7 historias de amor para los siete días de la semana. Martes: amor de perros

Don Federiquín no había podido dormir en toda la noche pensando en la cita de hoy.  A su edad no era fácil ponerse de “mojiganga” y exponerse al mayor de los ridículos. Eso de los encuentros no era lo suyo, pero trataría de hacerlo lo mejor posible para que, por lo menos, su reputación no sufriera un descalabro. Él había visto pasar por delante de su casa a doña Margarita y ella lo había visto pasar a él cuando paseaba a Hamlet todas las mañanas. Pero nunca se habían hablado, lo más que habían hecho era saludarse que para eso eran vecinos.

Hacía dos años había muerto Don Joaquín, el esposo de doña Margarita. Don Federiquín se enteró del suceso porque en la urbanización pasan una circular para anunciar nacimientos, defunciones y ventas de garaje. Así que, mandó una tarjeta de condolencia con Gracita, la muchacha del servicio, quien le devolvió las gracias de la viuda.

Don Federiquín  nunca se había casado. Sí que había tenido sus deslices de joven, pero con prostitutas.  En aquel tiempo sentía que las mujeres tenían prisa por atraparlo y a él le daba miedo comprometerse para toda la vida. –¿Y si luego fracasa el matrimonio? ¿Y si me sale gastadora? ¿Y si me pone cuernos? ¿Y si se vuelve gorda? ¿Y si no se lleva bien con mi mamá?– Las excusas aparecían por doquier y todas eran buenas y válidas. Pero, en realidad, él le tenía miedo al sexo. En las casas de citas le había ido bien, pero lo había dejado todo en manos de las meretrices, quienes, trabajadoras exquisitas y experimentadas de extremidades y labios hábiles, habían resuelto la situación siempre con éxito. Pero, hacerlo con una mujer de su medio por su propio esfuerzo era otra cosa, en ese aspecto, estaba por demostrar sus competencias.

Don Federiquín tenía sesenta y siete años, toda su cabellera completa, muy negra para ser natural y, en general, era de buen ver. Por dentro era otra cosa. Sufría de presión alta y tenía el aparato digestivo seriamente alterado, de forma que no había un día que no tuviera que tomarse un purgante, un antiácido o pastillas para parar la destemplanza. Estos problemas hacían que no pudiera salir muy a menudo y que, en ocasiones, cuando paseaba a Hamlet, tuviera que correr para llegar a casa sin ningún accidente engorroso. Así que, cuando hizo la cita con Doña Margarita, tuvo en cuenta la hora en que menos problemas tenía: las diez de la mañana. En la noche se ponía fatal y no podía responder de sí mismo.

Ahora, ante el momento de la verdad las piernas le temblaban. Era demasiado importante que le cayera bien a la vecina. Después de varios achuchones de salud y fallecida su querida madre, entendía que necesitaba alguien con quien compartir y terminar sus días con paz y tranquilidad y ni se diga de alguien que se ocupara de organizarle la vida, el lavado de la ropa y de propina, ¿por qué no? pasarle la mano, en el buen sentido de la palabra. Y Doña Margarita le caía bien. Nadie sabe si el destino se la tenía guardada para él.

Doña Margarita no encontraba a faltar a don Joaquín. Ese endemoniado la hizo sufrir durante toda la vida. Suerte que se fue dejándole cierto tiempo para disfrutar su viudez y ciertos recursos para darle sabor a la misma. Aunque trataba de olvidarlo, de vez en cuando, como una cicatriz profunda que se resiente con la humedad, le dolían las infidelidades, las borracheras, los pleitos y los lanzamientos de platos a los que ella también correspondía con el objeto que tuviera más cerca en el  momento. En ese deporte pasaron a mejor vida unas porcelanas de Sèvres que había heredado de su abuela y una lámpara de vidrio de Murano que tenía en el comedor como un trofeo de familia. Le dolieron más que la cortada encima de la ceja a la que tuvieron que darle diez puntos y que luego había tenido que disimular con maquillaje para evitar preguntas maliciosas –aunque todos los vecinos oían sus trifulcas.

Después de que murió su marido, empezó a pensar en que todavía podía rehacer su vida. Sabía que a su edad y en la sociedad en la que se desarrollaba, era difícil encontrar un hombre que se interesara por ella. Los solterones añejos calentones andaban detrás de las jovencitas con pocos escrúpulos y mucha anatomía y a ella le sobraba lo primero y carecía de lo segundo. Pero siempre había confiado en que lo que es para uno nadie se lo quita; si había algo para ella ya vendría y ella lo estaría esperando.

