Se piensa que con los sueldos que ganan no tienen otra forma de sobrevivir que no sea con el macuteo, el robo, la extorsión y otros tipos de actos incorrectos. Ayuda a esta imagen el físico dejado que exhiben algunos, los uniformes desgastados y hasta rotos y las maneras poco educadas y cordiales de dirigirse a la población civil. En muchos casos, puede que se hayan ganado esta percepción «a pulso». Todo esto hace que en lugar de tener la confianza para acudir a uno de ellos en caso de necesidad, se esquiven; hace que muchas personas se dirijan a ellos disminuyéndolos, desconsiderándolos o exhibiendo poder con el fin de sepan quién está sobre quién.

No es posible que todos los jóvenes que se inician como militares sean personas incorrectas, malas, traicioneras, traficantes o vulgares ladrones como presenta el “cliché” actual. Pero sí que es posible que se vayan volviendo así porque la sociedad no los acoge, no les da ningún reconocimiento, no los trata como personas, no los lleva a superarse y crecer a través de una educación continua, no les da las gracias por lo que hacen por ella y ni siquiera les retribuye adecuadamente su tiempo y su labor. De seguir así, nuestros militares no recibirán aplausos, ni se les cederá el asiento, ni se les reconocerá su servicio hacia nosotros y nosotros seremos los que saldremos perdiendo.

Hay muchas cosas que reclamar a los gobiernos, una de ellas es que en las comparaciones con otros países, no salgamos tan mal parados.