Vuelo UX 666

Doña Matilde es una señora tranquila, educada, amistosa –aunque sin pasarse– que de vez en cuando da su escapadita a Europa. Un mes antes ya empieza a ponerse ansiosa por el viaje. No le tiene miedo a los aviones, pero tiene un ligerísimo trastorno obsesivo con los pasajeros de los aviones. En realidad no debiera, porque no hay experiencia más reconfortante que casi nueve horas arropada por tanto calor humano.

Llegó al aeropuerto con tiempo suficiente para que después de hacer su fila para llegar al mostrador, le sobrara como mínimo media hora para tomarse un café y resarcirse de la primera parte de la experiencia.

Cumplir con los requisitos de seguridad del aeropuerto fue pecata minuta. Entrar al avión, otra cosa. Empujones para pasar primero, aunque el intervalo de filas no hubiera sido llamado. Esperas ocasionadas por bultos de mano tan grandes que no cabían en ningún compartimento y que los pasajeros no querían dejar a la entrada. Tapones en el pasillo porque la señora con tres bultos de mano y el niño no acababan de aposentarse. Personas sentadas en el asiento que no les correspondía y que se negaban a abandonar –aunque se les enseñara el ticket correcto–, hasta que la aeromoza, con cajas destempladas, les conducía a su asiento; y otras diversas pruebas de paciencia que nuestra sufrida señora tuvo que ir pasando.

Doña Matilde se pasó la semana anterior rogándole a la Virgen que le tocara un compañero de viaje tranquilo y educado y si podía ser size medium. También le pidió que el pasajero que se sentara  delante no la aplastara con su asiento, pero esto último ya era mucho pedir, la Virgen casi nunca lo concede.

Una vez en el sitio asignado empezó la epopeya. El saludo de doña Matilde a su compañera de viaje fue respondido con una voz de catarro acompañada de una tos abierta, franca, directa y del tipo hisopo. Matilde, que no quería llegar con una gripe en incubación de las que salen justo un día después de llegar y se van al cabo de dos semanas, para evitarlo, pasó el viaje entero sentada en el cachete opuesto a la compañera, con el torso girado en cuarenta y cinco grados y dando así una imagen de realeza poco conveniente para el medio y resultando premiada con un dolor de espalda como consecuencia de la posición. En la fila de delante, dos ejemplares extendidos del sexo masculino, desde antes de despegar, se estaban dando petacazos de una botella Gauileibol  etiqueta negra que llevaba uno de ellos envuelta en un papel de periódico, para que la tripulación no la viera.

Desde que el avión levantó su nariz empezaron los paseos de las pasajeras a los lavabos, baños, inodoros o servicios, según fuera el origen de las mismas. Y también empezó la transformación. Las damas, salían de los excusados con tubis, anchoas, gorritos de malla y hasta rolos, pero con el mismo swing que llevaban a la ida y que acabó con cualquier cosa o miembro que sobresaliera del asiento del avión.

A la hora de cenar se criticó mucho la comida, con razón. Aunque el otro compañero de asiento de Matilde fue directo al grano al preguntar–doña, ¿usted no se va a comer el dulcito?

Hay que señalar que las ventas de cabina de la compañía aérea sobreviven gracias a este target que tiene dinero para comprar caprichos que dicen ser libres de impuestos, pero que son carísimos. Doña Matilde no compró nada; ni los audífonos que ofrece la tripulación porque las películas que daban esa noche ya las había visto. ¡Craso error! Debió haber comprado audífonos y mascarilla por aquello de que oídos que no oyen y nariz que no huele, corazón que no siente. Estaban los gritos de los niños, los ronquidos, las flatulencias y las toses a dos por chele. Tampoco pudo dar el paseíto recomendado por los doctores en los viajes intercontinentales, porque extremidades de todos los largos y gruesos se atravesaban en el pasillo formando una barrera que solo podría ser atravesada al estilo Misión Imposible.

El tiempo quedó congelado en el espacio y el viaje no acababa nunca. Pero, como todo túnel tiene luz al final, sirvieron el desayuno, – señal inequívoca de que solamente faltaba una hora y media para llegar al destino. Tan pronto el croissant duro, frio y latigoso fue ingerido por los clientes, las damas empezaron el camino de vuelta al baño, lavabo, servicio o inodoro. Como tocadas por varita mágica, salían transformadas. Princesas de melenas largas y lacias o rizadas, coloridos pantalones apretados como si fueran una segunda piel, adornos variados y perfume recién comprado en la Zona Franca.

Se escuchó la orden de apagar aparatos, enderezar los asientos –por fin pudo respirar doña Matilde– y cerrar las mesitas. Al cabo de media hora, al mismo tiempo que la aeronave tocaba el suelo, sonaron los tradicionales aplausos fervorosos que parecen decir: gracias Dios, gracias capitán, gracias avión.

A partir de ese momento comenzaron a volar por el aire y zetas y eses salidas de todos los asientos y doña Matilde supo que había llegado al destino.

 

 

 

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