Por eso, se sintió y no se sintió muy sorprendida cuando recibió la tarjetita de don Federico Robles de León. Abrió el sobre crema y leyó. “Estimada vecina, le remito mi número telefónico: 809-655-2933 porque tengo mucho interés en hablar con usted, pero no quiero invadir su espacio iniciando la llamada. Quedo a la espera de que usted me llame, si lo tiene a bien, para conversar de algo en lo que tengo mucho interés. Su vecino. FRDL”

No sabía que pensar. ¿Tendría que ver con el vecindario? Lo llamaría, tenía curiosidad por lo que le pudiera decir, pero no lo haría ahora mismo, porque se vería como que ella tenía mucho interés. Lo haría al día siguiente.

–!Alo! ¿Me puede comunicar con don Federico?

–Él mismo le habla. ¿Con quién tengo el gusto?

–Es Margarita, su vecina de la calle de atrás.

–¡Ah! Estaba esperando su llamada. ¿Cómo está usted?

–Bien, gracias.

–Puede que encuentre raro el motivo de esta conversación. Me han hablado muy bien de usted. Las veces que nos hemos visto en la calle me ha gustado su persona y me gustaría conocerla un poco mejor.  Así pues, quisiera pasar a saludarla por su casa, si no tiene inconveniente, cualquier día en la mañana.

–Pues, esta semana no puede ser porque tengo varias cosas que hacer y debo terminar un esquema– mintió para dárselas de valiosa–. Pero podríamos vernos la otra semana, el miércoles.

–Por mí está bien, es el día 23, ¿verdad? Pues allá estaremos a las diez de la mañana, si le parece bien.

–Muy bien, lo espero con un cafecito.

Había llegado el momento. Don Federiquín sentía cierto temor de lo que pudiera estar encontrando. Doña Margarita sentía curiosidad y desconfianza al mismo tiempo. Por fin, sonó el timbre y Ofelia empezó a ladrar dando brincos, como lo hacía siempre que sentía que algo se salía de la cotidianidad, pero con más ímpetu y alegría.

Doña Margarita miró por la mirilla y vio a don Federico. Estaba un poco nerviosa.

–Buenos días don Federico, pase adelante.

Hamlet, más rápido que una exhalación, corrió tras Ofelia. En un instante –Ofelia no opuso ninguna resistencia– y sin siquiera olerla, se montó encima de ella y comenzó la danza del amor. Don Federiquín estaba muy abochornado.–!Hamlet! Hamlet! Deja eso!– pero el perro no le hizo ningún caso.

–Ofelia, por Dios!– gritaba doña Margarita, quien había comenzado a sudar copiosamente. Ya no había nada que hacer.

–Me podría indicar dónde está el baño?– preguntó don Federiquín con muestras de urgencia y por no ver el comprometedor espectáculo.

–Aquí– le señaló doña Margarita pálida como una hoja de papel.

Don Federiquín no se atrevía a salir del cuarto de baño, por los vestigios y porque después de la acción rápida de Hamlet no había posibilidad alguna de que el asunto con doña Margarita funcionara. Por su lado, doña Margarita daba vueltas en su cabeza buscando un posible tema para cuando saliera el huésped. Se sentó en la terraza esperando que terminaran don Federico y Hamlet y este último lo hizo primero. Cuando vio aparecer a don Federico lo invitó a sentarse para tomarse un café. Se lo sirvió pero el huésped no hizo ademán de llevárselo a los labios en todo el rato.

–Le ruego me disculpe. No debí haber traído a Hamlet. Lo hice porque había visto a través de la verja a su perro y pensé que ellos también podrían hacer amistad.

–Qué le puedo decir. Que le avisaré si Ofelia queda…ya sabe.

–Estoy dispuesto a pagar los gastos de veterinario, si queda…ya sabe. Creo que es mejor que nos vayamos.

Ofelia y Hamlet se olisquearon, quisieron reanudar el juego, empezaron a corretear, saltar y morderse suavemente, pero don Federiquín atrapó a Hamlet y lo conservó en sus brazos mientras se despedía con vergüenza de doña Margarita.

–Avíseme, por favor, si voy a ser abuelo– dijo para darle un tono jocoso al desafortunado encuentro.

–Lo haré. Ya sabe, si queda…tiene derecho a un perrito– añadió doña Margarita y se sintió completamente simple.

–Buenas tardes querida vecina.

–Buenas tardes consuegro.

 

 

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